El hombre mediocre (1913)/El hombre mediocre

De Wikisource, la biblioteca libre.
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

EL HOMBRE MEDIOCRE

«Cacciarli i ciel per non esser men belli,
Né le profondo Inferno li riceve...»

Dante. Inferno. Canto III.

I. «¿ÁUREA MEDIOCRITAS?»—II. DEFINICIÓN DEL HOMBRE MEDIOCRE.—III. FUNCIÓN SOCIAL DE LA MEDIOCRIDAD.—IV. LA VULGARIDAD.

I.—«¿Áurea mediocritas?»

Hay cierta hora en que el pastor ingenuo se asombra ante la naturaleza que le envuelve. La penumbra se espesa, el color de las cosas se uniforma en el gris homogéneo de las siluetas, la primera humedad crepuscular levanta de todas las hierbas un vaho de perfume, aquiétase el rebaño para prepararse al sueño, la remota campana tañe su aviso plañidero. Al caer sobre las cosas la liviana claridad lunar se emblanquece; algunas estrellas inquietan con su titilación el firmamento y un lejano rumor de arroyo brincante en las breñas parece conversar de misteriosos temas. Sentado en la piedra menos áspera que encuentra al borde del camino, el pastor contempla y enmudece, invitado á meditar por la convergencia del sitio y de la hora. Su admiración primitiva es simple estupor. La poesía natural que le rodea, al reflejarse en su imaginación, no se convierte en poema. Él es, apenas, un objeto en el cuadro, una pincelada: como la piedra, el árbol, la oveja, el camino; un accidente en la penumbra. Para él todas las cosas han sido siempre así y seguirán siéndolo, desde la tierra que pisa hasta el rebaño que apacienta.

La inmensa masa de los hombres piensa con cabeza de ingenuo pastor: no entendería el idioma de quien le explicara la evolución del universo ó de la vida. Sus rutinas y sus prejuicios parécenle eternamente invariables; su obtusa imaginación no concibe perfecciones pasadas ni venideras; el estrecho horizonte de su experiencia constituye el límite forzoso de su mente. No puede formarse un ideal. Encontrará en los ajenos una chispa capaz de encender su fanatismo; será sectario, puede serlo. Nunca será idealista; es imposible. Y no advertirá siquiera la ironía de cuantos le invitan á arrebañarse en nombre de ideales que puede servir, no comprender. Todo ideal, seguido por muchedumbres, sólo es pensado por pocos visionarios que son sus amos. Para concebir una perfección es indispensable cierta cultura. Los hombres bastos pueden tener fanatismos, ideales jamás. Viven de dogmas que otros les imponen, esclavos de fórmulas invariables, paralizadas por la herrumbre del tiempo: enemigos naturales de todo amanecer y de toda cumbre. Individualmente son hombres que no existen. No inspiran simpatías ni rencores acentuados. No admiran ni espantan. Sería difícil decidir qué son más, si inútiles ó inofensivos. Aisladamente no obstan á los caracteres originales: su existencia pasa inadvertida. Cruzan el mundo como sombras insubstanciales, temiendo que alguien pueda reprocharles esa osadía de existir en vano, como contrabandistas de la vida.

Y lo son. Aunque los hombres carecemos de misión transcendental sobre la tierra, en cuya superficie vivimos por igual motivo que la rosa y el gusano, es necesario que algún ideal ennoblezca nuestra existencia: los más altos placeres son inherentes á proponerse una perfección y perseguirla. Las existencias vegetativas no tienen biografía: no vive el que no deja rastros en las cosas ó en los espíritus. La vida sólo vale por el uso que de ella hacemos, por las obras que realizamos. No ha vivido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor algún ideal; las canas denuncian la vejez, pero no dicen cuánta juventud la precedió. La medida justa del hombre está en la duración de sus obras: la inmortalidad es el privilegio de quienes las hacen sobrevivientes á los siglos, y por ellas se mide. El poder que se maneja, los favores que se mendigan, el dinero que se amasa, las dignidades que se consiguen, tienen cierto efímero valor para los apetitos del mediocre. Pero hay algo que embellece los placeres y califica la vida del idealista: la afirmación de la propia personalidad y la cantidad de hombría aquilatada en la dignificación de nuestro yo. Vivir es aprender, para ignorar menos; es amar, para vincularnos á una parte mayor de humanidad; es admirar, para compartir las excelencias de la naturaleza y de los hombres; es un esfuerzo por mejorarse, un incesante afán de elevación hacia ideales definidos. Muchos nacen; pocos viven. Los hombres mediocres son innumerables y vegetan moldeados por su rebaño, como cera fundida en el cuño social. Su moralidad exigua y su inteligencia acorchada sujétanles á perpetua disciplina del pensar y de la conducta; su existencia es puramente negativa como unidades sociales. Sirven de cemento ó cañamazo para sostener á los que viven y piensan.

Nunca se eleva sobre el nivel de los prejuicios colectivos: el mediocre es áptero, no puede volar. Forma legión. Desgóznase cada uno hasta acomodarse á la conducta común de la grey; está bien mediocrizado cuando ningún rasgo permite individualizarlo. Al clasificar los caracteres humanos en sensitivos y activos, Ribot comprendió la necesidad de separar los mediocres, cuya característica es no tener ninguna: «indiferentes», viven sin que se advierta su existencia. Son productos adventicios del medio, de las circunstancias, de la educación que reciben, de las personas y las cosas que los rodean. La sociedad piensa y quiere por ellos. No tienen voz, son un eco. No hay líneas definidas ni en su propia sombra: es una penumbra.

