El hombre del labio torcido

De Wikisource, la biblioteca libre.
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

EL HOMBRE DEL LABIO TORCIDO

Isa Whitney, hermano del difunto Elías Whitney, director del colegio Teológico de San Jorge, era muy aficionado al opio. Adquirió ese hábito, según he sabido, de resultas de un loco capricho que tuvo cuando estaba en el colegio: habiendo leído la descripción que hace De Quincey de sus sueños y sensaciones, se puso á rociar con láudano su tabaco para que éste le produjera los mismos efectos. Y así encontró, como tantos otros, que es más fácil contraer un hábito que el deshacerse de él: durante varios años fué esclavo de la droga, y objeto de una mezcla de horror y compasión de parte de sus amigos y parientes. Todavía me parece verle, con su cara amarilla y terrosa, sus párpados caidos y sus saltonas pupilas, todo encogido en una silla; despojo y ruina de un hombre de cualidades nobles.

Una noche—era en junio del 79—sonó la campanilla de mi casa, más o menos en la hora en que un hombre da su primer bostezo, y mira el reloj. Yo me incorporé en mi sillón, y mi mujer, dejando en su falda el tejido que trabajaba, hizo un pequeño gesto de desagrado.

—¡Un enfermol—dijo.—Vas á tener que salir.

Yo solté un refunfuño, pues no hacía mucho que había vuelto á casa, después de un día fati goso.

Oimos que la puerta se habría, palabras dichas de prisa y luego unos pasos rápidos en el pasadizo. La puerta de la sala en que estábamos se abrió de golpe, y una señora, vestida con un traje de color sombrío y un velo negro, entró précipitadamente. di —Perdónenme ustedes que venga tan tarde, —empezó á decir, y en seguida, perdiendo el dominio de sí misma, corrió hacia mi mujer, le echó los brazos al cuello y se puso á sollozar sobre su hombro.—¡Oh!—¡Estoy en un trance tan malo!—exclamó.—Necesito que me ayuden!..fal —IC ómo!—dijo mi mujer, alzándole el velo.

—Es Catalina Whitney! ¡Me has dado un susto, Calita! No tenía la menor idea de quién podrías ser cuando entraste.

DAS

195 —No sabía qué hacer, y vine directamente á verte.

225 Eso sucedía siempre: las personas que estaban en algún apuro acudían hacia mi mujer 1 como los pájaros á un faro.

Has hecho muy bien en venir. Ahora, vas á tomar un poco de vino con agua y á sentarte aquí cómodamente y decirnoslo todo. O quieres mejor que Santiago vaya á acostarse para que estemos solas?

—10h, no, no! Necesito que el doctor me aconseje y me ayude también. Se trata de Isa. Hace dos días que no ha vuelto á casa. Temo tanto as boas que le haya sucedido algo!

No era la primera vez que nos hablaba de la condición de su marido, á mí como á médico, á mi mujer como á una antigua amiga y condiscípula. La calmamos y consolamos con las mejores palabras que pudimos hallar. ¿Sabía dónde estaba su esposo? ¿Podríamos encontrarlo y llevárselo?

Si, al parecer. Ella había recibido noticias seguras de que últimamente, cuando le acometía el mal, se iba á un fumadero de opio situado en el extremo más oriental de la City.

Hasta entonces, sus orgías se habían limitado á un día: por la noche volvía tembloroso y tiritando. Pero esa vez el acceso había durado cuarenta ocho horas, y sin duda estaba todavía allí, entre la hez de la gente del puerto, aspirando el veneno ó durmiendo sus efectos. Se le encontraría en el «Bar de Oro» Callejón Alto de Swandan, su esposa estaba segura de ello. Pero ¿qué podía hacer ella? ¿cómo podía una mujer joven y tímida entrar en semejante lugar y sacar á su marido de entre los facinerosos?

Tal era el caso, y por supuesto no tenía más que una solución. ¿Quería que yo la acompañara? Y luego, pensándolo bien ¿para qué había de ir ella? Yo era el médico de Isa Whitney, y como tal tenia influencia en él: más fácil me sería manejar el asunto si iba solo. La prometi sobre mi palabra enviárselo á su casa en un coche dentro de dos horas si estaba realmente en el lugar que ella me indicaba; y así fué como al cabo de diez minutos había dejado mi sillón y salido de mi cómodo saloncito y me dirigía apresuradamente hacia el este en un coche, en una extraña excursión, cual me parecía en ese momento, aunque sólo lo futuro podía mostrarme todo lo extraño que era.

En la primera parte de mi aventura no encontré dificultad. El Callejón Alto de Swandan es una inmunda callejuela que se desliza por atrás de los muelles que limitan la margen norte del río hasta el este del puente de Londres.

Entre una tienda de ropavejero y un despacho de bebidas, estaba el antro que yo buscaba: se entraba en él por una empinada escalera que se perdia en una abertura negra como la boca de una caverna. Ordené al cochero que esperara y bajé las gradas gastadas en el centro por el incesante roce de los pies de los borrachos.

La luz vacilante de una lámpara de aceite puesta sobre la puerta, me permitió ver el camino y entrar en un cuarto largo y de techo bajo lleno del humo pesado y obscuro del opio y atestado de camillas de madera como el entrepuente de un buque de inmigrantes.

Por entre la nube de humo se podían ver cuerpos que yacían en extrañas posturas: hombros caídos, rodillas encogidas, cabezas echadas hacia atrás y barbas que apuntaban hacia arriba y aquí y allá un ojo obscurecido y sin brillo que se volvía hacia el recién venido. En las negras sombras se destacaban pequeños círculos de luz roja, ya brillantes, ya débiles, según el veneno quemado estuviera derritiéndose ó hubiera ya llenado las tazas de las pipas de metal, Los más yacían silenciosos; pero algunos murmuraban algo entre dientes, otros hablaban entre ellos con una voz extraña, baja, monótona; su conversación salía como á borbotones y luego se sumían todos en el silencio, cada cual mascullando sus propios pensamientos y prestando poca atención á las palabras de su vecino. En el fondo de la habitación había un pequeño brasero en que ardía carbón de madera, y á su lado, en un banquito de madera de tres patas, estaba sentado un anciano alto, flaco, con la cara apoyada en ambos puños, los codos en las rodillas y la vista fija en el fuego.

Cuando entré, el mozo de servicio corrió á mi encuentro con una pipa y una provisión de opio indicándome una cama vacía.

— Gracias, no he venido á quedarme—le dije.

—Aquí está un amigo mío, el señor Isa Whitney, v deseo hablar con él..

.

A A mi derecha senti un movimiento y una exclamación y, mirando á través del humo, vi á Whitney pálido, demacrado y con las ropas en desorden, que clavaba los ojos en mí..

—Dios mío! ¡Es Watson!—dijo.—Estaba en un lastimoso estado de reacción, todos sus nervios en tensión.—¿Qué hora es, Watson?

