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El carnaval (Bécquer)

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época
EL CARNAVAL


I.


Hay gentes que tienen en la uña el almanaque y saben en qué día preciso entran y salen las estaciones, cambian las lunas y caen tales ó cuales santos, éstas ó las otras fiestas. Yo tengo la felicidad de olvidar fácilmente todo lo que me importa poco, y como entre otras cosas se encuentran en el número de éstas los detalles del calendario, de aquí, que la mayor parte del año estoy como los niños en el Limbo, sin saber el día ni la hora en que me encuentro.

Para mí es primavera cuando el aire templado y suave trae á mi oído armonías extrañas envueltas en el perfume de las primeras flores, y otoño cuando al pasear por entre las largas alamedas el ruido especial de las hojas amarillas, que crujen bajo mis pies, me llena el alma de un sentimiento melancólico é indefinible. Si el viento de Guadarrama me enrojece la punta de la nariz, exclamo endosándome el gabán de más abrigo: ¡Diantre, sin saber cómo ni por donde, se nos ha entrado el invierno! Y si, por el contrario, el calor me obliga á aflojarme el nudo de la corbata, ya no me cabe duda de que el estío comienza á dorar las mieses y á tostar los hombres.

Hay sin embargo dos solemnidades ó fiestas ó como se las quiera llamar, en el año, que nunca pasan inadvertidas para mí, porque á semejanza de las golondrinas que anuncian la estación templada con su vuelta, las preceden ciertas señales características. Estas son el día de difuntos y el Carnaval. No sé precisamente en qué estación ni en qué mes; pero ello es que hay un día en el año que al pararme distraído delante de una de esas lujosas anaquelerías de la Carrera de San Jerónimo, allí donde otras veces me he detenido á contemplar uno de esos adornos de flores y de plumas destinado á ornar la espesa cabellera de una dama elegante y hermosa, y á besar con sus flotantes cabos de cintas sueltas, su redonda espalda ó su seno mal encubierto por un encaje finísimo, me encuentro con una corona de pálidas siemprevivas, en cuyo centro y entre un diluvio de lágrimas de talco, dice con letras de oro y dos colosales signos de admiración: ¡A mi esposo!

La fiesta de Todos los Santos se aproxima, digo entonces entre mí, los mercaderes de la muerte comienzan á sacar á luz la bisutería del dolor. En otras ocasiones vagando al azar por las calles comienza á sorprenderme un espectáculo extraño.

Me parece que entre las gentes que circulan á mi alrededor y sobre las cuales arrojo á intervalos una mirada distraída, se mezclan seres sobrenaturales y deformes, y de cuando en cuando veo aparecer una cara de tafetán celeste que me mira con sus ojos huecos, una nariz colosal que me sale al paso como cerrándome el camino, ó una cabeza fantástica que me hace visajes horribles desde el fondo oscuro de una tienda de tiroleses. Al notar que aquellas visiones no son otra cosa que caretas que en largos festones de mamarrachos orlan la entrada de los establecimientos públicos, exclamo al fin, cayendo én la cuenta del mes en que me encuentro: — Ya tenemos el Carnaval en planta, los traficantes de la locura comienzan á vender los pasaportes de la despreocupación.


II.


La época del Carnaval ha pasado. El carnaval parece que parodiaba en el mundo moderno la costumbre que en el antiguo permitía á los esclavos en ciertos días del año jugar á los señores y tomarse con éstos todo género de libertades y aun de licencias. En la Venecia de los tenebrosos Consejos, de los Palomos y del puente de los Suspiros, en la Roma de los Borgias, en cualquiera parte donde el pueblo ha vivido sujeto por una mano de hierro á un poder más ó menos tiránico, se comprendía esta periódica explosión de libertad y de locura. La política y el amor pedían prestado su traje á Arlequín, y al alegre ruido de los cascabeles del cetro del bufón, urdían la trama de su novela sangrienta ó sentimental. La aparente rigidez de las costumbres, el aislamiento del hogar, el carácter propio de la época, hacían necesarias esas noches de luna velada por nubes, de rostros ocultos con antifaces, de algazara popular y de misterios, en el Corso y en Rialto.

