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El carbunclo azul

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

EL CARBUNCLO AZUL

En la segunda semana, después de Navidad, fui á visitar á mi amigo Sherlock Holmes con la intención de presentarle mis felicitaciones de año nuevo. Le encontré reclinado en el sofá, vestido con una bata color púrpura, unas cuantas pipas á su derecha, al alcance de su mano, y un montón de diarios de la mañana, arreglados, que, evidentemente, acababa de estudiar, también á su alcance. Al lado del sofá había una silla de madera, en la cual estaba colgado, en el ángulo del respaldo, un sombrero de fieltro muy raído y abollado, usado hasta más no poder, y roto en varias partes. Una lente y una pinza que había en la silla, indicaban que el sombrero había sido colgado allí para someterlo á un examen.

—Está usted ocupado—dije,—quizás le molesto.

En manera alguna. Tengo gusto de ver á un amigo con quien puedo discutir mis descubrimientos. El asunto es perfectamente trivial; pero (señalando con el dedo el viejo sombrero) hay algunos puntos relacionados con él, no enteramente desprovistos de interés, ni aun de enseñanza.

Me senté en el sillón, y me calenté las manos delante del chisporroteante fuego, pues afuera reinaba una recia helada y los vidrios de la ventana estaban cubiertos de una espesa capa de hielo.

—Supongo—observé—que, así, fea como es, esta cosa está relacionada con alguna historia de muerte, que es la clave de que se va usted á guiar para aclarar algún misterio y procurar el castigo de algún crimen.

—No, no, ningún crimen—dijo Sherlock Holmes, riéndose. —Solamente uno de esos fantásticos incidentes pequeños que suceden cuando tiene usted cuatro millones de seres humanos que se empujan los unos á los otros en el espacio de unas cuantas millas cuadradas. Entre la acción y la reacción de un hormiguero de humanidad tan denso, hay que esperar que ocurran todas las posibles combinaciones de acontecimientos, y más de un pequeño problema se presentará, que llame la atención y sea raro sin ser criminal. Ya nos ha sucedido tener que hacer con casos de esa especie.

—Tan es así—contesté—que de los últimos seis casos que he agregado á mis apuntes, tres carecen del carácter criminal ante la leyy Precisamente usted alude á mi tentativa para recuperar los papeles de Irene Adler, al singular asunto de la señorita María Sutherland la aventura del hombre del labio torcido.

Pues bien: no dudo de que también este pequeño asunto va á caer dentro de la misma categoría. Usted conoce á Peterson, el comisionista?

—Si.

A él pertenece este trofeo.

—Es un sombrero suyo?

—No, no: lo encontró. No sabemos quién sea su dueño. Ruego á usted que lo mire, no como una galerita estropeada, sino como un problema intelectual. Pero, primero, diré á usted cómo ha yenido á dar aquí. Llegó en la mañana de Navidad, en compañía de un buen ganso gordo, el cual, no tengo duda de ello, se asa en este momento delante del fuego de Peterson. Los hechos son estos: á eso de las cuatro de la mañana de Navidad, Peterson, mozo honrado á carta cabal, como usted sabe, volvía de una pequeña fiesta, y pasaba por la Avenida Tottenham en dirección á casa. Por delante de él vió, á la luz del á un hombre de elevada estatura, que angas, daba con paso no muy firme y llevaba colgado del hombro un ganso blanco. Al llegar á la esquina de la calle Goodge, estalló una riña entre ese individuo y un pequeño grupo de vagabundos. Uno de éstos hizo caer al suelo el sombrero del hombre, el cual, entonces, levantó su bastón para defenderse, y al darle vuelo hacia atrás, rompió la vidriera de una tienda. Peterson había corrido á proteger al hombre contra sus asaltantes; pero éste, asustado de haber roto el vidrio y al ver que se acercaba una persona vestida con un uniforme que le daba aspecto oficial, dejó caer el ganso, echó á correr, y se perdió en el laberinto de callejuelas que se extiende por detrás de la Avenida Tottenham. También los vagabundos habían huído al aparecer Peterson, de modo que éste quedó dueño del campo de batalla, y también del botín de la victoria, que consistían en este raído sombrero y en el más irreprochable ganso de Navidad.

—Los cuales, naturalmente, debieron ser devueltos á su dueño?

—Querido amigo: ahí está el problema.—Cierto es que en una pequeña tarjeta atada á la pata izquierda del ganso estaban impresas estas palabras: «Para la señora de Enrique Baker», y verdad es también que las iniciales «E. B.» están legibles en el forro de este sombrero; pero como hay algunos miles de Bakers y algunos centenares de Enrique Baker en esta nuestra ciudad, no es fácil devolver estos bienes á su legítimo dueño.


—Entonces ¿qué hizo Peterson?

—Me trajo las dos cosas, sombrero y ganso, en la misma mañana de Navidad, sabedor como es de que hasta los más pequeños problemas me interesan. El ganso quedó en depósito hasta esta mañana que, á pesar de la temperatura fría, comenzó á hacer ver que era necesario comerlo sin más tardanza. Su hallador se lo ha llevado, pues, para que sufra el último destino de un ganso, y yo sigo depositario del sombrero perteneciente al desconocido caballero que perdió su manjar de Navidad.

—No puso avisos en los diarios?

—No.

—Entonces, ¿qué clave podría usted tener con respecto á su identidad?

—Solamente lo que es posible deducir.

—Del sombrero?

—Precisamente.

—Usted se chancea. ¿Qué puede usted descubrir en este sombrero viejo y estropeado?

—Tome usted esta lente, usted conoce mis métodos. ¿Qué puede usted mismo descubrir con respecto á la individualidad del caballero que ha usado esta prenda?

Tomé con ambas manos el maltratado objeto, y lo volví de un lado á otro, con ademán más triste que alegre. Era un sombrero negro muy ordinario, de la usual forma redonda, duro, y muy gastado por el uso. El forro había sido de seda roja, pero estaba bastante descolorido. No tenía el nombre del fabricante; pero, como Holmes había observado, tenía las iniciales «E. B.» escritas en un lado. Un ganchito para sujetarlo del cordón elástico atravesaba el ala. pero el cordón faltaba. Por lo demás, estaba roto y abcllado, en extremo polvoriento, y tenia varias manchas, aunque parecía que se hubiera tratado de cubrirlas con tinta.

