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El crimen de Sylvestre Bonnard: 018

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El crimen de Sylvestre Bonnard: El crimen de un académico (1907)
de Anatole France
traducción de Luis Ruiz Contreras


17 de abril.


—Teresa, déme usted mi sombrero nuevo, mi levita nueva y mi bastón con puño de plata.

Pero Teresa es sorda como una tapia y tan calmosa como la Justicia. Los años tienen la culpa. Lo peor es que supone oír muy bien y hacerlo todo aprisa; y orgullosa de sus sesenta años de honrada servidumbre, atiende a su viejo amo con el más vigilante despotismo.

¿Qué les decía yo…? Ahora no quiere darme mi bastón con puño de plata, porque teme que se me pierda.

Es cierto que olvido con bastante frecuencia los paraguas y los bastones en los ómnibus y en las librerías; pero tiene su explicación el que yo pretenda llevar hoy mi vieja caña, cuyo puño de plata cincelada representa a Don Quijote galopando lanza en ristre contra los molinos de viento, mientras Sancho Panza con los brazos alzados le conjura inútilmente para que se detenga. Este bastón es toda la herencia de mi tío el capitán Víctor, que en vida se parecía más a Don Quijote que a Sancho Panza, y que recibía los palos con la misma naturalidad que la mayor parte de las gentes emplea en evitarlos.

Desde hace treinta años llevo ese bastón a todas mis diligencias solemnes o memorables, y la figura del señor y la del escudero me inspiran y me aconsejan. Me parece oírlos. Don Quijote me dice:

—Imagina con tenacidad importantes empresas y aprende que la imaginación es la única realidad del mundo. Eleva la naturaleza a tu altura, y que el universo entero sólo sea para ti el reflejo de tu alma heroica. Lucha por el honor; sólo esto es digno del hombre; y si te hieren, sonríe mientras derramas tu sangre como un rocío bienhechor.

Sancho Panza me dice a su vez:

—Confórmate con ser como el cielo te hizo, compadre. Prefiere la corteza de pan que se endurece en tus alforjas a los pichones que se asan en la cocina de los señores. Obedece a tu amo, loco o cuerdo, y no te metas en la cabeza demasiadas cosas inútiles. Teme los golpes. Afrontar el peligro es provocar a Dios.

Así como el caballero incomparable y su no menos incomparable escudero están grabados en el puño de mi bastón, también viven en mi fuero interno. Todos llevamos dentro de nosotros un Don Quijote y un Sancho Panza a quienes oímos; pero aunque Sancho Panza nos persuada, sólo a Don Quijote debemos admirar… ¡Basta de chocheces!, y vayamos a casa de la señora de Gabry para un asunto que se sale de lo común.



El mismo día.


Encontré a la señora de Gabry vestida de negro y poniéndose los guantes.

—Ya estoy dispuesta —me dijo.

Dispuesta se la encuentra siempre que hay ocasión de hacer alguna buena obra.

Bajamos la escalera y nos metimos en un coche.

Temeroso de disipar no sé qué secreta influencia si rompía el silencio, a través de los extensos bulevares solitarios contemplaba, sin decir palabra, las cruces, los cipos y las coronas que esperan en las tiendas su fúnebre clientela.

El coche se detuvo en los últimos confines de la tierra de los vivos, ante la puerta sobre la cual están grabadas frases de esperanza.

Seguimos a lo largo de un paseo de cipreses, y nos internamos luego en un camino estrecho entre dos hileras de tumbas.

—Aquí es —me dijo.

Sobre el friso adornado con antorchas invertidas leíase la siguiente inscripción:


FAMILIAS ALLIER Y ALEXANDRE


Una verja cerraba el monumento. En el fondo, sobre un altar cubierto de rosas, una lápida de mármol contenía varios nombres, entre los cuales vi los de Clementina y de su hija.

Hirióme de pronto una emoción tan profunda y vaga que sólo podría expresarse con sonidos musicales. Resonaron en mi alma vieja instrumentos de celestial dulzura. A las graves armonías de un himno fúnebre se mezclaban las notas veladas de un cántico de amor, porque mi alma confundía en un mismo sentimiento la taciturna gravedad del presente y las gracias familiares del pasado.