—Cerca de las once.

—¿De qué día?

—Del viernes, 19.

—Justo cielo! Yo creía que del miércoles. Y es miércoles. ¿Por qué quiere usted asustar á su amigo?

Ocultó la cara entre sus brazos y empezó á sollozar en tono chillón.

Le digo á usted que es viernes, hombre. Su señora lo ha esperado á usted en angustias estos dos días. ¡Debería usted avergonzarse de sí mismo!

—Sí, estoy avergonzado. Pero usted se equivoca, Watson, pues sólo he estado aqui unas horas: tres pipas, cuatro pipas... yo no me acuerdo de cuántas. Ahora me voy con usted.

No querría que Catalina sufriera... Ipobre Catita! Déme usted la mano. ¿Tiene usted un coche?

Xoco —Sí, en la puerta espera.

—Entonces, vamos. Pero debo estar debiendo algo aquí. Pregunte usted cuánto debo, Watson. Estoy sin fuerzas, nada puedo hacer solo.

Eché á andar por el estrecho pasadizo dejado entre la doble hilera de camas, conteniendo la respiración para no absorber las horribles aliogadoras emánaciones de la droga y mirando á un lado á otro en busca del gerente. Al pasar por junto al hombre alto que estaba sentado delante del brasero, senti un brusco tirón de mi levita y una voz que me decía muy quedo: «Pase usted y luego mireme.» Estas palabras llegaron con claridad á mi oído.

Miré hacia abajo: sólo podían venir de ese anciano, pero le vi sentado, inmóvil en la misma posición, absorto en su contemplación, muy flaco, muy arrugado, encorvado por la edad, una pipa de opio que caía de sus rodillas al suelo como si sus dedos la hubieran soltado en un aflojamiento in vencible. Avancé dos pasos y miré atrás. Tuve que acudir á toda mi fuerza de voluntad para no exhalar un grito de asombro.

El hombre había vuelto la espalda, de modo que nadie más que yo podía verle. Su cuerpo se había ensanchado, sus arrugas habían desaparecido, los apagados ojos habían recobrado su fulgor, y allí, sentado delante del fuego y divertido con mi sorpresa, estaba Sherlock Holmes en persona. Con un leve ademán me indicó que me le acercara, y en el instante, volviendo á medias la cara hacia la sala como antes, cayó nuevamente en su senilidad temblorosa y arrugada.

—¡Holmes!—exclamé en un murmullo.—¿Qué hace usted por el cielo! en este antro?

—Lo más quedo que pueda usted—me contestó. Tengo excelente oido. Si tuviera usted la gran amabilidad de desembarazarse de ese su tonto amigo, yo tendría muchísimo placer en que habláramos un rato.

—Tengo afuera un coche.

—Entonces, sírvase enviarlo en él á su casa.

Puede usted confiar en que se irá directamente, porque está demasiado embrutecido para hacer ninguna travesura. También recomiendo á usted que envíe usted con el mismo cochero dos lineas á su señora, para que sepa que se queda usted conmigo. Si me espera usted afuera, dentro de cinco minutos estaré con usted.

Era dificil negarse á algo de lo que Sherlock Holmes pidiera, tan definitiva era siempre la manera como lo pedía, y tanta autoridad había en su acento. Yo comprendí, además, que una vez que Whitney estuviera encerrado en el coche, mi misión habría terminado de hecho, y, por lo demás, nada podía desear yo mejor que verme asociado con mi amigo en una de esas singulares aventuras que éran la condición normal de su existencia. En pocos minutos escribí mi carta; pagué la cuenta de Whitney, conduje á éste al coche y lo vi perderse en la obscuridad.

Un instante después, un hombre decrépito surgió del antro del opio, y Sherlock Holmes y yo nos dirigimos calle abajo. En el espacio de dos calles se arrastró con la espalda encorvada y el paso incierto. Después miró rápidamente en tor no nuestro, y estalló en un acceso de risa.

Supongo, Watson—dijo—que usted se imagina que he añadido el vicio del opio á las [inyecciones de cocaina y á todas las otras debilidades con que me ha favorecido usted en sus disertaciones médicas.


—La verdad es que me sorprendió encontrarle á usted allí.

—Pero no más que yo de verle á usted.

—Yo fui en busca de un amigo.

—Y yo en busca de un enemigo.

—De un enemigro?

—Sí, de uno de mis enemigos naturales ó, mejor dicho, de mis naturales presos. En resumen, Watson, estoy en una investigación muy notable, y tenía la esperanza de encontrar un dato en la incoherente charla de esos tontos, como ya me ha sucedido otras veces. Si me hubieran reconocido en el fumadero, mi vida no habría valido la pena de ser comprada por una hora más, porque antes la he usado ya para mis fines, el láscar bribón que dirige el establecimiento había jurado vengarse de mí. En la parte posterior del edificio, cerca de la esquina del muelle Pablo, hay una puerta de escape que podría contar algunas extrañas historias de lo que ha pasado por ella en las noches sin lunay —Qué! Cadáveres, quiere usted decir?

—Sí, cadáveres, Watson. Seríamos ricos si tuviéramos mil libras por cada pobre diablo que ha encontrado la muerte en ese antro. Es el más temible de los sitios dedicados á la emboscada y al asesinato en toda la orilla del rio, y temo que Neville Saint Clair haya entrado alli para no salir más. ¡Pero aquí estamos nosotros!

Se puso los dos dedos indices entre los dientes, y lanzó un silbido penetrante, señal que fué contestada por un silbido igual desde lejos, y al cual siguió un rumor de ruedas y el golpear de los cascos de un caballo.


—Ahora, Watson—dijo Holmes al acercarse velozmente un alto coche de caza, que arrojaba dos chorros de dorada luz de sus faroles,—va usted á venir conmigo, ¿no?

—Si puedo serle útil.

—¡Ah! Un camarada de confianza es siempre.

útil. Y más todavía un cronista. En el cuarto que tengo en los Cedros day dos camas.

—En los Cedros?

—Si: Esa es la casa del señor Saint Clair. Estoy alojado allí mientras dura la investigación:

—Y dónde está?

— Cerca de Lee, en Kent. Tenemos que andar siete millas hasta allá.

—Pero yo estoy completamente á obscuras, —Por supuesto que lo está usted. Pero ahora va usted á saberlo todo. Suba usted: Está bien, Juan, ya no te necesitamos. Aquí tienes mediacorona: Búscame mañana á eso de las once.

¡Adiós!

Tocó al caballo con el látigo, y nos lanzamos á través de la interminable sucesión de calles sombrías y desiertas, que se iban ensanchando gradualmente, hasta que cruzamos á escape un ancho puente con altas balaustradas, y el lóbrego río corriendo silenciosamente por debajo.

