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El hombre mediocre (1913)/La meditación intelectual

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

LA MEDIOCRIDAD INTELECTUAL

I. EL HOMBRE RUTINARIO: PSICOLOGÍA DE LOS PANZA.—II. LOS
ESTIGMAS MENTALES DE LA MEDIOCRIDAD.—III. LA MALEDICENCIA:
UNA ALEGORÍA DE BOTTICELLI.—IV. EL ÉXITO Y LA GLORIA.

I.—El hombre rutinario: psicología de los Panza.

La Rutina es un esqueleto fósil cuyas piezas resisten á la carcoma de los siglos. No es hija de la experiencia; es su caricatura. La una es fecunda y engendra verdades; estéril la otra y las mata. En su órbita giran los espíritus mediocres. Evitan salir de ella y cruzar espacios nuevos; repiten que es preferible lo malo conocido á lo bueno por conocer. Ocupados en disfrutar lo existente, cobran horror á toda innovación que turbe su tranquilidad y les procure desasosiegos. La ciencia, el heroísmo, las originalidades, los inventos, la virtud misma, parécenles instrumentos del mal, en cuanto desarticulan los resortes de sus errores: como en los salvajes, en los niños y en las clases incultas.

Acostumbrados á copiar escrupulosamente los prejuicios del medio en que viven, aceptan sin contralor las ideas destiladas en el laboratorio social: como ciertos enfermos de estómago inservible se alimentan con substancias ya digeridas en los frascos de las farmacias. Su impotencia para asimilar ideas nuevas los constriñe á frecuentar las antiguas. La Rutina, síntesis de todos los renunciamientos, es el hábito de renunciar á pensar. En los rutinarios todo es menor esfuerzo; la acidia aherrumbra su inteligencia. Cada hábito es un riesgo; la familiaridad aviene á las cosas detestables y á las personas indignas. Los actos que al principio provocaban pudor, acaban por parecer naturales; la retina percibe los tonos violentos como simples matices, el oído escucha las mentiras con igual respeto que las verdades, el corazón aprende á no agitarse por torpes acciones.

Los prejuicios son creencias anteriores á la observación; los juicios, exactos ó erróneos, son consecutivos á ella. Todos los individuos poseen hábitos mentales; los conocimientos adquiridos facilitan los venideros y marcan su rumbo. En cierta medida nadie puede sustraérseles. No son prerrogativa de los hombres mediocres; pero en ellos representan siempre una pasiva obsecuencia al error ajeno. Los hábitos adquiridos por los hombres originales son genuinamente suyos, les son intrínsecos: constituyen su criterio cuando piensan y su carácter cuando actúan; son individuales é inconfundibles. Difieren substancialmente de la Rutina colectiva, siempre perniciosa, extrínseca al individuo, común al rebaño: consiste en contagiarse los prejuicios que infestan la cabeza de los demás. Aquéllos caracterizan á los hombres; ésta empaña á las sombras. El individuo se plasma los primeros; la sociedad impone la segunda. La educación oficial involucra ese peligro: intenta borrar toda originalidad poniendo iguales prejuicios en cerebros distintos. La acechanza persiste en la inevitable promiscuación mundana con hombres rutinarios. Flota en la atmósfera el contagio mental y acosa por todas partes; nunca se ha visto un tonto originalizado por contigüidad y es frecuente que un ingenio se amodorre entre pazguatos. Es más contagiosa la mediocridad que el talento.

Los rutinarios razonan con la lógica de los demás. Disciplinados por el deseo ajeno, encajónanse en su casillero social y se catalogan como reclutas en las filas de un regimiento. Son dóciles á la presión del conjunto, maleables bajo el peso de la opinión pública que los achata como un inflexible laminador. Reducidos á vanas sombras, viven del juicio ajeno; se ignoran á sí mismos, limitándose á creerse como los creen los demás. Los hombres excelentes, en cambio, desdeñan la opinión ajena en la justa proporción en que res petan la propia, siempre más severa, ó la de sus iguales.