En este siglo de meetings y de comités, de Teatro Real y de temporada de baños, en este siglo de periódicos y de soirées, de Congreso y de Fuente Castellana, de paseos matinales y de conciertos nocturnos; en que durante el año cada cual es tan extravagante como le parece, se viste con el mamarracho que mejor se le antoja y hace en todos sentidos el más libre uso de su autonomía, ¿qué objeto tiene el Carnaval? ¿Qué nos dirá hoy una mujer en el baile por debajo de la flotante barba de su careta de raso, que no nos lo haya dicho otra ayer en un palco de la ópera por entre las doradas varillas de su abanico de plumas? ¿A qué no nos atreveremos en el bullicio de la orgía, con la cara tapada, que no nos hayamos atrevido en el silencio del perfumado boiidoir con la cara descubierta? Para desenvolverse, para conspirar ó para lanzarse ¿necesita por ventura alguna idea del discreto antifaz ó del misterioso dominó?

La política y el amor han tirado ya los andadores; la Revolución y el cancán se pasean de la mano por la plaza y salones públicos: el Carnaval no tiene razón de ser, y sin embargo existe. Como las wills, esas fantásticas apasionadas de la danza, se levantan al filo de la media noche para bailar en silenciosa ronda en derredor de los sepulcros, el Carnaval sale todos los años de su tumba envuelto en su haraposo sudario, hace media docena de piruetas en Capellanes, en el Prado y el Canal y desaparece. Sus escasos prosélitos se agitan durante esos días guiados por intereses distintos; para éstos el Carnaval es una cuestión de toilette; para aquéllos una especulación; para los otros una borrachera con el derecho de pasearla al aire libre. Vamos á decir no más que cuatro palabras sobre cada uno de estos tres grupos en que pueden subdividirse los que toman aún parte en el Carnaval de Madrid.

III.


La aristocracia en sus bailes de buen tono comienza por desterrar la careta, ó no permitirla hasta cierta hora de la noche. Hasta aquí la aristocracia es lógica. En otras épocas, cuando todos se conocían perfectamente y sabían hasta el abolengo de cada persona medianamente visible, era una gracia no conocerse en esta ocasión. Hoy que todo se ha mezclado en el Babel social, el verdadero chiste consistiría en podernos conocer unos á otros siquiera un par de días al año.

Suprimida la careta, la idea filosófica que preside á la fiesta del Carnaval cae por su base y queda reducida á un pretexto. Se trata de conceder más libertad á la modista en un momento dado, de ensanchar el círculo de los caprichos de la toilette, de poderse permitir combinaciones de telas, colores, joyas y adornos vedados en otra ocasión por las inflexibles leyes de la moda. Considerando la cuestión bajo este aspecto, podría decirse que aunque en pormenores, el Carnaval llena aquí su objeto. La moda es una tiranía, prescribe el color, la forma y las dimensiones del traje de nuestras damas. Rubias y pelinegras, morenas y blancas, altas y bajas, delgadas y gordas, tienen que doblar la cer viz á su yugo y conformarse con sus preceptos hasta que llega el Carnaval.

Entonces la valla se rompe en mil pedazos. Se dispone un baile de trajes en casa de la Duquesa de C*** ó de la Condesa de H*** una legión de modistas, peluqueros y doncellas de labor se pone sobre las armas, las cajas de marfil ó de ópalo del elegante tocador dejan ver los tesoros de perlas y piedras preciosas que contienen; por los muelles divanes caen descuidadamente tendidos los anchos pliegues de las más vistosas telas; el raso, el terciopelo, el brocado de metales, la leve gasa azul salpicada de puntos de oro y semejante al estrellado cielo de una noche de Estío. Hay libertad completa de elegir la falda: puede ser larga ó corta, según lo permita la misma: el descote alto ó bajo en razón á la esteología de los hombros: el pelo empolvado ó al natural, con arreglo al color de la tez. El oro, los diamantes, el tisú, las plumas y las perlas en montón, que otro día pudieran parecer ridicula exhibición de riquezas, parecen entonces como artículos necesarios. El Carnaval ha abierto las compuertas de la vanidad, y el lujo y el capricho pueden por un momento derramarse en oleadas de luz y de oro, de diamantes y de seda, de gasa y de flores por el aristocrático salón del baile.