—Nada puedo ver en él—dije, devolviéndolo á mi amigo.

—Al contrario, Watson, lo puede usted ver todo; lo que sucede es que no acierta usted á razonar lo que ve. Es usted demasiado timido para sacar deducciones.

—Bueno. Y usted podría decirme lo que deduce de este sombrero?


Tomó el sombrero y lo miró con la manera introspectiva que le era cararterística.

—Es tal vez menos sugerente de lo que podría haber sido—dijo,—y sin embargo, hay en él algunas inferencias muy claras, y algunas otras que representan por lo menos grandes probabilidades. Que el hombre es muy inteligente, aparece claro en la parte delantera, y también que ha gozado de buena posición en los últimos tres años, aunque ahora está en mala época. Era hombre previsor, pero ahora lo es menos que antes, y tiende á un retroceso moral que, unido á la decadencia de su fortuna, parece indicar que alguna maligna indiferencia, probablemente la bebida, gana terreno en él.

Esto puede ser también la causa de que su esposa haya dejado de quererle, un hecho obvio.

—Mi querido Holmes!

—No obstante, el hombre ha conservado un cierto grado de dignidad—continuó, sin hacer caso de mi reproche.—Lleva una vida sedentaria, sale poco, no hace ejercicios físicos, es de edad mediana, tiene el cabello gris, y se lo ha hecho cortar en estos dias, y se peina con pomada de limón. Estos son los hechos más påtentes que se pueden deducir del sombrero.

También se deduce, diré de paso, que muy probablemente en su casa no hay gas.

—Usted se chancea seguramente, Holmes.

—Ni en una palabra. ¿Es posible que ni ahora que presento á usted todos esos datos, no sea usted capaz de ver de dónde los he sacado?

—No tengo duda de que soy muy estúpido, y debo confesar que no alcanzo á seguir las deducciones de usted. Por ejemplo, ¿de qué deduce usted que ese hombre es inteligente?

Por toda respuesta, Holmes se encasquetó el sombrero: éste se deslizó por la frente y fué á detenerse en la nariz.

—Es una cuestión de capacidad cúbica—dijo.

—Un hombre con un cerebro tan grande debe tener algo en él.

—Y la decadencia de su fortuna?

—Este sombrero tiene tres años: el ala plana estaba en moda hace tres años. Es un sombrero de la mejor calidad. Mire usted la cinta de seda y el excelente forro. Si el hombre pudo comprar un sombrero tan caro hace tres años, y desde entonces no ha comprado otro, es evidente que ha caido en la pobreza.

Eso está bastante claro, cierto. Pero y lo de la previsión, y lo del retroceso moral?

Sherlock Holmes se rió.


—Hé aquí la previsión —dijo, poniendo el dedo en el pequeño disco y gancho del elástico para sujetar el sombrero.—No hay sombrero que se venda con esto: si el hombre lo hizo poner, ese es un signo de una cierta suma de previsión, puesto que aquello era precaverse contra el viento. Pero cuando vemos que ha roto el elástico y no se ha dado la molestia de reemplazarlo, claro está que hoy tiene menos previsión que antes, lo que es una prueba bastante concluyente de una naturaleza que decae. Pero por otra parte, ha procurado ocultar algunas de las manchas con tinta, lo que significa que no ha perdido por completo la dignidad.

—El razonamiento de usted es, en verdad, plausible.

—Los otros puntos: edad mediana, pelo gris recientemente cortado y peinado con loción de limón: se observan, con un examen minucioso, en la parte interior del forro. Con la lente se descubre un gran número de puntas de cabellos, cortadas por la tijera del peluquero; todas se adhieren fácilmente, y el forro exhala un olor de limón. Este polvo, usted lo observará, no es el polvo arenoso y gris de la calle, sino el polvo flojo y obscuro de la casa, lo que demuestra que el sombrero ha estado colgado dentro de las habitaciones la mayor parte del tiempo.

Después, las manchas de humedad del ruedo interior prueban que el hombre ha sudado abundantemente y no está, por consiguiente, acostumbrado al ejercicio físico.

—Pero su esposa... Usted dice que ha cesado de quererle.

—Hace semanas que este sombrero no ha sido cepillado. Si le veo á usted, mi querido Watson, con el polvo de una semana acumulado en su sombrero, y su señora le deja á usted salir en ese estado, tendré que temer también que haya sido usted bastante desgraciado para perder el cariño de su esposa.

—Pero puede muy bien ser soltero.

—No, pues llevaba el ganso á su casa como prenda de paz para su esposa. Acuérdese usted de la tarjeta que el animal tenía en la pata.

—Usted tiene respuesta para todo. Pero, ¿cómo, por favor, llega usted á deducir que no hay gas en su casa?

—Una mancha de vela, hasta dos, pueden caer por casualidad; pero cuando veo no menos de cinco, creo que poca duda puede haber de que el individuo está en frecuente contacto con la vela; probablemente sube la escalera de la casa con el sombrero en una mano y en la otra una vela que gotea. Y claro está que esas manchas de esperma no caen del gas. ¿Está usted convencido?

oten en —Bueno; todo eso es ingenioso—dije riéndome; — pero como usted decía, hace un momento, no ha habido crimen en el asunto, ni nadie ha sufrido daño á no ser la pérdida del ganso, me parece que ha desperdiciado usted su energia esta vez.

Sherlock Holmes había abierto la boca para contestar, cuando la puerta se abrió bruscamente y Peterson, el comisionista, se precipitó en el cuarto con el rostro enrojecido y la expresión de un hombre presa del mayor asombro.

—El ganso, señor Holmes! El ganso, señor!tartamudeaba.

—Eh! ¿Qué le pasa? ¿Ha resucitado y se ha volado por la ventana?