Son zafios, sin creerse por ello desgraciados. Si no presumieran de razonables, su absurdidad enternecería. Oyéndoles hablar una hora parece que ésta tuviera mil minutos. La ignorancia es su verdugo, como lo fué otrora del esclavo y lo es aún del salvaje; ella los hace instrumentos de todos los fanatismos, dispuestos á la domesticidad, incapaces de gestos dignos. Enviarían en comisión á un lobo y un cordero, sorprendiéndose sinceramente si el lobo volviera solo. Carecen de buen gusto y de aptitud para adquirirlo. Si el humilde guía de museo no los detiene con insistencia, pasan indiferentes junto á una madona del Angélico ó á un retrato de Rembrandt; á la salida se asombran ante cualquier escaparate donde haya oleografías de bailarinas españolas ó coroneles americanos.

Ignoran que el hombre vale por su saber; niegan que la cultura es la más honda fuente de la virtud. No intentan estudiar; sospechan, acaso, la esterilidad de su esfuerzo, como esas mulas que por la costumbre de marchar al paso han perdido el uso del galope. Su incapacidad de meditar acaba por convencerles de que no hay problemas difíciles y cualquier reflexión paréceles un sarcasmo; prefieren confiar en su ignorancia para adivinarlo todo. Basta que un prejuicio sea inverosímil para que lo acepten y lo difundan; cuando creen equivocarse podemos jurar que han cometido la imprudencia de pensar. La lectura prodúceles efectos de envenenamiento. Sus pupilas se deslizan frívolamente sobre centones absurdos; gustan de los más superficiales, de ésos en que nada podría aprender un espíritu claro, aunque resultan bastante profundos para empantanar al torpe. Tragan sin digerir, hasta el empacho mental; ignoran que el hombre no vive de lo que engulle, sino de lo que asimila. El atascamiento puede convertirlos en eruditos y la repetición darles hábitos de rumiante. Pero apiñar datos no es aprender; tragar no es digerir. La más intrépida paciencia no hace de un rutinario un pensador; la verdad hay que saberla amar y sentir. Las nociones mal digeridas sólo sirven para atorar el entendimiento.

Pueblan su memoria con máximas de almanaque y las resucitan de tiempo en tiempo, como si fueran sentencias. Su cerebración precaria tartamudea pensamientos adocenados, haciendo gala de simplezas que son la espuma inocente de su tontería. Incapaces de espolonear su propia cabeza, renuncian á cualquier sacrificio, alegando la inseguridad del resultado; no sospechan que «hay más placer en marchar hacia la verdad que en llegar á ella».

Sus creencias, amojonadas por los fanatismos de todos los credos, abarcan zonas circunscritas por supersticiones pretéritas. Llaman ideales á sus prejuicios y principios á sus preocupaciones, sin advertir que son simple rutina embotellada, parodias de razón, opiniones sin juicio. Representan al sentido común desbocado, sin el freno del buen sentido.

Son prosaicos. No tienen afán de perfección: la ausencia de ideales impídeles poner en sus actos el grano de sal que poetiza la vida. Satúrales esa humana tontería que obsesionaba á Flaubert, insoportablemente. La ha descrito en muchos personajes, tanta parte tiene en la vida real. Homais y Bournisieu son sus prototipos; es imposible juzgar si es más tonto el racionalismo acometivo del boticario librepensador ó la casuística untuosa del eclesiástico profesional. Por eso los hizo felices, de acuerdo con su doctrina: «Ser tonto, egoísta y tener una buena salud, he ahí las tres condiciones para ser feliz. Pero si os falta la primera todo está perdido».