En los idealistas hay profundidades ó encrespamientos sublimes, como en el océano; en los mediocres la superficie dilátase en quietud imperturbable, como en las ciénagas. Son el lastre de la sociedad: es su destino oponerse al impulso de los originales. Hay en el fondo de su psicología una espesa pincelada gris. La falta de personalidad los hace igualmente incapaces de bien y de mal, si de su iniciativa depende. Desfilan á hurtadillas, inadvertidos, sin aprender ni enseñar, diluyendo en tedios su insipidez tranquila, vegetando en la sociedad que ignora su existencia: ceros á la izquierda que nada califican y para nada cuentan. Su falta de robustez moral háceles ceder á la más leve presión, sufrir todas las influencias, altas y bajas, grandes y pequeñas, transitoriamente arrastrados á la altura por el más leve céfiro ó revolcados por la ola menuda de un arroyuelo. Barcos de amplio velamen, pero sin timón, no saben adivinar su propia ruta: ignoran si irán á varar en una quieta playa arenosa ó á quebrarse estrellados contra un escollo.

Están en todas partes, aunque en vano buscaríamos uno solo que se conociera; si lo halláramos sería un original, por el simple hecho de enrolarse en la mediocridad. ¿Quién no se atribuye alguna virtud, cierto talento ó un firme carácter? Muchos cerebros torpes se envanecen de su testarudez, confundiendo esa cualidad mediocre con la firmeza, que es don de pocos elegidos; los bribones se jactan de su bigardía y desvergüenza, equivocándolas con el ingenio; los serviles y los parapocos pavonéanse de honestos, como si la incapacidad del mal pudiera en caso alguno confundirse con la virtud. Prescindiendo, pues, de la buena opinión que todo mediocre tiene de sí mismo, estudiaremos la mediocridad objetivamente, en sus aspectos fundamentales.

Ningún hombre es excepcional en todas sus aptitudes; pero son mediocres, á carta cabal, los que no descuellan en ninguna.

Solicitan nuestra curiosidad por el solo hecho de rodearnos. Aunque aisladamente no merezcan atención, en conjunto son instructivos.

Desfilan bajo nuestro lente como simples casos de historia natural, con tanto derecho como los genios y los imbéciles. Existen: hay que estudiarlos. El moralista dirá si la mediocridad es buena ó mala; al psicólogo le es indiferente: observa los caracteres, los describe, los compara y los clasifica, de igual manera que otros naturalistas observan fósiles ó mariposas.

Su existencia es necesaria. En todo lo que presenta grados hay mediocridad; en la escala de la inteligencia humana el hombre mediocre es el claro-obscuro entre el talento y la estulticie. No diremos, por eso, que toda mediocridad es loable. Horacio no dijo «áurea mediocritas» en el sentido general y absurdo que proclaman los incapaces de sobresalir por su ingenio, por sus virtudes ó por sus obras. Otro fué el parecer del poeta: poniendo en la tranquilidad y en la independencia el mayor bienestar del hombre, enalteció los goces de un pasable vivir que dista por igual de la opulencia y de la miseria, llamando áurea á esa mediocridad material. En cierto sentido epicúreo, su sentencia es verdadera y confirma el remoto proverbio árabe: «Un mediano bienestar tranquilo es preferible á la opulencia llena de preocupaciones.» Pero inferir de ello que la mediocridad moral, intelectual y de carácter, es digna de respetuoso homenaje, implica torcer la intención misma de Horacio: en versos memorables menospreció á los poetas mediocres, y es lícito extender su dicterio á cuantos hombres lo son de espíritu. ¿Por qué se subvierte el sentido del «áurea mediocritas» clásico? ¿Por qué ese afán de suprimir desniveles entre los hombres y las sombras, como si rebajando un poco á los excelentes y amerengando un poco á los mediocres se amenguaran las desigualdades creadas por la naturaleza? Sórdido anhelo de apelmazar la claridad y la tiniebla, confundiendo en una misma penumbra á los transparentes y á los opacos.

La originalidad les parece herética. Todo perdonan menos esa herejía: ser original es una cosa detestable. Los que tal sentencian inclínanse á confundir el sentido común con el buen sentido, como si enmarañando la significación de los vocablos se pudiera babelizar las ideas correspondientes. Afirmemos el antagonismo. El sentido común es colectivo, eminentemente plebocrático; el buen sentido es individual, prerrogativa de la más absoluta aristocracia: la del ingenio. De esa insalvable heterogeneidad nace la intolerancia de los rutinarios frente á cualquier destello original: estrechan sus filas para defenderse, como si fuera crimen la desigualdad. En vano las mediocracias resuelven ignorar que esos desniveles son un postulado fundamental de la psicología. Las costumbres y las leyes pueden establecer derechos comunes á todos los hombres: éstos serán siempre tan desiguales como las olas que erizan la superficie de un Océano.

En la lucha de la mediocridad contra los ideales, de lo vulgar contra lo excelente, confúndese el elogio á lo subalterno con la difamación á lo conspicuo, sabiendo que el uno y la otra conmueven por igual á los espíritus arrocinados. Las mediocracias contemporáneas tejen su sorda telaraña en torno de los genios, los santos y los héroes, velando su gloria ante la multitud: ciérrase el corral cada vez que cimbra en las cercanías el aletazo inequívoco de un águila.

La desigualdad humana no es un descubrimiento moderno. Plutarco escribió, ha siglos, que «los animales de una misma especie difieren menos entre sí que unos hombres de otros». (Obras morales, vol. 3.) Montaigne suscribió esa opinión: «Hay más distancia entre tal y tal hombre, que entre tal hombre y tal bestia: es decir, que el más excelente animal está más próximo del hombre menos inteligente, que éste último de otro hombre grande y excelente». (Ensayos, vol. I. cap. XLII.) Ajenos á las sugestiones de la moral mediocrática, los psicólogos seguimos creyendo en la desigualdad humana; ella será en el porvenir tan absoluta como en tiempos de Plutarco ó de Montaigne.

Hay hombres mentalmente inferiores al término medio de su raza, de su tiempo y de su clase social; también los hay superiores. Entre unos y otros fluctúa una gran masa imposible de caracterizar por inferioridades ó excelencias.

