El enfermo

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Los zapatos colorados (1889) de Hans Christian Andersen
traducción de Anónimo
ilustración de Yan Dargent
El enfermo
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

Hacía cinco años que yacia enfermo en su lecho.



EL ENFERMO




 En un antiguo castillo vivian un gallardo caballero y su mujer, que tambien era muy hermosa. Ambos poseian grandes riquezas y Dios los protegia, pues estaban siempre de buen humor y eran muy benéficos; querian que todos los que los rodeaban, fuesen tan felices como ellos mismos.

Por navidad, había cada año en su casa, en el antiguo salon de los caballeros, un gran nacimiento magníficamente adornado, y con buena lumbre en la chimenea; los cuadros de los retratos de los abuelos estaban adornados con ramas de abeto. Juntábanse allí los dueños de la casa y sus huéspedes; allí reinaban la franqueza, el regocijo y los cantos de alegría.

Los amos no descuidaron á la servidumbre del castillo y las habitaciones de los criados estaban adornadas tambien y provistas de manjares, dulces y juguetes. Los niños pobres del dominio señorial habían sido igualmente convidados á la fiesta y naturalmente las madres acompañaban á sus hijos; estas pobres mujeres, léjos de fijar su atencion e las golosinas, admiraban los presentes útiles que estaban expuestos encima de la mesa, tales como piezas de paño, telas de lana, lienzos, etc; los niños mayores, dotados ya de alguna reflexion, contemplaban tambien estos artículos, pero los menorcitos y los atolondrados no miraban mas que los dulces, almíbares pastelitos y juguetes.

Por la tarde del día de noche buena, los pobres de la aldea se habían juntado ya en una sala del castillo, y segun la costumbre les sirvieron aves asadas y arroz con leche; por la noche, despues de haber asistido á la representacíon del nacimiento hecha con figuras de movimiento, tomaron té, ponche y pasteles de manzanas, regresando luego á sus casas muy satisfechos y provistos de regalos de navidad.

Una de las familias que recihian mas presentes era la de Pedro y Cristina que, bajo la direccion de un hábil jardinero y sabio agricultor, cuidaban del cultivo de las flores y legumbres; vivian en tina linda casita que pertenecia al castillo, y sus dueños eran los que vestían á los cinco hijos de Pedro y Cristina.

« Nuestros amos son buenos y bienhechores, dijo Cristina un día de Navidad. Es verdad que les es fácil el dar porque son muy ricos; la señora decia el otro dia que su mayor placer es el de socorrer á los pobres.

- Hé aqui buenos vestidos de abrigo que nos ha dado la señora para nuestros cuatro hijos sanos, dijo Pedro. Pero el pobre enfermito, ¿no hay nada para él? Sin embargo, todos los años recibia un buen regalillo.»

El enfermo era el mayor de los cinco hijos. En sus primeros años fué muy vivo y travieso, pero de repente empezaron á flaquear sus piernas y á debilitarse hasta el punto de no poder sostener su cuerpecito; cinco años hacia que estaba postrado en cama.

« Sí, dijo la madre, á mí me han dado un regalito para él; no es mas que un libro, pero como al chico le gusta leer, le distraerá.

- Puede ser, contestó Pedro; pero eso no quita que yo esperaba algo mejor de parte de nuestros amos. »

Juan, el enfermo, quedó muy complacido del regalo; era un muchacho muy despejado, y la lectura de las cosas mas sérias le deleitaba. Tenía unas manos muy hábiles ~. procuraba con ellas ser lo mas útil que su enfermedad le permitía; manejaba bien los moldes y hacía medias, chalecos de lana, y randas de punto de aguja, de las cuales compró una la señora del castillo porque la halló de muy buen gusto. Juan, era en una palabra, un operario tan hábil como laborioso.

La obra que le habian regalado era un libro que contenía muchos cuentos tan morales como instructivos.

