Ir al contenido

El grisú

De Wikisource, la biblioteca libre.
Sub terra: Cuadros mineros (1904)
de Baldomero Lillo
El Grisú
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

EL GRISÚ

En el pique se había paralizado el movimiento, Los tumbadores fumaban silenciosamente entre las hileras de vagonetas vacias, i el capataz mayor de la mina, un hombrecillo flaco, cuyo rostro rapado, de pómulos salientes, revelaba firmeza i astucia, aguardaba de pié con su linterna encendida junto al ascensor inmóvil. En lo alto el sol resplandecia en un cielo sin nubes i una brisa lijera que soplaba de la costa traia en sus ondas invisibles las salobres emanaciones del Océano.

De improviso el injeniero apareció en la puerta de entrada i se adelantó haciendo resonar bajo sus pies las metálicas planchas de la plataforma. Vestia un traje impermeable i llevaba en la diestra una linterna. Sin dignarse contestar el tímido saludo del capataz penetró en la jaula seguido por su subordinado i un segundo despues desaparecian calladamente en la oscura sima.

Cuando, dos minutos despues, el ascensor se detenia frente a la galeria principal, las risotadas, las voces i los gritos que atronaban aquella parte de la mina cesaron como por encanto, i un cuchicheo temeroso brotó de las tinieblas i se propagó rápido bajo la sombría bóveda.

Mister Davis, el injeniero jefe, un tanto obeso, alto, fuerte, de rubicunda fisonomia en la que el wiskey habia estampado su sello característico, inspiraba a los mineros un temor i respeto casi supersticiosos. Duro e inflexible, su trato con el obrero desconocia la piedad i en su orgullo de raza consideraba la vida de aquellos seres como una cosa indigna de la atencion de un jentleman que rujia de cólera si su caballo o su perro eran víctimas de la mas mínima omision en los cuidados que demandaban sus preciosas existencias.

Indignábale como una rebelión la mas tímida protesta de esos pobres diablos i su pasividad de bestias le parecia un deber cuyo olvido debia castigarse severamente.

Las visitas de inspeccion que de tarde en tarde le imponia su puesto de injeniero director, eran el punto negro de su vida refinada i sibarítica, Un humor endiablado se apoderaba de su ánimo durante aquellas fatigosas escursiones. Su irritabilidad se traducia en la aplicacion de castigos i de multas que caian indistintamente sobre grandes i pequeños i su presencia anunciada por la blanca luz de su linterna era mas temida en la mina las que los hundimientos i las esplosiones del grisú.

Ese dia, como siempre, la noticia de su bajada habia producido cierta inquieta exitacion en las diversas faenas. Los obreros fijaban una mirada recelosa en cada lucecilla que brillaba en las tinieblas, creyendo ver a cada instante aparecer aquel blanquecino i temido resplandor. Por todas partes se trabajaba con febril actividad: los barreteros con el cuerpo encojido, doblado a veces en posturas inverosímiles, arrancaban trozo a trozo el quebradizo mineral que los carretilleros conducian empujando las rechinantes vagonetas hasta los tornos de las galerias de arrastre.

El injeniero con su acompañante se detuvieron algunos momentos en el departamento de los capataces donde el primero se impuso de los detalles i necesidades que habian hecho indispensable su presencia. Despues de dar allí algunas órdenes, siempre en compañia del capataz mayor, se dirijió hacia el interior de la mina recorriendo tortuosos corredores i estrechísimos pazadisos llenos de lodo.

Sentado en la parte plana de una vagoneta a la que se habian quitado las maderas laterales, hacia de vez en cuando alguna observacion a su subalterno que seguia tras el carro trabajosamente. Dos muchachos sin mas traje que el pantalon de tela conducian el singular vehículo: el uno empujaba de atras i el otro enganchado como un caballo tiraba de delante. Este último daba grandes muestras de cansancio: el cuerpo inundado de sudor i la espresion angustiosa de su semblante revelaban la fatiga de un esfuerzo muscular excesivo. Su pecho henchíase i deprimíase como un fuelle a impulso de su ajitada respiracion que se escapaba por la boca entreabierta apresurada i anhelante. Una especie de arnes de cuero oprimia su busto desnudo i de la faja que rodeaba su cintura partian dos cuerdas que se enganchaban a la parte delantera de la vagoneta.

A la entrada de un pazadizo que conducia a las nuevas obras en esplotacion, el jefe cuva atencion estaba fija en los revestimientos dió la voz de alto i dirijiendo el foco de su linterna hacia arriba comenzó a examinar las filtraciones de la roca, picando con una delgada varilla de hierro los maderos que sujetaban la techumbre. Algunas de esas vigas presentaban curvas amenazadoras i la varilla penetraba en ellas como en una cosa blanda i esponjosa. El capataz con mirada inquieta contemplaba en silencio aquel exámen presintiendo una de aquellas tormentas que tan a menudo estallaban sobre su cabeza de subordinado humilde i rastrero hasta el servilismo.