Los psicólogos no suelen ocuparse de estos seres arrebañados; el arte los desdeña por incoloros; la historia no sabe sus nombres. Son poco interesantes; en vano buscaríase en ellos la arista definida, la pincelada firme, el rasgo característico. De igual desdén les cubren los moralistas; no merecen el desprecio, fustigador de perversos, ni la apología, reservada á los virtuosos. Pero, en conjunto, pueden estudiarse. Son los puntales de la mediocridad, constituyen un régimen, representan un sistema especial de intereses inconmovibles; ellos subvierten la tabla de los valores morales, falsean nombres, desvirtúan conceptos: pensar es un desvarío, la dignidad es irreverencia, es lirismo la justicia, la sinceridad es tontería, la admiración una imprudencia, la pasión una ingenuidad, la virtud una estupidez...

Sustraídos á la curiosidad del sabio por la coraza de su insignificancia, fortifícanse en la cohesión del total. Aunque privados de ese impulso que se resuelve en esfuerzo por ser más ó mejor, que es la vida misma, la complicidad del régimen suple muchas lagunas de sus biografías, disputándolas al anónimo. Pero en vano: si el deseo de la gloria entrega al pincel de un artista la efigie de un personaje mediocre, el tiempo hace impersonal el retrato y conserva el nombre del retratista; y cuando sus lacayos le costean un bronce, debajo del verdín que lo recubre parecen filtrarse rojizos resplandores, como si un pudor incontenible lo encendiera internamente.

Estudiemos á estos enemigos de todo ideal, rebeldes á la perfección, ciegos á los astros. Existe una vastísima bibliografía de inferiores é insuficientes, desde el criminal y el delirante hasta el retardado y el idiota; hay, también, una rica literatura consagrada á estudiar el genio y el talento, amén de que historia y arte convergen á mantener su culto. Unos y otros son, empero, excepciones. Lo habitual no es el genio ni el idiota, no es el talento ni el imbécil. El hombre común, el que nos rodea á millares, el que prospera y se reproduce en el silencio y en la tiniebla, es el mediocre. Aislado, no asombra al observador, pero su conjunto es omnipotente en ciertos momentos de la historia: cuando reina el clima de la mediocridad.

Toca al psicólogo disecar su mente con firme escalpelo, como á los cadáveres el profesor eternizado por Rembrandt en la «Lección de Anatomía»: sus ojos parecen iluminarse al contemplar las entrañas mismas de la naturaleza humana y se acarminan de emoción sus labios al transfundir serenamente la verdad en cuantos le rodean. Tiene la firmeza del que sólo confía en su propia mano para consumar la obra. ¿Por qué no tendemos al hombre mediocre sobre nuestra mesa de autopsias, hasta saber qué es, cómo es, qué hace, qué piensa, para qué sirve?

La etopeya del hombre mediocre constituirá un capítulo básico de la psicología y de la moral.

II.—Definición del hombre mediocre.

La mediocridad es una ausencia de características personales que permitan distinguir al individuo en su sociedad. Ésta ofrece á todos un mismo fardo de rutinas, prejuicios y domesticidades; basta reunir cien hombres para que ellos coincidan en lo impersonal: «Juntad mil genios en un Concilio y tendréis el alma de un mediocre.» Esas palabras la denuncian intrínsecamente: la mediocridad es el bajo nivel de las opiniones colectivas.

Mediocre no significa normal ni equilibrado. El hombre normal no existe. No puede existir: nuestra especie evoluciona sin cesar y sus cambios opéranse desigualmente en numerosos agregados sociales, distintos entre sí. El hombre normal en una sociedad no lo es en otra; el de ha mil años no lo sería hoy, ni en el porvenir.

Si pudiera medirse la mentalidad humana, los valores individuales graduaríanse en escala continua, de lo bajo á lo alto. Entre los tipos extremos existe una masa compacta de sujetos, más ó menos similares, coincidentes en los términos centrales de la serie; en vano buscaríamos allí al representante del llamado «Hombre normal». Aristóteles intentó dar con él; siglos más tarde la peregrina ocurrencia reapareció en el torbellinesco espíritu de Pascal.

Quételet pretendió formular una doctrina científica acerca del «Hombre medio»: su ensayo es una burda exageración del abusado in medio stat virtus. No incurriremos, pues, en el yerro de creer que los hombres mediocres pueden reconocerse por atributos que serían un término medio de los observados en la especie humana. En ese sentido es un producto de estadística, sin corresponder á ningún individuo de existencia real.

Si para Quételet el «Hombre medio» correspondía á una síntesis estadística de la especie, Morel lo consideró un ejemplar de la «edición princeps» de la Humanidad, lanzada á la circulación por el Supremo Hacedor. «La existencia de un tipo primitivo, que el espíritu humano se complace en forjar como la obra maestra de la creación, es un hecho conforme con nuestras creencias; la degeneración humana sólo es concebible como desvío de un tipo primitivo, que contenía en sí los elementos de la continuidad de la especie.» Partiendo de tal concepto, Morel definía la degeneración, en todas sus formas, como una divergencia patológica del perfecto ejemplar originario. De eso al culto por el hombre primitivo había un paso; alejáronse, felizmente, de tal prejuicio los antropólogos contemporáneos. El hombre—decimos ahora—es un animal que evoluciona en las edades más recientes del planeta; no fué creado perfecto en su origen, ni consiste su perfección en volver á sus formas ancestrales.

El concepto de la normalidad humana es relativo á determinado ambiente social: es abstracto. Conviene afirmar, bien alto y en todos los tonos, que hombre mediocre no significa, concretamente, hombre equilibrado: la inercia no es un equilibrio. La mediocridad no es una complicada resultante de energías, sino su ausencia. ¿Cómo confundir á los grandes equilibrados, á Leonardo y á Goethe, con los amorfos? El equilibrio entre dos platillos cargados no puede compararse con la quietud de una balanza vacía. El hombre mediocre no es un modelo, sino una sombra; si hay peligros en la idolatría de los héroes y los hombres representativos, á la manera de Emerson ó Carlyle, más los hay en repetir esas fábulas que confunden la mediocridad con la normalidad, señalando como una aberración ó un crimen toda excelencia del carácter, de la virtud y del intelecto. Bovio ha señalado este grave yerro, pintando al hombre medio con rasgos precisos: «Es dócil, acomodaticio á todas las pequeñas oportunidades, adaptabilísimo á todas las temperaturas de un día variable, avisado para los negocios, resistente á las combinaciones de los astutos; pero dislocado de su mediocre esfera y ungido por una feliz combinación de intrigas, él se derrumba siempre, en seguida, precisamente porque es un equilibrista y no lleva en sí las fuerzas del equilibrio. Equilibrista no significa equilibrado. Ése es el prejuicio más grave, del hombre mediocre equilibrado y del genio desequilibrado.»

