El hombre del terrón de azúcar
Cuento: El hombre del terrón de ázucar
José Baroja
Valdivia, Chile
Cuento ganador del XIII Concurso literario “Gonzalo Rojas Pizarro” (2015)
Para mi querida Agustina
El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha falta. Pablo Neruda
El viento abrió de golpe la mampara de vidrio. Un minúsculo cartelito que decía “abierto” estuvo a punto de sucumbir por el vaivén; pero no cayó. No era la primera vez que una violenta brisa saludaba a los clientes de ese local del centro de Santiago. No obstante, a veces, ella se dejaba acompañar por algún consumidor habitual o, si había suerte, por un nuevo comensal. Sin duda, había una complicidad casi mágica entre el fenómeno eólico y el éxito del pequeño local, ubicado, como la tradición reza para estos lugares, cerca de Merced. O, al menos, así lo recuerdo.
En efecto, recuerdo es la palabra, ya que recuerdo que esa tarde, si es que ya era tarde, el viento abrió de golpe la mampara de vidrio. Un incidente común para la mayoría de quienes, después del trabajo, degustaban un café y una medialuna; pero no así para un niño de actitudes inocentes que acompañaba a su bonita madre. Tampoco para mí, no tan inocente. No, definitivamente, ni para ese niño ni para mí, fue tan común lo que sucedió. Después de todo, yo escribiría este relato años más tarde; mientras que él haría notar a su escéptica madre, sólo unos minutos después de que el viento abriera de golpe la mampara, el místico ingreso de un hombre de curiosa vestimenta. Así pasó, según recuerdo.
“Místico” sería la interpretación que yo hago ahora de ese sujeto. En el momento, seguramente lo vi como un hombre extravagante, como muchos, vestido de azul y acompañando al viento. Recuerdo, además, que él usaba un bastón, un sombrero de hongo y unas colleras con forma de océano, entre otros detalles que quizás lo hubieran hecho destacar a primera hora de la mañana, especialmente en el tren subterráneo de Santiago, pero no al final de la jornada laboral, donde el mundo parece convertirse en una representación de autocomplacencia. Y para qué andar con rodeos, tan extraño no parecía en una calle como Merced.
Recuerdo que este peculiar hombre, tras ingresar al local se ubicó en una esquina, en una pequeña mesa con una sola silla, imperceptible para la mayoría, y pidió un café. Recalco que imperceptible para la mayoría, pues recordarán que un niño sí lo había notado. Niño más despierto que cualquier adulto que conozca, a cualquier hora del día, y quien, pleno de curiosidad, no podía dejar de observar a este particular sujeto desde el momento mismo en que entró. Además, estaba sentado casi frente a él. Sus gestos, sus gesticulaciones, la forma en que sacó un pañuelo dorado y lo posó sobre la mesa, eran tan impecables que aún me extraña que nadie más lo notara. Sí, podría decir que tuvimos cierta complicidad con aquel pequeño de unos seis o siete años. Yo entonces tenía veintisiete.
El hombre hizo un gesto preciso, vale decir, como todo lo que él hacía desde que el viento lo había invitado a pasar: un dedo alzado, casi como un asta de bandera, solicitaba una atención. De inmediato, una guapa mesera de pelo oscuro y ojos vacíos se le acercó con una taza de café: no había pedido nada más, interpreté. Delicadamente ella lo colocó sobre la mesa. Luego, miró al cliente sin mirarlo y se fue contoneando sus caderas hacia el interior del negocio. El hombre sólo se dedicó a observar la mesa desde que había bajado el dedo solicitador. Aunque, un gesto del pequeño, a quien yo también observaba de reojo, me avisó de un leve brillo en las pupilas del curioso hombre.
El hombre vestido de azul, con un bastón, con colleras ahora color de océano, un sombrero de hongo y una particular sonrisa, llevó su mano al bolsillo derecho. Sólo un espectador, además de mí, seguía el movimiento de esa misteriosa mano cuando sacó un terrón de azúcar para, acto seguido, colocarlo sobre la mesa. Casi de inmediato, el hombre solicitó otro café con su delgado dedo alzado, como si del pabellón patrio se tratara. Sí, como leen, ni siquiera había probado el primero ni realizado movimiento alguno por este: seguía allí, intacto, inmaculado sobre la mesa del local. Entonces, la coqueta mesera llevó otro café. Ni siquiera preguntó, ni le extrañó la actitud del cliente, simplemente ignoró cualquier pregunta que pudiera haber nacido de su ahogada curiosidad. Probablemente, las excentricidades de quienes visitaban el local le daban exactamente lo mismo, en especial si a éstos los acompañaba una gloriosa propina.
El acto se repitió siete veces. Siete tazas con café hasta el borde se sirvieron, pero ninguna fue tocada por él. Cabrá mencionar que también fueron siete veces las que el hombre vestido de azul, con sombrero de hongo, bastón y corbatín, llevó su mano a uno de sus dos bolsillos, sacó un terrón de azúcar y lo posó sobre la mesa. Lo curioso era que el resto del local parecía absorto en una especie de sonambulismo, en que nada más existía fuera del breve espacio designado con base en la promesa de un pago servicial. No crean que el niño no había intentado llamar la atención de su madre, pero ella había respondido encantadoramente: “Sí, qué bonito hijo”, por lo que todo intento de más auditorio había sido infructuoso.