— Acércate, ven acá, ¿Cuánto tiempo hace que se efectuó este revestimiento?

— Hará un mes señor, contestó el atribulado capataz.

El injeniero se volvió i dijo:

— ¡Un mes i ya los maderos estan podridos! Eres un torpe que te dejas sorprender por los apuntaladores que colocan madera blanca en sitios como este tan saturados de humedad. Vas a ocuparte en el acto de remediar este desperfecto antes que te haga pagar caro tu neglijencia.

El azorado capataz retrocedió presuroso i desapareció en la oscuridad.

Mister Davis apoyó la punta de la vara en el desnudo torso del muchacho que tenia delante i el carro se movió, pero con lentitud, pues la pendiente hacia mui penoso el arrastre en aquel suelo blando i escurridizo. El de atras ayudaba a su compañero con todas sus fuerzas, mas de pronto las ruedas dejaron de jirar i la vagoneta se detuvo: de bruces en el lodo, asido con ambas manos a los rieles en actitud de arrastrar aún, yacia el mas jóven de los los conductores. A pesar de su valor la fatiga lo habia vencido.

La voz del jefe a quien la perspectiva de tener que arrastrarse doblado en dos por aquel suelo encharcado i sucio, ponia fuera de si, resonó colérica en la galeria.

— ¡Canalla, haragan! gritó enfurecido.

I la vara de hierro se alzó i cayó repetidas veces, produciendo un ruido sordo en aquel cuerpo inanimado.

Al sentir los golpes, el caído se incorporó sobre las rodillas i haciendo un esfuerzo se puso de pié. Habia en sus ojos una espresion de rabia, de dolor i desesperacion. Con nervioso movimiento se despojó de sus arreos de bestia de tiro i se arrimó a la pared donde quedó inmóvil.

Mister Davis que le observaba con atencion descendió del carroi se le acercó con la varilla en alto diciendo:

— ¡Ah! con que te resistes, espera!

Pero viendo que la víctima por toda defensa cruzaba sus brazos sobre la cabeza, se detuvo, quedó indeciso un momento i luego con voz tonante profirió:

— ¡Vete! Fuera de aquí!

I volviéndose al otro muchacho que temblaba como la hoja en el árbol le ordenó imperiosamente.

— Tú, sígueme.

I encorvando su alta estatura continuó adelante por la lóbrega galeria.

Despues de despachar a toda prisa una cuadrilla de apuntaladores para que efectuasen en los revestimientos las reparaciones que tan duramente se le habian ordenado, el capataz se dirijió a esperar a su jefe a una pequeña plazoleta que lindaba con las nuevas obras en esplotacion, quedándose espantado al verlo aparecer, tras una larga espera, con la faz enrojecida, dando resoplidos de fatiga i salpicado de lodo de la cabeza a los pies. Fué tal su sorpresa que no dió un paso ni hizo un ademan para acercarse a su señor quien, dejándose caer pesadamente en unos trozos de madera, empezó a sacudir su traje i a enjugar con su fino pañuelo el copioso sudor que le inundaba el rostro.

El muchacho que llegaba empujando el pequeño carro, le reveló en dos palabras lo sucedido. El capataz oyó la noticia con la quietud i dando a su fisonomia la espresion mas consternada i trájica que supo, se acercó con ademan solícito a su superior; pero éste, comprendiendo que aquel incidente resultaba ridículo para su orgullo, habia recobrado el jesto soberbio de supremo desden que le era habitual i clavando en el semblante servil de su subordinado la mirada fria e implacable de sus grises pupilas le preguntó con voz al parecer serena, pero en la que se trasparentaba cierta sorda irritacion.

— ¿Tiene parientes ese muchacho?

— No, señor, respondió el interpelado, solo tiene madre i tres hermanos pequeños: el padre murió aplastado por un derrumbe cuando empezaron los trabajos del nuevo chiflon, Era un buen obrero, añadió, tratando de atenuar la falta del hijo con el mérito del padre.

— Bueno, vas a dar órden inmediata para que esa mujer i sus hijos dejen ahora mismo la habitacion. No quiero holgazanes aquí, terminó con amenazadora severidad.

Su acento no admitia réplica i el capataz doblando una rodilla en el húmedo suelo, tomó su libreta de apuntes i el lápiz i trazó en ella, a la luz de su linterna, algunos renglones.

Miéntras escribia, su imajinacion se trasladó al cuarto de la viuda i de los huérfanos, i a pesar de que aquellos lanzamientos eran cosa frecuente i que como ejecutor de la justicia inapelable del amo la sensibilidad no era el punto vulnerable de su carácter, no pudo ménos de esperimentar cierta desazon por esa medida que iba a causar la ruina de aquel miserable hogar.

Terminado el escrito arancó la hoja i haciendo una señal al muchacho para que se acercara se la entregó, diciéndole:

— Llévalo afuera al mayordomo de cuartos.