Alejados poco a poco de aquella tumba que la señora de Gabry había cubierto de rosas, cruzamos el cementerio, silenciosos; y al sentirme de nuevo entre los vivos mi lengua se desató.

—Mientras la seguía a usted por solitarios paseos —dije a la señora de Gabry— pensaba en los ángeles de las leyendas que se encuentran en los confines misteriosos de la Vida y de la Muerte. La tumba, a la cual me ha conducido usted y que yo desconocía, como casi todo lo que se refiere a aquella cuyos restos guarda, me ha recordado emociones únicas de mi existencia que son en esta vida obscura como una luz en un lóbrego camino. La luz se aleja a la vez que el camino se prolonga: ya casi llego al final y, sin embargo, diviso siempre la luz con la misma claridad, si alzo los ojos. Los recuerdos acuden a mi alma. Soy como una encina vieja, nudosa y musgosa, que al agitar sus ramas despierta las nidadas de pájaros cantores. Por desgracia la canción de mis pájaros es tan antigua como el mundo, y sólo a mí puede alegrarme.

—Esa canción me encantaría —dijo ella—. Cuénteme usted sus recuerdos; hábleme como a una mujer madura: esta mañana he descubierto tres canas en mi cabeza.

—Véalas usted llegar sin lamentarlo, señora —respondí—; el tiempo sólo es grato para los que se complacen en verle avanzar; y cuando dentro de algunos años una leve espuma de plata bordee su peinado, se hallará usted revestida de una belleza nueva, menos espléndida pero más conmovedora que la otra, y su marido admirará con tanto entusiasmo sus cabellos blancos como admiraba los rizos negros que al casarse le entregó usted, y que guarda en un medallón a manera de reliquia. Estos bulevares son largos y están apenas concurridos; podremos hablar tranquilamente; le contaré primero cómo conocí al padre de Clementina; pero no espere oír nada extraordinario ni original, porque sufriría usted una decepción.

»El señor de Lesay vivía en el segundo piso de una vieja casa de la avenida del Observatorio, cuya fachada de yeso adornada con bustos antiguos y cuyo jardín inculto fueron las primeras imágenes impresas en mis ojos de niño; sin duda, cuando llegue el día inevitable, serán las últimas en desaparecer bajo mis cansados párpados. En esa casa he nacido, en ese jardín aprendí, jugando, a sentir y a conocer algunas parcelas de este viejo universo. ¡Horas felices, horas sagradas las que transcurren mientras el alma enteramente juvenil descubre el mundo que para ella se reviste con un reflejo acariciador y un encanto misterioso! Y es que en realidad, señora, el universo es sólo un reflejo de nuestra alma.

»Mi madre era una criatura admirablemente dotada; se levantaba al salir el sol, como los pájaros a los cuales se parecía por su industria doméstica, por su instinto maternal, por una perpetua necesidad de cantar y por una especie de gracia brusca que yo adivinaba perfectamente a pesar de ser niño: era el alma de la casa que llenaba por completo con su actividad alegre y metódica. Mi padre fue tan calmoso como ella resuelta. Recuerdo su rostro plácido, en el cual a veces aparecía una sonrisa irónica. Sentíase fatigado y gozaba en su propia fatiga. Recostado en su poltrona, junto a la ventana, leía desde la mañana a la noche, y de él heredé mi afición a los libros. Conservo en mi biblioteca un Mably y un Raynal anotados por su mano del principio al fin. No era posible conseguir que nada de este mundo le interesara. Cuando mi madre, con ingeniosos ardides, trataba de sustraerle a su decaimiento él movía la cabeza con esa dulzura inexorable que constituye la fuerza de los caracteres débiles. Desesperaba a la buena señora que sin participar de aquélla sabiduría contemplativa sólo concebía en el mundo los cuidados cotidianos y el alegre trabajo de cada instante. Le creyó enfermo y temía que se agravara: pero el motivo de su apatía era otro.