« Ese libro para nada sirve en casa, volvió á decir el padre; pero será á lo ménos un pasatiempo para ese pobre Juan, que no puede estar manejando los moldes todo el dia. »

Pasó el invierno y llegó la primavera; empezaron á cubrirse de verdura los céspedes, los árboles de hojas, y la tierra de flores; pero al mismo tiempo aparecieron tambien las malas yerbas, y la grama y la ortiga pululaban por todas partes. Pedro y Cristina tenian mucho que hacer plantando y regando el jardin del castillo para tenerlo en buen estado.

« ¡Qué arduo es nuestro trabajo! dijo Cristina una mañana. Al acabar de limpiar y rastrillar los caminos, vienen los paseantes á ensuciarlos, nos obligan á volverlos á limpiar, y los niños pisan los acirates. Hay que arreglarlos de nuevo. En fin, el maestro jardinero, tú, yo y tres trabajadores, estamos incesantemente ocupados nada mas que en el cultivo de las flores; es verdad que nuestros amos son muy ricos.

- ¡Vaya si son ricos! respondió Pedro. ¡Qué mal repartidos están los bienes de esto mundo! Todos somos hijos de Dios, como dice el señor cura, y unos somos pobres mi éntras otros nadan en la abundancia,

- Eso proviene del pellada original, respondió Cristina; hemos de trabajar para comer, no hay remedio.» Y al decir esto, volvieron á la tarea desde la mañana á la noche; Juan leia en su libro durante este tiempo.

El ímprobo trabajo á que les había condenado la indigencia desde su infancia, no sólo habia encallecido sus manos, sino que endureció rambíen su corazon; tenian el humor sombrío, estaban descontentos con su condicion, y como no veían la probabilidad de mejorarla, su mal humor degeneraba en adustez y amargura.

« Sí, dijo Pedro, unos nacen en medio de la opulencia, de las comodidades de la vida y la dicha los sigue por todas partes; miéntras otros se consumen en la miseria. ¿Por qué hemos de ser víctimas de la curiosidad y desohediencia de nuestros primeros padres? Á fe que si Cristina y yo hubiésemos estado en el paraíso, nos hubiéramos portado de otro modo.

- Hubierais hecho lo mismo, exclamó Juan. Miroo, así está impreso en mi libro.

- ¿Qué sabe ese libro? respondió Pedro.

- Escuchad, replicó Juan; y les leyó enrónces el antiguo cuento del leñador y de su mujer que tambien se quejaban de lo injusto que era el hacerles responsables de la falta de Adan y Eva.

« Un día, estando el rey de caza, atravesó la selva y les oyó exhalar su sempiterna queja. « Buena gente, les dijo, van á acabar vuestras penas; seguidrne y venid á mi palacio donde seréis tratados como yo mismo. Sirviéronles, en la comida, siete platos variados, pero uno, el octavo, tapado con otro era de la mas rara porcelana y delicadamente pintada. Guardaos de levantar la tapa, se les dijo, porque, si no, se desvanecerá la felicidad que os » está destinada. »

« Cumplióse lo que mandó el rey. El leñador y su mujer estaban espléndidamente tratados y se regalaban con los manjares de los siete platos, « Qué es lo que habrá oculto en esa hermosa porcelana? dijo un dia la mujer - ¿Qué nos importa, contestó el leñador! - No soy curiosa, en general, volvió á decir la mujer, pero estoy impaciente por saber á lo ménos, por qué no poclemos destapar ese plato. Hay, sin duda, dentro, alguna exquisita golosina reservada para el rey solo. - Á ménos que sea alguna sorpresa mecánica, dijo el hombre; ha y quizá algun resorte que, al menor contacto, hará disparar un pistoletazo que se oirá en todo el palacio. - ¡Dios mio! que estás ahí diciendo, replicó la mujer, que no se atrevió entónces ni aun á mirar el plato. »

« Pero á la noche siguiente, vió en sueños al dichoso plato tapado levantarse por sí solo en el aire y quedar suspendido, exhalando un olor delicioso que recordaba el ponche mas exquisito que pudiera beberse en una heda. Brillaba en el fondo una gran medalla de plata en la cual habia grabadas estas palabras: Si bebéis mi licor, llegaréis á ser los mas ricos del universo y todos los demas serán unos pobretes al lado vuestro. »