Jefe i subalterno quedaron solos. En la plazoleta que servia de depósito de materiales, veíanse a la luz de las linternas, trozos de maderas de revestimientos, montones de rieles i mangos de piquetas, esparcidos en derredor de los negros muros en los cuales se dibujaban las aberturas, mas negras aun, de siniestros pasadizos.

Un rumor sordo, como de rompientes lejanas, desembocaba por aquellos huecos en oleadas cortas e intermitentes; chirridos de ruedas, voces humanas confusas, chasquidos secos i un redoble lento, imposible de localizar, llenaba la macisa bóveda de aquella honda caverna donde las tinieblas limitaban el círculo de luz a un pequeñísimo radio tras el cual sus masas compactas estaban siempre en acecho, prontas a avanzar o retroceder.

De pronto, allá a la distancia, apareció una luz seguida luego por otra i otras hasta completar algunas decenas. Asemejábanse a pequeños globos rojos flotando en un mar de tinta i que subian i bajaban siguiendo la ondulada curva de un invisible oleaje.

El capataz sacó su reloj, i dijo, interrumpiendo el embarazoso silencio.

— Son los barreteros de la Media Hoja que vienen a tratar de la cuestion de los rebajes. Ayer quedaron citados para este sitio.

I siguió dando minuciosos detalles sobre aquel asunto, detalles que su superior oia con manifiesto desagrado, su entrecejo se fruncia i todo en él revelaba una impaciencia creciente i cuando el capataz repetía por segunda vez sus argumentos:

— Es, pues, imposible aumentar los precios porque, entónces, el costo del carbon...

— Un ya lo sé, áspero i seco le cortó la palabra bruscamente.

El empleado echó una mirada a hurtadillas a su interruptor i una escéptica sonrisa invisible en la oscuridad plegó sus delgados labios al distinguir la larga hilera de lucecillas que se aproximaban. No era difícil de adivinar que el negocio de aquellos pobres diablos de barreteros corría un gravísimo riesgo de convertirse en un desastre. I su conviccion se afirmó viendo el torvo ceño del jefe i observando las huellas que la caminata por la galeria habia dejado en su persona i traje.

Los pantalones en las rodillas ostentaban grandes placas de barro i sus manos, ordinariamente tan blancas i cuidadas, eran las de un carbonero. No cabia duda, habia tropezado i caido mas de una vez. Ademas en su abollado sombrero veíanse manchas del hollin que el humo de las lámparas deposita en la techumbre de los túneles, lo que indicaba que su cabeza habia comprobado practicamente la solidez de aquellos revestimientos que tan frájiles le habian parecido. I a medida que avanzaba en aquel examen, una maligna alegria retratábase en el semblante finamente astuto del capataz. Sentiase vengado, siquiera en parte, de las humillaciones que por la índole de su empleo tenia diariamente que soportar.

Las luces continuaban acercándose i se oia ya distintivamente el rumor de las voces i el chapoteo de los pies en el lodo líquido. La cabeza de la columna desembocó en breve en la plazoleta i todos aquellos hombres fueron alineándose silenciosamente frente al sitio ocupado por sus superiores. El humo de las lámparas i el olor acre de sus cuerpos sudorosos impregnó bien pronto la atmósfera de un hedor nauseabundo i asfixiante.

I a pesar del considerable aumento de luz las sombras persistian siempre i en ellas se dibujaban las borrosas siluetas de los trabajadores, como masas confusas de perfiles indeterminados i vagos.

Mister Davis continuaba impasible sobre su banco de piedra, con las manos cruzadas sobre su grueso abdómen, dejando adivinar en la penumbra los recios contornos de su poderosa musculatura. Un silencio sepulcral reinaba en la plazoleta, silencio que interrumpieron de pronto algunas toses de viejo, cascadas i huecas.

— ¡Vamos! ¿qué esperan? ¡Qué despachen pronto!, esclamó el injeniero, dirijiéndose al capataz.

Este levantó la linterna a la altura de su cabeza i proyectó el haz luminoso sobre el grupo del cual se destacó un hombre que avanzó, gorra en mano, y se detuvo a tres pasos de distancia.

Bajo de estatura, de pecho hundido i puntiagudos hombros, su calva ennegrecida como su rostro sobre el que caian largos mechones de pelos grises, dábale un aspecto estrañamente risible i grotesco. Una ojeada significativa del capataz le dió ánimo i con voz un tanto temblorosa planteó la cuestion que allí los habia reunido: el asunto era por lo demas fácil i sencillo.