Sancho Panza es la encarnación perfecta de esa vulgaridad humana: resume en su persona las más conspicuas proporciones de tontería, egoísmo y salud. En hora para él fatídica llega á maltratar á su amo, en una escena que á todas luces simboliza el desbordamiento villano de la mediocridad sobre el idealismo. Horroriza pensar que escritores españoles, creyendo mitigar con ello los estragos de la quijotería, hanse tornado apologistas del grosero Panza, oponiendo su bastardo sentido práctico á los quiméricos ensueños del caballero; hubo quien lo encontró cordial, fiel, crédulo, iluso, en grado que lo hiciera un símbolo ejemplar de pueblos. ¿Cómo no distinguir que el uno tiene ideales y el otro apetitos, el uno dignidad y el otro servi lismo, el uno fe y el otro credulidad, el uno delirios originales de su cabeza y el otro absurdas creencias imitadas de la ajena? Á todos respondió Unamuno con honda emoción. En su aguda «vida de Quijote y Sancho» el conflicto espiritual entre el señor y el lacayo se resuelve en la evocación de las palabras memorables pronunciadas por el primero: «asno eres y asno has de ser y en asno has de parar cuando se te acabe el curso de la vida»; dicen los biógrafos que Sancho lloró, hasta convencerse de que para serlo faltábale solamente la cola. El símbolo es cristalino. La moraleja no lo es menos: frente á cada forjador de ideales se alinean impávidos mil Sanchos, como si para contener el advenimiento de la verdad hubieran de complotarse todas las huestes de la rutina.

El resol de la originalidad ciega al hombre mediocre. Huye de los pensadores originales, albino ante su luminosa reverberación. Teme embriagarse con el perfume de su estilo. Si estuviese en su poder los proscribiría en masa, restaurando la Inquisición ó el Terror: aspectos equivalentes de un mismo celo dogmatista.

Todos los rutinarios son intolerantes; su exigua cultura los condena á serlo. Defienden lo anacrónico y lo absurdo; no permiten que sus opiniones sufran el contralor de la experiencia. Llaman hereje al que busca una verdad ó persigue un ideal; los negros queman á Bruno y Servet, los rojos decapitan á Laplace y Chenier. Ignoran la sentencia de Shakespeare: «el hereje no es el que arde en la hoguera, sino el que la enciende». La tolerancia es virtud suprema en los que piensan. Es difícil para los mediocres; inaccesible. Exige un perpetuo esfuerzo de equilibrio ante el error de los demás; enseña á soportar esa consecuencia legítima de la falibilidad de todo juicio humano. El que ha fatigado mucho para formar sus creencias, sabe respetar el valor de las ajenas. La tolerancia es el respeto en los demás de una virtud propia; la firmeza de las convicciones reflexivamente adquiridas hace estimar en otros un mérito cuyo precio se conoce.

Los hombres rutinarios desconfían de su imaginación, santiguándose cuando ésta les atribula con heréticas tentaciones. Reniegan de la verdad y de la virtud si ellas demuestran el error de sus prejuicios. Su más grave inquietud consiste en perturbarlos. Astrónomos hubo que se negaron á mirar el cielo á través del telescopio, temiendo ver desbaratados sus errores más firmes.

En toda nueva idea presienten un peligro; si les dijeran que sus prejuicios son ideas originales, llegarían á creerlos peligrosos. Esa ilusión les hace decir paparruchas con la solemne prudencia de augures que temen desorbitar al mundo con sus profecías. Prefieren el silencio y la inercia; no pensar es su única manera de no equivocarse. Sus cerebros son casas de hospedaje, pero sin dueño; los demás piensan por ellos, agradecidos á ese favor.