»Mi padre, empleado en el Ministerio de Marina a las órdenes del señor Decrés, desde 1801, dio pruebas de un verdadero talento administrativo. Entonces se trabajaba mucho en el departamento de Marina, y mi padre ascendió en 1805 a jefe de la segunda división administrativa. Aquel año el emperador, al cual habló de mi padre el ministro, le pidió algunas referencias acerca de la organización de la marina inglesa. Dicho trabajo que tenía, sin haberse dado cuenta su autor, un espíritu profundamente liberal y filosófico, no fue terminado hasta 1807, próximamente diez y ocho meses después de la derrota del almirante Villenneuve en Trafalgar. Napoleón, que desde aquel siniestro día no quiso volver a oír hablar de barcos, después de hojear la Memoria muy encolerizado la tiró a la chimenea y dijo: “¡Palabras!, ¡palabras!, ¡palabras!”. Hicieron saber a mi padre que la cólera del emperador había sido tal que pisoteó el manuscrito y lo arrojó a la chimenea: era su costumbre, cuando estaba muy irritado, atizar el fuego con los pies hasta chamuscarse las suelas de las botas.

»Mi padre no se rehizo ya de aquella desgracia, y la inutilidad de todos sus esfuerzos para rehabilitarse fue seguramente la causa de la apatía en que más adelante cayó. Sin embargo, al volver de la isla de Elba Napoleón le mandó llamar para encargarle que redactara, con un espíritu patriótico y liberal, proclamas y boletines para la flota. Después de Waterloo, más contristado que sorprendido se retiró mi padre de los asuntos públicos y le dejaron vivir tranquilamente, pero le creían un jacobino, un bebedor de sangre, uno de esos hombres a quienes no es posible tolerar. El hermano mayor de mi madre, Víctor Maldent, capitán de infantería con media paga en 1814 y licenciado en 1815, agravaba con su inoportuna actitud las dificultades que desde la caída del Imperio abrumaron a mi padre. El capitán Víctor vociferaba en los cafés y en los bailes públicos que los Borbones vendieron la Francia a los cosacos. Enseñaba a todo el que la quería ver una escarapela tricolor que guardaba bajo el forro del sombrero, y lucía ostentosamente un bastón cuya empuñadura tallada proyectaba una sombra semejante a la silueta del emperador.

»Si no ha visto usted, señora, ciertas litografías de Charlet, no podrá formarse una idea de la fisonomía del tío Víctor, cuando ceñido en su levitón galoneado, luciendo en el pecho la Legión de Honor y un ramo de violetas, paseaba por el jardín de las Tullerías con ostentosa elegancia.

»Su ociosidad y su acritud dieron inclinaciones de mal gusto a sus apasionamientos políticos. Insultaba a los que leían La Cotidiana o La Bandera Blanca y les obligaba a batirse con él. Sufrió también el dolor y la vergüenza de herir en duelo a un niño de diez y seis años. En fin, mi tío Víctor era lo contrario de un hombre prudente; y como todos los santos días de Dios iba a comer con nosotros, su descrédito se hizo extensivo a nuestra casa. Mi pobre padre sufría cruelmente por las extravagancias de su cuñado, pero era tan bondadoso que ni siquiera le oyeron lamentarse del capitán, que le despreciaba cordialmente.

»De cuanto ahora la he referido, señora, me enteraron después. Mi tío, el capitán, me inspiraba entonces el más puro entusiasmo, y me proponía yo parecerme a él todo lo posible con el tiempo. Una mañana, para empezar a imitarle, me puse la mano en la cadera y juré como un renegado. Mi excelente madre me dio un bofetón con tanta viveza que me quedé estupefacto un momento antes de echarme a llorar. Recuerdo aún, como si lo tuviera delante, aquel viejo sillón de terciopelo de Utrecht amarillo detrás del cual derramé copiosas lágrimas.

»Era yo entonces un hombrecito muy pequeño. Una mañana mi padre me tomó en brazos según su costumbre y me sonrió con aquella sombra de ironía que comunicaba un algo de burlón a su eterna dulzura. Mientras sentado sobre sus rodillas jugaba yo con sus largos cabellos grises, él me contaba sucesos que yo no comprendía muy bien, pero que me interesaban mucho por lo mismo que para mí eran misteriosos. Creo, aunque no estoy muy seguro, que aquella mañana me contaba la historia del reyecillo de Yvetot según la canción popular. De pronto se produjo un gran estrépito y los cristales resonaron. Mi padre me dejó en el suelo; sus brazos extendidos en el aire se agitaban temblorosos: su rostro quedóse inerte y lívido, con los ojos muy abiertos. Trató de hablar, pero sus dientes castañeteaban. Al fin murmuró: “¡Lo han fusilado!”. Sin comprenderle sentí un vago terror. Luego supe que hablaba del mariscal Ney, muerto el siete de diciembre de 1815, junto a las tapias de un terreno contiguo a nuestra casa.