Como la nueva veta solo alcanzaba un máximum de grueso de sesenta centímetros tenian que escavar cuatro decímetros mas de arcilla para dar cabida a la vagoneta. Este trabajo suplementario era el mas duro de la faena, pues la tosca era mui consistente i como la presencia del grisú no admitia el uso de esplosivos habia que ahondar el corte a golpes de piqueta, lo que demandaba fatiga i tiempo considerables. La pequeña alza del precio del cajon fijándolo en treinta centavos, no era suficiente, pues aunque empezaban la tarea al amanecer i no abandonaban la cantera hasta entrada la noche apénas alcanzaban a despachar tres carretillas, i podian contarse con los dedos de la mano los que elevaban esa cifra a cuatro. I despues de hacer una pintura sobria de la miseria de los hogares i del hambre de la mujer i de los hijos, terminó diciendo que solo la esperanza de que los rebajes los resarcirian de sus penurias, como se les habia prometido al contratárseles como barreteros del nuevo filon, habia sostenido las fuerzas de él i sus camaradas durante aquella larga quincena.

El injeniero oyó aquella esposicion, desde el principio al fin, sin despegar los labios, encerrado en un mutismo amenazador que nada bueno presajiaba para los intereses de los solicitantes.

Un silencio lúgubre siguió por algunos momentos, interrumpido por el leve chisporroteo de las lámparas i una que otra tos tenaz i recalcitrante. De pronto un estremecimiento recorrió el grupo, los cuellos se estiraron i aguzáronse los oidos. Era la voz interrogadora del jefe que resonaba, diciendo:

— ¿Cuánto exijen ustedes por el metro de rebajes?

Aquella pregunta concreta i terminante no obtuvo respuesta. Un murmullo partió de las filas algunos voces aisladas se escucharon, pero calláronse inmediatamente al oir de nuevo la voz imperiosa que con agrio tono repitió:

— ¡Qué hai! ¿Nada contestas?

El viejo que pasaba su gorra de una mano a otra con aire indeciso interpelado así directamente adelantó un paso i dijo con voz lenta e insegura, tratando de leer en el rostro velado de su interlocutor el efecto de sus palabras:

— Señor, lo justo seria que se nos pagase por cada metro el precio de cuatro carretillas de carbon, porque....

No terminó, el injeniero se habia puesto de pié i su obesa persona se destacó tomando proporciones amenazadoras en la nebulosa penumbra.

— Sois unos insolentes, gritó con voz rebosante de ira, unos imbéciles que creen que voi a derrochar los dineros de la compañia en fomentar la pereza de un hato de holgazanes que en vez de trabajar se echan a dormir como cerdos por los rincones de las galerias.

Hizo una pausa para tomar aliento i agregó como si hablase consigo mismo:

— Pero conozco los ardides i sé lo que valen las lamentaciones hipócritas de semejante canalla.

I encarándose con el capataz le ordenó recalcando cada una de sus palabras:

— Abonarás por el metro de rebajes en la Media Hoja treinta centavos a los barreteros que estraigan por término medio cuatro cajones de carbon diario. Los que no alcancen a esta cifra solo cobraran el precio del mineral.

Estaba furioso porque a pesar de las economias introducidas, el carbon resultaba allí mas caro que en los demas filones i las exijencias de los obreros que no hacian sino confirmar aquel mal éxito, aumentaba su despecho, pues íbale en ello su prestijio puesto en peligro por el error lamentable de sus cálculos i previsiones.

Bajo sus negras caretas los mineros palidecieron hasta la lividez. Aquellas palabras vibraron en sus oidos, repercutiendo en lo mas hondo de sus almas como el toque apocalíptico de las trompetas del juicio final. Una espresion estúpida, un estupor cercano a la idiotez se pintó en sus dilatadas pupilas i sus rodillas flaquearon como si súbitamente se hubiese hundido sobre ellos la sombria bóveda. Mas, era tal el temor que les inspiraba la figura irritada e imponente del amo i tal el dominio que su autoridad todopoderosa ejercia en sus pobres espíritus envilecidos por tantos años de servidumbre, que nadie hizo un ademan ni dejó escapar la menor protesta.

Pero luego vino la reaccion: era tan enorme el despojo, tan durísima la pena que sus cerebros atontados un instante por aquel golpe de masa, recobraron de nuevo la conciencia de sus actos. El primero que recobró el uso de sus facultades fué el viejo de la tiznada calva quien viendo que el jefe iba va a marcharse le cerró resueltamente el paso diciendo con plañidera voz:

— Señor, apiádese de nosotros, que se nos cumpla lo prometido, lo hemos ganado con nuestra sangre. ¡Mire Ud!

I arrancando de un tiron la manga de la blusa mostró el brazo izquierdo envuelto en sucios vendajes que apartó con violencia, quedando al descubierto un profundo desgarron que iba de la clavícula hasta el antebrazo. Aquella llaga privada de su apósito empezó a manar sangre en abundancia.

— Señor, prosiguió, ténganos lástima, se lo pedimos de rodillas.

Pero, el injeniero no lo oia ocupado en discutir con el capataz el camino mas corto para llegar al nuevo túnel destinado a unir las nuevas obras con las antiguas.

Un murmullo amenazador se alzó tras él cuando se puso en marcha i el viejo, viendo que abandonaba la plazoleta, en un acceso de desesperacion alargó la mano i lo cojió de la ropa.