Allá adelante yacía otra extensa masa de ladrillos y piedras; su silencio, interrumpido solamente por el paso pesado y regular del agente de policía, ó por los cantos y gritos de algún grupo de trasnochadores. Un nubarrón espeso cruzaba lentamente el cielo, y una ó dos estrellas parpadeaban débilmente aquí y allá por los claros de las nubes. Holmes iba silencioso, con la cabeza caída sobre el pecho, y el aspecto de un hombre que está perdido en sus pensamientos, mientras yo, á su lado, sentía la curiosidad de saber qué nueva averiguación podía ser esa que parecía poner tan á prueba sus facultades, pero no me atrevia á interrumpir elcurso de sus reflexiones. Habíamos andado ya algunas millas y empezábamos á entrar en el cinturón que forman la ciudad, las villas suburbanas, cuando Holmes se sacudió, se encogió de hombros y encendió su pipa, con la expresión del hombre que se ha convencido de que lo que hace es lo mejor.

—Tiene usted un gran don de silencio, Watson—dijo: eso hace de usted un compañero de un valor inapreciable; pero, palabra de honor, ahora es para mí un regalo el tener alguien con quien hablar, pues mis pensamientos no son de los más halagüeños. Iba pensando lo que diría á

. Tomo I.—11 esa mujercita dentro de un momento cuando me reciba en la puerta.

Olvida usted que yo nada sé del asunto.

—Tengo tiempo suficiente para contar á usted todos los hechos que forman este caso, antes de que lleguemos á Lee. Parece que fuera absurdamente sencillo, y sin embargo, hay algo que me impide conseguir lo que deseo. El hilo es abundante, sin duda, pero no puedo empuñar la punta. Voy á presentar á usted el asunto con claridad y concisión, Watson, y quizás usted alcance á ver una chispa donde para mí es todo obscuro.

—Continúe usted.

—Hace vari os años en Mayo de 1884, para precisar, vino á Lee un caballero llamado Neville Saint Clair, que parecía tener mucho dinero. Alquiló una vasta villa, arregló los terrenos muy bien, y vivía, en resumen, en buenas condiciones. Poco a poco se hizo de amigos en la vecindad, y en 1887 se casó con la hija de un cervecero del barrio, de la cual tiene ahora dos hijos. No tenía ocupación, pero poseía intereses en varias compañías, é iba á la ciudad por regla general en la mañana y volvía bastante tarde en el tren que sale de la calle Cannon á las 5.14.

El señor Saint Clair tiene ahora treinta y siete años, es hombre de costumbres moderadas, buen esposo, padre afectuoso y hombre muy simpático para todos los que lo conocen. Debo añadir que el total de sus deudas en este momento, según he podido cerciorarme, asciende á ochenta y ocho libras y diez chelines, pero tiene en su crédito en el Banco de la capital y de los condados, doscientas veinte libras. No hay, por consiguiente, razón para pensar que han pesado en su ánimo inquietudes por dinero.

El lunes último salió el Sr. Neville Saint Clair para la ciudad algo más temprano que de costumbre: antes de salir, dijo que tenía dos comisiones importantes que desempeñar, y ofreció á su hijito traerle una caja de soldados de plomo.

Y por una casualidad, su esposa recibió ese mismo lunes, poco después de haber salido él, un telegrama en que se le decía que una pequeña encomienda de considerable valor que ella esperaba, estaba ya en las oficinas de la compañia de navegación de Aberdeen.

Si conoce usted bien Londres, debe usted saber que el local de esa compañía está en la calle Fresno, que se extiende hasta el callejón alto de Swanden, donde me ha encontrado usted esta noche. La señora Saint Clair almorzó, fué á la ciudad, hizo algunas compras en las tiendas, pasó á las oficinas de la compañia, recogió su paquete, y exactamente á las 4.35 pasó por el callejón de Swanden de regreso á la estación.

¿Ha seguido usted mi relato?

—Es muy claro.

—Usted se acordará de que el lunes fué un dia excesivamente caluroso, lo que hizo que la señora Saint Clair anduviera lentamente, miran.

do á un lado y á otro con la esperanza de ver un coche, porque tampoco le gustaba el barrio en que estaba. Iba así por el callejón de Swanden, cuando de repente oyó una exclamación ó grito, y se quedó fría al ver á su marido que la miraba y, según ella creyó, la llamaba desde una ventana de un segundo piso. La ventana estaba abierta, y la señora vió con toda claridad la cara de su marido, la que, dice ella, mostraba una terrible agitación. Saint Clair blandía las manos con frenesí hacia ella, y luego desapareció de la ventana tan bruscamente, que parecía que alguna fuerza irresistible lo había arrastrado de atrás. Un punto singular que hirió su rápida mirada femenina fué que, aunque Saint Clair tenía el mismo saco obscuro con que había salido de su casa, no tenía corbata ni cuello.


Convencida de que algo grave ocurría á su esposo, la señora se precipitó abajo por las obscuras gradas, pues la casa no era otra que el fumadero de opio en que me ha encontrado usted esta noche, y, atravesando á carrera el primer cuarto, intentó subir la escalera que conduce al primer piso. Pero al pie de la escalera se encontró con ese bandido de láscar de quien ya he hablado á usted, el cual le empujó hacia atrás, y ayudado por un dinamarqués que es su segundo en el antro, la arrojó á la calle. Llena de las más enloquecedoras dudas y temores, la señora corrió calle abajo y, por una rara fortuna, se encontró en la calle Fresno con un grupo de agentes de policía que, con su inspector á la cabeza, se dirigían á su facción. El inspector y dos hombres la acompañaron á la casa, y alli, no obstante la tenaz resistencia del propietario, subieron al cuarto en que la seño:a Saint Clair había visto á su marido. No habia en la habiteción el menor rastro de él, y en todo ese piso no encontraron á otra persona que un miserable inválido de repugnante aspecto que, según parece, ha establecido allí su vivienda. Tanto él como el láscar juraron enérgicamente que en toda la tarde no había habido nadie más que ellos dos en el cuarto que daba á la calle. Tan terminante fué su negativa, que el inspector, impresionado por ella, comenzaba casi á creer que la señora Saint Clair se había engañado, cuando ésta dió un grito, saltó hacia la mesa, cogió una cajita de madera que estaba allí, y le arrancó la tapa: de la caja cayó una cascada de soldados de plomo, los juguetes que Saint Clair había prometido á su hijo.

Este descubrimiento, y la evidente confusión que manifestó el inválido, hicieron que el inspector se diera cuenta de que el asunto era serio. Ayudado por los agentes, examinó minuciosamente los cuartos, y todo lo que vieron indicaba un abominable crimen El cuarto delantero tenía un sencillo mobiliario de sala, y conducía á un pequeño dormitorio que mira, por la parte de atrás, á uno de los muelles. Entre el muelle y la ventana del dormitorio hay una estrecha acera, que queda en seco cuando la marea está baja, pero en la marea alta tiene por lo menos cuatro pies y medio de agua. La ventana del dormitorio era ancha, y se abría de abajo.