»En aquella época solíamos encontrar en la escalera a un anciano (quizá no fuera del todo viejo), cuyos ojillos negros brillaban con extraordinaria vivacidad en un rostro curtido e inmóvil. Me parecía que no era un ser viviente, o al menos que no vivía de igual manera que los demás hombres. En casa del señor Denon, adónde mi padre a veces me llevaba, había visto una momia traída de Egipto, y creí de buena fe que la momia del señor Denon salía de su cofre dorado, cuando nadie la observaba se ponía un traje color avellana, una peluca empolvada, y entonces era el señor de Lesay. Aún hoy, amable señora, lejos de aquella suposición desprovista de todo fundamento, debo confesar que el señor de Lesay se parecía mucho a la momia del señor Denon. Ya he dicho lo bastante para ciar a entender que aquel personaje me inspiraba un terror fantástico.

»En realidad, el señor de Lesay era un hidalgo minúsculo y un filósofo gigantesco. Discípulo de Mably y de Rousseau se vanagloriaba de no tener ningún prejuicio, y aquella pretensión era por sí sola un grave prejuicio. Hablo, señora, de un contemporáneo de una época desaparecida. Temo no explicarme bien y estoy seguro de que mi relato no la interesa; ¡es todo ello tan lejano!; pero abreviaré lo posible. Tampoco la he ofrecido contar nada interesante y no podía usted prometerse notables aventuras en la vida de Silvestre Bonnard.

La señora de Gabry me suplicó que prosiguiera, y lo hice con estas palabras:

—El señor de Lesay era brusco con los hombres y cortés con las señoras. Besaba la mano a mi madre, a quien las prácticas de la República y del imperio no habían acostumbrado a esa galantería. Por él conocí la época de Luis XVI. El señor de Lesay era geógrafo, y nadie, según creo, se ha mostrado tan orgulloso como él de estudiar la forma de la Tierra. En el antiguo régimen había actuado filosóficamente de agricultor, y aniquilado sus campos en sus experiencias. Cuando ya no le quedaba ni un terruño suyo se apoderó de todo el globo, y dibujó un número extraordinario de mapas conforme a los relatos de los viajeros. Alimentado como lo estaba con la más pura médula de la Enciclopedia, no se limitó a encerrar a los humanos en tal grado, tantos minutos y tantos segundos de latitud y de longitud. ¡Se preocupaba de su dicha! Está probado, señora, que los hombres que se ocuparon de la felicidad de los pueblos hicieron a sus familias muy desgraciadas. El señor de Lesay era un realista volteriano, especie bastante común entonces entre aquellas gentes. Era más geómetra que Alembert, más filósofo que Juan Jacobo y más realista que Luis XVIII; pero su amor hacia el rey no fue nada comparado con su odio al emperador. Estuvo complicado en la conspiración de Jorge contra el primer cónsul, y sólo por haberle desconocido o despreciado la sumaria, no figuró entre los acusados. Jamás perdonó esa injuria a Bonaparte, a quien llamaba el ogro de Córcega y a quien no hubiera confiado un regimiento por considerarle un militar desdichadísimo.

»En 1813, el señor de Lesay, viudo desde mucho antes, se casó a la edad de cincuenta y cinco años próximamente con una mujer muy joven, la cual le dejó una hija y murió al dar a luz, después de haberle ayudado a dibujar mapas. Mi madre la había cuidado en su corta enfermedad, y procuró que la niña no careciese de nada. La niña era Clementina.

