El crimen de Sylvestre Bonnard: 003

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El crimen de Sylvestre Bonnard
El crimen de un académico (1907) de Anatole France
traducción de Luis Ruiz Contreras

7 de mayo de 1851.


He pasado el invierno a gusto de los sabios, in angello cun libello, y las golondrinas del muelle Malaquais me encuentran al regresar casi lo mismo que me dejaron. Quien vive poco, cambia poco, y no es vivir emplear los días en el estudio de textos antiguos.

Sin embargo, hoy me siento más empapado que de costumbre en esa vaga tristeza destilada por la vida. Mis funciones intelectuales (casi no me atrevo a confesármelo) se turbaron desde la crítica hora en que me fue revelada la existencia del manuscrito de Juan Toutmouillé.

Es extraño que unas cuantas hojas de pergamino viejo me hayan quitado la tranquilidad; pero nada es tan seguro. El pobre que vive sin ansias posee el mejor de los tesoros: se posee a sí mismo. El rico ambicioso es un miserable esclavo. Yo soy ese esclavo. Ni siquiera los placeres tranquilos, como hablar con un hombre de inteligencia fina y moderada o comer en compañía de un amigo, me hacen olvidar el manuscrito que tan indispensable me resulta desde que tuve noticia de su existencia. Me hace falta de día, me hace falta de noche, me hace falta cuando estoy alegre y cuando estoy triste, me hace falta para trabajar y para descansar.

¡Ahora recuerdo mis caprichos infantiles y disculpo los poderosos deseos de mi primera edad!

Veo nuevamente, con extraordinaria precisión, una muñeca que, cuando yo tenía ocho años, había en el escaparate de una tienda de la calle del Sena. Ignoro cómo llegué a encapricharme de aquella muñeca. Estaba orgulloso de ser un muchacho y despreciaba a las niñas; sólo esperaba con impaciencia el momento —llegado tiempo ha— en que una barba como un cepillo adornaría mi rostro. Jugaba a los soldados, y para dar de comer a mi caballo de máquina, destrozaba las plantas que mi pobre madre cultivaba en su balcón. ¡Todos mis juegos eran varoniles! Y sin embargo, se me antojó una muñeca. También los Hércules tienen sus debilidades. ¿Era siquiera bonita la muñeca por mí deseada? No. Me parece que la veo aún: tenía un rosetón en cada mejilla, unos brazos muy cortos y blanduchos, unas horribles manos de madera, y las piernas muy largas y muy separadas. Su vestido rameado estaba sujeto a la cintura por dos alfileres. ¡Todavía tengo presentes las cabezas negras de aquellos dos alfileres! Era una muñeca ordinaria, una muñeca de pobre. Recuerdo muy bien que, a pesar de ser muy niño, pues no había roto aún muchos pantalones, comprendí claramente que aquella muñeca carecía de gracia y de atractivos. ¡Qué ordinaria y qué vulgar era! Pero, a pesar de todo, quizá por eso mismo me gustaba. Sólo aquélla me gustaba. La quería. Mis soldados y mis tambores no lograban entretenerme. Ya no ponía en la boca de mi caballo de máquina ramas de heliotropo y de verónica. Aquella muñeca lo era todo para mí. Imaginé ardides salvajes para que Virginia, mi niñera, me pasara por delante de la tiendecita de la calle del Sena... Y al verme allí, apoyaba la nariz en el cristal, y era preciso que mi niñera me tirase de brazo, con estas razones: "Señorito Silvestre: es muy tarde, y su mamá le reñirá." El señorito Silvestre se reía entonces de los regaños y de los azotes; pero la niñera le levantaba como una pluma, y el señorito Silvestre cedía ante la fuerza. Desde entonces, con los años, se ha echado a perder y cede al temor. En aquella época nada temía.

Era muy desgraciado. Una vergüenza irreflexiva, pero irresistible, me impedía confesar a mi madre el objeto de mis amores. De ahí mis sufrimientos. Durante algunos días, la muñeca, sin cesar presente en mi memoria, bailaba ante mis ojos, me miraba fijamente, me tendía los brazos; adquiría en mi imaginación una especie de vida que la realzaba misteriosa y terriblemente; era cada vez más deseada y más deseable.