« Despertóse en este mismo instante y contó á su marido este hermoso sueño. « Eso no prueba mas que una cosa, le respondió, y es que tienes pu estos tus cinco sentidos en ese plato. »

¿ Cuando se sentaron de nuevo á la mesa, dijo ella: ¿Por qué no levanlariamo s un poquito la tapad era del plato, tomando las mayores precauciones para echar sólo una ojeada sobre lo que hay dentro? — Bien, contestó el leñador, pero anda con el mayor cuidado. » — Y procediendo con mucho tiento, levantó la mujer un poquito la tapadera del plato, pero, en el mismo instante, dos ratoncitos blancos, que estaban dentro, sallaron afuera y se escaparon por un agujero que habIa en el suelo. Llena de


Ya podeis tomar vuestros primitivos vestidos


espanto, la imprudente mujer dejó caer la tapa, que se quebró, y al ruido acudió el rey, que les dijo muy enojado:

« ¿Acusaréis ahora de nuestros males á Adan y Eva? Habéis sido tan imprudentes é ingratos como ellos, y no merecéis consideracion alguna. Ya podéis tomar vuestros primitivos vestidos y volved con ellos al bosque á llevar la misma vida que ántes, la cual os parecerá mas amarga que nunca. »

« Es muy singular, dijo Pedro, que se halle este cuento en ese libro; parece que se ha escrito para nosotros. No importa, añadió, me dará mucho qué pensar. »

Al siguiente dia hubo mucho que h acer en el jardín. Pedro y Cristina estuvieron expuestos muchas horas á los rayos abrasadores del sol, y despues sobrevino una copiosa lluvia que les caló hasta los huesos. Estaban, como es natural, de muy mal humor y poseídos de ideas muy sombrías, y cuando volvieron á su pobre choza, cenaron frugalmente con leche y pan moreno. Era á la caída de la tarde, y como aun se veía bastante claro, dijo Cristina á Juan:

« Vuelve á leernos el cuento del leñador. - Con mucho gusto, respondió el niño, pero en mi libro hay otros cuentos muy bonitos é instructivos que no conocéis aun. - No importa, contestó Pedro, á mi me gusta oir los cuentos que ya conozco y no otros. »

Juan leyó el cuento que le pedian sus padres ~. lo repitió varias noches.

Cuanto mas reflexiono en lo que ha sucedido á esos pobres leñadores, mas comprensibles me parecen ciertas cosas, dijo Pedro. Sin embargo, no me parece aun eso del todo claro, pues sucede con los hombres lo que con la leche, que al principio se presenta como una sola masa y luego se separan las partes de que están compuestas j con una de ellas, con la buena, se hace la manteca y los quesos; y la otra, que es la mala, forma el suero. Asimismo, veis por una parte los desgraciados, aquellos que no tienen suerte en nada, y por otra los ricos, aquellos á quienes sonríe en todo la fortuna y no tienen idea de lo que son trabajos y sinsabores. »

Juan, á quien su enfermedad daba acaso mas derecho para quejarse de su suerte, no aprobaba las ideas de sus padres porque, á falla de bienes do fortuna, había recibido de la naturaleza un recto juicio; y para consolar á sus padres, les leyó otro cuento instructivo de su libro, que tenía por título « el hombre sin penas ni cuidados. »

« ¿Dónde se hallará este hombre, este sér único? Era necesario descubrirlo, El rey estaba muy enfermo y los mas célebres médicos declararon que no curaría como no se pusiese la camisa de un hombre que pudiese decir con toda verdad que no habia tenido en su vida penas ni cuidados.

» Enviáronse emisarios á las cuatro partes del mundo, que registraron los palacios, castillos, las suntuosas habitaciones de los ricos, y en todas partes sus habitantes confesaron que no habian dejado de tener en su vida una pena ú otra.

 » Pues yo, dijo un porquerizo que estaba sentado al borde de un foso, en toda mi vida no he hecho más que reir y cantar y no he cesado un momento de estar alegre y contento; es cuanto me ha sucedido.


No he cesado un momento de estar alegre y contento.