Y á esto queda reducido el Carnaval en el dorado círculo de la sociedad elegante: A una vistosa majadería. A renglón seguido nos sale al paso vestido de tafetanes mugrientos, de percalina roja, de cintas ajadas y de falsos oropeles, la turba de máscaras que durante el día llena las calles de discordes músicas, y á la noche, dejando desiertas las bohardillas y los sotabancos de Madrid, corre frenética de Paul á Capellanes, de la Esmeralda á la Lira de Oro. Y he aquí al pobre Carnaval sirviendo de pretexto y tapadera. Tal estudiante de veterinaria que no se creería con valor para coger una guitarra y sentarse á la puerta de una iglesia en los tiempos normales, llega el Carnaval y se abraza á un figle monstruoso, y pide limosna á trompetazos. Tal otra deidad que ayer desplegaría por aparato, una serie de resistencias y negativas en el dintel del ambigú de Capellanes, hoy á falta de otra cosa, aceptará en Paul un panecillo y un chico de cariñena. Esos infelices que, mustios y fatigados se estacionan en las esquinas vestidos de pajecillos ó de marineros y tienden la pandereta á los balcones, no buscando una sonrisa, una flor ó un furtivo y perfumeado billete de una hermosa, sino una pieza de veinticinco céntimos; esas pobres mujeres que han escatimado de su más que frugal almuerzo la media docena de reales del alquiler del dominó y bailan entre una atmósfera de polvo y de miasmas mefíticos, con el estómago ayuno y el pensamiento puesto en el todavía problemático beesteak con patatas, toda esa turba de gentes que se mueve alrededor del Carnaval como en torno á un negocio, más que otra cosa inspira compasión. Ni su música divierte, ni su danza fascina, ni sus bromas agradan. Como la nota pedal del piano en una atronadora sinfonía, en el fondo de toda esa algazara, esa animación y ese bullicio, se oye monótona y constante una palabra que en vano trata de disfrazarse: ¡Miseria! La careta en estas ocasiones es como la placa de metal, y el número que autoriza á implorar la caridad pública, sin temor de ser llevada á San Bernardino. Pero dejemos los aristocráticos salones donde el lujo moderno realiza los prodigios de las mil y una noches; dejemos las calles de la villa del Oso por donde discurren amenazando el bolsillo las mascaradas pedigüeñas y el ambigú de Capellanes, donde las ajadas bailarinas y sus estimadas é inverosímiles madres, en presencia de un helado ó un pastel, suspiran y sienten que no haya en la lista puchero; dejemos en fin el Prado, teatro de las gracias de los tontos con diploma que se pasean vestidos de mujer con cierta coquetería, y trasladémonos á la pradera del Canal. Una larga fila de gentes que se enrosca por entre los raquíticos árboles del paseo, llamado irónicamente, sin duda, de las Delicias, nos encaminará al punto á que acuden como citados por un edicto oficial los tradicionales acompañamientos del famoso entierro de la sardina, ya perteneciente á la historia. El Rastro parece que se ha salido de madre, y desbordando por las calles vecinas á los portillos de la Ronda, inunda la Pradera con un océano de telas mugrientas, trajes haraposos, guiñapos y objetos sin forma, color ni nombre, que aún conservan la señal del gancho del trapero, como la etiqueta del almacén de donde proceden. Esto es lo más insconciente que forma bulto en todas las grandes fiestas, los comparsas obligados de las romerías y las solemnidades. Aquí el turco indispensable, aquí la cantinera, aquí el que llama al kiguí: y los mamarrachos de toda especie circulan, y se agitan, van y vienen, riñen y se abrazan, corren ó se revuelven en el más amable desorden. Los felpudos, las esteras viejas, el lienzo de embalar y el papel, son las telas más á la última en esta grotesca danza, donde en vez de dijes de oro, plumas de color y piedras de brillantes, lucen cacerolas y aventadores, escobas y aceiteras, ristras de ajos y sartas de arenques. El ambigú se halla establecido al aire libre, el escabeche abunda, la longaniza frita no escasea, los callos son el plato de entrada de rigor, el vino se vende en los propios carros que lo han traído de las llanuras manchegas, y se traslada al estómago desde el pellejo original. El Carnaval de la Pradera, es, si no una noche, un verdadero día de Walpurgis, con sus sombras infernales, sus visiones horribles, sus carcajadas extridentes, su confuso vocear, su abigarrado conjunto y su confusión indecibles. Baco en otro tiempo no recorriera con más gusto la India en su carro de triunfador, que hoy pasean en el Carnaval su tirso de pámpanos por entre estos animados grupos que le rinden adoración con sus frecuentes libaciones. Sileno creería encontrarse en un coro de monjes, si las antiguas bacantes resucitaran para ocupar el lugar de los vinosos que allí le circundan.

Tal es el Carnaval en Madrid. Así, revolcándose entre el légamo de la vanidad las necesidades y el vino, agoniza en medio de la atmósfera del siglo XIX por falta de aire que purifique sus pulmones, el Carnaval de la tradición y de la historia. Derramemos una lágrima á la cabecera de su lecho de muerte, y preparémonos á poner el inútil antifaz y el cetro de cascabeles sobre su tumba.


11 de Febrero de 1866.