En sus más indulgentes comentaristas, ese equilibrio del mediocre opérase entre cualidades poco dignas de admiración; su resultante es capaz de amortiguar la ira más acendrada. Alguna vez, recibió Lombroso un telegrama decididamente norteamericano. Era, en efecto, de un gran diario, y solicitaba una extensa respuesta telegráfica á la pregunta presentada con la sugerente recomendación de un cheque: ¿Cuál es el hombre normal? La respuesta desconcertó, sin duda, á los lectores. Lejos de alabar sus virtudes, hacía un cuadro de caracteres negativos y estériles: «buen apetito, trabajador, ordenado, egoísta, aferrado á sus costumbres, misoneísta, paciente, respetuoso de toda autoridad, animal doméstico.» Fruges consumere natus, que dijo el poeta latino.

Con ligeras variantes, esa definición evoca la que dió Víctor Hehn del «filisteo» alemán: «Producto de la costumbre, desprovisto de fantasía, ornado por todas las virtudes de la mediocridad, llevando una vida honesta gracias á la moderación de sus exigencias, perezoso en sus concepciones intelectuales, sobrellevando con paciencia conmovedora todo el fardo de prejuicios que heredó de sus antepasados.» En estas líneas refléjanse las invectivas, ya clásicas, del poeta Heine contra la mentalidad corriente entre sus compatriotas. Por su parte, Schopenhauer, en sus «Aforismos», definió el perfecto filisteo como un ser que se deja engañar por las apariencias y toma en serio todos los dogmatismos sociales: constantemente ocupado en someterse á las farsas mundanas.

Existen varias definiciones del hombre mediocre, de carácter moral ó estético. Para algunos, la mediocridad consistiría en la ineptitud para ejercitar las más altas cualidades del ingenio; para otros, sería la inclinación á pensar á ras de tierra. Mediocre correspondería á «burgués», por contraposición á «artista»; Flaubert lo definió como «un hombre que piensa bajamente». Juzgada con ese criterio, su personalidad parece detestable. Tal resulta en la magnífica silueta de Hello, traspapelado prosista católico que nos enseñó á admirar Rubén Darío. Distingue al mediocre del imbécil; éste ocupa un extremo del mundo y el genio ocupa el otro; el mediocre está en el centro. ¿Será, entonces, lo que en filosofía, en política ó en literatura, se llama un ecléctico ó un justo-medio? De ninguna manera, contesta. El que es justo-medio lo sabe, tiene la intención de serlo; el hombre mediocre es justo-medio sin sospecharlo. Lo es por naturaleza, no por opinión; por carácter, no por accidente. En todo minuto de su vida, y en cualquier estado de ánimo, será siempre mediocre. Su rasgo característico, absolutamente inequívoco, es su deferencia por la opinión de los demás. No habla nunca; repite siempre. Juzga á los hombres como los oye juzgar. Reverenciará á su más cruel adversario, si éste se encumbra; desdeñará á su mejor amigo, si nadie lo elogia. Su criterio carece de iniciativas. Sus admiraciones son prudentes. Sus entusiasmos son oficiales. Esa definición descriptiva,—análoga á las que repitiera Barbey D'Aurevilly—, posee muy sugestiva elocuencia, pero no es satisfactoria.

El «hombre normal» de Bovio y de Lombroso, corresponde al «filisteo» de Heine, de Schopenhauer y de Hehn, aproximándose ambos al «burgués» antiartístico de Flaubert y Barbey D'Aurevilly. Pero, fuerza es reconocerlo, tales definiciones no precisan gran cosa desde el punto de vista psicológico y social; conviene buscar una más exacta é inequívoca, abordando el problema por otros caminos.

No obstante sus infinitas diferencias, existen grupos de hombres que pueden englobarse dentro de tipos similares; tales clasificaciones, simplemente aproximativas, constituyen la ciencia de los caracteres humanos, la «etología.» Los antiguos fundábanla sobre los temperamentos; los modernos buscan sus bases en la preponderancia de ciertas funciones psicológicas.

Esas clasificaciones, admisibles desde algún punto de vista especial, son insuficientes para el nuestro. Si observamos cualquier rebaño humano, el rango de los hombres que lo componen resulta siempre «relativo» al conjunto: es un valor social. Ése es el nudo del problema. Cada hombre es el producto de dos factores: la herencia y la educación. La primera tiende á proveerle de los órganos y las funciones mentales que le transmiten las generaciones precedentes; la segunda es el resultado de las múltiples influencias del medio social en que el individuo está obligado á vivir. La acción educativa es una adaptación de las tendencias hereditarias á la mentalidad colectiva: una continua aclimatación del individuo en la sociedad.

El niño desarróllase como un animal de la especie humana, hasta que empieza á distinguir las cosas inertes de los seres vivos y á reconocer entre éstos á sus semejantes. Su experiencia individual es, entonces, coadyuvada por las personas que le rodean, tornándose cada vez más decisiva la influencia del medio. Desde ese momento evoluciona como un miembro de su sociedad y sus hábitos se organizan mediante la imitación. El hombre incapaz de imitar no alcanza cierto nivel, permanece «inferior» respecto de la sociedad en que vive. Si la imitación desempeña un papel amplísimo, casi exclusivo, en la formación de la personalidad, actuando por un verdadero mimetismo social, la invención produce, en cambio, las variaciones individuales. Aquélla es conservadora y actúa creando hábitos; ésta es evolutiva y se desarrolla mediante la imaginación. Todos no pueden inventar ó imitar de la misma manera; esas aptitudes se ejercitan sobre la base de cierta capacidad congénita, recibida mediante la herencia psicológica. La adaptación del individuo á su medio depende del equilibrio entre lo que imita y lo que inventa.