Diciendo esto, Holmes se incorporó en el sofá, para ver mejor la agitada cara del hombre.

—¡Mire usted, señor; mire usted lo que mi mujer ha encontrado en el buche del ganso!

Extendía el brazo, y enseñaba en el medio de la palma de la mano, una chispeante piedrą azul, un poco más pequeña que un poroto, pero tan pura y radiante, que parecía una chispa eléctrica.qd non pode Sherlock Holmes se sentó y dió un silbido.

—Por Júpiter, Peterson—dijo,—lo que ha en contrado usted es un tesoro. Supongo que usted sabe lo que es eso?

Color of —Un brillante, señor; una piedra preciosa!

—Es más que una piedra preciosa. Es la piedra preciosa.

GH to en ¡No será el carbunclo azul de la condesa de Morcar!—exclamé.

AL GEBEDOA

TE La misma, exactamente. Debo el conocer su tamaño y su forma, á haber leido el aviso que ha aparecido con respecto á ella en el Times estos días. Es una piedra absolutamente excepcional y su valor puede ser sólo estimado por cálculo aproximado: la justificación de mil libras ofrecidas no representa ciertamente la vigésima parte de su valor mercantil.

—1 Mil libras! ¡Dios grande y piadoso!

El comisionista se dejó caer en una silla, y sus miradas pasaban de mi amigo á mi y viceversa.

—Esa es la gratificación y tengo razones para saber que hay, además, motivos sentimentales que inducirían á la condesa á dar la mitad de su fortuna para recuperar la piedra.

—La perdió, si recuerdo bien, en el Hotel Cosmopolita—dije, akae Fox Po —Eso es, el 22 de Diciembre, hace cinco días.

Se acusa á un plomero llamado Juan Horner, de haberla substraído del cofre de joyas de la condesa. Las pruebas en su contra parecen tan convincentes, que se le ha enviado ante los Assises. Creo que aquí tengo un resumen del asunto.

Revolvió los periodicos mirando las fechas, hasta que por fin sacó del montón uno, lo desdobló y leyó:

igeno «El robo de una joya en el Hotel Cosmopolita, Juan Horner, 26 años, plomero, compareció acusado de haber, el 22 del presente, substraido del cofre de joyas de la condesa de Morcar la valiosa piedra conocida por el carbunclo azul.

Jaime Ryder, mayordomo del hotel, declaró que lo había conducido al cuarto de vestirse de la condesa el día del robo, para que soldara la segunda barra de la estufa que estaba floja. Se había quedado un rato con Horner, pero después lo habían llamado afuera. Al volver se encontró con que Horner había desaparecido, que el escritorio había sido forzado y que el pequeño estuche de marroquí en que, según se supo después, la condesa acostumbraba guardar el carbunclo, estaba abierto en la mesa. Ryder dió parte inmediatamente y Horner fué arrestado esa misma noche; pero no fué posible hallar la piedra en su persona ni en sus habitaciones.

Catalina Cussac, doncella de la condesa, declaró que había oido el grito lanzado por Ryder al descubrir el robo y se había precipitado al cuarto, donde había encontrado las cosas como las ha descripto el anterior testigo. El inspector Bradstreet, del distrito B, declaró que Horner al ser arrestado, se resistió vigorosamente y protestó su inocencia en términos violentos. Estando probado que el preso ha sido condenado antes por robo, el juez se negó á resolver sumariamente el asunto y decidió pasarlo á los Assises. Horner, que había mostrado señales de intensa emoción durante el acto, se desmayó al oir la decisión del juez y hubo que sacarlo en brazos!» Hum! Esto, por la parte del tribunal de policia—dijo Holmes tirando á un lado el periódico.—La cuestión que tenemos que resolver ahora es la secuela de acontecimientos que tienen por punto de partida un estuche de joyas saqueado, y por término el buche de un ganso en la Avenida Tottenham. Ya ve usted, Watson, que nuestras pequeñas deducciones han asumido repentinamente una importancia mucho mayor y un aspecto mucho menos inocente. Aquí está la piedra, la piedra viene del ganso, y el ganso vino del señor Enrique Baker, el caballero del sombrero viejo y de los rasgos característicos que ya he descripto á usted. Así, pues, ahora debemos dedicarnos muy seriamente á encontrar á ese caballero, y á averiguar el papel que ha desempeñado en este pequeño misterio. Para ello, debemos ensayar primero los medios más sencillos, y el primero de éstos es un aviso en todos los diarios de la tarde. Si él nos falla, recurriremos á otros métodos.

—¿Qué va usted á decir?

—Déme usted un lápiz y esa hoja de papel.

Ahora: «Encontrados en la esquina de la calle Goodge, un ganso y un sombrero negro de fieltro. El señor Enrique Baker podrá recuperarlos si se presenta esta tarde á las 6.30 en la casa 221 B de la calle Baker.» ¿No es esto claro y conciso?

—Mucho. Pero lo verá él?

—Pues yo creo que no dejará de echar diariamente una ojeada á los avisos de los diarios, toda vez que es pobre y la pérdida que ha sufrido tiene que afectarle. Tanto lo asustó la desgracia que tuvo de romper la vidriera y la presencia de Peterson, que no pensó en otra cosa que en la fuga; pero desde entonces debe haber sentido amargamente el impulso que le hizo soltar el ganso. Por otra parte, la mención de su nombre en el aviso hará que no lo pase inadvertido, pues sí él no lo ve, cualquiera de sus conocidos que lo lea le avisará. Tome usted, Peterson, corra usted á la agencia de avisos y haga usted poner esto en los diarios de la tarde.


—En cuáles, señor?

—10h! En el Globe, Star, Pall Mall, Saint Jame's Gazette, Exening News, Standard, Echo y los demás que se le ocurran á usted.

—Muy bien, señor; y la piedra?

—1Ah, si! Yo me quedo con la piedra. Gracias.

Y, oiga usted, Peterson: al volver compre usted un ganso y déjemelo usted aquí, porque necesitamos tener un ganso para darlo al caballero, en cambio del que la familia de usted devora en este momento.