En todo lo que no hay prejuicios definitivamen te consolidados, los rutinarios carecen de opinión. Sus ojos no saben distinguir la luz de la sombra, como los palurdos no distinguen el oro del dublé: confunden la tolerancia con la cobardía, la discreción con el servilismo, la complacencia con la indignidad, la simulación con el mérito. Llaman sensatos á los que suscriben mansamente los errores consagrados y conciliadores á los que renuncian á tener creencias propias. Toda opinión que revele una personalidad rectilínea paréceles peligrosa; la originalidad en el pensar les produce escalofríos. Comulgan en todos los altares, apelmazando creencias incompatibles y llamando eclecticismo á sus chafarrinadas; gustan de los juicios reticentes, conciliables con pareceres heteróclitos. Los temperamentos amorfos conmueven su complicidad más íntima; la maleabilidad de su espíritu los seduce y creen descubrir una agudeza particular en el arte de no comprometerse con juicios decisivos. No sospechan que la duda del hombre superior fué siempre de otra especie, antes ya de que lo explicara Descartes; es afán de rectificar los propios errores hasta aprender que toda verdad es falible y que los ideales admiten perfeccionamientos indefinidos. Los rutinarios, en cambio, no se corrigen ni se desconvencen nunca; sus prejuicios son como los clavos: cuanto más se golpean más se adentran. Les incomoda ver planteados en frases armoniosas algunos de los problemas que suelen aceptar en términos triviales, como si tuvieran pudor de la galana vestidura. Se tedian con los escritores que dejan rastro donde ponen la mano, denunciando una personalidad en cada frase, y mejor si intentan subordinar el estilo á las ideas; prefieren las desteñidas elucubraciones de los autores apampanados, exentas de las aristas que dan relieve á toda forma y cuyo mérito consiste en transfigurar vulgaridades mediante barrocos adjetivos. Los infolios desabridos les resultan profundos. Si un ideal parpadea en las páginas, si la pasión enciende en ellas vibraciones de ascua, si la verdad hace crujir el pensamiento en las frases, los libros parécenle material de hoguera. Cuando pueden ser un punto luminoso en el porvenir ó hacia la perfección, los rutinarios les desconfían. Veneran los mansos palimsestos, calcados sobre los que deletrea la humanidad desde que se inventó la lectura: los que confirman sus inocentes presunciones y halagan sus prejuicios.

Su caja cerebral es un alhajero vacío. No pueden razonar por sí mismos, como si el seso les faltara. Una antigua leyenda cuenta que cuando el Creador pobló el mundo de hombres, comenzó por fabricar los cuerpos á guisa de maniquíes. Antes de lanzarlos á la circulación levantó sus calotas craneanas y llenó los cofres con diversas pastas divinas, amalgamando las aptitudes y cualidades del espíritu, buenas y malas. Fuera imprevisión al calcular las cantidades, ó desaliento al ver los primeros ejemplares de su obra maestra, quedaron muchos sin mezcla y fueron enviados al mundo sin nada dentro. Tal legendario origen explicaría la existencia de hombres cuya cabeza es un simple adorno del cuerpo.

Viven de una vida que es no vivir. Crecen y mueren como las plantas. Exentos del trabajo de pensar por sí propios, no necesitan ser curiosos ni observadores. Son prudentes, por definición, de una prudencia desesperante. Si uno de ellos pasara junto al campanario inclinado de Pisa, se alejaría de él, temiendo ser aplastado. El hombre original es imprudente y se detiene á contemplarlo. Un genio suele ir más lejos: trepa al campanario, observa, medita, ensaya, hasta descubrir las leyes más altas de la física. Galileo.

Si la humanidad hubiera contado solamente con ellos, nuestros conocimientos no excederían de los que tuvo el ancestral «hominidio» en las primitivas pampas americanas. La cultura es el fruto de la curiosidad, de esa inquietud misteriosa que invita á mirar el fondo de todos los abismos. El pavo no es curioso; nunca interroga á la naturaleza. Observa Ardigó que las personas vulgares pasan la vida entera viendo la luna en su sitio, arriba, sin preguntarse por qué está siempre allí, sin caerse; más bien creerán que el preguntárselo no es propio de un hombre cuerdo. Dirán que está allí porque es su sitio y encontrarán extraño que se busque la explicación de cosa tan natural. Sólo el hombre que cometa la incorrección de oponerse al sentido común, es decir, un original ó un genio—que en esto se parecen—, puede formular la pregunta sacrílega: ¿por qué la luna está allí y no se cae? Ese hombre que osa desconfiar de la rutina es Newton, un audaz á quien incumbe adivinar algún parecido entre la pálida lámpara suspendida en el cielo y la manzana que cae del árbol mecido por la brisa. Ningún rutinario habría descubierto que una misma fuerza hace girar la luna hacia arriba y caer la manzana hacia abajo.

