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El crimen de Sylvestre Bonnard: 023

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El crimen de Sylvestre Bonnard: El crimen de un académico (1907)
de Anatole France
traducción de Luis Ruiz Contreras


6 de julio.


Por haberse prolongado mucho la visita del señor Mouche, renuncié aquella tarde a ver a Juanita, y durante ocho días me absorbieron los deberes profesionales. Aún cuando a mi edad los hombres son más egoístas, me unen muchas ligaduras al mundo en que viví. Presido academias, congresos y sociedades; me abruman los cargos honoríficos; desempeño hasta siete, bien contados, en un solo ministerio. Las oficinas quisieran librarse de mí y yo quisiera librarme de las oficinas, pero la costumbre se impone a todo y subo fatigosamente las escaleras del Estado. A mi espalda los viejos ujieres se harán señas unos a otros al contemplar en los pasillos mi sombra errante. Cuando se llega a tan avanzada edad es difícil desaparecer. Sin embargo, como dice la canción, ya es hora de que me retire y de pensar en el fin.

Una vieja marquesa filosófica, amiga de Helvetius desde la juventud, y a quien yo conocí muy anciana en casa de mi padre, recibió durante su postrera enfermedad la visita del confesor, obstinado en prepararla a morir.

—¿Es necesario? —repuso ella—. Me parece que todo el mundo lo consigue perfectamente a la primera intentona.

Al poco tiempo mi padre fue a visitarla, y la encontró desahuciada.

—Buenos días, amigo mío —le dijo al estrecharle una mano—, voy a saber si Dios resulta muy agradable visto de cerca.

Así morían las hermosas amigas de los filósofos. Esta manera de acabar no es una vulgar impertinencia, y ligerezas semejantes no se hallan en los cerebros de los tontos. Pero me extraña. Ni mis temores, ni mis esperanzas están conformes con ello. Quisiera en mis postrimerías un poco de recogimiento, para lo cual es preciso que me preocupe, dentro de algunos años, de ahondar en mi espíritu, pues de otro modo es posible que me sorprendiera la…

¡Chitón! Que la Implacable al pasar no se detenga si oye su nombre. Puedo aún llevar mi carga sin su ayuda.

Juanita estaba hoy muy contenta. Me ha referido que el jueves pasado, después de recibir la visita del notario, la señorita Préfère la dispensó de algunas exigencias del reglamento y la eximió de varias ocupaciones. Desde aquel día venturoso, pasea con libertad por el jardín, donde sólo faltan flores y verdura; hasta dispone de tiempo bastante para trabajar en su desdichado San Jorge.

Sonriente, me dijo:

—Ya sé que se lo debo todo a usted.

Cambié de conversación al advertir que Juanita se distraía contra su voluntad.

—Noto que algo la preocupa —dije—. Hábleme con toda confianza; la reserva sería tan indigna de usted como de mí.

Juanita me respondió.

—Le escuchaba, pero mi pensamiento se distraía. ¿Me perdona, verdad? Pensaba que la señorita Préfère le distingue a usted mucho cuando sólo por agradarle se muestra cariñosa conmigo.

Y me miró con expresión a la vez risueña y azorada, que me hizo sonreír.

—¿Le parece muy extraño? —dije.

—Mucho —me respondió.

—¿Por qué?

—Porque no veo ningún motivo para que sea usted agradable a la señorita Préfère.

—Juanita, ¿le resulto a usted enojoso?

—Eso no, pero no puedo explicarme por qué agrada usted a la señorita Préfère. Y sin embargo, estoy segura. Me llamó aparte, y me hizo todo género de preguntas acerca de usted.

—¿De veras?

—Quiere conocer sus intimidades. Tanto, que me preguntó hasta la edad de su cocinera.

—Bueno; ¿y qué supone usted?

Juanita mantuvo largo rato los ojos fijos en las puntas rozadas de sus botas, y me pareció absorbida en una meditación profunda. Al fin alzó la frente, y dijo:

—No estoy satisfecha. Es lógico desconfiar de todo lo que no podemos explicarnos fácilmente, ¿verdad? Soy algo aturdida, pero me figuro que mi aturdimiento no le disgusta.

—No, hija mía, de ningún modo.

Confieso que su desconfianza me impresionó, y reflexioné acerca del concepto expresado por la niña. «Es lógico desconfiar de todo lo que no podemos explicarnos fácilmente».

Juanita sonrió y repuso:

—Me ha preguntado… ¡adivínelo usted…! Me ha preguntado si le gustan los manjares exquisitos.

—Y ¿cómo ha recibido usted, Juanita, ese chaparrón de preguntas?

—He contestado a todo: «No lo sé». Y ella me ha dicho: «Es usted idiota; debemos fijarnos en los menores detalles de un hombre superior. Sepa usted, señorita, que el señor Silvestre Bonnard es una de las glorias de Francia».

—¡Diablo! —exclamé—. ¿Y usted qué dice a esto?