El examen permitió ver señales de sangre en el antepecho de la ventana, y en el piso de madera del cuarto había también varias gotas de sangre. Escondidas detrás de una cortina en el cuarto delantero, estaban todas las ropas del señor Neville Saint Clair, menos el saco: sus botines, sus calcetines, su sombrero, y su reloj, todo estaba allí. En ninguna de esas prendas había señal de violencia, ni habia tampoco otro rastro del señor Neville Saint Clair. Lo más claro era que había salido por la ventana, pues no se descubría en el cuarto ninguna otra salida, y las ominosas manchas de sangre del alféizar de la ventana no alentaban mucho la esperanza de que nadando se hubiera salvado, aunque la marea estaba en su mayor altura en el momento de la tragedia.


Hablemos ahora de los bribones que parecían implicados en el asunto. Al láscar se le conocía como á un hombre de los más indignos antecedentes; pero con respecto al relato de la señora Saint Clair, se sabía que había estado al pie de la escalera pocos segundos antes de que el esposo de ésta apareciera en la ventana, de modo que dificilmente podía haber sido más que un encubridor del crimen. Su defensa consistía en alegar una absoluta ignorancia y en protestar que nada sabía de los actos de Hugo Boone, su inquilino, y que no podia explicarse en manera alguna la presencia alli de las ropas del caballero á quien se buscaba.

Esto, en cuanto al láscar. Veamos ahora al siniestro tullido que vive en el segundo piso del fumadero de opio, y que es positivamente el último ser humano cuyos ojos han visto á Neville Saint Clair. Se llama Hugo Boone, y su repugnante cara es familiar á cuantas personas transitan á menudo en la City. Es mendigo de profesión, aunque para evadirse de los reglamentos de policía finge dedicarse á la venta de cerillas. Habrá notado usted que á corta distancia, en la calle Threadneedle, á mano izquierda, hay un pequeño ángulo en la pared. Alli se sienta diariamente aquel ser, con las piernas cruzadas, y sobre ellas su corta provisión de fósforos, y como da lástima al verle, una pequeña lluvia de limosnas cae en la grasienta gorra de cuero que yace en el suelo delante de él. Más de una vez me he fijado en el sujeto antes de pensar en que lo conocería personalmente, y me ha sorprendido la abundancia de la cosecha que hacía en poco tiempo.

Su aspecto es tal, que nadie puede pasar por delante de él sin mirarle. Una mata de cabellos color de naranja, una pálida cara desfigurada por un horrible costurón que, al contraerse, ha torcido hacia arriba el borde externo de su labio superior, una mandíbula de Bull—dog, y un par de ojos obscuros muy penetrantes que presentan un singular contraste con el color de su cabello, todo lo distingue de la muchedumbre común de mendigos, y también lo distingue su vivacidad, pues siempre tiene lista una réplica para cuando algún transeunte le arroja cualquier objeto inservible en vez de una moneda.

Tal es el hombre que ahora hemos sabido era inquilino del fumadero y última persona que vió al caballero en cuya busca estamos.

—Pero un tullido!—dije.—Qué podría haber hecho solo, contra un hombre en la fuerza de la edad?


—Es un tullido en el sentido de que sólo mueve una pierna para andar, pero, en otros respectos, parece ser hombre forzudo y ágil. La experiencia médica de usted, Watson, debe haber enseñado á usted que la debilidad de un miembro está á menudo compensada por una fuerza excepcional en los otros.

—Ruego á usted que continúe su narración.

—La señora Saint Clair se había desmayado á la vista de la sangre de la ventana, y un agente de policía la acompañó en un coche á su casa pues su presencia no podía ayudarle en sus investigaciones! El inspector Bartón, que estaba encargado del caso, hizo un examen muy minucioso del local, pero sin encontrar nada que arrojara luz en el asunto. Se cometió un error al no arrestar á Boone inmediatamente, y dejársele algunos minutos durante los cuales pudo haberse comunicado con su amigo el láscar, pero esta falta fué remediada pronto: se le prendió y se le registró, y nada se le encontró que pudiera acusarle. Cierto es que en la manga derecha de su camisa había varias manchas de sangre, pero él señaló su dedo anular, que tenía un corte cerca de la uña, y explicó que la sangre procedía de allí, agregando que había estado en la ventana no mucho antes, y que las gotas de sangre que se habían visto alli habían caído indudablemente también de su dedo.

Negó rotundamente haber visto uunca al señor Neville Saint Clair, y juró que la presencia de las ropas de éste en su cuarto eran para él un misterio tan grande como para la policía.

En cuanto al aserto de la señora Saint Clair, de que había visto á su esposo en la ventana, declaró que la señora debía estar loca ó soñando. Se le condujo, entre protestas ruidosas de su parte, á la comisaría de policía, y el inspector se quedó en la casa, con la esperanza de que la marea baja pudiera proporcionarle algún nuevo dato..

Y así fué, aunque lo que apareció en el lado de la orilla no era lo que el inspector esperaba:

el saco de Neville Saint Clair, apareció al bajar la marea. Y qué cree usted que había en los bolsillos?

—No me lo imagino.

—No, no creo que acertaría usted á adivinarlo. En todos los bolsillos peniques y medios peniques: cuatrocientos veintiún peniques y doscientos setenta medios peniques. No era de maravillarse el que el agua no se le hubiera llevado. Pero un cuerpo humano es otra cosa. Entre la casa y el muelle se forma un violento remolino, y es muy creible que el pesado saco se quedó cuando el cadáver fué arrastrado al río.

—Pero entiendo que todas las demás ropas fueron halladas en el cuarto. ¿Estaría el cadáver vestido solamente con un saco?


—No, señor; pero los hechos pueden ser contemplados desde otro punto de vista. Supongámonos que ese Boone haya arrojado á Neville Saint Clair por la ventana: no hay ser viviente que pueda haberlo visto. ¿Qué habrá hecho después? Por supuesto que lo primero que se le ocurriría sería deshacerse de las ropas que podían denunciarle.

Tomaría, pues, el saco, y en el momento de ir á lanzarlo hacia afuera, pensaria que éste sobrenadaría y no se hundiría. Pero el hombre tiene poco tiempo, pues ha oído el ruido de abajo, cuando la esposa trata de abrirse paso hacia arriba, y quizás su camarada el láscar le ha advertido que la policía viene precipitadamente por la calle. No hay un instante que perder. Se precipita á algún secreto escondrijo donde ha acumulado el fruto de su mendicidad, y mete cuantas monedas pueden empuñar sus manos, en los bolsillos, para estar seguro de que éste se hundirá.

lo mismo habría heArroja afuera el saco, cho con las otras ropas, á no haber oído el ruido de los pasos que subían y que sólo le dejaron tiempo para cerrar la ventana antes de que la policía apareciera.

—La versión parece ciertamente creible.