En esos hombres, inmunes á la pasión de la verdad, supremo ideal á que sacrificaron su vida pensadores y filósofos, no caben impulsos de perfección. Son como las aguas muertas; se pueblan de gérmenes nocivos y acaban por descomponerse. El que no cultiva su mente, va derecho á la disgregación del carácter. No desbastar la propia ignorancia es perecer en vida; los caracteres mediocres están muertos antes de morir. Las tierras fértiles se enmalezan cuando no son cultivadas; los espíritus rutinarios se pueblan de prejuicios, que los esclavizan.


II.—Los estigmas mentales de la mediocridad.

En el verdadero hombre mediocre, la cabeza es un simple adorno del cuerpo. Si nos oye decir que sirve para pensar, cree que estamos locos. Diría que lo estuvo Pascal si leyera sus palabras decisivas: «Puedo concebir un hombre sin manos, sin pies; llegaría hasta concebirlo sin cabeza, si la experiencia no me enseñara que por ella se piensa. Es el pensamiento lo que caracteriza al hombre; sin él no podemos concebirlo.» (Pensées; XXIII.) Si de esto dedujéramos que quien no piensa no existe, la conclusión desternillaría de risa á cualquier hombre satisfecho de su mediocridad.

Nacido sin el «esprit de finesse», desesperaríase en vano por adquirirlo. Carece de perspicacia adivinadora; está condenado á no adentrarse en las cosas ó en las personas. Su tontería no presenta soluciones de continuidad. Cuando la envidia le corroe, puede atornasolarse de agridulces perversidades; fuera de tal caso, diríase que el armiño de su estupidez no presenta una sola mancha de ingenio.

El mediocre es solemne. En la pompa grandílocua de las exterioridades busca un disfraz para su íntima oquedad; reviste de fofa retórica los mínimos actos y pronuncia palabras insubstanciales, como si la Humanidad entera quisiese oirlas. Las mediocracias exigen de sus actores cierta seriedad convencional, resorte indispensable de la fantasmagoría colectiva. Los mediocres lo saben: se adaptan á ser esas vacuas «personalidades de respeto», certeramente acribilladas por Stirner y expuestas por Nietzsche á la burla de todas las posteridades. Nada hacen por dignificarse, afanándose por inflar su fantasma social. Esclavos de la sombra que sus apariencias han proyectado en la opinión de los demás, acaban por preferirla á sí mismos. Ese culto de la sombra oblígalos á vivir en continua alarma; suponen que basta un momento de distrac ción para comprometer la obra pacientemente elaborada en muchos años. Detestan la risa, temerosos de que el gas pueda escaparse por la comisura de los labios y el globo se desinfle. Destituirían á un funcionario del Estado si le sorprendieran leyendo á Bocaccio, Quevedo ó Rabelais; creen que el buen humor compromete la respetuosidad y estimula el hábito anarquista de reir. Constreñidos á vegetar en horizontes estrechos, llegan hasta desdeñar todo lo ideal y todo lo agradable, en nombre de lo inmediatamente provechoso. Su miopía mental impídeles comprender el equilibrio supremo entre la elegancia y la fuerza, la belleza y la sabiduría. «Donde creen descubrir las gracias del cuerpo, la agilidad, la destreza, la flexibilidad, rehusan los dones del alma: la profundidad, la reflexión, la sabiduría. Borran de la historia que el más sabio y el más virtuoso de los hombres—Sócrates—bailaba.» Esta aguda advertencia de Montaigne, en los Ensayos, mereció una corroboración de Pascal en sus Pensamientos: «Ordinariamente suele imaginarse á Platón y Aristóteles con grandes togas y como personajes graves y serios. Eran buenos sujetos, que jaraneaban, como los demás, en el seno de la amistad. Escribieron sus leyes y sus tratados de política para distraerse y divertirse; esa era la parte menos filosófica de su vida. La más filosófica era vivir sencilla y tranquilamente.» El hombre mediocre que renunciara á su solemnidad, quedaría desorbitado; no podría vivir.

