El contrato social: Libro Cuarto: Capítulo VI
La inflexibilidad de las leyes, que no permita que se modifiquen segun las circunstancias, puede hacerlas perjudiciales en ciertos casos, y causar de este modo la pérdida del estado en una crísis. El orden y la lentitud de las formalidades exijen un espacio de tiempo que las circunstancias á veces no permiten. Pueden presentarse mil casos para los cuales nada ha determinado el legislador; y es necesario tener la prevision de que no es posible preveerlo todo.
No debe pues intentarse el afianzar las instituciones políticas hasta el punto de renunciar á la facultad de suspender su efecto. Hasta la misma Esparta dejó dormir sus leyes.
Pero solamente los mayores peligros pueden compensar el de alterar el orden público, y jamás se ha de suspender el poder sagrado de las leyes sino cuando se trata de la salud de la patria. En estos casos raros y manifiestos, se afianza la seguridad pública por medio de un acto particular que pone este encargo en manos del mas digno. Esta comision puede encargarse de dos maneras, segun sea la especie del peligro.
Sí, para poner el debido remedio, basta que se aumente la actividad del gobierno, se le puede concentrar en uno ó dos de sus miembros: de este modo no se altera la autoridad de las leyes, sino tan solo la forma de su administracion. Mas si es tal el peligro que el aparato de las leyes sea uno de los obstáculos que impidan preservarse de él, se nombra entonces un gefe supremo, que haga callar todas las leyes y que suspenda por un momento la autoridad soberana. En semejante caso no es dudosa la voluntad general, y es evidente que la principal intencion del pueblo es que el estado no perezca. De esta suerte, aunque se suspende la autoridad legislativa, no por eso se estingue: el magistrado que la hace callar, no puede hacerla hablar; la domina sin poder representarla; todo puede hacerlo, menos leyes.
El primer medio se empleaba por el senado romano, cuando encargaba á los cónsules, por medio de una fórmula consagrada, que mirasen por la salud de la república. El segundo tenia lugar cuando uno de los dos cónsules nombraba un dictador [1]; costumbre que Roma habia adoptado de la ciudad de Alba.
En el principio de la república se recurrió con frecuencia á la dictadura, porque no tenia el estado bastante estabilidad para poder sostenerse con la sola fuerza de su constitucion. Como las costumbres hacian entonces superfluas muchas precauciones que hubieran sido necesarias en otro tiempo, no se temia ni que abusase un dictador de su autoridad, ni que intentase guardarla mas tiempo del señalado. Parecia por el contrario que tan grande poder fuese insoportable, tanta era la priesa que el que lo tenia se daba en dejarlo, como si hubiese sido demasiado pesado y peligroso el ocupar el puesto de las leyes.
Asi que, no es el peligro del abuso, sino el del envilecimiento el que me hace reprobar el uso indiscreto de esta suprema magistratura en los primeros tiempos; pues mientras que la empleaban para hacer elecciones, dedicaciones y otras cosas de mera formalidad, era de temer que se hiciese menos terrible en caso de necesidad, y que se acostumbrasen á mirarla como un título vano, empleado tan solo para ceremonias inútiles.
Hácia el fin de la república, los Romanos, que eran ya mas circunspectos, economizaron la dictadura con tan poco motivo como en otro tiempo la habían prodigado. Fácil era de ver que sus temores carecian de fundamento; que la debilidad de la capital constituia entonces su seguridad contra los magistrados que tenia en su seno; que podia un dictador en ciertos casos defender la libertad pública sin poder atentar á ella; y que las cadenas de Roma no se fabricarian dentro de la misma Roma, sino en sus ejércitos. La débil resistencia, que Mario hizo á Sila y Pompeyo á Cesar, demostró claramente lo que se podia esperar de la autoridad de la ciudad contra la fuerza esterior.
Este error les hizo cometer grandes faltas: una de estas fué, por ejemplo, la de no haber nombrado un dictador en la causa de Catilina; porque, como si solo se hubiese tratado de la ciudad y cuando mas de alguna provincia de Italia, con la autoridad ilimitada que las leyes daban al dictador, hubiera este disipado facilmente la conjuracion, que solo se frustró por un concurso de dichosas casualidades que la prudencia humana jamás debia esperar.
En vez de esto, se contentó el senado con entregar todo su poder á los cónsules: de lo que resultó que Ciceron, para obrar eficazmente, se vió precisado á traspasar este poder en un punto capital; y si bien los primeros arrebatos de alegría hicieron que se aprobára su conducta, con justicia se le pidió mas tarde cuenta de la sangre de los ciudadanos derramada contra las leyes, reconvencion que no se hubiera podido hacer á un dictador. Pero la elocuencia del consul lo arrastró todo; y él mismo, á pesar de ser Romano, prefiriendo su gloria á su patria, no tanto buscó el medio mas lejítimo y mas seguro para salvar el estado, como el de tener todo el honor de este negocio [2]. Por esto hubo justicia en honrarle como libertador de Roma y en castigarle como infractor de las leyes. Por mas gloriosa que haya sido su vuelta del destierro, siempre es cierto que fué una gracia.
Por lo demas, de cualquier modo que se confiera esta importante comision, conviene fijar su duracion á un término muy corto, que no pueda prolongarse jamás. En las crísis, en que es preciso establecerla, el estado se halla bien pronto destruido ó salvado; y pasada la urgente necesidad, llega á ser la dictadura tiránica ó inútil. Á pesar de que en Roma los dictadores sola eran nombrados para seis meses, casi todos abdicaron antes de este término. Si el término hubiese sido mas largo, quizás hubieran intentado prolongarle aun, como hicieron los decemviros con el de un año. El dictador solo tenia el tiempo preciso para remediar la necesidad que le habia hecho elejir; pero no le tenia para formar otros proyectos.