Un brazo formidable se alzó en la oscuridad i de un furioso reves lanzó al atrevido a diez pasos de distancia. Se oyó un ruido sordo, un quejido i todo quedó otra vez en silencio.

Un momento despues el jefe i su acompañante desaparecian en un ángulo del corredor.

En la plazoleta se desarrolló, entonces, una escena digna de los condenados del infierno. En la lobreguez de la sombra ajitáronse las luces de las lámparas, moviéndose en todas direcciones i terribles juramentos i atroces blafemias resonaron en las tinieblas, yendo a despertar a lo largo de los muros los ecos tristemente lúgubres de la roca tan insensible como el feroz egoismo humano ante aquella inmensa desolacion.

Algunos se habian echado en el suelo i mudos como masas inertes permanecian anonadados sin ver ni oir lo que pasaba a su alrededor. Un vejete lloraba en silencio acurrucado en un rincon i sus lágrimas trazaban sinuosos surcos en la cobriza i arrugada piel de su tiznado rostro. En otros grupos se discutia i jesticulaba acaloradamente i el ruido de la disputa era interrumpido a cada instante por maldiciones i rujidos de cólera i de dolor. Un muchacho alto i flaco con los puños crispados se paseaba entre los grupos oyendo los distintos pareceres i convencido de que aquello no tenia remedio, que la sentencia dictada era inapelable, en un rapto de furor estrelló la lámpara en el muro donde se hizo mil pedazos i empezó a dar cabezadas contra la roca hasta rodar desvanecido al pié de la muralla.

Poco a poco se fuéron aquietando los ánimos i un fornido moceton esclamó en voz alta.

— ¡Yo no doi un piquetazo más, qué todo se lo lleve el diablo!

— Es mui fácil decir eso cuando no se tiene mujer ni hijos, le contestó alguien prontamente.

— Si siquiera pudiéramos usar pólvora. ¡Maldito grísú!, murmuró quejumbrosamente el de la calva.

— Seria la misma cosa, compañero. En cuanto vieran que ganábamos un poco mas, rebajarian los sueldos.

— I la culpa la tienen Uds., los jóvenes afirmó un viejo.

— ¡Vaya, abuelo, ataje la récua que se le dispara! profirió el primero que habia tomado la palabra.

— Sí insistió el anciano, Uds i nadie mas que Uds, tienen la culpa porque revientan trabajando i nos hacen reventar a todos. Si midiesen sus fuerzas no bajarían los precios i esta vida de perros seria menos dura.

— Es que no nos gusta mirarnos las manos cuando trabajamos.

— Tampoco las miraba yo i ya ves lo que me ha lucido.

Hubo un instante de silencio i tras una breve pausa, la voz grave i melancólica del anciano resonó otra vez:

— Tambien fuí jóven i como Uds. hice lo mismo; me burle de los viejos sin pensar que la juventud pasa tan lijero que cuando cae uno en ello es ya un desperdicio, un trasto. Viejo soi pero no hai que olvidar que todos van por ese camino; que la muerte nos arrea i el que se pára tiene pena de la vida.

Calláronse todos, nuevamente, i el vejete que jemia en el rincon se levantó i con lánguido paso abandonó la plazoleta. Mui pronto los demas siguieron su ejemplo i en la profundidad de la galeria las vacilantes luces de las lámparas volvieron a sumerjirse en aquellas ondas tenebrosas que ahogaron en un instante su fujitivo i muribundo resplandor.



En el nuevo túnel se habian interrumpido momentáneamente los trabajos de escavacion i solo habia allí una cuadrilla de apuntaladores: tres hombres i un muchacho. Ocupabánse dos en aserrar los maderos i los otros dos los ajustaban en sus sitios. Estaban ya al final i solo unos cuantos metros los separaban del muro de roca que se perforaba.

Un obrero i el muchacho se empeñaban en colocar un trozo de viga en posicion vertical: el primero la sostenia, miéntras el segundo con un pesado combo golpeaba la parte superior. Viendo el poco éxito que obtenian, resolvieron quitarla para acortar su lonjitud, pero estaba encajada tan solidamente que a pesar de sus esfuerzos no pudieron conseguirlo. Entonces, pusiéronse a disputar con acritud culpándose mutuamente de haber errado la medída del corte de aquel madero. Despues de un agrio cambio de palabras se apartaron, sentándose para descansar en los trozos de roca esparcidos en el suelo.

Uno de los que aserraban se acercó, examinó la viga i viendo la señal de los golpes cerca de la techumbre, dijo, dirijiéndose al muchacho.

— Ten cuidado de golpear tan arriba. Una chispa, una sola i nos achicharramos todos en este infierno. Acércate, ven a ver, agregó agachándose al pié del muro.

— Pon la mano aquí ¿qué sientes?

— Algo así como un vientecito que sopla.

— No es viento, camarada, es el grisú. Ayer tapamos con arcilla varias rendijas, pero esta se nos escapó.