Son modestos, por principio. Pretenden que to dos lo sean, exigencia tanto más fácil por cuanto la modestia sobra en ellos, desprovistos de méritos verdaderos. Consideran tan nocivo al que proclama las propias superioridades en voz alta como al que se ríe de sus convencionalismos suntuosos. Llaman modestia á la prohibición de reclamar los derechos naturales del genio, de la santidad ó del heroísmo. Las únicas víctimas de esa falsa virtud son los hombres excelentes, constreñidos á no pestañear mientras los mediocres empañan su gloria. Para los imbéciles nada más fácil que ser modestos: lo son por necesidad irrevocable; los más inflados lo fingen por cálculo, considerando que esa actitud es el complemento necesario de la solemnidad y deja sospechar la existencia de méritos pudibundos. Heine dijo: «Los charlatanes de la modestia son los peores de todos.» Y Goethe sentenció: «Solamente los bribones son modestos». Ello no obsta para que esa reputación sea un tesoro en las mediocracias. Se presume que el modesto nunca podrá ser original, ni alzará su palabra, ni tendrá opiniones peligrosas, ni desaprobará á los que gobiernan, ni blasfemará de los prejuicios: el hombre que se inviste de esa toga hipócrita renuncia á vivir más de lo que le permitan sus cómplices. Hay, es cierto, otra forma de modestia, estimable como virtud legítima: es el afán decoroso de no gravitar sobre los que nos rodean, sin declinar por ello la más leve partícula de nuestra dignidad. Tal modestia es un simple respeto de sí mismo y de los demás. Esos hombres son raros; comparados con los falsos modestos, son como los tréboles de cuatro hojas. Fracasados hay que se creen genios no comprendidos y se resignan á ser modestos para no estorbar á la mediocracia que puede hacerlos funcionarios; y son mediocres, lo mismo que los otros, con más la cataplasma de la modestia sobre las úlceras de su mediocridad. En ellos, como sentenció La Bruyère, «la falsa modestia es el último refinamiento de la vanidad.» La mentira de Tartarín es ridícula; pero la de Tartufo es ignominiosa.

Adoran el sentido común, sin saber de seguro en qué consiste; confúndenlo con el buen sentido, que es su antítesis. Dudan cuando los demás resuelven dudar y son eclécticos cuando los otros lo son: llaman eclecticismo al sistema de los que, no atreviéndose á tener ninguna opinión, se apropian de todas un poco y creen así estar á cubierto de las más inesperadas contingencias. Temerosos de pensar, como si fincase en ello el pecado mayor de los siete capitales, pierden la aptitud para todo juicio; cuando un mediocre llega á juez, aunque comprenda que su deber es hacer justicia, se esclaviza á las rutinas del sistema y cumple con su oficio: no hacerla nunca y embrollarla con frecuencia. El temor de la exageración lo lleva á simpatizar con la apatía y la indiferencia; bueno es desconfiar del hipócrita que elogia todo y del fracasado que todo lo encuentra detestable; pero es cien veces menos estimable el hombre incapaz de un sí y de un no, el que vacila para admirar lo digno y detestar lo miserable. En el primer capítulo de los Caracteres parece referirse á ellos La Bruyère, en un párrafo copiado por Hello: «Pueden llegar á sentir la belleza de un manuscrito que se les lee, pero no osan declararse en su favor hasta que hayan visto su curso en el mundo y escuchado la opinión de los presuntos competentes; no arriesgan su voto, quieren ser llevados por la multitud. Entonces dicen que han sido los primeros en aprobar la obra y cacarean que el público es de su opinión.» Temerosos de juzgar por sí mismos, se consideran obligados á dudar de los jóvenes; ello no les impide, después de su triunfo, decir que fueron sus descubridores. Entonces prodíganles juramentos de esclavitud, que llaman palabras de estímulo: son el homenaje de su pavor inconfesable. Su protección á toda superioridad ya irresistible, es un anticipo usurario sobre la gloria segura: prefieren tenerla propicia á sentirla hostil.