»De aquella muerte y de aquel nacimiento datan las relaciones de mi familia con el señor de Lesay. Como salía entonces de la primera infancia, me ofusqué y me embrutecí, perdí la encantadora facultad de ver y de sentir, y los hechos ya no me causaron la sorpresa deliciosa que constituye el encanto de la más tierna edad; por esto no guardo memoria del tiempo que siguió al nacimiento de Clementina; sólo sé que pocos meses después sufrí una desgracia cuyo recuerdo imborrable me oprime aún el corazón; perdí a mi madre. Un silencio profundo, un frío intenso y una sombra inmensa envolvieron súbitamente la casa.

»Me sentí anonadado. Mi padre me envió al colegio; a duras penas me libré de aquella especie de aturdimiento, y como no era un imbécil mis profesores me enseñaron casi todo lo que se propusieron, es decir, algo de griego y de latín. Sólo tuve trato con los antiguos; aprendí a estimar a Mitíades, admiré a Temístocles; Quinto Fabio fueme familiar, todo lo familiar que podía serme un gran cónsul. Orgulloso de tan elevadas relaciones no me dignaba preocuparme de la pequeña Clementina y de su viejo padre, que de pronto se fueron a Normandía sin que me intranquilizara su ausencia.

»Volvieron sin embargo, señora, ¡volvieron! Influencias del Cielo, energías de la Naturaleza, poderes misteriosos que repartís entre los hombres el don de amar: ¡vosotros sabéis cómo vi de nuevo a Clementina! Entraron en nuestra triste morada. El señor de Lesay sin peluca ya; calvo, con unos mechones grises sobre las sienes coloradas ostentaba una vejez robusta; pero aquella deliciosa criatura que se apoyaba en su brazo, cuya presencia iluminaba el viejo salón descolorido, no era una aparición: era Clementina. En verdad lo digo: sus ojos azules me parecieron algo sobrenatural, y aún hoy no puedo concebir que aquellas dos joyas animadas hayan soportado las fatigas de la vida y la corrupción de la muerte.

»Se turbó un poco al saludar a mi padre, porque no le conocía. Su tez se sonrojaba tenuemente, y su boca entreabierta sonreía con esa sonrisa que hace pensar en lo infinito, sin duda porque no expresa ningún pensamiento determinado y sólo exterioriza la alegría de vivir y la satisfacción de la hermosura. Su rostro resplandecía, como una joya en un estuche abierto, bajo una capota de color rosa; llevaba un chal de seda sobre un vestido de muselina blanca fruncido en la cintura, que permitía ver la punta de una bota de tafilete. No se burle usted, amable señora; entonces era moda vestir así, e ignoro si las nuevas modas tienen tanta sencillez, tanta frescura y tanta gracia decorosa.

»El señor de Lesay nos dijo que para consagrarse a la publicación de un nuevo Atlas histórico, de regreso en París se instalaría con gusto en su antigua habitación, si la encontrase desalquilada. Mi padre preguntó a la señorita de Lesay si estaba contenta de volver a la capital; y lo estaba, porque su sonrisa se animó. Sonreía a las ventanas que se abrían sobre el jardín verde y luminoso; sonreía al marino de bronce sentado sobre las ruinas de Cartago en el marco del reloj; sonreía a los viejos sillones de terciopelo amarillo; y al pobre estudiante que no se atrevía a levantar los ojos hacia ella. Desde entonces, ¡cuánto la amé!

»Pero hemos llegado a la calle de Sèvres, y pronto divisaremos sus ventanas. Soy muy mal narrador, y si se me ocurriera escribir una novela de fijo lo haría pésimamente. He preparado un relato contenido en pocas palabras, porque cierta delicadeza y cierta ingenuidad espiritual impiden a un viejo explayarse con excesiva complacencia al tratar de sentimientos amorosos, aunque sean muy puros. Avancemos por este bulevar donde abundan los conventos, y terminaré mi historia mientras nos acercamos al campanario que se alza frente a nosotros.