—Digo que la señorita Préfère está en lo cierto; pero no me interesa…, y hago mal en confesarlo, no me interesa que la señorita Préfère tenga razón en nada.

—Pues bien, puede usted estar satisfecha: la señorita Préfère no tenía razón al decir eso.

—¡Sí! ¡Sí! Tenía razón. Pero yo quisiera querer a todos los que le estiman a usted, a todos en general; y no puedo, ¡no puedo!; ¡nunca podré querer a la señorita Préfère!

—Juanita, escúcheme —respondí con gravedad—. La señorita Préfère ahora es buena con usted; sea usted buena con ella.

La niña replicó secamente:

—A la señorita Préfère la es muy fácil ser buena conmigo, pero a mí habría de serme dificilísimo ser buena con ella.

Con cierto énfasis, aduje:

—Hija mía, la autoridad de los maestros es sagrada: su maestra representa para usted la madre que ha perdido.

Apenas había pronunciado esta solemne simpleza, cuando me arrepentí profundamente. La niña palideció y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¡Oh!, ¡caballero! ¿Cómo es posible que diga usted semejante cosa?

Es verdad: ¿cómo pude yo decir tamaño desatino?

Ella repetía:

—¡Mamá! ¡Querida mamá! ¡Pobre mamá!

La casualidad me impidió ser estúpido hasta el extremo. No sé cómo, pero mis ojos debieron empañarse con lágrimas. Ya no se llora a mi edad; fue preciso que una tos maligna me arrancase lágrimas de los ojos. Era posible una equivocación, y la niña se equivocó. ¡Ah!, qué sonrisa tan pura, tan radiante brilló entonces bajo sus párpados húmedos, como el sol en las ramas después de un chaparrón de verano. Con las manos cogidas permanecimos largo rato sin pronunciar ni una palabra. Éramos felices.

—Hija mía —dije al fin—, ya soy muy viejo, y me han sido revelados muchos secretos de la vida que usted descubrirá poco a poco. El porvenir se forma del pasado. Cuanto usted haga para vivir aquí sin odio y sin amargura, la servirá para vivir algún día en paz y dichosa en su casa. Sea dulce y aprenda a sufrir; cuando se sabe sufrir se sufre menos. Si alguna vez tiene usted un verdadero motivo de queja, aquí estoy yo para oírla. Si la ofendiesen, nos consideraríamos ofendidos la señora de Gabry, que la quiere mucho, y este viejo.


* * *


—¿Sigue usted perfectamente bien, caballero?

Era la señorita Préfère, que al entrar cautelosamente me dirigía aquella pregunta acompañada de una sonrisa. Mi primer pensamiento fue mandarla con todos los diablos, el segundo comprobar que su boca estaba hecha para sonreír como una cacerola para tocar el violín, y el tercero corresponder a su cortesía con otra frase análoga.

Para evitar la presencia de la niña la dijo que saliese al jardín; luego, con una mano apoyada en la manteleta y la otra extendida hacia el Cuadro de honor me mostró el nombre de la señorita Alexandre que lo encabezaba escrito en redondilla.

—Veo con gran satisfacción —le dije— que está usted satisfecha de su conducta. Nada podría serme tan agradable, y atribuyó este feliz resultado a su afectuosa vigilancia. Me permití enviarla algunos libros que pueden interesar e instruir a sus educandas. Después de haberlos hojeado, usted juzgará si debe dárselos a la señorita Alexandre y a sus compañeras.

El agradecimiento de la maestra del colegio llegó hasta la ternura y se diluyó en palabras. Para interrumpirla, dije:

—Hace muy buen día.

—Sí —me respondió ella—; y si continúa, mis discípulas disfrutarán de un tiempo hermoso para divertirse.

—Sin duda se refiere usted a las vacaciones. Pero la señorita Alexandre, que no tiene familia, no saldrá de aquí. ¿Qué hará, ¡Dios mío!, en esta casa tan grande y tan solitaria?

—Le proporcionaré cuantas distracciones estén a nuestro alcance. La llevaré a los museos, y…

Vaciló y se ruborizó.

—… y a casa de usted, si usted me lo permite.

—¡Maravilloso! —exclamé—. La idea me seduce.

Nos separamos muy satisfechos el uno del otro. Yo, porque había conseguido lo que deseaba; ella sin un motivo fundado, lo cual —según Platón— la coloca en la más elevada esfera de la jerarquía de las almas.

Sin embargo, la introduje en mi casa con un mal presentimiento. Quisiera ver a Juanita en otras manos. El señor Mouche y la maestra son espíritus que traspasan los alcances del mío. No comprendo nunca por qué dicen lo que dicen ni por qué hacen lo que hacen; hay en ellos profundidades misteriosas que me turban. Tuvo razón Juanita cuando formuló este sencillo y profundo apotegma: «Es lógico desconfiar de todo lo que no podemos explicarnos».

¡Ay!, a mis años ya se sabe lo poco inocente que es la vida; se sabe cuánto cuesta vivir demasiado; sólo en plena juventud se confía.