 » Este es el fénix que buscamos, exclamaron los emisarios del rey. Mira, afortunado porquerizo, vas á darnos tu camisa para llevársela al rey, y tendrás en cambio la mitad de su reino. » Pero ¡oh sorpresa! Aquel hombre tan dichoso no tenía camisa. »

Al oir este cuento, Pedro y Cristina soltaron una gran carcajada y continuaron riendo de buena gana largo tiempo, cosa que no les había sucedido muchos años hacía. En aquel mismo momento, el maestro de la escuela del lugar pas ó por casualidad por delante de la choza.

¿Qué es eso? preguntó; ¿á qué viene esa alegria? ¿Os ha caído la lotería?

- Qué loteria ni qué calabazas, respondió Pedro. Mi hijo Juan acaba de leemos el cuento del hombre sin penas ni cuidados, y el chusco no tenía camisa. Eso derrama una gota de bálsamo en nuestro corazón, sobre todo cuando se lee ímpreso en un libro. ¡Vaya! los ricos que tan envidiados son, tienen tambien sus trabajos como nosotros pobres peleles. Bien dice el refrán, mal de muchos, consuelo de locos.

- En efecto, contestó el maestro, dice usted muy bien que es un consuelo, y segun otro refrán, « de médico, poeta y loco, todos tenemos un poco. » ¿Pero quién te ha dado ese libro, Juan?

- Nuestros amos se lo regalaron en estas últimas navidades, dijo Cristina, porque saben que á Juan le gusta leer yeso le distrae. En aquel entónces hubiéramos preferido un par de camisa s nuevas, pero ahora vemos lo útil que es el regalo que le han hecho, por las buenas cosas que en él se encuentran. »

El maestro tomó el libro y se puso á hojearlo. Pedro y Cristina le pidieron que leyese á su vez los dos cuentos que les habian interesado tanto. Estos dos cuentos fueron para esa buena gente un rayo de luz que iluminó su probre choza y disipó las tétricas ideas que les ennegrecían las cosas de este mundo.

En cuanto á Juan, leyó y releyó repetidas veces todo el tomo, y sus cuentos transportaron su ánimo á regiones donde sus débiles piernas no hubieran podido llevarle jamas.

Largo rato permaneció el maestro al lado del interesante enfermito, hallando sumo placer en conversar con él, pues la enfermedad y el aislamiento, léjos de debilitar su inteligencia, la habían, al contrário, desarrollado con la reflexión, sin agriar su corazon, porque lo tenia excelente. ¡Con qué placer oia Juan las lecciones que el buen institutor le daba en las frecuentes visitas que le hacía de un modo tan desinteresado como amable! ¡Con qué atencion escuchaba lo que le referia sobre la extensión de la tierra y los mares, y las maravillas del mundo! ¡Cuánto se alegró de saber que el sol es medio millon de veces mayor que nuestro globo y tan lejano que una bala de cañon gastaría mas de veinte y cinco años para recorrer la distancia que le separa de la tierra, siendo así que los rayos solares no necesitan para ello mas que ocho minutos.

No hay discípulo que no sepa estas nociones desde la edad de siete ú ocho años, pero para Juan eran cosas nuevas y las hallaba mas maravillosas que los cuentos de su libro.

El maestro cornia tres ó cuatro veces al año en el castillo, con los señores, y en el primer convite que recibió no desperdició la ocasion de contar el importante papel que representó en la pobre choza el libro de cuentos que regalaron á Juan, pues sólo dos de estos habían bastado para reanimar el valor abatido de Pedro y Cristina, infundiendo ademas el enfermo, con su lectura, la alegría en toda la familia.

Al despedirse le entregó el capellan del castillo dos escudos de plata para que los diese á Juan: En cuanto este los recibió dijo alborozado: « Este dinero es para papá y mamá. - ¡Mira, exclamó Juan, quién hubiera dicho que nuestro hijo, postrado en su cama, ha hecho recaer la bendicion sobre su familia!

Pocos dios despues, estando Pedro y Cristina ocupados en el jardin, el coche de los señores se paró á la puerta de la choza y la castellana, que era la misma bondad, se apeó y entró hasta el pié de la cama de Juan. Muy complacida y lisonjeada por el fruto que sacó el muchacho del libro de cuentos, le traia bizcochos, fruta, una botella de jarabe de orchala Y, con gran con lento de Juan, una jaula dorada con un lindo pinzan que no cesaba de gorjear su alegre canto, La señora colocó la jaula encima de la vieja cómoda, al lado del lecho, para que el interesante enfermito pudiese ver saltar y revolear al gracioso pajarillo.