»El señor de Lesay, al saber que yo salía de la Escuela Diplomática me juzgó digno de colaborar en su Atlas histórico. Se trataba de referir en una serie de mapas lo que el viejo filósofo llamaba las vicisitudes de los Imperios, desde Noé hasta Carlomagno. El señor de Lesay había almacenado en su cabeza todos los errores del siglo XVI en lo referente a antigüedades. Yo pertenecía ya en historia a la escuela de los invasores, y mi fogosa juventud no me permitía fingir. La manera de comprender aquel anciano o, mejor dicho, de no comprender los tiempos bárbaros, su obstinación en imaginar una antigüedad plagada de príncipes ambiciosos, prelados hipócritas y codiciosos, ciudadanos virtuosos, poetas, filósofos y otros personajes que sólo han existido en las novelas de Marmontel, me descorazonaba y me inspiraba toda clase de objeciones, muy razonables sin duda, pero completamente inútiles y a veces peligrosas. El señor de Lesay era sumamente irascible, y Clementina muy hermosa. Entre ella y él pasé horas de tortura y delicia. Yo estaba enamorado; fui cobarde, y concedí al señor de Lesay cuanto exigía en las épocas de Abraham, de Menes y de Decaulión, y acerca de la figura histórica y política de la tierra, donde más adelante debía ser enterrada Clementina.

»A medida que concluíamos nuestros mapas, la señorita de Lesay los pintaba a la acuarela. Inclinada sobra la mesa sujetaba el pincel con dos dedos; una sombra proyectada desde sus párpados hasta sus mejillas sumergía en una penumbra encantadora sus ojos entornados. Cuando ella levantaba la cabeza contemplaba yo su boca sonriente, y su hermosura era tan expresiva que no podía respirar sin parecer que suspiraba; sus actitudes más vulgares me sumergían en un ensueño profundo. Mientras fijaba los ojos en ella, reconocía con el señor de Lesay que Júpiter reinó despóticamente sobre las montañosas regiones de Tesalia y que Orfeo fue un incauto al confiar a los sacerdotes la enseñanza de la filosofía. Ignoro aún si era en mí cobarde o heroico hacer tales concesiones al obstinado anciano.

»La señorita de Lesay, debo decirlo, no se fijaba en mí. Aquella indiferencia me parecía tan justa y natural, que ni siquiera pensaba en lamentarla; sufría, pero sin darme cuenta. Esperaba. Sólo habíamos llegado al primer Imperio de Asiria.

»El señor de Lesay iba todas las noches a tomar café con mi padre. No sé cómo congeniaban, porque sería difícil hallar dos naturalezas más opuestas. Mi padre admiraba poco y perdonaba mucho. Los años le hicieron odiar todas las exageraciones. Revestía sus ideas con matices pálidos y no aceptaba una opinión sin toda clase de reservas. Aquellas costumbres de un espíritu delicado exasperaba al viejo hidalgo, seco y contundente, a quien no desarmaba nunca la moderación del adversario. Yo presentía un peligro. El peligro era Bonaparte. Mi padre no le tenía ningún afecto, pero como trabajó a sus órdenes no le gustaba oír que le injuriasen, y mucho menos en provecho de los Borbones, contra los cuales abrigaba odios terribles. El señor de Lesay cada vez más volteriano y más legitimista, achacaba a Bonaparte, como si las hubiese originado él, todas las desventuras políticas, sociales y religiosas. En tales circunstancias el capitán Víctor era quien más me preocupaba. Aquel hombre exaltado se volvió completamente intolerable desde que su hermana no vivía para calmarle. El arpa de David estaba rota y Saúl se entregaba a sus furores. El destronamiento de Carlos X aumentó la audacia del viejo napoleónico entregado a todo género de provocaciones imaginables. Ya no frecuentaba asiduamente nuestra casa, demasiado silenciosa para él; pero algunas veces a la hora de comer le veíamos llegar cubierto de flores, como un mausoleo. Generalmente al sentarse a la mesa lanzaba terribles juramentos, y entre bocado y bocado refería sus felices aventuras de viejo matón; cuando acabábamos de comer doblaba su servilleta en forma de mitra, se bebía media botella de aguardiente y se iba con la precipitación de un hombre aterrado ante la idea de pasar unas cuantas horas sin beber, en compañía de un viejo filósofo y de un joven erudito. Presentía yo muy claramente que si llegaba a encontrarse con el señor de Lesay ocurriría una catástrofe. ¡Y así aconteció, señora!

»El capitán llegó un día cubierto de flores, de tal modo transformado en un monumento conmemorativo de las glorias del Imperio, que inspiraba deseos de ponerle una corona de siemprevivas en cada brazo. Estaba en absoluto satisfecho, y la primera persona que participó de aquel comunicativo entusiasmo fue la cocinera, a la cual abrazó mientras ella dejaba el asado sobre la mesa.