Cuando el comisionista se hubo marchado, Holmes tomó la piedra y la puso contra la luz.

—¡Qué espléndida cosal—dijo.—Mire usted un poco cómo brilla y chispea. Por supuesto, es un núcleo y un foco de crimen: toda piedra preciosa de gran valor lo es. Las piedras preciosas son el arma favorita del diablo. En las joyas más grandes y más valiosas, cada faceta podría marcarse con un hecho sangriento. Esta piedra no tiene más de veinte años. Se la encontró en las orillas del rio Amoy, en el sur de China, y es notable porque tiene todos los caracteres del carbunclo, salvo el color, que en vez de ser rojo de rubi, es azul. No obstante su juventud tiene ya una historia siniestra. Ha habido por su causa dos asesinatos, una persona ha arrojado vitriolo á otra, otra se ha suicidado y varias han sido arrestadas por robo; todo por este pedazo de carbón cristalizado que no pesa más de 40 gramos. ¿Quién diría que un juguete tan lindo podría ser un proveedor de las cárceles y del presidio? Voy á encerrarlo ahora en mi cofre de hierro y á escribir una línea á la condesa para que sepa que lo tenemos.

—¿Cree usted que ese Horner es inocente?

—No podría decirlo.

—Bueno. Entonces se imagina usted que el otro, Enrique Baker, tenga algo que hacer con el asunto?

—Lo más probable me parece á mí que Enrique Baker sea del todo inocente, que no tuviera la menor idea de que el ave que llevaba en susmanos era muchísimo más valiosa que si hubiera sido de oro macizo.

Eso, sin embargo, lo veré en una prueba muy simple, si tenemos una respuesta á nuestro aviso.

Y hasta entonces nada puede usted hacer?

—Nada.

—En ese caso, voy á continuar mis visitas á mis enfermos; pero volveré esta noche á la horaque ha señalado usted, porque deseo ver la solución de un asunto tan intrincado.

—Tendré mucho gusto de verle á usted de vuelta. Comeremos á las 7. Creo que tenemos una gallina montaraz. A propósito: en atención á lo que ha sucedido, voy á encargar á la cocinera que examine el buche.

Me demoré en la casa de un enfermo, y cuando volví eran algo más de las 6.30. Al llegar á la casa, ví á un hombre de elevada estatura, con una gorra de viaje y un saco abotonado hasta la barba, que esperaba afuera, en el brillante semicírculo que arrojaba la luz del farol. En el momento mismo, la puerta se abrió, y los dos subimos hasta el cuarto donde se hallaba Sherlock Holmes.

7070 —El señor Enrique Baker, me parece—dijo Holmes, levantándose de su sillón y recibiendo al visitante con la soltura y autoridad amable que tan fácilmente asumía.—Ruego á usted que se siente en esa silla al lado del fuego, señor Baker. La noche está fría, y observo que el sistema circulatorio de usted se adapta más al verano que al invierno. Este sombrero es de usted, señor Baker?

—Sí, señor: no cabe duda de que ese es mi sombrero.

Era un hombre corpulento, de hombros cuadrados, sólida cabeza y una cara ancha é inteligente que terminaba en una barba puntiagudade color castaño entrecano. Un ligero matiz rojo en su nariz y mejillas, y un leve temblor en la mano que tenía extendida, justificaban la suposición de Holmes en cuanto á su falta de sobriedad. Su raida levita negra estaba abotonada hasta la barba, con el cuello vuelto hacia arriba, y sus robustas muñecas asomaban por las mangas sin que se viera la menor señal de puños ó de camisa. Hablaba en voz baja y lenta, escogiendo las palabras con cuidado, y producía, en general, la impresión de un hombre de conocimientos y letrado, que ha sido maltratado por la mano de la fortuna.

—Hemos guardado aquí estas cosas durante algunos días,—dijo Holmes—porque esperábamos ver un aviso en los diarios, en que usted diera las señas de su casa. No me explico cómo no lo ha hecho usted.

Nuestro visitante se rió, pero su risa denotaba vergüenza más que otra cosa.

—Los chelines no son ahora tan abundantes en mi bolsillo como lo fueron en otros tiemposdijo. No tenía duda, además, de que la pandillade bribones que me asaltó se había llevado mi sombrero y el ganso, y no había de gastar más dinero en una inútil tentativa de recuperar mis perdidos bienes.

. Tomo I.—14 Eso es muy natural. A propósito: lo que es el ganso, nos hemos visto obligados á comerlo.

—1A comerlo!

You k Nuestro visitante se levantó de la silla, tal era su agitación.

—Si: de nada habría servido á nadia el que no lo hiciéramos, Pero supongo que ese otro ganso que ve usted en el aparador, el cual es más ó menos del mismo peso y está perfectamente fresco, serviria á usted lo mismo?

—Oh! Ciertamente, ciertamentel—contestó el señor Baker, con un suspiro de alivio.

—Por supuesto que del otro hemos guardado las plumas, las patas, el buche, y los demás restos, de modo que si usted los desea...

El hombre soltó una alegre carcajada.

—Podrían servirme—dijo—de rect erdos de mi aventura; pero fuera de eso, dific Imente veo los servicios que podrían prestarme los dispecta membra de mi último amigo volátil. No, señor:

creo que, con el permiso de usted, voy a dedicar mis cuidados á la excelente ave que veo en ese aparador.

Sherlock Holmes me dirigió una rápida mirada, encogiéndose de hombros.

Rahof —Entonces, aquí tiene usted su sombrero y allí el ganso—dijo;—y, á propósito podría usted decirme dónde compró el otro? Yo soy bastante aficionado á las aves de mesa, y pocas veces he visto un ganso tan bien mantenido.