Yo observaba. El pequeño también observaba cómo siete tazas de café irreprochables eran distribuidas por este místico sobre la brevísima mesa del local que lo albergaba tras haber sido invitado por el viento. En efecto, ambos contemplamos cómo sin sacarse siquiera el sombrero de hongo, el hombre había extraído del bolsillo de su chaqueta azul un compás, una escuadra y una regla y había comenzado a medir la distancia que había entre una taza y otra. Si alguno hubiera prestado atención, habría notado que él intentaba que la distancia entre cada una de estas fuera idéntica y que la luz se distribuyera de forma igualitaria. El café se enfriaba, pero él sólo hacía movimientos de satisfacción al ubicar las tazas en el lugar previamente dispuesto. El viento sopló de nuevo. La mampara se movió. Nadie entró. De todas formas, a nadie le importaba algo de lo que sucedía ni fuera, ni dentro. En cambio, el niño no se perdía detalle de lo que hacía este hombre. Por ello, no se perdió el momento en que tan hipnotizante sujeto echó un terrón de azúcar en cada taza de café. El gesto técnico fue de una precisión maravillosa. El brazo, el codo, la muñeca, la mano y los dedos parecían estar coordinados de manera perfecta, hasta el punto de que pese a la distancia entre cada taza, daba la impresión de que el hombre no había hecho ningún movimiento innecesario. El niño observó cómo salpicaba un poco de café desde cada tacita al recibir el dulce regalo.
Repentinamente, el hombre se quitó el sombrero. Puso sus brazos sobre la mesa y miró fijamente hacia la profundidad de las tazas. Apoyó su barbilla sobre las manos y sonrió mientras esperaba. Luego silbó y esperó. Volvió a sonreír. El niño estaba expectante. La madre sólo aguardaba que el tiempo pasara. El mundo alrededor ya estaba inconscientemente muerto. Recuerdo que, probablemente, sólo yo fui capaz de ver en el niño que algo pasaba sobre la mesa de aquel hombre; sin embargo, tengo la certeza de que ese algo ocurrió. El pequeño me ayudaría después a completar mi relato.
El muchacho se refregó los ojos. Asombrado llamó a su madre, quien, complacientemente, miró al hombre de azul, pero no vio nada. Rápidamente regresó a lo suyo pidiéndole al pequeño que se comiera lo que habían pedido o se enojaría con él. El niño sonrió con una mueca de por medio. Miró fijamente al hombre en busca de respuestas. De súbito, notó nuevamente cómo un pececito de colores había saltado de una taza a otra; aun había gotas de café sobre la mesa. El pequeño no podía creerlo, el hombre no dejaba de sonreír. ¿De dónde había salido? Yo aquí me limito a transcribir lo que el niño me contaría haber visto.
Incrédulo, el pequeño no apartó la vista hasta convencerse de que era una verdad. Nuevamente, con el mismo impulso y velocidad, el pececito de color saltaba hacia la otra taza de café. El salto era idéntico, lo que explicaba la preocupación del misterioso hombre de que todo estuviera dispuesto de forma precisa. No una, catorce veces lo volvió a hacer. Catorce veces brillaron los ojos del niño. Yo lo vi, en él. Entonces, el pequeño no se aguantó las ganas, bajó de su asiento y se acercó al sujeto del bastón. Su madre no lo notó. El hombre no dijo nada: sólo lo miró. Llevó su mano al bolsillo: ¡Un terrón de azúcar! El pequeño se alejó sonriendo, pues tenía el dulce secreto entre sus manos. Ávidamente comenzó a organizar las cosas en su propia mesa: había aprendido algo nuevo del mundo y quería apropiarse de ello. Movió la sal, la copa de helado que su madre le había comprado, el café de ella… Todo parecía dispuesto. Por eso fue especialmente triste cuando escuchó un: “¿Qué estás haciendo?”, un “pórtate bien”, “los niños buenos no hacen eso”. Triste, porque se vio obligado a guardar en el bolsillo de su pantalón el mágico regalo para evitar así que este terminara en un amargo café. Craso error, porque en su casa, al echar el pantalón en la lavadora, nada quedaría.
Repentinamente, recuerdo que la garzona se acercó a la mesa del hombre con un papel. Esto sí lo vi. El niño observó cómo ella se enojaba ante el movimiento negativo de la cabeza del elegante caballero, del mágico hombre, quien ahora mostraba unos bolsillos vacíos. Unos minutos después, unos hombres de verde entraban antes que el viento moviera la mampara, lo tomaban con poca gentileza de los brazos y se lo llevaban con la misma velocidad con la que entraron. Nadie se percató ni se enteró de lo que había sucedido, excepto el niño con un terrón de azúcar en sus pantalones. Luego me diría que siguió observando cómo un pececito de colores saltaba de taza en taza en la bandeja con los trastos sucios que una ofuscada mesera llevaba hacia la cocina.
Recuerdo que cuando me acerqué a completar lo que hasta entonces era sólo un acto de fe, su madre sólo atinó a señalar que hay gente muy patuda en este mundo, que pide café y no es capaz de pagar. Yo no olvidé. El niño tampoco.