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El fiscal

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

EL FISCAL


Eloísa era una joven encantadora. Figuráos que los árabes se mezclaran con los hebreos; haced de esta reunión una mujer de ojos garzos, sombreados por largas y sedosas pestañas obscuras; con el cabello intensamente negro y rizado con suavidad como el de las hijas del desierto; todo esto animando un rostro moreno, con ligeras tonalidades de bronce, la nariz fina, algo achatade cerca de los labios, y la boca un poco grande, pero ocultando una dentadura irreprochable; dad á esta concepción la vida de una juventud sin preocupaciones ni disgustos y tendréis á Eloísa.

Su carácter presentaba también una mezcla extraña, una excesiva impresionabilidad que la hacía aparecer tan pronto dulce y sencilla, como altiva é imperiosa.

Ni libros ni consejos pesaban sobre su ánimo; hija única, sin haber conocido á su madre, mimada por un padre que la adoraba, con un desconocimiento completo de la sociedad, Eloísa se desenvolvía libremente en plena Naturaleza.

En su quinta, á orillas del Guadalquivir, oculta entre los árboles gigantescos, sintiendo penetrar por todos sus poros los efluvios de la vida exuberante y fecunda, ensanchando su pecho con el perfume de la Naturaleza, la joven soñaba en un porvenir de venturas. Sus sueños eran los de ese período encantador que precede al casamiento, ese periodo de la dicha esperada que sobrepuja siempre á la realidad.

Su boda había de verificarse dentro de un plazo muy breve; ella amaba á su prometido con un amor tranquilo y profundo. Julio Sánchez era hijo de uno de sus vecinos, su amigo de la infancia, un muchacho honrado y trabajador, cuyos triunfos de estudiante había seguido anhelosa hasta verlo ocupar el importante cargo de Fiscal en la Audiencia de Sevilla.

Eloísa sentía vanidad de ser amada por el joven; se llenaba de orgullo al pensar en su vida futura, compartiendo los triunfos de Julio,
alentándolo en las causas justas, predicando una ley de perdón que dulcificara el castigo de los culpables... A veces, en los hermosos cuadros de sus sueñcs, las mejillas de la joven adquirían las tintas de la flor del granado al ver pasar rápidamente una pléyade de seres alados, mitad gnomos, mitad ángeles, cuyas preciosas cabecitas reproducían sus facciones y las de Julio, como si hicieran un solo ser de los dos.

Julio, más amante cada vez, le dirigía cartas apasionadas; los preparativos de la nueva casa le ocupaban, haciéndole olvidarse de sus tareas jurídicas, á pesar de hallarse en vísperas de actuar en un importante uicio oral.

Entretanto, ese ser abstracto al que llamamos tiempo, fantasma creado por nosotros mismos para tener un tirano más, iba avanzando y la boda se aproximaba.

La víspera de tan deseado día egó.

Julio había venido de Sevilla aquella misma mañana, y sentado junto á su nov'a, bajo el emparrado que cubría la puerta, la miraba embelesado, mientras los labios se negaban á formular las ideas, como si la palabra fuese impotente para expresar sus sentimientos.

—¡Eh, muchacho! que nada me has dicho del juicio de ayer—dijo con su acostumbrada franqueza el padre de Eloísa, interrumpiendo la dulce contemplación.

—Ya lo verá usted mañana en los periódicos... Dicen que estuve elocuente... Buenas amistades—añadió con falsa modestia.

— No—replicó él contento de su futuro yerno—, ¡tú vales mucho! ¿y el fallo del Tribunal y del Jurado?

—Ambos estuvieron conformes con lo que yo había pedido.

—¿Qué pediste?—preguntó aún el viejo.

—Veinte años de presidio para el cómplice y la muerte en garrote para el asesino—dijo con frialdad Julio.

—¡La muerte!—exclamó palideciendo intensamente Eloísa.

—Era un monstruo; figúrate un hombie e que en un acceso de locura impulsiva mató á su mujer y...