—Con mucho gusto, señor—contestó Baker, que se había parado y tenía ya el ganso debajo del brazo.—Unos cuantos amigos frecuentamos la taberna «Alfa», que está cerca del museo... y durante el día ¿sabe usted? se nos encuentra en el museo mismo. Este año, el dueño de casa, que se apellida Windigate, instituyó una «sociedad del ganso», en la cual, mediante algunos peniques por semana, cada socio recibiría un ganso en Navidad. Yo pagué puntualmente mis peniques, y lo demás usted lo sabe. Tengo mucho que agradecer á usted, señor, porque una gorra de viaje no es adecuada ni para mis años ni para mi gravedad.

Con una pomposidad de maneras realmente cómicas, nos saludó solemnemente y se marchó.


—Hemos concluído con el señor Enrique Baker—dijo Holmes, cuand la puerta se hubo cerrado detrás del hombre. Es positivo que éste nada sabe del asunto. Tiene usted hambre Watson?

—No mucha.

—Entonces, propongo que con virtamos nues tra comida en cena, y sigamos este rastro cuando todavía está caliente.

Bonorpene A penola —Me parece muy bien.

Era una noche muy fría, de manera que nos envolvimos bien el cuello con nuestras bufandas y alzando los cuellos de los sobretodos. Las estrellas brillaban fúlgidas en un cielo sin nubes, y el aliento de los transeuntes adquiria al salir de la boca el color del humo que despide una pistola al hacer el disparo. Nuestros pasos resonaban secos y ruidosos al atravesar el barrio de los médicos, la calle Wimpole, la calle Herley, y así hasta pasar por la calle Wigmore á la de Oxford. Al cabo de un cuarto de hora estuvimos en Bloomhbury, en la taberna «Alfa», un pequeño establecimiento de bebidas situado en la esquina de una de las calles que desembocan en Holborn. Holmes empujó la puerta del saloncito reservado, y pidió dos vasos de cerveza al propietario, hombre de toscas facciones, con delantal blanco.


—La cerveza de usted sería excelente si fuera tan buena como sus gansos—le dijo después.

—Mis gansos!

El hombre parecía sorprendido.

—Si. Hace media hora he estado con versando con el señor Enrique Baker, miembro de la «sociedad del ganso.» —¡Oh, si! Comprendo; pero, vea usted, señor, esos no son nuestros gansos.

—¡Hola! ¿De quién, entonces?

—Las dos docenas las compré, en un puesto de Covent Garden.

En Covent Garden! Conozco alli á varios de los vendedores de aves. ¿Cuál fué?

BAAD

—Se llama Breckinridge.

—¡Ah! A ese no le conozco. Bueno, á la salud de usted, y por la prosperidad de su casa. Buenas noches.

Ahora, á ver al señor Breckinridge—continuó abotonándose el gabán, cuando salimos al aire glacial. Acuérdese usted, Holmes, de que aunque tenemos una cosa tan vulgar como un ganso en una punta de esta cadena, en la otra tenemos á un hombre que seguramente será penado con siete años de prisión si no podemos probar su inocencia. Es posible que nuestra investigación sirva sólo para confirmar su culpabilidad: pero en todo caso, ante nosotros se abre una fuente de averiguaciones que la policía no ha visto y que una singular casualidad ha puesto á nuestra disposición. Sigamos la vía hasta el fin. Cara al sur, pues, y de prisal Atravesamos Halborn, bajamos á la calle Endell, y así, por un laberinto de callejuelas, fuimos á parar al mercado de Convent Garden.

Uno de los puestos más grandes lucía en el letrero el nombre de Brickinridge, y el propietario, un hombre de cabeza de caballo, con una cara puntiaguda y rizadas patillas, ayudaba & un muchacho á cerrar las viedrieras.

—Buenas noches. ¡Qué frío hace!—dijo Holtorto, S.Le mes.

El negociante hizo un signo de cabeza afirma tivo, y dirigió á mi amigo una mirada interrogadora.

—Vendidos todos los gansos, lo veo—continuó Holmes, señalando las mesas de mármol vacías.

—Mañana por la mañana puedo proporcionar á usted quinientos, STAD

Eso no me sirve.

Entonces, en la vidriera hay algunos, bajo el calor del gas.

—Ah! Pero yo vengo recomendado á usted.

—Por quién?

—Por el dueño de la «Alfa.» MAR

—Cierto: le mandé un par de docenas.

—Excelentes fueron todos. ¿De dónde los recibió usted?

Con sorpresa mia, la pregunta provocó una explosión de cólera en el comerciante.

1904 —Vamos á ver, señor—dijo, echando la cabeza hacia atrás y poniendo los brazos en jarras¿qué se proponen ustedes? Quiero que aclaremos eso ahora mismo.

—Bastante claro está: desearía saber quién vendió á usted los gansos que usted á su vez vendió al dueño de la «Alfa.» borav —SI ? Pues sepa que no se lo diré. Y se acaból —10h1 La cosa no tiene importancia; pero no sé por qué se ha de agitar usted tanto por semejante pequeñez.leauck 1844 Agitar! Usted se agitaría más, probablemente, si lo fastidiaran como á mí. Cuando pago buena plata por un articulo, allí debería, termi nar el negocio, pero no, señor: Dónde están los gansos?» «¿A quién vendió usted los gansos?» Cuánto quiere usted por los gansos?» Y las preguntas no se acaban. Se diría que esos son los únicos gansos en el mundo, tanto es lo que vienen á machacar con ellosaldation 67 Está bien; pero yo nada tengo que hacer con las otras personas que hayan venido á hacer esas preguntas—dijo Holmes, en tono indiferente. Si no nos dice usted lo que le pregunto, la apuesta no corre, y eso es todo. Pero yo estoy siempre dispuesto á probar que mi opinión en materia de aves es la verdadera, y he apostado cinco libras á que el ganso que comí ha sido criado en el campo.

—Entonces ha perdido usted sus cinco libras, porque es de la ciudad—se apresuró á decir el comerciante.

—Eso no es posible.

—Yo digo que lo es.

—Yo no lo creo.

—Se figura usted saber de aves más que yo, que las manejo desde que era un mocoso? Digo á usted que todos los gansos que envié á la «Alfa» eran de la ciudad.

—Nunca me hará usted creer tal cosa.