La galeria debe de estar llena del maldito gas.

I para cerciorarse levantó la lámpara de seguridad por encima de su cabeza: la luz se alargó creciendo considerablemente, visto lo cual por el obrero bajó el brazo con rapidez

— ¡Diablo! dijo, hai aquí grisú para hacer saltar la mina entera.

Aquel muchacho cuya edad fluctuaba entre los dieciocho i diecinueve años era conocido con el singular apodo de Viento Negro. Pendenciero i fanfarron, de fuertes i recios miembros, abusaba de su vigor físico con los compañeros jeneralmente mas débiles que él por lo cual era mui poco estimado entre ellos. En su rostro picado de viruelas, habia una firmeza i resolucion que contrastaba notablemente con los semblantes tímidos e inespresivos de sus camaradas.

El obrero i el muchacho fueron a proseguir su conversacion sentados en una viga.

— Ya ves, decia el primero, estamos, vaya el caso, dentro del cañon de una escopeta, en el sitio en que se pone la carga, i señalando delante de él la alta galeria continuó:

— Al menor descuido, una chispa que salte o una lámpara que se rompa, el Diablo tira del gatillo i sale el tiro. En cuanto a los que estamos aquí haríamos sencillamente el papel de perdigones.

Viento Negro no contestó. En lo alto del túnel vió brillar la luz de la linterna del injeniero. El otro tambien la habia visto i levantandose ambos con premura fueron a proseguir la interrumpida tarea.

El muchacho cojió el combo i se dispuso a golpear la viga, pero su compañero se lo impidió diciéndole:

— ¡No ves, torpe, que eso es inútil!

— Pero ahí vienen i es preciso hacer algo.

— Yo no hago nada i cuando lleguen diré que me den otro ayudante, porque tu para nada te cuidas de mis observaciones.

I de nuevo se enconó la discusion, i hubieran llegado a las manos si la presencia de los superiores no lo hubiese impedido. Jefe i subalterno examinaron con atencion los revestimientos i mui luego la mirada vijilante del capataz se fijó en la viga objeto de la disputa.

¿Qué es esto, Juan? dijo.

— Es por culpa de éste, señor, respondió el obrero, señalando al muchacho, hace lo que le da la gana i no obedece mis órdenes.

Los ojos penetrantes del capataz se clavaron en Viento Negro i esclamó de pronto en tono de amenaza:

— ¡Ah eres tú el que cortó ayer la cuerda de señales del departamento de los capataces! Tienes cinco pesos de multa por la fechoria.

— ¡No he sido yo! rujió el interpelado pálido de cólera.

El capataz se encojió de hombros con indiferencia, pero viendo la inmovilidad del obrero i la furiosa mirada que brotaba de sus ojos, le gritó con imperio:

— ¿Qué haces ahí, maldito holgazan? ¡Pronto, a quitar ese madero!

El muchacho no se movió. En su alma inculta e indómita aquella multa que tan injustamente se le aplicaba, prodújole el efecto de un latigazo, irritando hasta la exasperacion su fiero i resuelto carácter.

El capataz furioso por aquel insólito des conocimiento de su autoridad cojió del cuello al desobediente i dándole un empellon hacia adelante remató la agresion aplicándole un violento puntapié por detras, ¡Jamas lo hubiera hecho! Viento Negro se revolvió contra él como un tigre i asestándole una tremenda cabezada en mitad del pecho lo tendió exánime en el duro pavimento.

El injeniero que cerca de allí hacia anotaciones en su cartera i que, impuesto de la disputa se preparaba a intervenir, se volvió al oir el golpe de la caida i percibiendo una sombra que se deslizaba pegada al muro, de un salto se puso delante, cerrándole el paso. El fujitivo quiso evadirse por el otro lado, pero un puño de hierro lo cojió de un brazo i lo arrastró como una pluma al fondo del túnel.

Sentado en una piedra, rodeado por los obreros, el capataz vuelto de su pasajero desvanecimiento, respiraba con dificultad. Al ver a su agresor quiso abalanzarse sobre él, pero un ademan del injeniero lo contuvo.

— Le ha dado una cabezada en el pecho, dijeron los obreros, contestando a la mirada interrogadora del jefe, quien sin soltar el brazo de su prisionero, lo condujo frente de la viga i le ordenó con tono tranquilo casi amistoso:

— Ante todo vas a colocar este soporte en su sitio.

— He dicho que no quiero trabajar, repuso con voz sorda i opaca, Viento Negro.

I yo te digo que trabajarás, si no te basta el martillo puedes ensayar las cabezadas en las que eres tan diestro.

Una esplosion de risas saludó la cuchufleta que hizo palidecer de rabia el desfigurado rostro del obrero, quien paseó a su alrededor una mirada de fiera acorralada en la que brillaba la llama sombria de una indomable resolucion. I, de pronto, contrayendo sus músculos dió un salto hacia adelante tratando de pasar por el espacio descubierto entre el cuerpo del injeniero i el muro del corredor. Pero un terrible puñetazo que le alcanzó en pleno rostro lo arrojó de espaldas con estremada violencia.ç

Se incorporó apoyándose en las manos i las rodillas, una feroz patada en los riñones lo echó a rodar de nuevo por entre los escombros de la galeria. Los testigos de aquella escena no respiraban i seguian con avidez todas sus peripecias.