La variación individual determina la originalidad, rompiendo las coyundas de la rutina. Variar es ser alguien, diferenciarse es tener un carácter propio, un penacho, grande ó pequeño: emblema, al fin, de que no se vive como simple reflejo de los demás. El símbolo del hombre mediocre es la paciencia imitativa; del hombre superior, la imaginación creadora. El mediocre aspira á confundirse en los que le rodean; eso lo sobrepone al inferior inadaptable. El original aspira á diferenciarse de los demás, sobrepasándolos en pensamiento, en virtudes ó en acción. Mientras el mediocre se concreta á pensar con la cabeza de la sociedad, el original aspira á pensar con la propia. En ello estriba la desconfianza con que es mirado por los mediocres: nada les parece tan peligroso como un hombre que aspira á pensar con su cabeza.

Podemos ya recapitular. Considerando á cada hombre con relación á su medio, tres elementos concurren á formar su personalidad: la herencia biológica, la imitación social y la variación individual.

Todos, al nacer, reciben como herencia de la especie los elementos para adquirir una «personali dad específica» común á todo animal humano, é insuficiente para adaptarlo á la mentalidad social. Ella es propia de los hombres inferiores.

Los más, mediante la educación imitativa, copian de las personas que los rodean una «personalidad social» perfectamente adaptada, condición inherente á todo hombre mediocre.

Una minoría, además de imitar la mentalidad social, adquiere variaciones propias, una «personalidad individual»: patrimonio exclusivo de los hombres originales.

Los miembros de una sociedad estratifícanse en tres categorías: hombres inferiores, hombres mediocres y hombres superiores.

El inferior es un animal humano; en su mentalidad enseñoréanse las tendencias instintivas condensadas por la herencia. Su ineptitud para la imitación le impide adaptarse al medio en que vive; su personalidad no se desarrolla hasta el nivel corriente en su rebaño, viviendo por debajo de la moral ó de la cultura dominantes, y en muchos casos fuera de la legalidad. Esa insuficiente adaptación determina su incapacidad para pensar como los demás.

El mediocre es una sombra proyectada por la sociedad; es por esencia imitativo y está perfectamente adaptado para vivir en rebaño, reflejando las rutinas, prejuicios y dogmatismos reconocidamente útiles para la domesticidad. Así como el inferior hereda el «alma de la especie», el mediocre adquiere el «alma de la sociedad». Su caracte rística es imitar á cuantos le rodean: pensar con cabeza ajena.

El superior es un accidente provechoso para la evolución humana. Es original é imaginativo, desadaptándose del medio social en la medida de su propia variación. Ésta se sobrepone á los atributos hereditarios del «alma de la especie» y á las adquisiciones imitativas del «alma de la sociedad», constituyendo las aristas singulares del «alma individual» que lo distingue dentro de su grey. Es idealista, precursor de nuevas formas de perfección: piensa mejor que la sociedad en que vive.


III.—Función social de la mediocridad.

Todo lo que existe es necesario. Los mediocres son útiles para el equilibrio social: poco importa que ellos se cuenten por millares y los idealistas en dedos de una mano. Sin la sombra ignoraríamos el valor de la luz. La infamia nos induce á respetar la virtud; la miel no sería dulce si el acíbar no enseñara á paladear la amargura; admiramos el vuelo del águila porque conocemos el arrastramiento de la oruga; encanta más el gorjeo del ruiseñor cuando se ha escuchado el silbido de la serpiente. De igual manera todo hombre posee un valor de contraste, si no lo tiene de afirmación; es un detalle necesario en la infinita evolución del protohombre al superhombre. El mediocre, peldaño social entre el imbécil y el genio, representa un progreso comparado con el primero y ocupa su rango si le comparamos con el segundo. Si fuera inútil no existiría: la selección natural habríale exterminado. Ello no ocurre. Sus idiosincracias son relativas al medio y al momento en que actúa. Es tan necesario para la sociedad como las palabras para el estilo; pero no basta alinearlas para crearlo. La mediocridad yace en el diccionario; el estilo es una originalidad individual.

Los temperamentos idealistas, románticos, imaginativos, sea cual fuere su escuela filosófica ó su credo literario, le son hostiles. Toda moral individualista ó estética condena la mediocridad: desde Renán y Hugo hasta Guyau y Flaubert. La creación de belleza es un esfuerzo original; la historia del arte conserva los nombres de pocos creadores y olvida á innúmeros secuaces que los imitan.

Pero ante la moral social, utilitaria siempre, los mediocres encuentran una justificación, como todo lo que existe por necesidad. El contraste eterno entre las fuerzas que pujan en las sociedades humanas, se traduce por la lucha entre dos grandes actitudes que agitan la mentalidad colectiva: el espíritu conservador ó rutinario y el espíritu original ó de rebeldía.

Bellas páginas les consagró Dorado. Cree imposible dividir la humanidad en dos categorías de hombres, los unos rebeldes en todo y los otros en todo rutinarios; si así fuera, no sabría decirse cuáles interpretan mejor la vida. No es factible un vi vir inmóvil de gentes todas conservadoras, ni lo es un instable ajetreo de rebeldes é insumisos, para quienes nada existente sea bueno y ningún sendero digno de seguirse. Es verosímil que ambas fuerzas sean igualmente imprescindibles. Obligados á elegir, ¿obtendría la preferencia una actitud conservadora? La originalidad necesita un contrapeso robusto que prevenga sus excesos; habría ligereza en fustigar á los hombres metódicos y de paso tardío si ellos constituyeran los tejidos sociales más resistentes, soporte de los otros. Lo mismo que en los organismos, los distintos elementos sociales se sirven mutuamente de sostén; en vez de mirarse como enemigos debieran considerarse cooperadores en una obra única, pero complicada. Si en el mundo no hubiera más que rebeldes, no podría marchar; tornárase imposible la rebeldía si faltara contra quien rebelarse. Y, sin los innovadores, ¿quién empujaría el carro de la vida, sobre el que van aquéllos tan satisfechos? En vez de combatirse, ambas partes debieran advertir que ninguna tendría motivo de existir como la otra no existiese. El conservador sagaz puede bendecir al revolucionario, tanto como éste á él. He aquí una nueva base para la tolerancia: cada hombre necesita de su enemigo.