—Quiere usted apostart —Si apuesto, le robaré á usted el dinero, porque sé que estoy en lo cierto. Ahora, si usted quiere, va una libra, para enseñarle á usted á no ser porfiado.

El comerciante se sonrió agriamente.

—Tráeme los libros, Guillermo—dijo.

El chico le llevó un pequeño libro de pocas hojas, y otro grande, muy grasiento en el lomo, que estaban uno sobre otro debajo de la lámpara colgante.

1072 Ahora, señor, estoy seguro—dijo el hombre, —yo creía haber concluído ya con los gansos, pero veo que aun todavía hay uno en mi establecimiento. Ve usted ese librito?

—¿Y qué?

—Esta es la lista de las personas á quienes compro. Ve usted? Bueno, pues. En esta página están los del campo, y los números que siguen á los nombres son los de las páginas del registro grande que están sus cuentas. ¡Bueno! Ahora ve usted esta otra página con tinta roja? Es la lista de mis proveedores de la ciudad. Ahora mire usted este tercer nombre. Hágame el favor de leerlo en voz alta.

—Señora Oakshott, 117, camino de Roxton,249—leyó Holmes.

—Eso es. Ahora busque usted ese número en el registro.

Holmes miró la página indicada.

—Aquí está: «Señora Oakshott, 117, camino de Roxton, proveedora de huevos y aves.» —Bueno. ¿Cuál es la última entrada?

—Diciembre 22. Veinticuatro gansos á 7 chelines ó peniques.

—Eso es. Ya ve usted. Y abajo?

—Veintidós al señor Windigate, de la «Alfa», á 12 chelines.

—¿Qué tiene usted ahora que decirme?

Sherlock Holmes mostraba pena y despecho.

Sacó un soberano del bolsillo, lo arrojó al mostrador, y se volvió hacia la puerta con el aspecto de un hombre cuyo disgusto es demasiado profundo para permitirle hablar. Unas yardas más allá se detuvo al pie de un farol, y se rió con la manera cordial, pero silenciosa, que leera peculiar.

—Cuando vea usted á un hombre con esas patillas y el pañuelo rojo asomándole del bolsillo, puede usted estar seguro de arrastrarle en cualquier momento á una apuesta—dijo.—Estoy seguro de que si le hubiera puesto por delante cien libras, ese hombre no me habría dado informaciones tan completas como las que le he sacado al inculcarle la idea de que sólo me comunicaba sus datos para ganar una apuesta.

Bueno, Watson: ne parece que ya nos acercamos al fin de nuestra investigación, y que el único punto que queda por aclarar es si debemos ir esta noche á ver á esa señora Oakshott, ó si dejamos eso para mañana. Se ve claramente, por lo que este sujeto nos ha dicho en su enojo, que hay otras personas, además de nosotros, por conocer lo que queremos nosotros saber. Y me inclinaría...

Unos gritos vigorosos que salían del mismo puesto del mercado de donde nosotros acabábamos de salir, interrumpieron sus observaciones.

Volvimos los ojos y vimos á un hombrecito con cara de ratón, parado en el centro del circulo de luz amarilla que arrojaba el farol de la fachada, y á Breckinridge que, encuadrado en el marco de la puerta, blandía furiosamente los puños hacia el hombrecito.

Ya estoy harto de ustedes y de sus gansos —gritaba.—Ojalá se fueran unos y otros al infierno juntos. Si vienen ustedes otra vez á fastidiarme con sus tontas preguntas, voy á echarles el perro. Traiga usted aquí á la señora Oakshot, y á ella le contestaré; pero usted qué tiene que hacer en este asunto? ¿Le he comprado á usted los gansos?

M


—No; pero uno de ellos era mio—aventuró el diminuto personaje.

—Entonces, á reclamarlo á la señora Oakshott.

—Ella me ha dicho que la pregunte á usted.

—Si? Pues puede nsted i & preguntarle al rey de Prusia, para lo que á mí me importa. Le digo á usted que ya estoy harto de la misma cuestión. Fuera de aquí!

El vendedor de aves saltó enfurecido hacia adelante, y el preguntón se desvaneció en la obscuridad.

—Jal Esto puede ahorrarnos una visita al Camino de Roxton—dijo por lo bajo Holmes.—Venga usted conmigo. Vamos á ver lo que se puede hacer con este sujeto.

Abriéndose paso por entre les dispersos grupos de gente que miraba las vidrieras llenas de luz, mi compañero alcanzó rápidamente al hombrecito y le tocó en el hombro. El individuo se volvió de un salto, y á la luz del gas vi que todo rastro de color había huido de su cara.

—Quién es usted? ¿Qué quiere usted?

Usted me dispense—dijo Holmes.—No he podido evitar el que las preguntas que hacía usted al vendedor de aves llegaran á mi oído, y creo que puedo ayudar á usted en algo.

—Usted? ¿Quién es usted? ¿Cómo podía usted saber nada del asunto?

—Me llamo Sherlock Holmes, y mi oficio es saber lo que los demás no saben.

—Pero ¿puede usted saber algo de esto?

—Dispense usted; lo sé todo. Usted trata de seguir el rastro á unos gansos que la señora Oakshott, del Camino de Roxton, vendió á un comerciante de aves llamado Breckinridge, el cual los vendió á su vez al señor Windigate de la «Alfa», y éste á los miembros de su sociedad, uno de los cuales es el señor Enrique Baker.

—10h, señor! Usted es la persona á quien deseaba tanto encontrar—exclamó el hombrecito, alzando los brazos, las manos temblorosas.—Dificilmente podría explicar á usted cuánto interés tengo en el asunto.

Sherlock Holmes llamó á un coche de plaza que pasaba.

—En ese caso, lo mejor es que hablemos en un cuarto abrigado y no en este mercado abierto á los cuatro vientos—dijo;—pero ruego á usted que me diga, antes de que sigamos adelante, á quién tengo el placer de prestar mi ayuda.

El hombre titubeó un instante.

—Me llamo Juan Robinson—contestó con una mirada de reojo.