Pedro y Cristina, que no volvieron hasta el anochecer, se alegraron de la visita de los amos y de la satisfacción que causó á Juan; pero hallaron que, entre los regalos, la jaula del pinzan era para ellos una nueva faena el tener que limpiarla.

« Esos ricos, dijo Pedro, no se hacen cargo de la situación de los pobres. Ahora tenemos que cuidar ese pájaro, ya que Juan no puede hacerlo, y Dios quiera que el gato no acabe por comérselo un día y se acaben de una vez los gorgoritos.

Pasó una semana y luego otra y el gato entró muchas veces en el cuarto sin hacer caso del pájaro y sin que este se asustase al verle.

Pero sobrevino entónces un gran acontecimiento. Una tarde, los padres estaban en el jardín y sus hijos en la escuela; Juan, solo en casa, leia en su libro el cuento del pescador que había recibido el don de ver realizados todos sus deseos. Había aspirado á las cosas mas extravagantes, pues quiso ser rey, y lo fué; emperador y lo fué también, pero habiendo querido ser Dios, recibió un espantoso trueno que le aturdió, y cuando volvió en sí, se halló vestido con sus toscos y primitivos vestidos delante de su canasto de pescados.

El cuento no tenía ninguna relación con lo que iba á pasar entre el gato y el pájaro, pero lo cierto es que ese era el cuento que Juan estaba leyendo cuando ocurrió el suceso que vamos á referir y del cual se acordó toda su vida.

La jaula estaba, pues, encima de la cómoda y el gato, agachado en el suelo y encogiéndose, miraba fijamente al pájaro con unos ojos de traidor que estaban diciendo: « ¡Ah pajarito, con qué gusto te comeria! » Juan comprendió ese lenguaje tan mudo como expresivo y gritó al animal: « ¡Zape, marcha de aquí! ¡pronto! »

Pero el gato, sin obedecer esta órden, bajó la cabeza y se preparaba á saltar. Juan no podia echarle y sólo tenía, para ahuyentarle, su querido libro de cuentos. Viendo el peligro en que se hallaba el pinzan, no titubeó en arrojarlo á la cabeza del gato, pero el tomo, á fuerza de hojearlo, tenia descosidas las hojas que se desparramaron, al caer, y ninguna tocó al animal. Este se ladeó un poco en ademan de reflexionar como quien dice: « Juan, no tengo miedo de ti, porque. no puedes ni andar ni saltar y yo hago lo uno y lo otro; así pues, no me impedirás de hacer lo que quiera.•

 Y el maldito gato se acercó de nuevo á la jaula y volvió á mirar fijamente al pajarillo que revoloteaba lleno de espanto prorumpiendo en gritos lastimeros. « ¿No hay nadie en casa? gritaba tambien Juan; ¿ no hay nadie en la vecindad que pueda venir á socorrernos?

 No parecía sino que el gato adivinaba lo que estaba pasando, pues encorvó el espinazo para dar el salto. Juan agarró la manta de la cama y la agitó para ahuyentar al animal; luego se la arrojó, pero sin lograr que se alejase, ántes bien, saltó sobre una silla y de allí al antepecho de una ventana junto á la jaula.


...dió Juan un agudo chillido.


 La sangre hervia en las venas del pobre enfermo que no pensaba mas que en el riesgo que corria su querido pajarito y en el atrevimiento cruel del gato. ¿Cómo podría impedir tan inminente castástrofe? Parecíale que el corazon se le salia del pecho cuando el gato, saltando sobre la jaula, la derribó, y el desgraciado pinzon, medio muerto de miedo, se agitaba convulsivamente estrellá ndose contra los alambres.

En su desesperacion, dió Juan un agudo chillido y experimentó en todo su cuerpo una violenta conmocion; de repente, sin saber cómo lo hizo, héaquíque halla fuerzas para saltar fuera de la cama, subir á la silla, ahuyentar al gato, y cogiendo la jaula con ambas manos, salió corriendo fuera de la choza.