Viento Negro, lleno de lodo, espantoso, sangriento, se puso de pié. Un hilo de sangre brotaba de su ojo derecho e iba a perderse en la comisura de los labios, pero con paso firme se adelantó i cojiendo el combo se puso a descargar furiosos golpes en la inclinada viga.

La sonrisa del orgullo satisfecho resplandecia en la ancha faz del inieniero. Habia domado la fierecilla i a cada furibundo golpe que hacia resbalar el madero sobre la roca repetia plácidamente

— ¡Bien, muchacho, bravo, bien, bien!

El capataz fué el único que percibió el peligro, pero solo alcanzó a ponerse de pié.

En la negra techumbre brillaron unas tras otras algunas grandes chispas. Viento Negro habia dejado deslizarse por sus manos el mango del combo hasta su estremidad i la masa de acero al rozar las agudas aristas de la roca habia producido en ellas el efecto fulminante del choque del eslabon con el pedernal.

Una llama azulada recorrió velozmente el combado techo del túnel i la masa de aire contenida entre sus muros se inflamó convirtiéndose en una inmensa llamarada. Los cabellos i los trajes ardieron, i una luz vivísima, de estraordinaria intensidad, iluminó hasta los rincones mas ocultos de la inclinada galeria.

Pero aquella pavorosa vision solo duró el brevísimo espacio de un segundo: un terrible crujido conmovió las entrañas de la roca i los seis hombres envueltos en un torbellino de llamas, de trozos de maderas i de piedras, fueron proyectados con espantosa violencia a lo largo del corredor.



Al sordo estallido de la formidable esplosion los habitantes del pequeño caserio se agolpáron a las puertas i ventanas de sus viviendas i fijando sus azorados ojos en las construcciones de la mina, presenciaron llenos de espanto algo como la repentina erupcion de un volcan.

Bajo el cielo azul, sereno i límpido, sin asomo de humo, ni de llamas, los maderos de la cábria arrancados de sus sitios por una fuerza prodijiosa, fueron lanzados hacia arriba en todas direcciones: una de las jaulas de hierro, recorriendo el angosto tubo del pozo, como un proyectil el ánima de un cañon, subió recta hasta una inmensa altura.

Los moradores de la poblacion minera, en su mayor parte mujeres i niños, se abalanzaron en confuso tropel hácia el pique, donde todo era confusion i desórden: los obreros corrian de un lado para otro, despavoridos sin hallar qué hacer. Mas la presencia de ánimo del capataz de turno los tranquilizó un tanto i bajo su direccion pusiéronse a trabajar con febril actividad. Las jaulas habian desaparecido i con ellas uno de los cables, pero el otro estaba aun intacto enrrollado en la bobina. Con rapidez se montó una polea sobre la boca del pozo i atando un cubo de madera a la estremidad del cable quedó todo listo para efectuar la bajada. El capataz i dos se disponian ya a llevar a efecto esta operacion cuando una espesa humareda que empezó a brotar desde abajo se lo impidió i hubo que aguardar que los ventiladores barrieran aquel obstáculo.

Entretanto las mujeres enloquecidas habian invadido la plataforma dificultando grandemente los trabajos de salvamento, i los obreros para tener despejado el sitio de la maniobra tenian que rechazarlas a empellones i puñetazo limpio. Sus alaridos aturdian impidiendo oir las voces de mando de capataces i maquinistas.

Por fin el humo se disipó i el capataz i los obreros se colocaron dentro del cubo; dióse la señal de bajada i desaparecieron en medio del mas profundo silencio.

Frente a la galeria de entrada abandonaron la improvisada jaula i penetraron al interior. Una calma aterradora reinaba allí, no se veia un rayo de luz i todo estaba limpio de obstáculos: no habia rastros de vagonetas ni de maderos; las poleas, los cables, las cuerdas de señales, todo habia sido barrido por la violencia del aire empujado por la esplosion. Aquella soledad los sobrecojió i una angustia mortal oprimió sus corazones: ¿Habían muerto todos los compañeros?

Pero, de pronto, aparecieron gran numero de luces i se encontraron rodeados por un compacto grupo de trabajadores. Al sentir la conmocion habian corrido presurosos hacia el punto de salida, mas al desembocar en la galeria central los habia detenido el humo i el aire irrespirable que llenaba esa parte de la mina. Nada sabian de los obreros de la entrada del pique, sin duda habian sido sepultados junto con los escombros en lo mas hondo del pozo.

Las opiniones estaban acordes en que la esplosion se habia producido en el nuevo túnel i que debian de haber perecido en ella la cuadrilla de apuntaladores, el injeniero jefe i el capataz mayor de la mina.

