Castillo real de Olite
La ciudad de Olite, célebre en la historia de Navarra por haber tenido en ella asiento algunos de sus reyes, está situada á la margen derecha del Zidacos y en una dilatada llanura, que riegan y fecundan las aguas de
este río. Tal vez para mal de sus intereses materiales, pero indudablemente para bien del artista que busca en los pueblos de la vieja España rastros de otros siglos y otras costumbres, la moderna
civilización no ha llevado aún la manía de las demoliciones y las restauraciones á Olite; de modo que todavía pueden admirarse algunos notables vestigios de su esplendor pasado.
La ciudad debe su origen á la época goda en que la fundó Suintila, con el nombre de Ologito; pero de estos remotos tiempos, apenas se conserva más que la memoria del sitio que ocuparon algunos muros; pues los restos que aún se señalan como primitivos, no lo parecen.
La invasión árabe la redujo á ruinas, y después de reconquistada, comenzó á repoblarse á principios del siglo XII, creciendo poco á poco en importancia hasta llegar á ser asiento de los reyes navarros, y ver celebrar cortes importantes en su recinto.
La ciudad de Olite, aunque pequeña, anuncia desde su entrada la importancia de que gozó en un tiempo, y permite que se note á primera vista el carácter religioso y guerrero, que campea en sus monumentos más célebres. Cuando llegamos á la población, la noche había cerrado por completo y las grandes masas verticales de sus bastiones, que se destacaban oscuros sobre el cielo estrellado y de un azul intenso, parecían los gigantes guardianes de la antigua é imponente puerta ogival que da paso á su recinto. A la luz de un pequeño farolillo, que colgaban delante de un retablo empotrado en el grueso del muro, pudimos distinguir algunas figuras típicas de jornaleros del país, que volvían á sus hogares con los instrumentos de la labranza al hombro y que al entrar saludaban devotamente á la imagen.
Una calle corta, oscura y formada por casas desiguales y caprichosas, entre las que descollaban algunas, cuya masa imponente y denegrida acusaba su antigüedad, nos condujo á una gran plaza donde, según las indicaciones que traíamos, se debía de encontrar nuestro alojamiento. La posada, parador ó mesón donde al fin nos instalamos, á juzgar por la rápida y escudriñadora mirada que dirigimos á nuestro alrededor al traspasar sus umbrales, era una copia fiel de los históricos mesones que ya habíamos examinado en Castilla, y para cuya descripción puede aún aprovecharse algún párrafo de Cervantes. Con tal escrupulosidad se conservan en algunos puntos de España, la tradición de estos establecimientos públicos.
No obstante y en honor de la verdad, debemos decir que la cama y la cena sobrepujaron en bondad á la triste idea que de antemano nos habíamos formado de ellos, juzgando por el exterior del alojamiento.
Al día siguiente nuestro primer cuidado fué visitar el Castillo Real. La fundación de este castillo ó su completa renovación data del primer tercio del siglo XV, y se debe á D. Carlos III, de Navarra, llamado el Noble, el cual tuvo de ordinario en él su
residencia. Hoy día es difícil determinar precisamente la planta de esta obra, de la que solo quedan en pie muros aislados cubiertos de musgo y hiedra, torreones sueltos y algunos cimientos de fábrica
derruida, que en ciertos puntos permite adivinar la primitiva construcción, pero que en otros desaparecen sin dejar huella ostensible entre los escombros y las altas hierbas que crecen á grande altura en sus cegados fosos y en sus extensos y abandonados patios. Sin embargo, la vista de aquellos gigantes y grandiosos restos impresionan
profundamente y por poca imaginación que se tenga, no puede menos de ofrecerse á la memoria al
contemplarlos, la imagen de la caballeresca época
en que se levantaron.
Una vez la fantasía, templada á esta altura, fácilmente se reconstruyen los derruidos torreones, se levantan como por encanto los muros, cruje el puente levadizo bajo el herrado casco de los corceles de la regia cabalgata, las almenas se coronan de ballesteros, en los silenciosos patios se vuelve á oir la elegre algarabía de los licenciosos pajes, de los rudos hombres de armas y de la gente menuda del castillo que adiestran á volar á los azores, atraillan los perros, ó enfrenan los caballos. Cuando el sol brilla y perfila de oro las almenas, aún parece que se ven tremolar los estandartes y lanzar chispas de fuego los acerados almetes; cuando el crepúsculo baña las ruinas en un tinte violado y misterioso, aún parece que la brisa de la tarde murmura una canción gimiendo entre los ángulos de la Torre de los Trovadores, y en alguna gótica ventana, en cuyo alféizar se balancea al soplo del aire la campanilla azul de una enredadera silvestre, se cree ver asomarse un instante y desaparecer una forma blanca y ligera.
Acaso es un girón de la niebla que se desgarra en los dentellados muros del castillo, tal vez su último rayo de luz que se desliza fugitivo sobre los calcinados sillares, ¿Pero quién nos impide soñar que es una mujer enamorada, que aún vuelve á oir el eco de un cantar grato á su oído?
Para el soñador, para el poeta; suponen poco los estragos del tiempo; lo que está caído se levanta, lo que no ve lo adivina, lo que ha muerto lo saca del sepulcro y le manda que ande, como Cristo á Lázaro.
Para el arqueólogo no se conservan en el castillo de Olite más que un determinado número de torreones, cuadrados los unos y cilindricos los otros, que refuerzan exterior é interiormente el doble lienzo de muralla que aún se tiene en pie y algunas construcciones aisladas, enriquecidas de lujosos ornamentos y que recuerdan al destacarse sobre el cielo, el airoso perfil de los minaretes moriscos. Un lienzo de dobles arcos ojivales, sostenido por los estribos de un vano de medio punto que parece haber formado parte de una galería interior del palacio, se ostenta aún con toda su elegante esbeltez hacia la parte de la torre llamada del homenaje; varios escudos esculpidos en berroqueña, algunos ricos fragmentos mutilados y esparcidos por el suelo, y restos de atauricado mudejar, pertenecientes sin duda á la ornamentación de las estancias, son mudos testimonios de la grandeza de esta magnífica obra y curiosos ejemplares del estado de las artes en la época á que se debe la fundación del castillo, que aún se conservaría en buen estado, si durante la última guerra civil, un célebre General no le hubiese entregado á las llamas.
Antes de volvernos á la población y después de haber arrojado una última y dolorosa mirada sobre los imponentes reatos del famoso castillo, nos dirigimos á Santa María la Real, iglesia que se encuentra en las inmediaciones de estas ruinas, y junto á la cual se observan aún ciertos huecos y escavaciones que recuerdan el gran proyecto de Don Carlos III el Noble. Este rey, según Mariana, pretendía unir los dos pueblos (Olite y Tafalla) con un pórtico ó portal continuado y tirado desde el uno hasta el otro.
Es creencia vulgar en este país, que tal camino ha existido; pero lo cierto del caso parece ser, que el Rey navarro murió sin llevar á cabo su empresa.
11 de Marzo de 1866.