Si tuvieran igual razón de ser los rutinarios y los originales, como arguye el pensador español, su justificación estaría hecha. Ser mediocre no es una culpa; su conducta es legítima. ¿Acertarán los que sacan á su vida el mayor jugo y procuran pa sar lo mejor posible sus cortos días sobre la tierra, sin preocuparse de sus prójimos ni de las generaciones posteriores? ¿Es pecado obrar de ese modo? ¿Pecan, tal vez, los que no piensan en sí y viven para los demás: los abnegados y altruístas, los que sacrifican sus goces y fuerzas en beneficio ajeno, renunciando á sus comodidades y aun á su vida, como suele ocurrir? Por indefectible que sea pensar en el mañana y dedicarle cierta parte de nuestros esfuerzos, es imposible dejar de vivir en el presente, pensando en él, siquiera en gran parte. Antes que las generaciones venideras están las actuales; otrora fueron futuras y para ellas trabajaron las pasadas.

Ese razonamiento, aunque sanchesco, es respetable; el psicólogo nada podría oponerle si el idealismo y la mediocridad no tuviesen un valor moral. Cada individuo habla el idioma de su conveniencia inmediata; pero el moralista usa otra lengua y sus juicios de valor traducen conceptos colectivos que califican la conducta individual. Evidentemente, cada hombre es como es y no podría ser de otra manera; tiene tanta culpa de su delito el asesino como de su creación el genio. El original y el rutinario, el holgazán y el laborioso, el malo y el bueno, el generoso y el avaro, todos lo son á pesar suyo; no lo serían si el equilibrio de la sociedad lo impidiese.

¿Por qué, entonces, la humanidad admira á los santos, á los genios y á los héroes, á todos los que inventan, enseñan ó plasman, á los que piensan en el porvenir, lo encarnan en un ideal ó forjan un imperio, á Sócrates y á Cristo, á Aristóteles y á Bacon, á César y á Napoleón? Los aplaude porque tiene una moral, una tabla de valores que aplica para juzgar á cada uno de sus componentes, no ya según las conveniencias particulares, sino según su utilidad social. En cada pueblo y en cada época la medida de lo excelso está en los ideales de perfección que se denominan genio, heroísmo y santidad.

Los mediocres deben ser juzgados por la intérlope función que desempeñan en la sociedad: abiertamente nociva á todo idealismo que importe un esfuerzo hacia cualquier perfección. En el prolegómeno de su ensayo sobre el genio y el talento, Nordau hace el elogio irónico de los mediocres, asignándoles una función moderadora, como si estuvieran destinados á contener el impulso creador de los hombres superiores y las tendencias destructivas de los sujetos antisociales. Para toda mente elevada el «filisteo» es la bestia negra; en esa hostilidad ve una evidente ingratitud. El mediocre es útil; con un poco de benevolencia podría concedérsele esa relativa belleza de las cosas perfectamente adaptadas á su objeto. Es el fondo de perspectiva en el paisaje social. De su exigüidad estética depende todo el relieve adquirido por las figuras que ocupan el primer plano. Los ideales de los hombres superiores permanecerían en estado de quimeras si no fuesen recogidos y realizados por filisteos desprovistos de iniciativas persona les: éstos viven esperando—con encantadora ausencia de ideas propias—los impulsos y las sugestiones de los cerebros luminosos. El rutinario no cede fácilmente á las instigaciones de los originales; pero su misma inercia es garantía de que sólo recoge las ideas convenientes al bienestar social. Su gran culpa consiste en que se le encuentra sin necesidad de buscarlo; su número es inmenso. Su inteligencia es un espejo en que se reflejan todas las similares. Á pesar de todo, es necesario; constituye el público de esta comedia humana en que los hombres superiores avanzan hasta las candilejas, buscando su aplauso y su sanción. Nordau llega hasta decir con fina ironía: «Cada vez que algunos hombres de genio se encuentren reunidos en torno de una mesa de cervecería, su primer brindis, en virtud del derecho y de la moral, debiera ser para el hombre mediocre.»

Es tan exagerado ese criterio irónico que proclama su conspicuidad, como el criterio estético que lo relega á la más baja esfera mental, confundiéndolo con el hombre inferior. Entre ambos extremos fluctúa su posición ecuánime. Individualmente considerado, á través del lente moral y estético, el hombre mediocre es una entidad negativa y deleznable; tomada la mediocridad en su conjunto, las sociedades pueden reconocerle funciones indispensables para su equilibrio.

Merece esa justicia. ¿La continuidad de la vida social sería posible sin esa compacta masa de hombres puramente imitativos, capaces de conser var los hábitos rutinarios que la sociedad les transfunde mediante la educación? El mediocre no inventa nada, no crea, no empuja, no rompe, no encendra; pero, en cambio, custodia celosamente el armazón de automatismos, prejuicios y dogmas acumulados durante siglos, defendiendo ese capital común contra el acecho de los inadaptables. Su rencor á los creadores compénsase por su resistencia á los destructores. Los hombres mediocres desempeñan en la historia humana el mismo papel que la herencia en la evolución biológica: conservan y transmiten las variaciones más útiles para la continuidad del grupo social. Constituyen una fuerza destinada á contrastar el poder disolvente de los inferiores y á contener las anticipaciones atrevidas de los visionarios. La conexión del conjunto los necesita, como un mosaico bizantino al cemento que lo sostiene. Pero el cemento no es el mosaico.