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—No, no; su verdadero nombre—dijo Holmes suavemente. —Siempre es desagradable tener que tratar con un alias.

La sangre afluyó á las blancas mejillas del desconocido.

—Bueno. Entonces—dijo—me llamo en realidad Jaime Ryder.

—Exactamente; primer mayordomo del Hotel Cosmopolita. Sirvase usted entrar en este coche, y pronto podré decir á usted todo lo que desee usted saber.

El hombrecito se quedó viéndonos, pasando sus miradas del uno al otro, con ojos medio asustados, medio animados por la esperanza, como quien no está seguro de hallarse en visperas de una fortuna ó de una catástrofe. En seguida entró en el coche, y á la media hora estábamos otra vez en la sala de mi amigo, en la calle Baker. Nada habíamos hablado durante el trayecto; pero la respiración agitada y débil de nuestro compañero, y el abrirse y apretarse de sus puños, revelaban la tensión nerviosa en que se hallaba.

—Henos aquí! —dijo Holmes, con alegre acento cuando entramos en el cuarto.—El fuego tiene un aspecto muy agradable cuando hace un tiempo como este. Usted parece tener frío, señor Ryder. Le ruego que se siente en el sillón mecedor. Voy á ponerme mis zapatillas, y en seguida arreglaremos su asuntito. ¡Bueno, ya está! ¿Usted quiere saber lo que ha sido de esos gansos?

Sí, señor.

—0, mejor dicho, de ese ganso. Una sola era, me lo imagino, el ave por la cual se interesaba usted... blanco, con una faja negra á través de la colawww.

Ryder tembló de emoción.

—Oh, señor!—gritó.—¿Podría usted decirme adónde fué á parar?

—Vino aquí.

—Aquí?

—Sí, y resultó ser un ave por demás notable.

No me asombro de que se interesara usted por ella. Puso un huevo después de muerta; el huevecito azul más lindo, más brillante que he visto en mi vida. Lo tengo aquí en mi museo.

Nuestro visitante se paró de un salto y se agarró del mármol de la chimenea con la mano derecha.

Holmes abrió su cofre de hierro y sacó el carbunclo azul, que brilló como una estrella, con una irradiación fria, chispeante, repartida en varias prendas. Ryder se quedó parado, mirando la piedra, con el rostro desencajado, sin saber si reclamarla ó declarar que no la conocía.

—La farsa ha concluído, Ryder—dijo Holmes con calma. —Sosténgase usted, hombre, ó se cae usted en el fuego. Ayúdelo usted, Watson, á volver á su sillón. Se ve que no tiene suficiente sangre para soportar las consecuencias del crimen. Déle usted un trago de brandy. ¡Así! Ahora tiene más cara de hombre. ¡Qué camarón es, qué camarón!

Whank Ryder se había tambaleado un instante, y casi se había caído; pero el brandy le hizo subir un poco de sangre á las mejillas. Sentado ya, miraba fijamente, con ojos espantados, á su acusador.


—Tengo en mis manos casi todos los eslabones de la cadena y todas las pruebas que podrían ser necesarias; de modo que poco es lo que tiene usted que decirme. Sin embargo, sería bueno aclarar ese poco para completar la averiguación. Usted habia oído hablar, Ryder, de esta piedra azul de la condesa de Morcar?

—Catalina Cusack fué quien me habló de ella.

—Comprendo: la doncella de la dama. Así, pues, la tentación de la fortuna tan fácilmente adquirible, lo dominó á usted, como ha dominado á tantos hombres mejores que usted, pero no ha sido usted muy escrupuloso en los medios que ha empleado. Me parece, Ryder, que en usted hay la madera de un canalla bastante canalla. Sabía usted que ese Horner, el plomero, se había comprometido antes en un hecho parecido, y que las sospechas recaerían sobre él. ¿Qué hizo usted entonces? Desarregló usted algo en el cuarto de la señora, usted con la ayuda de su aliada la Cusack, é hizo usted de modo que para la compostura fueran á llamar á Horner. Luego, cuando hubo salido, robó usted el carbunclo, dió usted la voz de alarma, é hizo usted arrestar á ese desdichado. Después, usted...

Ryder se arrojó bruscamente al suelo, y de rodillas se abrazó á las piernas de mi compañero.

—Por amor de Dios, compadézcase usted de mil—gimió.—Piense usted en mi padre, en mi madre' Los dos se morirán de pesar. ¡Nunca volveré á cometer una falta, nunca: lo juro! Lo juraré sobre la Biblia. Oh! No haga usted que la justicia intervenga! ¡Por el amor de Cristo, no lo haga usted!

—Vuelva usted á su sillal—le dijo Holmes, severo. Está muy bien el arrastrarse y llorar ahora; pero poco ha pensado usted en ese pobre Horner que está preso por un crimen del que nada sabe.

—Huiré, señor Holmes; saldré del país, y entonces desaparecerá mi acusación contra él.

—Hum! Ya hablaremos de eso. Y ahora, hágaños usted un relato exacto del segundo acto.

¿Cómo fué á dar la piedra al buche del ganso y el ganso al mercado público? Díganos usted la verdad, porque en eso reposa para usted la única esperanza de salvación.

Ryder se pasó la lengua por los resecos labios.

—Voy á decir á usted exactamente lo que sucedió—dijo. Una vez que Horner fué arrestado, me pareció que lo mejor que yo podía hacer era salir inmediatamente del hotel con la piedra, pues no sabía si de un momento á otro podría ocurrírsele á la policia ir á registrarme á mí y á registrar mi cuarto. En todo el hotel no había lugar alguno en que pudiera estar bien oculta.


Salí á la calle, como si fuera á un mandado, y me fuí á la casa de mi hermana, la cual está casada con un tal Oakshott y vive en el Camino de Roxton, donde cria aves para el mercado. En todo el camino hasta allá, me parecía que cada hombre que encontraba era un agente de policía ó un detective, y á pesar del frío que hacía, el sudor me corría por la cara antes de llegar al Camino de Roxton. Mi hermana me preguntó qué me sudedía, por qué estaba tan pálido: yo le contesté que el robo de la joya en el hotel me había trastornado. Luego me fui al terreno de atrás de la casa, á fumar una pipa y pensar en lo que más me convendría hacer.