—Consideraremos tal hipótesis como buena á falta de otra mejor. Booene, como he dicho á usted, fué arrestado y llevado á la estación, pero no se pudo comprobar que antes hubiera habido la menor cosa en su contra. Durante años no se le había conocido como un mendigo profesional, pero parecía haber llevado una vida muy tranquila é inocente. En ese estado se hallan actualmente las cosas, y los puntos que tienen que ser resueltos; lo que hacía Neville Saint Clair en el fumadero, lo que le sucedió estando alli, donde está ahora, y lo que Hugo Boone tiene que hacer con su desaparición, están ahora tan lejos de su solución como en el primer momento. Yo confieso que no recuerdo haber tenido que hacer en un asunto que pareciera tan sencillo á primera vista, y que, sin embargo, presentara tantas dificultades.

Mientras Sherlock Holmes refería esa singular serie de acontecimientos, nuestro carruaje se había deslizado velozmente por los suburbios de la gran ciudad hasta dejar detrás las últimas casas, y ya estábamos en pleno campo. En los momentos en que terminaba su relato, pasamos por dos aldeas de pocas casas.

Estamos en los suburbios de Lee—me dijo mi compañero. Hemos tocado en tres condados ingleses durante nuestro corto viaje: saliendo de Middlesex, hemos pasado por un extremo de Surrey y ahora estamos en Kent. ¿Ve usted esa luz entre los árboles? Ese es Los Cedros, y al lado de la lámpara está sentada una mujer cuyos oídos ansiosos han percibido ya, no tengo duda, el ruido de los cascos de nuestro caballo.

—Pero ¿por qué no maneja usted este asunto desde su casa?—le pregunté.

—Porque hay muchas averiguaciones que hacer aquí afuera. Lo señora Saint Clair ha puesto amablemente á mi disposición dos cuartos, y puede usted estar seguro de que hará una buena acogida á mi amigo y colega. Me repugna encontrarme con ella ahora, Watson, porque todavía no tengo noticias de su marido. Ya llegamos. He, oh, eh!

Detuvo el caballo delante de una espaciosa villa que se alzaba en el centro de un parque.

Un mozo de cuadra había corrido á tener las riendas.

Holmes y yo saltamos abajo, y seguí á mi compañero por el sendero angosto y tortuoso, cubierto de arena gruesa, que conducía á la casa.

Al acercarnos, la puerta se abrió de par en par, y una mujer rubia, de pequeña estatura, apareció en el umbral, vestida con una especie de ligera muselina de seda, con algo de encaje vaporoso, de color rojo, en el cuello y los puños.

Estaba parada, su cuerpo destacándose del torrente de luz, una mano en la puerta, la otra medio alzada en un movimiento ansioso, el talle ligeramente inclinado, la cabeza echada hacia adelante, la cara contraída, los ojos muy abiertos, los labios separados, toda ella una pregunta viviente.


—Y—gritó.—Y?

En seguida, al ver que éramos dos, lanzó un grito de esperanza que se convirtió en un gemido al ver que mi compañero meneaba la cabeza y se encogía de hombros.

—No trae usted buenas noticias?

—Ninguna.

—Ni malas?

—No.

—Gracias á Dios por eso. Pero entre usted.

Debe usted estar cansado, pues ha tenido usted un día agitado.

—El señor es mi amigo, el doctor Watson. En varias de mis investigaciones me ha prestado servicios de importancia capital, y una feliz casualidad me ha permitido traerle y asociarle conmigo en este asunto.

—Tengo gusto de conocer á usted—dijo ella, estrechándome efusivamente la mano.—Estoy segura de que usted perdonará lo que le falte en esta casa cuando considere el golpe que se ha descargado sobre nosotros tan repentinamente.

—Mi estimada señora—le contesté,—soy soldado viejo, y aunque no lo fuera, veo perfectamente que no necesita usted excusarse. Si puedo servir en algo á usted ó á mi amigo, tendré ciertamente mucho placer.

—Ahora, señor Sherlock Holmes—dijo la señora cuando entramos en un bien alumbrado comedor, en la mesa del cual estaba servida una cena fría, tendría mucho gusto en dirigir á usted una ó dos sencillas preguntas, á las cuales ruego á usted conteste también sencillamente, —Seguramente, señora, 200 —No se inquiete usted por mí. No soy histérica ni propensa á desmayos. Deseo sencillamente conocer la opinión real de usted, la verdadera.


—Sobre qué punto?

—En el fondo de su corazón cree usted que Neville está vivo?

Sherlock Holmes pareció perplejo ante la pregunta.

—Francamente!—repitió ella, parada enfrente de él y mirándole fijamente de arriba abajo, pues Holmes estaba echado hacia atrás en un sillón de mimbres.

—Pues, fracamente, señora, no lo creo.

—Cree usted que está muerto?

—Si.

—Que ha sido asesinado?

—No digo eso. Quizás...

—Y qué día murió?

—El lunes.

—Entonces, usted, señor Holmes, stendria quizás la bondad de explicarme cómo he podido recibir hoy esta carta suya?

Sherlock Holmes saltó de su silla como si hubiera recibido un choque eléctrico.

—Quél—rugió.

—Sí, hoy.

Sonriente, alzaba en el aire una pequeña hoja de papel.

—Puedo verla?

—Seguramente.

Holmes le arrebató literalmente de la mano el papel, y extendiéndolo sobre la mesa, le acercó la lámpara y lo examinó atentamente. Yo me había parado, y miraba la carta por encima de su hombro. El sobre era muy ordinario, y tenía el sello del correo de Gravesend, con la fecha de ese mismo día, ó mejor dicho, de la víspera, pues era ya mucho más de media noche.

—Grosera letral—murmuró Holmes. Esta no puede ser la letra del esposo de usted, señorawww —No; pero la de la carta lo es.

—Veo también que la persona que escribió el sobre tuvo que ir á averiguar la dirección que tenía que poner.

—¿Cómo puede usted saber eso?

—El nombre, como usted ve, está en tinta perfectamente negra, que se ha secado sola. El resto tiene el color grisáceo, que muestra que se ha empleado el papel secante. Si todo hubiera sido escrito de una vez y luego secado, no habría una sola parte con este color negro profundo. El hombre ha escrito el nombre, y luego ha habido una pausa antes de que escribiera la dirección, lo que no puede significar sino que está no le era familiar. El punto es, por supuesto, una bagatela; pero nada hay tan importante como las bagatelas. Veamos ahora la carta. ¡Ah!

¡Aquí ha venido incluso algo!

— Si, un anillo, un anillo de sello.

Y usted está segura de que esta es la letra de su esposo?

—Una de sus letras.

—¿Una?

—Su letra de cuando escribía á prisa. Se parece muy poco á su letra, y, sin embargo, estoy segura de que es su letra.

«Mi muy amada, no te asustes. Todo se arreglará, y bien. Ha habido un gran error que puede requerir algún tiempo para ser rectificado.

Espera con paciencia.—Neville.»> B


P —Escrito con lápiz en una hoja, arrancada de un libro, tamaño en octavo, sin marca de agua.