Su acción sería nula sin el esfuerzo fecundo de los originales, de los que inventan lo imitado después por ellos. Sin los mediocres no habría estabilidad en las sociedades; sin los superiores no puede concebirse el progreso. La civilización sería inexplicable en una raza constituida por hombres sin iniciativa. Evolucionar es variar; solamente se varía mediante la invención. Los hombres imitativos limítanse á atesorar las conquistas de los originales; la utilidad del mediocre está subordinada á la existencia del superior, como la fortuna de los libreros estriba en el ingenio de los escritores. El «alma social» es una empresa anónima que explota las creaciones de pocas «almas individuales», resumiendo las experiencias adquiridas y enseñadas por los innovadores.

Son la minoría éstos. Pero son levaduras de mayorías venideras. Las rutinas defendidas hoy por los mediocres, son simples glosas colectivas de ideales concebidos ayer por hombres originales. El grueso del rebaño social va ocupando, á paso de tortuga, las posiciones atrevidamente conquistadas mucho antes por sus centinelas perdidos en la distancia; y éstos ya están muy lejos cuando la masa cree asentar el paso á su retaguardia. Lo que ayer fué ideal contra una rutina, será mañana rutina á su vez, contra otro ideal. Indefinidamente.

Si los hábitos resumen la experiencia pasada de pueblos y hombres, dándoles unidad, los ideales orientan su experiencia venidera y marcan su probable destino. Los idealistas y los rutinarios son factores igualmente indispensables, aunque los unos recelen de los otros. Se complementan en la evolución social, magüer se miren con adversaria oblicuidad. Si los primeros hacen más para el porvenir, los segundos interpretan mejor el pasado. La evolución de una sociedad, espoloneada por el afán de perfección y contenida por tradiciones difícilmente removibles, detendríase

sin el uno y se interrumpiría sin las otras.

IV.—La vulgaridad.

La psicología de los hombres mediocres caracterízase por rasgos comunes. La incapacidad de concebir una perfección impídeles formarse un ideal. Son rutinarios, honestos y mansos; piensan con la cabeza de los demás, comparten la ajena hipocresía moral y ajustan su carácter á las domesticidades convencionales. Están fuera de su órbita el ingenio, la virtud y la dignidad, privilegios de los caracteres excelentes; sufren de ellos y los desdeñan. Son ciegos para las auroras, opacos á las originalidades é insensibles á las emociones; ignoran la quimera, el anhelo y la pasión. Condenados á vegetar sin ideales, no sospechan que hay cumbres más allá de sus horizontes.

El horror de lo desconocido los ata á mil prejuicios, tornándoles timoratos é indecisos; nada aguijonea su curiosidad; carecen de iniciativa y miran siempre al pasado, como si tuvieran los ojos en la nuca.

Son incapaces de virtud; no la conciben ó les exige demasiado esfuerzo. Ningún afán de santidad alborota la sangre en su corazón; á veces no delinquen por incapacidad de afrontar el remordimiento.

No vibran á las tensiones más altas de la energía; son fríos, aunque ignoren la serenidad; apáticos, sin ser previsores; acomodaticios siempre, nunca equilibrados. No saben estremecerse de es calofrío bajo una tierna caricia, ni avalancharse de indignación ante una ofensa.

No viven su vida por sí mismos, sino para el fantasma que proyectan en la opinión de sus similares. Carecen de línea original; su personalidad se borra como un trazo de carbón bajo el esfumino, hasta desaparecer. Trocan su honor por una prebenda y olvidan su dignidad por evitarse un peligro; renuncian á la gloria misma si ella tiene por precio gritar la verdad frente al error de una turba. Su cerebro y su corazón están entorpecidos por igual, como los polos de un imán gastado.

Cuando se arrebañan son peligrosos. La fuerza del número obvía su febledad individual: acomúnanse por millares para ensombrecer á cuantos no cristalizan en las retortas de la mediocridad ó desdeñan encadenar su mente con los infinitos eslabones de la rutina. Épocas hay en que el equilibrio social rompe en su favor; los ideales se agostan, la dignidad se ausenta. El ambiente tórnase refractario á todo afán de perfección. Los hombres mediocres tienen su primavera florida: hay un clima de la mediocridad. Los estados conviértense en mediocracias; la falta de aspiraciones, que mantengan el nivel de moral y de cultura, ahonda la ciénaga constantemente. Ningún idealismo es respetado. Si un filósofo pone su ideal en la verdad, tiene que luchar contra la rutina de los cerebros mediocres; si un santo persigue la virtud, se astilla contra los prejuicios morales del hombre honesto; si el artista sueña nuevas formas, ritmos ó armonías, ciérranle el paso las reglamentaciones oficiales de la belleza; si el enamorado quiere amar escuchando su corazón, se estrella contra las dogmáticas hipocresías del convencionalismo social; si un juvenil impulso de energía lleva á inventar, á crear, á regenerar, la vejez conservadora atájale el paso; si alguien, con gesto decisivo, enseña la dignidad, la turba de los serviles le ladra; al que sigue con pasión una ruta de perfeccionamiento, los envidiosos le carcomen con saña malévola; si el destino llama á un genio, á un santo ó á un héroe para reconstituir una raza ó un pueblo, las mediocracias tácitamente regimentadas le resisten é intentan borrarle de la historia para encumbrar á sus propios arquetipos. Todo idealismo encuentra en esos climas su Tribunal del Santo Oficio.