»Después de comer, rechazó la botella de aguardiente que le presentaron, y dijo que añadiría el aguardiente al café. Le pregunté con zozobra si le agradaría que le sirvieran el café en seguida. Mi tío Víctor era muy desconfiado y nada tonto. Parecióle inoportuna mi precipitación, me miró de cierto modo, y dijo:

»—¡Paciencia, sobrino! No es el quintorro quien debe ordenar que toquen a retreta, ¡qué diablo! ¿Te corre mucha prisa, señor magister, enterarte de si llevo espuelas en las botas?

»Sin duda el capitán había comprendido que yo deseaba que se marchase pronto, y desde luego tuve la seguridad de que se quedaría. Se quedó. Los menores detalles de aquella velada siguen impresos en mi memoria. Mi tío estaba muy alegre. La sola idea de ser inoportuno le ponía de buen humor. Nos refirió con descarnado estilo cierta historia picaresca de una monja, una corneta y cinco botellas de chambertín, que debe ser muy oportuna en los cuarteles y que yo no me permitiría repetir, señora, aún cuando la recordara. Cuando pasamos al salón hizo notar el mal estado de los morillos de la chimenea y recomendó muy doctamente el uso del “trípoli” para bruñir los cobres. De política, ni una palabra. Se reservaba. Dieron las ocho en las ruinas de Cartago: la hora del señor de Lesay, que a los pocos minutos entró en el salón con su hija. La velada empezó como de ordinario. Clementina se puso a bordar cerca del quinqué; la pantalla obscurecía su linda cabeza en tenue sombra y proyectaba sobre sus dedos una claridad que los hacía casi luminosos. El señor de Lesay habló de un cometa anunciado por los astrónomos, y desarrolló con este motivo algunas teorías que, a pesar de ser aventuradas demostraban cierta cultura intelectual; mi padre, que también era entendido en astronomía, expresó ideas prudentes rematadas con su eterno “¿Qué sé yo?”. Repetí a mi vez la opinión de nuestro vecino del Observatorio, el gran Arago; el tío Víctor aseguró que los cometas tienen mucha influencia en la calidad de los vinos, y citó para demostrarlo un alegre cuento de taberna. Tanto me agradaba aquella conversación, que para prolongarla recurrí a mis recientes lecturas, y describí detalladamente la constitución química de esos astros ligeros que, a pesar de hallarse diseminados en miles de millones de leguas de los espacios celestes, cabrían en una botella. Mí padre, un poco sorprendido por mi elocuencia, me contemplaba satisfecho y algo irónico. Pero no es posible sostenerse mucho tiempo en las nubes. Con los ojos fijos en Clementina hablé de una estrella de diamantes que la víspera me había llamado la atención en el escaparate de un joyero ¡Estuve inoportuno!

»—Sobrino —exclamó el capitán Víctor—, tu estrella no valdría seguramente tanto como la que brillaba en los cabellos de la emperatriz Josefina cuando fue a Estrasburgo para distribuir las cruces al ejército.

»—A Josefina la gustaba mucho el lujo —dijo el señor de Lesay entre dos sorbos de café—. No se lo critico; tenía buenas cualidades a pesar de ser algo casquivana. Era una Tascher; hizo mucho honor a Bonaparte cuando se unió a él. Una Tascher no es gran cosa, pero un Bonaparte es menos aún.

»—¿Qué quiere usted decir con eso, señor marqués? —preguntó el capitán Víctor.

»—Yo no soy marqués —respondió secamente el señor de Lesay—, y opino que Bonaparte hubiera estado muy bien emparejado con una de esas mujeres caníbales que el capitán Cook describe en sus viajes, desnudas, tatuadas, con un anillo en la nariz y complacidas en devorar carne humana.