Hacen mal por imprevisión ó por inconsciencia, como los niños que matan gorriones á pedradas. Traicionan por descuido. Comprometen por distracción. Son incapaces de guardar un secreto; confiárselo equivale á ocultar un tesoro en caja de vidrio. Si la vanidad no les tienta, suelen atravesar la penumbra sin herir ni ser heridos, llevando á cuestas cierto optimismo de Pangloss. Á fuerza de paciencia pueden adquirir alguna aptitud parcial, como esos autómatas perfeccionados que honran á la juguetería moderna: podría concedérseles una especie de talento sin talento, quisicosa del ser y del no ser, intermediaria entre una estupidez complicada y una habilidad inocente. Juzgan las palabras sin advertir que ellas se refieren á cosas; admiten con un nombre lo que repudian con otro. Creen aceptar una idea que no comprenden, rebelándose avergonzados ante sus naturales consecuencias. En sus juicios sustituyen la significación ficticia al sentido real; se convencen de lo que tiene un sitio marcado en su mollera y muéstranse esquivos á lo que no encaja en las denominaciones ó categorías que ya cuadriculan su espíritu. Son feligreses de la palabra; no ascienden á la idea ni conciben el ideal. Su mayor ingenio es siempre verbal y sólo llegan al chascarrillo, que es una prestidigitación de palabras; tiemblan ante los que pueden jugar con las ideas y producir esa suprema gracia del espíritu que es la paradoja. Mediante ésta se descubren los puntos de vista que permiten conciliar los contrarios y se enseña la única noción absoluta: toda verdad es relativa al que la cree y sus contrarias pueden, para otro, ser verdades al mismo tiempo.

La mediocridad intelectual hace al hombre solemne, modesto, incoloro y obtuso. Esas cualidades le hacen temer el asombro, rehuir el peligro. Cuando no le envenena la vanidad y la envidia, diríase que duerme sin soñar. Pasea su vida por las llanuras; evita mirar desde las cumbres que escalan los videntes y asomarse á los abismos que sondan los elegidos. Vive entre los engranajes de

la rutina.

III.—La maledicencia.

Mientras se limitan á vegetar, agobiados como cariátides bajo el peso de sus atributos, los hombres mediocres escapan á la reprobación y á la alabanza. Circunscritos á su órbita, son tan respetables como los demás objetos que nos rodean. No hay culpa en nacer sin dotes excepcionales; no puede exigírseles que trepen las cuestas riscosas por donde ascienden los preclaros ingenios. Merecen la indulgencia de los espíritus privilegiados, que tampoco la rehusan á los imbéciles inofensivos. Éstos últimos, con ser más indigentes, podrían justificarse ante un optimismo risueño: zurdos en todo, rompen el tedio y hacen parecer la vida menos larga, divirtiendo á los ingeniosos y ayudándolos á andar el camino. Son buenos compañeros y desopilan el bazo durante la marcha; habría que agradecerles los servicios que prestan sin sospecharlo. Los mediocres, lo mismo que los imbéciles, son acreedores á esa amable tolerancia mientras se mantienen á la capa. Cuando renuncian á imponer sus rutinas son admirables ejemplares del rebaño humano, siempre dispuestos á ofrecer su lana á los pastores.