¡Hum! Puesto hoy en la estafeta de Grevesend por un hombre que tenía sucio el dedo pulgar.

1Ja! Y la goma del sobre ha sido mojada, si no me equivoco mucho, por una persona que había estado mascando tabaco. Y usted no tiene duda de que ésta es la letra de su esposo, señora?

—Ninguna. Neville ha escrito esas palabras.

Y la carta fué expedida hoy de Gravesend.

Pues bien, señora Saint Clair, las nubes se disipan; pero no me atrevería á decir que el peligro ha pasado.

—Pero Neville debe estar vivo, señor Holmes.

—A menos que esta sea una hábil falsificación para ponernos en un rastro equivocado. El anillo, al fin y al cabo, nada prueba; pueden habérselo quitado.

—No, nol 1Esta, esta, esta es su misma letra.

—Muy bien. Pero, asimismo, la carta puede haber sido escrita el lunes y expedida hoy.

—Eso es posible.

—Y si es así, puede haber sucedido mucho desde entonces.

—Oh! No debe usted desalentarme, señor HolM mes.

Estoy segura de que mi marido está bien.

Hay entre nosotros tanta simpatía y tan intensa, que si le hubiera ocurrido un mal yo lo sabría. El mismo día que lo ví por última vez, estando él en el dormitorio, se cortó, y yo, que me encontraba en el corredor, me precipité á los altos, con la más completa seguridad de que le había sucedido algo. ¿Cree usted que semejante pequeñez repercutiría en mí, y que su muerte no lo haría?

—He visto demasiado para no saber que la impresión de una mujer puede ser más valiosa que la conclusión de un razonador analítico. Y usted, en esta carta, tiene ciertamente una valiosa pieza de comprobación que corrobora su

. Tomo I. 12 manera de pensar. Pero si el esposo de usted está vivo y puede escribir cartas ¿por qué se mantiene alejado de usted?

—No puedo imaginarlo. Eso es inexplicable.


HETE

—Y el lunes, antes de marcharse, nada dijo?

—No.

—Y usted se sorprendió de verle en el callejón de Swandan?

—Muchísimo.

—La ventana estaba abierta?

—Sf.

—Entonces él podía haberla llamado á usted?

—Lo podía, —Pero, según entiendo, sólo lanzó un grito inarticulado?

—Si.

—En que pedía socorro, á lo que pareció á usted?

mer —Si; agitaba las manos.

—Pero el grito podía haber sido de sorpresa.

El asombro de verla á usted podía haberle hecho alzar los brazos.

—Es posible.

—Y usted cree que lo arrastraron de atrás?

—Desapareció tan repentinamente...

—Podía haber saltado hacia atrás. No vió us ted á nadie más en el cuarto?

—No; pero, aquel hombre horrible confesó que había estado allí, y el láscar estaba al pię de la escalera, Eso es. El esposo de usted en todo lo que usted pudo ver, tenía puestas sus ropas?

—Pero no tenía cuello ni corbata: vi perfectamente claro su cuello desnudo.

—Había hablado alguna vez del callejón Swandan?

—Nunca.

—Le notó usted alguna vez señales de que hubiera fumado opio?

—Nunca.

—Gracias, señora Saint Clair. Esos son los prin cipales puntos acerca de los cuales quería yo estar absolutamente cierto. Ahora vamos mi amigo y yo á comer algo, y enseguida á retirarnos, pues mañana podemos tener un día muy ocupado.

Habían puesto á nuestra disposición un dormitorio espacioso y cómodo, con dos camas, y pronto me hallé entre las sábanas, pues estabarendido de cansancio después de mi noche de aventuras. Sherloch Holmes era hombre de pasar, cuando tenía en la mente un problema para resolver, días y hasta una semana sin descansar, volviéndolo y revolviéndolo, reconstruyendo los hechos, mirándolos desde todos los puntos de vista, hasta haberlo resuelto ó haberse convencido de que sus datos eran insuficientes.

Pronto ví que se preparaba para una noche entera en vela. Se quitó el saco y el chaleco, se puso una amplia bata azul, y luego fué de un lado á otro del cuarto, reuniendo almohadas de su cama y cojines del sofá y de los sillones. Con ellos construyó una especie de diván oriental, sobre el cual se encaramó con las piernas cruzadas, con una onza de tabaco fuerte y una caja de fósforos por delante. A la luz débil de la lámpara le vi sentado allí, con una vieja pipa de palo de rosa entre los labios, los ojos fijos sin expresión, en un rincón del cielo raso, envuelto en las espirales del humo azul, silencioso, inmóvil, la luz reflejándose con brillo en sus pronunciadas facciones aguileñas. Así estaba cuando me quedé dormido, y así estaba cuando una repentina imprecación me despertó, y al abrir los ojos encontré la habitación inundada por el sol de verano. La pipa estaba todavía entre sus labios, el humo seguia elevándose hacia el techo, el cuarto estaba lleno de un inmenso olor de tabaco, pero nada había quedado del montón de picadura que la noche anterior tenía Sherlock Holmes por delante.

—Despierto, Watson?—me preguntó.

—Si.

—Capaz de un paseo matinal?

—Seguramente.

—Entonces, vistase usted. Todavía no se mueve nadie en la casa, pero yo sé donde duerme el mozo de cuadra; y pronto habremos levantado la caza.

Se sonreía al hablar, los ojos brillaban y parecía un hombre distinto del sombrío meditador de la noche anterior.

ISI

Al empezará vestirme miré mi reloj. Nada tenía de extraño el que todavía no se hubiera levantado nadie: eran las cuatro y veinticinco. Todavía no había concluído mis preparativos, cuando Holmes volvió con la noticia de que el mozo estaba enjaezando el caballo.

—Quiero ensayar una pequeña teoria—dijo, poniéndose los botines.—Me parece, Watson, que en este momento está usted en presencia de uno de los más rematados tontos de Europa.

Merezco que me lleven á patadas desde aquí hasta Charing Cros; pero creo que ahora ya tengo la llave del asunto.

—Y dónde está?—le pregunté sonriéndome.

—En el cuarto de baño—contestó.—1Oh, sí! No me chanceo—continuó, al ver mi mirada de incredualidad.—Acabo de estar en el cuarto de baño, y de allí la he sacado, y la tengo dentro de esta maleta. Venga usted conmigo, amiguito, y ya veremos si entra ó no en la cerradura.

Bajamos la escalera con el menor ruído posible, y luego nos encontramos afuera en el brillante sol de la mañana. Delante de la verja nos esperaba nuestro coche con el caballo enganchado, sujeto de la brida por el mozo á medio vestir. Subimos, y á escape partimos hacia Londres. Algunos carros iban por el camino, cargados de legumbres para la metrópoli, pero las villas que se alineaban á ambos lados estaban tan silenciosas y sin vida como una ciudad de sueños.