La joven no le escuchaba, tenía la cabeza reclinada en el respaldo de la silla y sus miembros se estremecían convulsivamente.

Julio, sorprendido, no sabia qué hacer, y el viejo, molesto por aquella extraordinaria sensibilidad, se acercó á él, y dándole una palmadita en el hombro, le dijo:

—No hagas caso de eso, ¡nervios de mujer! Un día se puso igual porque vió un pajarillo herido de un tiro. Ya se le pasará.

La repentina indisposición de Eloísa obligó á suspender la boda; la joven tuvo que guardar cama, y al final de una larga enfermedad nerviosa, y como consecuencia de ella, se le declaró una tisis aguda que la llevó al sepulcro.

Nadie vió en esta muerte más que una desgraciada casualidad; la ciencia afirmaba que el a're húmedo del río provocó el desarreglo del organismo de Eloísa.

La desesperación de Julio no tuvo límites; su juicio vacilaba, y sin atender á consejos, presentó la dimisión de su cargo, retirándose al campo para vivir en aquellos sitios santificados por el recuerdo de la amada muerta, dedicándose personalmente á los más rudos trabajos agrícolas, con un ardor extraño, como si deseara que el cansancio del cuerpo aniquilase al espíritu.

Un día me atreví á censurarle el abandono de su bril ante porvenir, y él, sin responderme una palabra, sacó del bolsillo una carta amarillenta, que aún conservaba un dulce perfume femenino, y leyó:

«Julio, perdóname, he destrozado tu alma al hacer imposible nuestro casamiento; pero también he destrozado la mía hasta el punto de que no se me oculta la imagen de la muerte que se aproxima.

Yo te amo, te amo y muero, porque no quiero ser tuya; mi corazón se rompe al dar salida á los felices sueños que habíamos forjado; ellos eran mi vida y con ellos se va.

No creas que te recrimino; en mi sencillez de rústica campesina: yo no entiendo eso que llamáis problemas sociales; pero yo no puedo comprender que el hombre esté autorizado para matar á otro hombre, y tan criminal me parece el que sentencia á muerte como el que ha cometido el delito.

Perdóname; sé que esto no es así, y, sin embargo, yo no puedo ver moverse tus labios sin pensar que de ellos ha salido la muerte de un hombre; yo no puedo oir tu voz querida, sin pensar que vibró para pedir esa muerte; yo no puedo acariciar tus cabellos, sin pensar que tu cerebro concibió ideas brillantes y elocuentes que habían de privar de la vida á uno de nuestros semejantes; yo no puedo estrechar tu mano, sin ver en ella las manchas de sangre en que se convierte la tinta de tu pluma.

He querido combatir esta locura que se apodera de mi cercbro; pero en mis largas noches de insomnio he visto los resultados de la fatal sentencia. He visto un hombre sano y lleno de vida esperando una muerte que le hace maldecir de sus semejantes, que le hace no entender ese Evangelio todo perdón y mansedumbie, que le quita a esperanza de rehabilitarse y el tiempo para el arrepentimiento.

He visto el cadáver, he visto laminar las vértebras del cue lo del sentenciado y he oído el crujido de sus músculos. No puedo describirte mi horror.

Su último acento fué una maldicin... ¿Para quién?.,. No sé... Tú no has dictado esas leyes... esa maldición no era para ti... era para la sociedad... Pero esa sociedad tuvo un eco... tú formulaste su voz. ¡Oh!, para ti, para ti era la maldición del reo... yo quiero compartirla contigo; pero nuestros hijos... inocentes y...¿qué digo? Deliro... perdóname.—Eloísa

Al terminar la lectura los ojos de Julio estaban llenos de lágrimas.

—Recibí esta carta después de muerta Eloísa—dijo—, y estos sencillos argumentos han destruído todas mis ideas filosóficas. Creo justo el castigo que me ha herido haciendo que al pedir aquella sentencia encontrase la ruina de mi feli cidad... Mi mano, en vez de coger la pluma para destruir á mis se mejantes, dirige hoy el arado que abre el surco para que el grano germine en las entrañas de la tierra.