Reliexionó entónces y llorando de alegria exclamó: « Ya puedo andar, ya estoy curado! »

Recobró, en efecto, el uso de sus piernas . Más adelante, leyó en las obras científicas que á consecuencia de una terrible y repentina conmocion, hay enfermedades, como la que él padecia, que suelen curarse alguna vez que otra, y la suya fué uno de esos raros casos de curacion.

El institutor vivia cerca de allí y Juan fué corriendo á su ca sa, descalzo, en calzoncillos, tal como salió de la cama, y llevando la jaula en la mano. El buen maestro no daba crédito á sus ojos.

« Ya puedo andar, gracias á Dios todopoderoso, ya puedo anclar », exclamaba Juan fuera de sí y sollozando de gozo. El que experimentaron Pedro y Cristina, cuando supieron el milagro que había curado á su hijo, es indecible; ni ellos ni sus domas hijos se cansaban de abrazar á Juan. Una leve nubecilla vino sin embargo á turbar algun tanto aquella alegría: el interesante pinzan, á quien el pobre enfermito debia su cura, habia muerto de terror, La familia le enterró al pié del rosal más hermoso que había en el jardín.

Á la mañana siguiente llamaron á Juan al castillo adonde seis años ántes fué por última vez; parecíale que los tilos, los abetos y todos los domas árboles, que conoció en los primeros años de su vida, meneaban las ramas para saludarle y darle la enhcrabuena.

Los bondadosos castellanos le recibieron del modo mas cordial y afectuoso, acompañándole en su satisfaccion y en la de su familia. Juan les prometió conservar toda su vida el excelente libro que le habían regalado y que tanto le consoló, y tener siempre presente la memoria del buen pajarillo, causa terminante de su maravillosa cura.

« Ahora, dijo, podré ser úlil á mis padres y aprender un oficio. Yo quisiera ser encuadernador, porque así podría leer los libros que se publicasen. »

Por la tarde enviaron los señores á buscar á Pedro y Cristina para decirles que habian deliberado sobre el porvenir de su hijo. « Es un muchacho muy dócil y despejado, dijo la bondadosa castellana; manifiesta las más felices disposiciones para el estudio, y con la ayuda de Dios prosperará.»


¿Nos dará Dios bastante vida para que volvamos á ver aquí á nuestro hijo?...


 Regresaron á su casa los padres de Juan llenos de satisfaccion; Cristina, sobre todo, estaba loca de contento; pero, ocho dias despues, su alegría se trocó en lágrimas, al despedirse de su hijo que partia para ir á seguir la carrera á que le destinaban. Lleváronle á una ciudad distante cuarenta leguas de la aldea, donde habia una famosa escuela en la que debia aprender ciencias y el latin. La señora del castillo le abasteció de cuanto necesitaba y se encargó de que nada le faltase para su educacion.

 Juan no se llevó su libro de cuentos porque, considerándolo como un patrimonio de familia, lo dejó encomendado á sus padres. Pedro leía frecuentemente en él los dos cuentos que ya conocia, sin tomarse la molestia de aprender otros por no saber leer de corrido.

 Cada vez que Juan escribía, eran sus cartas mensajeros de satisfaccion y alegría. La castellana le habia confiado á muy buenos maestros que le educaban con el mayor esmero y él correspondia con su aplicaciln y buena conducta á los beneficios de sus protectores. Todos estaban muy contentos de él y cuando llegó el caso de seguir una carrera, escogió la de institutor, para dedicarse á su vez á la instruccion de la niñez.

 ¿Nos dará Dios bastante vida para que volvamos á ver aquí á nuestro hijo dirigiendo la escuela del lugar, como nos ha prometido nuestra excelente ama? decia Juan una noche, delante del hogar y en medio de su familia.

 En todo caso, respondió Cristina, moriremos tranquilos sobre la suerte de nuestro querido Juan. Dios protege tambien á los hijos de los pobres. La historia del nuestro es maravillosa : se creeria que está sacada del libro de cuentos.