Yo tuve un amigo que se llama Mandsley, el cual se perdió, y hace poco ha terminado una condena en la prisión de Pentonville. Un día que me encontré con él, la conversación recayó en los recursos de que se valen los ladrones y de la manera como se deshacían de los objetos robados.

Sabía que ese hombre no me vendería, porque yo era poseedor de uno ó dos delitos más suyos, los cuales no han sido descubiertos todavía, y así me decidí á ir en el acto á Kilburn, donde vive, y confiarle mi secreto: él me enseñaría la manera de convertir la piedra en dinero. Pero ¿cómo llegar hasta su casa sin que me prendieran? Pensé en las agonías porque había pasado al ir del hotel de Roxton, y me dije que en cualquier momento podrían arrestarme y registrarme, y encontrar la piedra en el bolsillo de mi chaleco. En ese momento me encontraba recostado en la pared, y miraba á los gansos que iban y venían á mis pies. De repente, se me ocurrió una idea que me mostró cómo iba á poder burlarme del mejor detective del mundo.

Mi hermana me había dicho varias semanas antes, que podía contar con el mejor de sus gansos para hacer un regalo de Navidad, y yo sé que cuanto promete mi hermana, cumple:

esa misma noche, pues, me llevaría mi ganso, y en él la piedra de Kilburn. Había cerca de mí un cuartito, y allí hice ir á uno de los gansos, uno grande y gordo, blanco, con una faja negra en la cola. Agarré al animal, y abriéndole el pico, le metí la piedra en la garganta, empujándola hasta donde alcanzaba mi dedo. El ganso tragó, y senti con la mano que la piedra se deslizaba por el cuello hasta el buche. Pero el animal aleteaba y gritaba, y mi hermana acudió á ver lo que ocurría. Al volverme yo para hablar con ella, el ganso se escapó y fué á mezclarse con los otros.

—¿Qué estabas haciendo con ese ganso, Jaimeme preguntó.

. Tomo I.—15 Pues...— contesté: — como me dijiste que para Navidad me darías uno, estaba tocándolos para ver cuál era el más gordo.

—10h—dijo ella:—el tuyo está apartado, y nosotros lo llamamos ya cel ganso de Jaime.» Es ese grande, tan blanco, que está allá. Son por todos veintiséis, de los cuales uno es para tí, uno para nosotros y dos docenas para el mercado.

—Gracias, Margarita—dije yo;—pero si no te importa, yo prefiero el que tenía ahora en las manos.

—El otro pesa tres libras más—me dijo ella; —y lo hemos engordado expresamente para ti.

—No importa, quiero ese que te digo, y voy á llevármelo ahora—contesté.

—Oh, haz lo que quieras!—me replicó ella, un poco ofendida.—¿Cuál es el que dices que quieres?

—Ese blanco, que tiene una faja negra en la cola; el que está en medio del grupo.

—Sí, Muy bien. Mátalo y llévatelo.

Así lo hice, señor Holmes, y me llevé el ganso á Kilburn. Dije á mi camarada lo que había hecho, porque es hombre á quien se le puede decir todo: él se rió hasta más no poder, y tomamos un cuchillo y abrimos el ganso. El corazón se me derritió al ver que no había dentro del animal ni señales de la piedra. Comprendiendo que había habido una terrible equivocación, solté el ganso, corrí á casa de mi hermana, y me precipité al terreno de detrás de la casa. No había un sola ave en él.

—¿Dónde están, Margarita?—grité.

—Los he mandado al que me los compra.

—Quién es ese?

—Breckinridge, de Covent Garden.

—Pero ¿había otro con una faja en la cola?

—Sí, Jaime, eran dos así, y nunca pude distinguir el uno del otro.

Con eso, naturalmente, se aclaraba todo.

Corri tan velozmente como podía en busca del tal Breckinridge, pero éste había vendido todo el lote en seguida, y no quiso decirme ni una palabra acerca del lugar adonde lo había enviado. Esta noche lo han oido ustedes: todas las veces me ha contestado así. Mi hermana cree que me estoy volviendo loco, y yo, á veces, creo lo mismo. Ahora... ahora soy un ladrón descubierto, sin haber tocado nunca al tesoro en cambio del cual he dado mi honradez. ¡Dios me ampare! ¡Dios me ampare!

Rompió á sollozar convulsivamente, con la cara metida entre las manos.

Siguió un largo silencio, interrumpido sólo por su agitada respiración y por el mesurado tamborileo de los dedos de Sherlock Holmes en la mesa. De repente, Holmes se levantó y abrió la puerta bruscamente.

—1Afueral—gritó.

—¡Qué, señor! oh! ¡El cielo lo bendiga á usted!

—¡Ni una palabra más! ¡Largo de aquí!

Ni se necesitaban más palabras: una carrera precipitada, un rodar por las escaleras, el golpe de la puerta de la calle al cerrarse, y en la calle el estrépito de unos pies que corrían por el empedrado.

—Al fin y al cabo, Watson—díjo Holmes, alargando la mano hacia su pipa de yeso, yo no tengo contrato ninguno con la policía para suplir sus deficiencias. Si Horner estuviera en peligro, la cosa sería diferente; pero este sujeto no se presentará á declarar en su contra, y el asunto terminará allí. Supongo que con esto cometo un delito, pero es muy posible también que salve una alma. Este individuo no volverá á delinquir: está demasiado asustado para ello. Envielo usted ahora al presidio, y lo convertirá usted en un criminal de profesión. Por otra parte, estamos en la estación del perdón. La casualidad ha puesto en nuestro camino uno de los problemas más singulares, y su solución es bastante premio para nosotros. Si tiene usted la bondad, doctor, de tocar el timbre, empezaremos otra investigación, en la que también una ave será el principal motivo.

FIN DEL TOMO PRIMERO