Al fin un día, que nunca olvidaré, mi niñera me llevó a casa de mi tío, el capitán Víctor, que me había convidado a almorzar. Admiraba yo mucho a mi tío el capitán, tanto por haber sido de los últimos que se batieron en Waterloo como por preparar él mismo en la mesa de mi madre los dientes de ajo que echaba luego en la ensalada de achicorias. Aquello me parecía hermoso. Mi tío Víctor me inspiraba también admiración por sus levitas galoneadas, y sobre todo por la costumbre que tenía de revolver y trastornar toda la casa en cuanto entraba en ella. No he podido averiguar cómo se arreglaba, pero afirmo que aun cuando se hallase mi tío Víctor entre veinte personas, era el más visible y el que hablaba más. Tengo motivos para suponer que mi excelente padre no compartía conmigo la admiración por el tío Víctor, el cual solía envenenarle con su pipa y para reprocharle su poca energía le daba, afectuosamente, fuertes puñetazos en el hombro. Mi madre, sin dejar por eso de tener con el capitán una indulgencia de hermana, le aconsejaba que no fuese tan aficionado a la bebida. Yo no participaba de las repugnancias ni de los reproches, y el tío Víctor me inspiraba el más puro entusiasmo. Por esto me sentí orgulloso al entrar en su cuartito de la calle Guénégaud. Su almuerzo, servido en un velador junto a la chimenea, se componía de embutidos y platos de dulce.

El capitán me hartó de pasteles y de vino, me refirió las numerosas injusticias de que le habían hecho víctima. Sobre todo se quejaba de los Borbones, y como no se preocupó nunca de decirme quiénes eran los Borbones, me imaginé, ignoro por qué razón, que los Borbones eran unos tratantes de caballos establecidos en Waterloo. El capitán, que sólo dejaba de hablar para servirme vino, acusó además a gran número de mocosos, de majaderos y de inútiles, a los cuales odiaba yo de todo corazón sin conocerlos. A los postres me pareció oír decir al capitán que mi padre era un hombre a quien llevaban del ramal, pero no estoy seguro de haberme enterado bien. Me zumbaban los oídos y el velador daba vueltas.

Mi tío se puso el uniforme, cogió su sombrero y nos fuimos a la calle, que me pareció completamente variada, como si hiciera mucho tiempo que no hubiese pasado por ella. Sin embargo, cuando estuvimos en la calle del Sena, la muñeca se ofreció de nuevo a mi memoria exaltándome de un modo extraordinario. Me ardía la frente, y tomé una resolución decisiva. Pasamos por delante de la tienda; estaba allí, en el escaparate, con sus mejillas coloradas, su vestido rameado y sus largas piernas.

—Tío —le dije venciendo mi cortedad—, ¿quiere comprarme esa muñeca?

—¡Comprar yo una muñeca a un muchacho! —exclamó mi tío con voz de trueno—. ¿Quieres deshonrarte? ¿Y es esa pepona la que prefieres? Te felicito, hijo mío. ¡Si sigues con tales aficiones, y a los veinte años tienes tan mal gustó como ahora, no lo pasarás muy bien, te lo advierto, y tus camaradas dirán que eres un grandísimo bobo! Pídeme un sable o un fusil, y te lo compraré, aunque sea con el último escudo de mi paga de retirado. ¡Pero comprarte una muñeca! ¡Rayos y truenos! ¡Consentir que te deshonres! ¡Eso, jamás! Si te viera jugar con una pepona como esa, hijo de mi hermana, no te reconocería como a mi sobrino.

Aquellas palabras oprimieron de tal modo mi corazón, que solamente la soberbia, una diabólica soberbia, contuvo mi llanto.

Mi tío se tranquilizó de pronto para insistir en sus juicios acerca de los Borbones; pero el peso de su indignación me oprimía y me hizo sentir una vergüenza inexplicable. Prometime resueltamente no deshonrarme y renuncié para siempre a la muñeca de mejillas coloradas. Aquel día conocí la austera dulzura del sacrificio.

Capitán: es cierto que en vida juraste como un pagano, fumaste como un suizo y bebiste como un campanero; pero debemos honrar tu memoria, no sólo porque fuiste un valiente, sino también porque revelaste a tu sobrino, muy niño aun, el sentimiento del heroísmo. El orgullo y la pureza te hicieron casi insoportable, ¡oh, tío Víctor!, pero un bravo corazón latía bajo los galones de tu uniforme. Llevabas, lo recuerdo, una rosa en el ojal. Aquella flor que ofrecíais gustoso a las muchachas, aquella flor abierta que se deshojaba siempre, era el símbolo de tu gloriosa juventud. No despreciabas el vino ni el tabaco, pero despreciabas la vida. No se podían aprender de ti, capitán, el buen sentido ni la delicadeza, pero a la edad en que la niñera me quitaba todavía los mocos, me diste un ejemplo de abnegación y de honor que nunca olvidaré.