Un grito unánime resonó: ¡Vamos allá! i todos se pusieron en movimiento, pero la voz enérjica del capataz los detuvo:

— Nadie se mueva, dijo con autoridad, la galeria está llena de viento negro. Lo primero es activar la ventilacion. Ciérrense las compuertas de la segunda galeria para que el aire del ventilador obre directamente sobre el túnel. Despues veremos lo que hai que hacer.

Miéntras algunos se precipitaban a ejecutar aquellas órdenes, el barretero Tomas, un moceton alto i robusto, se acercó i con tono resuelto, dijo:

— Yo iré allá si hai quien me acompañe. Es cobardia abandonar así a los compañeros. Puede haber alguno vivo todavia.

— ¡Si, si! Vamos!, esclamaron una veintena de voces.

El capataz trató de disuadirlos, diciéndoles que era correr inutilmente a una muerte casi segura. Que hacia mas de dos horas que se habia producido el estallido i que por consiguiente los jefes i camaradas estaban sin duda alguna, muertos i bien muertos. Pero, viendo que no le escuchaban accedió para evitar mayores desgracias a lo propuesto por el obrero, quien despues de una violenta disputa, pues todos querian ser de la partida, elijió tres acompañantes, con los cuales se puso inmediatamente en marcha.

A la entrada del túnel los cuatro hombres se arrodillaron e hicieron la señal de la cruz, en seguida, unos tras otros con las lámparas en alto, penetraron en la galeria que por su elevacion les permitia andar derechos sin encorvarse. Mui pronto sintieron latidos en las sienes i zumbidos en los oidos. A cien metros el que iba a la cabeza sintió un golpe a sus espaldas: el obrero que lo seguia habia caido. Sin pérdida de tiempo lo levantaron i lo arrastraron rápidamente hacia afuera. Reemplazósele con presteza i el pequeño grupo volvió de nuevo a internarse en el correddor.

Cuando les faltaba un centenar de metros para llegar al final, encontraron el primer cuerpo. Una ojeada les bastó para comprender que es imposible conservara un resto de vida: estaba hecho pedazos. Algunos pasos mas i tropezaron con el segundo, luego con el tercero, el cuarto i el quinto. El último era el del capataz a quien reconocieron por sus gruesos zapatos claveteados.

Faltaba el inieniero, i sin detenerse siguieron avanzando, pero de pronto delante de ellos se desprendió un grueso bloque que cayó con gran estruendo, levantando una nube de polvo. Hallábanse en el sitio de la esplosion: el suelo estaba sembrado de escombros, los revestimientos habian sido arrancado en gran parte i la techumbre principiaba a ceder. Se detuvieron un instante indecisos; mas, luego, pasando por encima del obstáculo prosiguieron el avance, cautelosos, con el oido atento a los chasquidos precursores de los derrumbes i sintiendo a cada paso el golpe seco de algun desprendimiento. Caminaron así algunos metros cuando de improviso resonó un crujido. Tomas que era el primero del grupo recibió un golpe en un hombro que lo hizo vacilar sobre sus piernas: se volvió lleno de angustia: una espesa polvareda le impedia ver. Adelantó con precaucion i sus dientes castañetearon: delante de él i cerrándole el paso habia un monton de piedras de mas de un metro de elevacion i que abarcaba todo el ancho de la galeria. De un salto cayó sobre aquel sepulcro i empezó a remover furiosamente los escombros, tarea que secundaron en breve los compañeros que llegaban, pero despues de grandes esfuerzos solo encontraron tres cadáveres.

Miéntras algunos recojian los muertos los demas rejistraban los rincones en busca del injeniero cuya estraña desaparicion despertaba en sus espíritus supersticiosos la idea de que el Diablo se lo habia llevado en cuerpo i alma.

De pronto alguien gritó con fuerza:

— ¡Aquí está!

Todos acudieron i alumbraron con sus lámparas. En un recodo de la galeria, pegado al techo i en el eje destinado a sostener la polea del cable, en la estremidad que apuntaba al fondo del túnel, habia un gran bulto suspendido. Aquella masa voluminosa que despedia un olor penetrante de carne quemada, era el cuerpo del injeniero jefe. La punta de la gruesa barra de hierro habíale penetrado en el vientre i sobresalia mas de un metro por entre los hombros Con la terrible violencia del choque, la barra se habia torcido i costó gran trabajo sacarlo de allí. Retirado el cadáver, como las ropas convertidas en pavesas se deshacian al mas lijero contacto, los obreros se despojaron de sus blusas i lo cubrieron con ellas piadosamente. En sus rudas almas no habia asomo de odio ni de rencor. Puestos en marcha con la camilla sobre los hombros respiraban con fatiga bajo el peso aplastador de aquel muerto que seguia gravitando sobre ellos, como una montaña en la cual la humanidad i los siglos habian amontonado soberbia, egoismo i ferocidad.