El caso ha sido singular en algunos puntos —dijo Holmes, lanzando el caballo al galope.—Confieso que he sido tan ciego como un topo, pero más vale adquirir tarde la sabiduría que


nunca.

En la ciudad, los más madrugadores empezaban apenas á mirar por las ventanas con ojos soñolientos al pasar nosotros por el lado de Surrey. Cruzamos el camino y el puente de Waterloo, y una vez al otro lado del río, nos precipitamos por la calle Wellington á la derecha para detenernos por fin en la calle Bow. Sherlock Holmes era muy conocido por la policía, y los dos vigilantes de la puerta lo saludaron. Uno de ellos tuvo el caballo, mientras el otro nos guió al interior.

—Quién está de servicio?—preguntó Holmes.

—El inspeclor Bradstreet, señor.

—1Ah Bradstreet ¿cómo está usted?—Un corpulento oficial, vestido con un saco galoneado y una gorra también con insignias, había bajado al pasadizo embaldosado.—Deseo hablar con usted una palabra, Bradstreet.

—Con mucho gusto, señor Holmes. Entre usted en mi oficina.

En la pequeña oficina había sobre la mesa un abultado directorio y un teléfono en la pared.

El inspector se sentó detrás de su escritorio.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Holmes?

—He yenido por el asunto de ese mendigo Boonen el que ha sido acusado de complicidad en la desaparición del señor Neville Saint Clair, de Lee.

—Sí; lo trajeron y se le guarda para las nuevas investigaciones.

—Así me han dicho. Lo tiene usted aquí?

—En las celdas.

—¿Está quieto?

—Oh! No da la menor molestia. Pero es un canalla muy sucio.

—Sucio?

—Si. Lo más que podemos conseguir es que se lave las manos, y tiene la cara tan negra como la de un deshollinador. Pero una vez que se halla definido su situación, le haremos tomar un buen baño, de los reglamentarios en la prisión, y creo que si usted lo yiera, convendría conmigo en que lo necesita.

—Mucho me gustaría verle.

—Le gustaría á usted? Pues es fácil. Venga usted por aquí. Deje usted su maleta.

—No, voy á llevarla.

—Muy bien.—Tenga usted la bondad de venir por este lado.

Nos guió por un pasadizo, abrió una puerta cerrada con cerrojos, bajó por una escalera de caracol, y nos condujo así á un corredor.

—La tercera de la derecha es la suya—dijo el inspector.—¡Esta es!

Abrió sin ruido, tirando hacia atrás la hoja, una ventanilla hecha en la parte superior de la puerta, y miró hacia adentro.

—Duerme—dijo.—Puede usted verle bien d aquí.

Los dos acercamos la cabeza á la ventanilla.

El preso estaba echado, con la cara vuelta hacia nosotros, sumido en un sueño muy profundo:

su respiración era lenta y pesada. Era un hombre de mediana estatnra, vestido con las ropas propias de su profesión, con una camisa de color asomando por los desgarrones de su harapiento saco. Estaba como el inspector había dicho, en extremo sucio, pero la mugre que le cubría la cara no podia ocultar su repulsiva fealdad. Un ancho costurón, resto de una antigua herida, le atravesaba desde el ojo hasta la barba, y por la contracción que había producido levantaba un lado del labio superior, de modo que tres dientes quedaban descubiertos en perpetua risa burlona. Una mata de pelo rubio, muy claro, le cubría la frente hasta muy cerca de los ojos.

— No es una beldad?—dijo el inspector.

Cierto que necesita que lo laven—observó Holmes.—Yo tenía la idea de que pudiera necesitarlo, y me he tomado la libertad de traer los utensilios necesarios.

W Abrió su maleta al decir esto, y sacó de ella, con asombro mío, una enorme esponja de baño.

—Je, je! Es usted muy bromista—dijo riéndose el inspector.

Ahora—continuó Holmes, si usted tiene la gran amabilidad de abrir esta puerta sin hacer ruido, en seguida daremos á nuestro hombre un aspecto más decente.

—Pues no sé por qué no lo haríamos —dijo el inspector.—¿No es cierto que un huésped as: es un descrédito para nuestras celdas?

Deslizó la llave en la cerradura, y los tres entramos muy quedo en la celda. El durmiente se volvió á medias, y en seguida tornó á sumirse en un profundo sueño. Holmes se acercó al jarro de agua, mojó su esponja, y en seguida frotó con ella vigorosamente por dos veces la cara del preso, de arriba abajo y de derecha á izquierda.

—Presento á ustedes—gritó—al señor Neville Saint Clair, de Lee, condado de Kent.

Nunca, en mi vida, había visto nada semejante. La cara del hombre se peló bajo la esponja como un árbol al que le hubieran arrancado la corteza. Desaparecido el color moreno sucio del cutis! ¡Desaparecidos, también, la horrible cicatriz que marcaba la cara de arriba abajo, y el torcido labio que le daba tan repulsiva expresión! Un tirón arrancó el enmarañado cabello rojo, y allí, sentado en la cama, quedaba un hombre de rostro pálido y triste, de aspecto refinado, de cabellos negros y cutis suave, frotándose los ojos y mirando en su derredor, asombrado y soñoliento. Pero luego, dándose cuenta de su posición, prorrumpió en un grito y se arrojó de cara contra la almohada.

—1Gran Dios!—exclamó el inspector.—Es él, ciertamente, el desaparecido. Le conozco por la fotografía.

El hombre se volvió con la expresión atrevida de quien se abandona á su destino.

—Y si así fuera,—dijo—podrían ustedes decirme de qué se me acusa?

—De haber hecho desaparecer al señor Neville Saint... toh, vamos! no se le puede acusar á usted de eso, á no ser que se le dé la forma de tentativa de suicidio—dijo el inspector con gesto agrio.—La verdad es que hace veintisiete años que estoy en la fuerza, y éste es el caso más extraordinarío que he visto.

PAGAME

—Si yo soy Neville Saint Clair, es evidente que no se ha cometido crimen alguno, y que, por consiguiente, se me tiene preso ilegalmente.

—No se ha cometido un crimen, pero sí un grave error—dijo Holmes.—Mejor hubiera sido que tuviera usted confianza en su esposa.

—No era por mi mujer, era por mis hijos—gimió el preso.—Dios mediante, nunca hubiera consentido en que se avergonzaran de su padre!

¡Dios mío! ¡Qué situación! ¿Qué puedo hacer ahora?

Sherlock Holmes se sentó á su lado en la cama y le dió unos golpecitos cariñosos en el hombro.

—Si deja usted á una corte de justicia el cuidado de aclarar el asunto—dijo—por supuesto que le será dificil evitar la publicidad. Por el contrario si convence usted á las autoridades de policía de que no es posible la acusación contra usted, no veo la razon para que la cuestión llegue hasta los periódicos. Estoy seguro de que el inspector Bradstreet tomará nota de cualquier cosa que usted nos diga, y la someterá á las correspondientes autoridades. Así, el asunto nunca irá hasta los tribunales.