Descansas hace ya tiempo en el Mont-Parnasse, bajo una humilde losa, con este epitafio:


AQUÍ YACE
ARISTIDES-VICTOR MALDENT
CAPITÁN DE INFANTERÍA
CABALLERO DE LA LEGIÓN DE HONOR


Pero no era esa, capitán, la inscripción que reservabas a tus viejos huesos, que tanto se habían arrastrado por los campos de batalla y por las casas de placer. Apareció entre tus papeles un irónico y arrogante epitafio que, a pesar de ser tu última voluntad, no se atrevieron a ponerte sobre la tumba.


AQUÍ YACE UN BANDIDO DEL LOIRA


—Teresa, mañana llevaremos una corona de siemprevivas a la tumba del bandido del Loira.

Pero Teresa no estaba cerca de mí. ¿Cómo había de hallarse a mi lado en la glorieta de los Campos Elíseos? Allí, al final de la avenida, el Arco de Triunfo que lleva inscritos en sus bóvedas los nombres de los compañeros de armas del tío Víctor abre sobre el cielo su puerta gigantesca. Los árboles de la avenida despliegan sus primeras hojas, pálidas y tiernecitas aun, a la caricia del sol primaveral. Junto a mí los coches se dirigen al bosque de Bolonia. Prolongué mi paseo hasta aquella avenida mundana, y heme aquí parado, sin propósito alguno, ante un puesto de bizcochos y botellas de horchata cubiertas con un limón.

Allí un miserable niño andrajoso, de piel renegrida, contemplaba extasiado las suntuosas golosinas que no puede adquirir; demuestra su deseó con el impudor de la inocencia. Sus ojos redondos se clavan fijamente en un muñeco de bizcocho bastante grande: es un general, y se parece un poco al tío Víctor. Lo cojo, lo pago y se lo ofrezco al pobre niño, que no se atreve a tornarlo, porque instruido por una precoz experiencia no cree en la dicha. Mirándome con expresión perruna, parece decirme: No se burle usted de mí; es una crueldad.

—Vamos, hijo mío —le digo con ese tono brusco que me caracteriza—, cógelo y come puesto que, más feliz de lo que yo era a tu edad, puedes satisfacer tus caprichos sin deshonrarte.

Y tú, tío Víctor; tú, cuya varonil apostura me recuerda ese bizcocho: ven, sombra gloriosa, a hacerme olvidar mi nueva muñeca. Somos eternamente niños, y se nos antojan sin cesar nuevos juguetes.


El mismo día.


¡La familia Coccoz está unida en mi espíritu del modo más extraño al clérigo Juan Toutmouillé!

—Teresa —dije al hundirme en mi butaca—, cuénteme algo del niño Coccoz, si está bueno, si le han salido los dientes, y déme las zapatillas.

—Debe haberlos echado ya, señor —me respondió Teresa—, pero yo no se los he visto. En cuanto empezó la primavera, la madre desapareció con su hijo, sin recoger los muebles y las ropas. Han encontrado en su desván treinta y ocho tarros de pomada vacíos. Esto es absurdo. La última temporada que vivió aquí recibía muchas visitas, y como supondrá usted, no debe estar ahora en un convento de monjas. La sobrina dice que la ha visto en coche, por el bulevar. ¡Ya imaginaba yo que acabaría mal!

—Teresa —respondí—, esa pobre mujer no ha acabado ni bien ni mal; esperemos a que llegue el fin de su vida para juzgarla. Y procure usted no hablar mucho en la portería. Opino que la señora Coccoz, a quien vi una sola vez en la escalera, quiere mucho a su hijito, y su ternura merece ser muy respetada.

—Es verdad, señor; siempre cuidó mucho al niño. No había en todo el barrio una criatura mejor alimentada, mejor vestida y mejor criada. Todos los días de Dios le ponía un babero limpio, y le cantaba de la mañana a la noche canciones risueñas.

—Teresa, un poeta ha dicho: "El niño a quien su madre no ha sonreído, es indigno de la mesa de los dioses y del lecho de las diosas."