»Lo había previsto, pensé con angustia. ¡Mísera vanidad! Lo primero que se me ocurrió fue notar la exactitud de mis previsiones. Debo advertir que la respuesta del capitán rayó en lo sublime. Se puso la mano en la cadera, miró insolente al señor de Lesay, y dijo:

»—Napoleón, señor barón, tuvo otra mujer además de Josefina y de María Luisa. Esa compañera usted no la conoce, pero yo la he visto muy de cerca: lleva un manto azul cubierto de estrellas y una corona de laurel; la cruz de honor brilla en su pecho: se llama la Gloria.

»El señor de Lesay, después de poner su taza sobre la chimenea, adujo tranquilamente:

»—Bonaparte era un truhán.

»Mi padre se levantó, extendió los brazos y dijo con voz muy suave al señor de Lesay:

»—Sea como fuere aquel hombre que murió en Santa Elena, yo trabajé durante diez años en su Gobierno y mi cuñado recibió tres heridas a la sombra de sus águilas. Le agradeceré, caballero y amigo, que lo tenga presente.

»Lo que no habían conseguido las insolencias burlescas y sublimes del capitán lo consiguió la advertencia cortés de mi padre, y el señor de Lesay encolerizóse al decir, con los dientes apretados, lívido y con la boca espumeante:

»—Confieso que lo había olvidado; fue una indiscreción mía. Las primeras sopas no se digieren, y los que han servido a las órdenes de un bribón…

»El capitán no le dejó acabar; lo agarró con violencia, y lo estrangularía seguramente a no intervenir su hija y yo.

»Mi padre, cruzado de brazos y un poco más pálido que de costumbre, contemplaba aquel espectáculo con indecible expresión de lástima. Lo que siguió fue más lamentable aún; pero ¿para qué insistir en la locura de dos viejos? Al fin conseguí separarlos. Salió el señor de Lesay; Clementina le siguió y corrí tras ella. En el descansillo le dije, loco, estrechándole una mano:

»—Señorita, ¡la adoro!, ¡la adoro!

»Conservó un momento su mano entre las mías; su boca se entreabrió. ¿Qué iba a decir? Pero de pronto volvió los ojos hacia su padre que subía la escalera, retiró su mano, y se despidió de mí con un gesto silencioso.

»No volví a verla. Su padre se trasladó a un pisito que había alquilado para la venta de su Atlas histórico cerca del Panteón. Pocos meses después murió de un ataque apoplético. Entonces ella se fue a Nevers donde vivía su familia materna, y más adelante contrajo matrimonio con el hijo de un rico labrador, Aquiles Allier.

»En cuanto a mí, señora, viví solo y en paz conmigo mismo; mi existencia, libre de grandes desdichas y de grandes alegrías fue, hasta cierto punto, dichosa; pero en las veladas de invierno, ya no pude ver junto al ocupado por mí un sillón vacío sin que se me oprimiera el corazón dolorosamente. Clementina murió hace muchos años; su hija la siguió en el descanso eterno. En casa de usted he conocido a su nieta. No diré como el anciano de la Escritura: “¡Y ahora, señor, llamad a vos a vuestro siervo!”. Si un hombre como yo puede ser útil a alguien, me propongo, ayudado por usted, consagrar todas mis energías a esa criatura.

Había pronunciado estas últimas palabras en el vestíbulo de la habitación de la señora de Gabry, dispuesto a separarme ya de tan amable guía, cuando ella me dijo:

—Amigo: no puedo ayudarle en este asunto tanto como quisiera. Juanita es huérfana y menor de edad. Nada le será fácil hacer por ella sin autorización de su tutor.

—¡Ah! —exclamé—. No se me había ocurrido que Juanita pudiera tener un tutor.

La señora de Gabry me miró sorprendida. No esperaba tanta candidez en un anciano. Y repuso:

—El tutor de Juanita Alexandre es el señor Mouche, notario en Levallois-Perret. Temo que no se entiendan ustedes, porque es un hombre muy formalista.

—¡Ah!, Dios mío —exclamé—, ¿con quién quiere usted que me entienda a mi edad, sino con las personas formales?

Sonrió con dulce malicia, como sonreía mi padre, y dijo:

—Con las que son de su cuerda, y el señor Mouche, precisamente no es de los suyos; no me inspira ninguna confianza. Tendrá usted que pedirle permiso para ver a Juanita, que se educa en un colegio de Ternes, donde no está contenta.

Besé la mano a la señora de Gabry, y nos separamos.