—Bendito sea usted! exclamó el preso fervorosamente. — Habría soportado la prisión, sí, hasta la muerte en el cadalso, antes que dejar mi miserable secreto como una mancha de familia á mis hijos.

Ustedes son los primeros en oir lo que voy á decirles. Mi padre fué un maestro de escuela de Chasterfield, donde recibí una excelente educación. En mi juventud viajé, me hice actor, y por último entré de reporter en Londres en un diario de la tarde. Un día, mi director quiso una serie de artículos acerca de la mendicidad en la metrópoli, y yo me ofrecí para proporcionárselos. Ese fué el punto de partida de todas mis aventuras. Sólo ensayando la mendicidad como aficionado podía yo conocer los hechos que debían servir de base á mis artículos. En mis tiempos de actor habia, por supuesto, aprendido todos los secretos del disfraz, y en lo relativo á la pintura de la cara me había hecho famoso por mi habilidad. Así, pues, llegado el momento, utilice esa habilidad. Me pinté la cara, y para hacerme lo más digno de compasión, me fabriqué una buena cicatriz y me torci un lado del labio sujetándolo con la ayuda de un pedazo de yeso color de carne. En seguida, con una peluca de cabellos rojos y un traje adecuado, me situé en el lugar más transitado de la City, ostensiblemente para vender fósforos, pero en realidad para pedir limosna. Siete horas estuve allí, y cuando volví á mi casa, vi, con sorpresa, que había recibido nada menos que veintiséis chelines y cuatro peniques.


Escribi mis artículos y casi no pensé en el asunto hasta que, algún tiempo después, endosé un pagaré de un amigo, y me encontré con mi firma protestada por 25 libras. Se me habían agotado los resortes para encontrar ese dinero, cuando de improviso me asaltó una idea. Supliqué al acreedor que me concediera un plazo de quince días, pedi á mis jefes una licencia de la misma duración, y empleé ese tiempo en mendigar en la City, disfrazado. A los diez días tenía ya reunida la suma y pagué la deuda.

Pues bien: imagínense ustedes si sería duro volver á una labor ruda por dos libras á la semana, cuando sabía que podía ganar tanto como eso en un día, con sólo embadurnarme la cara con un poco de pintura, poner mi gorra en el suelo y quedarme quieto. Hubo una larga lucha entre mi orgullo y el dinero, pero éstetriunfó al último, y abandoné el periodicucho y me senté, día tras día, en el rincón que desde el principio había escogido, inspirando compasión con mi horripilante cara, y llenándome de cobre los bolsillos. Sólo un hombre conocía mi secreto: el propietario de un fumadero del callejón Swandan cuyas habitaciones altas había alquilado yo y de donde salía todas las mañanas convertido en miserable mendigo y en las tardes transformado en un hombre de sociedad, correctamente vestido. Ese sujeto, un láscar, recibía un buen alquiler por sus cuartos, de manera que yo estaba seguro de que mi secreto sería bien guardado.

Muy pronto empezaron mis ahorros á aumentar considerablemente. No quiero decir que todos los mendigos de las calles de Londres pueden ganar setecientas libras al año, que es el término medio de lo que yo gano, pero yo tenía excepcionales ventajas en mi habilidad para pintarme, y también en mi facilidad para la réplica, cualidades ambas que mejoraron con la práctica é hicieron de mí una figura popular en la City.

Durante el día entero, una lluvia de peniques, matizado de monedas de plata, caía sobre mí, y era muy malo el día que ganaba menos de dos libras.

»A medida que me fui enriqueciendo fui volviéndome más ambicioso, tomé una casa en el campo, y llegó el día en que me casé, sin que nadie tuviera la sospecha de mi verdadera ocupación. Mi querida esposa sabía que yo tenía negocios en la City, pero no sabía cuáles eran esos negocios.

»El lunes, había terminado mi día y me vestia en mi cuarto situado sobre el fumadero, cuando miré por la ventana hacia afuera y vi, con horror y asombro, que mi mujer estaba parada en la calle con sus ojos fijos en mi. Di un grito de sorpresa, alcé los brazos para cubrirme la cara, y, corriendo en busca de mi confidente, el láscar, le rogué que impidiera á cualquiera subir al cuarto. Of la voz de mi esposa abajo, pero sabía que no podía subir. Rápidamente, me despojé de mis ropas, me puse las de mendigo y la peluca, y me embadurné la cara: ni los ojos de mi esposa habrían podido reconocerme á través de un disfraz tan completo. Abrí la ventana, pero con tanta violencia que me sangró de nuevo un pequeño corte que me había hecho en el dedo esa mañana en mi cuarto, Cogi mi saco, que estaba pesado con los cobres que yo acababa de pasar á sus bolsillos, del saquito de cuero en que cuando estoy en mi puesto de mendigo, deposito mis ganancias, y lo arrojé al Támesis. Las otras ropas lo habrían seguido, pero en ese momento oí los pasos de los agentes de policía en la escalera, y pocos minutos después vi, confieso que con alivio, que en vez de descubrirse en mí al señor Neville Saint Clair, se me arrestaba como su asesino.

No creo que me quede nada por explicar. Yo estaba resuelto á mantener mi disfraz el mayor tiempo que me fuera posible, y de ahí mi empeño en tener la cara sucia.

Conocedor de que mi mujer sufriría de terrible ansiedad me quité el anillo y se lo entregué al láscar, en un momento en que no se me vigilaba, junto con un papel en que había escrito de prisa algunas palabras para decirla que nada tenía que temer.

—Hasta ayer no recibió esa carta.

—¡Buen Dios! ¡Qué semana debe haber pasado!

—La policía vigilaba al láscar—dijo el inspector Bradstreet, y bien se comprende que le fuera difícil llevar al buzón la carta sin que le vieran. Probablemente la entregó á algún marinero parroquiano suyo, quien se olvidó durante varios días de expedirla.

—Así ha sido—dijo Holmes, con un movimiento de cabeza afirmativo; — pero, ¿nunca se le ha perseguido á usted como mendigo?

—Varias veces; pero, ¿qué era para mí una multa?

—Sin embargo, eso debe terminar aqui— dijo Bradstreet. Si la policía guarda secreto sobre el asunto, será con la condición de que Hugo Boone se acabe.

—Lo he jurado por lo más sagrado que un hombre puede tener.

—En ese caso, creo probable que no haya que llevar adelante el asunto; pero si se le encuentra á usted otra vez de mendigo, todo se hará público. Señor Holmes, cumplo con decir á usted que le estamos muy agradecidos por haber aclarado este misterio. ¡Ojalá pudiera saber yo cómo llega usted á tales resultados!

—A este llegué—contestó mi amigo—con sentarme en cinco cojines y consumir un paquete de picadura fuerte. Creo, Watson, que si vamos ahora á casa, llegaremos á tiempo para tomar el desayuno.