La vulgaridad es el aguafuerte de la mediocridad. En la ostentación de lo mediocre reside la psicología de lo vulgar; basta insistir en los rasgos suaves de la acuarela para tener el aguafuerte. Diríase que es una reviviscencia de antiguos atavismos. Los hombres se vulgarizan cuando reaparece en su carácter lo que fué mediocridad en las generaciones ancestrales. Los vulgares son mediocres de razas primitivas. Habrían sido perfectamente adaptados en sociedades salvajes, pero carecen de la domesticación que les confundiría con sus contemporáneos. Se puede ser rutinario, honesto y manso, sin ser decididamente vulgar; el mediocre conserva una dócil aclimatación en su rebaño. La vulgaridad es un envilecimiento de los estigmas comunes á todo ser gregario; sólo aparece cuando las sociedades se desequilibran en desfavor del idealismo. Es el renunciamiento al pudor de lo innoble. Ningún ajetreo original la conmueve. Desdeña las dignidades altivas y los romanticismos comprometedores. Su mueca es fofa, su palabra muda, su mirar opaco. Ignora el perfume de la flor, la inquietud de las estrellas, la gracia de la sonrisa, el rumor de las alas. Es la inviolable trinchera opuesta al florecimiento del ingenio y del buen gusto; es el altar donde oficia Panurgo y cifra su ensueño Bertoldo en servirle de monaguillo.

La vulgaridad es el blasón nobiliario de los hombres ensoberbecidos de su mediocridad; la custodian como al tesoro el avaro. Ponen su mayor jactancia en exhibirla, sin sospechar que es su afrenta. Estalla inoportuna en la palabra ó en el gesto, rompe en un sólo segundo el encanto preparado en muchas horas, aplasta bajo su zarpa toda eclosión luminosa del espíritu. Incolora, sorda, ciega, insensible, nos rodea y nos acecha; deléitase en lo grotesco, vive en lo turbio, se agita en las tinieblas. Es al espíritu lo que al cuerpo son los defectos físicos, la cojera ó el estrabismo: es incapacidad de pensar y de amar, ausencia de gusto, incomprensión de lo bello, desperdicio de la vida, toda la sordidez. La conducta, en sí misma, no es distinguida ni vulgar; la intención ennoblece los actos, los eleva, los idealiza y, en otros casos, determina su vulgaridad. Ciertos gestos, que en circunstancias ordinarias serían sórdidos, pueden resultar poéticos, épicos; cuando Cambronne, invitado por el enemigo á rendirse, responde su palabra memorable, se eleva á un escenario homérico y resulta sublime.

Los hombres vulgares querrían pedir á Circe los brebajes con que transformó en cerdos á los compañeros de Ulises, para recetárselos á todos los que poseen un ideal. No constituyen una secta ó una clase. Los hay en todas partes y siempre que la ausencia de ideales produce un recrudecimiento de la mediocridad: entre la púrpura lo mismo que entre la escoria, en la avenida y en el suburbio, en los parlamentos y en las cárceles, en las universidades y en los pesebres. En ciertos momentos osan llamar ideales á sus apetitos, como si la urgencia de satisfacciones inmediatas pudiera confundirse con el afán de perfecciones infinitas. Los apetitos se hartan; los ideales nunca.

Repudian las cosas líricas porque obligan á pensamientos muy altos y á gestos demasiado dignos. Son incapaces de epicureísmos: su frugalidad es un cálculo para gozar más tiempo de los placeres, reservando mayor perspectiva de goces para la vejez impotente. Su generosidad es siempre dinero dado á usura. Su amistad es una complacencia servil ó una adulación provechosa. Cuando creen practicar alguna virtud degradan la honestidad misma, afeándola con algo de miserable ó bajo que la reblandece.

Admiran el utilitarismo. Puestos á elegir, nunca seguirán el camino que les indique su propia inclinación, sino el que les marca el cálculo de sus iguales. Ignoran que toda grandeza de espíritu exige la complicidad del corazón. Los ideales irradian siempre un gran calor; sus prejuicios, en cambio, son fríos, porque son ajenos. Un pensamiento no fecundado por la pasión es como los soles de invierno: alumbran, pero bajo sus rayos se puede morir helado. La bajeza del propósito rebaja el mérito de todo esfuerzo y aniquila las cosas elevadas. Excluyendo el ideal queda suprimida la posibilidad de lo sublime. La vulgaridad es un cierzo que hiela todo germen de poesía capaz de embellecer la vida.

El hombre sin ideales hace del arte un oficio, de la ciencia un comercio, de la filosofía un instrumento, de la virtud una empresa, de la caridad una fiesta, del placer un sensualismo. La vulgaridad transforma el amor de la vida en pusilanimidad, la prudencia en cobardía, el orgullo en vanidad, el respeto en servilismo. Lleva á la ostentación, á la avaricia, á la falsedad, á la avidez, á la simulación; detrás del hombre mediocre asoma el antepasado salvaje que conspira en su interior, acosado por el hambre de atávicos instintos y sin otra aspiración que el hartazgo.

En esas crisis, mientras la mediocridad tórnase atrevida y militante, los idealistas viven desorbitados, esperando otro clima. Enseñan á purificar la conducta en el filtro de un ideal; imponen su respeto á los que no pueden concebirlo. En el culto de los genios, de los santos y de los héroes, tienen su arma; despertándolo, señalando ejemplos á las inteligencias y á los corazones, puede amenguarse en las mediocracias la omnipotencia de la vulgaridad. En toda larva puede soñar una mariposa. Los hombres que vivieron en perpetuo florecimiento de virtud, revelan que la vida puede ser intensa y conservarse digna; dirigirse á la cumbre, sin encharcarse en lodazales tortuosos; encresparse de pasión, tempestuosamente, como el océano, sin que la vulgaridad enturbie las aguas cristalinas de la ola, sin que el rutilar de sus fuentes sea opacado por el limo.

En una meditación de viaje, oyendo silbar el viento entre las jarcias, la humanidad nos pareció comparable á un velero que cruza el tiempo infinito, ignorando su punto de partida y su destino remoto. Sin velas, sería estéril la pujanza del viento; sin viento, de nada servirían las lonas más amplias. La mediocridad es el complejo velamen de las sociedades, la resistencia que éstas oponen al viento para utilizar su pujanza; la energía que infla las velas, y arrastra el buque entero, y lo conduce, y lo orienta, son los idealistas: siempre resistidos por aquélla. Así—, resistiéndolos, como las velas al viento—, los rutinarios aprovechan el empuje de los creadores. El progreso humano es la resultante de ese contraste perpetuo entre masas inertes y energías propulsoras.