El cisne de Vilamorta: 26

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El cisne de Vilamorta de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XXV

Capítulo XXV

¡Con qué interés leía Segundo las cartas de Roberto Blánquez durante aquella temporada en que le daba noticias de su libro! Roberto tenía algunos años más que el Cisne: no tantos que les impidiesen haber sido muy amigotes allá cuando estudiantes; pero suficientes para que Blánquez conociese algo más el mundo y pudiese servir al poeta de guía y mentor. También Blánquez había tenido su época de cisne, rimando versos gallegos; ahora se dedicaba a la prosa de un humilde empleíllo y hacía artículos de carácter administrativo; Madrid le ilustraba; y con la penetración natural e ingénita en quien tiene en sus venas sangre gallega de las rías, iba conociendo la vida práctica... Profesaba a Segundo fanática admiración y cariño verdadero, de esos que se forman en las aulas y duran siempre. Segundo le escribía con absoluta confianza: unas primas de Blánquez eran amigas de la madre de Nieves Méndez, y por tal conducto sabía el poeta algo de su dama. No ignoraba Blánquez los episodios del verano. Y solía dar en los primeros tiempos noticias muy satisfactorias. «Nieves vive retiradísima... Me enteraron mis primas... Apenas sale sino a misa... La niña no está buena... Dicen los médicos que es el desarrollo... La van a llevar a un convento del Sagrado Corazón, para educarla. ¡La madre dicen que está guapa, chico! Parece que quedaron muy bien de intereses... El libro no tardará ya mucho... Ayer escogí el papel para la tirada, y el de los cien ejemplares de lujo en papel de hilo... Los caracteres serán elzevirianos, que es lo más de moda... La portada... ahora se hacen preciosas a seis tintas... ¿Quieres que represente una cosa bonita, algo alegórico?»... Así por este estilo eran las cartas de Roberto, manantial de ensueños, alimento único de la fantasía de Segundo en aquel largo invierno, tétrico y oscuro, en aquel ignorado rincón, en la prosa de su casa, en los recuerdos de su malograda empresa amorosa.

Corría marzo, mes ambiguo, de agua y sol, en que ya la primavera se anuncia con abundancia de violetas y prímulas, y el frío empieza a disminuir, y por el cielo, de un azul de acuarela, flotan como jirones de lino blancas nubes, cuando Segundo recibió esa cosa inefable, que hace palpitar de júbilo y de ansiedad y de inexplicable temor el corazón del hombre; esa cosa sólo comparable, por las sensaciones que produce, al hijo primogénito recién nacido: ¡el primer libro impreso! ¡Parecíale un sueño que estuviese allí el libro, allí, delante de sus ojos, en sus manos, con la cubierta blanca satinada donde el dibujante había entrelazado graciosamente, alrededor de un grupo de pinos, unos cuantos tallos floridos de no me olvides; con su papel color garbanzo, que hacía parecer antigua y rancia la edición, y encabezadas las composiciones con tres misteriosos asteriscos! Al ver allí sus versos, limpios de borrones, nítidos, correctos, con el pensamiento destacado por la enérgica negrura de la tinta sobre la página clara, daban ganas de creer que habían nacido así, tan fáciles y con tan adecuados consonantes y sin enmiendas ni ripios.

A Leocadia la conmovió el libro, más todavía que al autor. Rompió la maestra en copioso llanto de gozo. ¡Era la gloria de su poeta, obra suya en cierto modo! Por dos o tres días anduvo contentísima, olvidando las malas nuevas que le traía Flores de Orense todos los domingos; de Orense, adonde Leocadia no se atrevía a ir por temor a ceder a los ruegos, y ablandarse ante las súplicas del niño, pero donde latían aquellas fibrillas de su corazón que aún destilaban sangre, y que Flores torturaba con el relato de los sufrimientos de Minguitos, cada vez más desmejorado, siempre quejándose de que en el almacén se mofaban de él y le echaban en cara su joroba.

¡Enigmas del corazón humano! Segundo, que desdeñaba el lugar de su nacimiento; que creía y no se equivocaba, que en Vilamorta no existía persona alguna capaz de aquilatar el mérito de una poesía, no pudo, sin embargo, dejar de ir una noche a casa de Saturnino Agonde, y sacando negligentemente del bolsillo el tomo, echarlo sobre el mostrador diciendo con fingida indiferencia:

-¿Qué te parece esta impresión, chico?

Al punto se arrepintió de semejante debilidad, tantas fueron las tonterías y patochadas que el elegante tomo inspiró a la irreverente tertulia. ¡Nunca lo hubiera enseñado! En fin, él se tenía la culpa. ¡Si el público no le trataba mejor que sus conciudadanos!... Nunca es dueño el hombre de prescindir por completo de la atmósfera que respira: siempre ha de interesarle aquel horizonte que ve. Por poca importancia que concediese Segundo al dictamen de los vilamortanos, y aunque ciertamente su aprobación no lograría enorgullecerle, su inepta befa le ulceró y enconó el alma... Retirose a su casa lastimado y dolorido. Pasó una noche febril, de esas noches en que se conciben magnos proyectos y se adoptan resoluciones decisivas.

Las condensaba en su carta a Blánquez... Este no contestó a vuelta de correo: pasaron días y días, y Segundo fue todas las mañanas a la estafeta, recibiendo siempre la misma respuesta lacónica... Por fin le entregaron una carta voluminosa, certificada.