Desgraciadamente, suelen olvidar su inferior jerarquía y pretenden tocar la zampoña, con la irrisoria pretensión de que otros marquen el paso á compás de sus desafinamientos. Tórnanse entonces peligrosos y nocivos. Detestan á los que no pueden igualar, como si les ofendieran con superarles. Sin alas para elevarse hasta ellos, deciden rebajarlos; la exigüidad del propio valimiento les induce á roer el mérito ajeno. Clavan sus dientes en toda reputación que les humilla, sin sospechar que nunca es más vil la conducta humana; basta ese rasgo para distinguir al doméstico del digno, al ignorante del sabio, al hipócrita del virtuoso, al villano del gentil hombre. Los lacayos pueden hozar en la fama; los hombres excelentes no saben envenenar la vida ajena.

Ninguna escena alegórica posee más honda elocuencia: La calumnia invita á meditar con doloroso recogimiento; en toda la Galería de los Oficios parecen resonar las palabras que Sandro Botticelli—no lo dudemos—quiso poner en labios de la Verdad, para consuelo de la víctima: en su encono está la medida de tu mérito...

La Inocencia yace, en el centro del cuadro, acoquinada bajo el infame gesto de la Calumnia. La Envidia la precede; el Engaño y la Hipocresía la acompañan. Todas las pasiones viles y traidoras suman su esfuerzo implacable para el triunfo del mal. El Arrepentimiento mira de través hacia el opuesto extremo, donde está, como siempre, sola y desnuda, la Verdad; contrastando con el salvaje ademán de sus enemigas, ella levanta su índice al cielo en una tranquila apelación á la justicia divina. Y mientras la víctima junta sus manos y las tiende hacia ella, en una súplica infinita y conmovedora, el juez Midas presta sus vastas orejas á la Ignorancia y la Sospecha.

En esta apasionada reconstrucción de un cuadro de Apeles, descrito por Luciano, parece adquirir dramáticas firmezas el suave pincel que desborda dulzuras en la «Virgen del Granado» y el San Sebastián,» invita al remordimiento con «La Abandonada,» santifica la vida y el amor en la Alegoría de la Primavera» y el «Nacimiento de Venus.»

Los mediocres, más inclinados á la hipocresía que al odio, prefieren la maledicencia sorda á la calumnia violenta. Sabiendo que ésta es criminal y arriesgada, optan por la primera, cuya infamia es subrepticia y sutil. La una es audaz; la otra cobarde. El calumniador desafía el castigo, se expone; el maldiciente lo esquiva. El uno se aparta de la mediocridad, es antisocial, es delincuente; el otro se encubre en la complicidad de sus iguales, manteniéndose en la penumbra.

Los maldicientes florecen doquiera: en los cenáculos, en los clubs, en las academias, en las familias, en las profesiones, acosando á todos los que perfilan alguna originalidad. Hablan á media voz, con recato, constantes en su afán de taladrar la dicha ajena, sembrando á puñados la semilla de todas las yerbas venenosas. La maledicencia es una serpiente que se insinúa en la conversación de los envilecidos: sus vértebras son nombres propios, articuladas por los verbos más equívocos del diccionario para arrastrar un cuerpo cuyas escamas son calificativos pavorosos.

Vierten la infamia en todas las copas transparentes, con la serenidad de Borgias; las manos que la manejan parecen de prestidigitadores, diestras en la manera y amables en la forma. Una sonrisa, un levantar de espaldas, un fruncir la frente como suscribiendo á la posibilidad del mal, bastan para macular la probidad de un hombre ó el honor de una mujer. El maldiciente, cobarde entre todos los envenenadores, está seguro de la impunidad: por eso es despreciable. No afirma, pero insinúa; llega hasta desmentir imputaciones que nadie hace, contando con la irresponsabilidad de hacerlas en esa forma. Miente con espontaneidad, como respira. Sabe seleccionar lo que converge á la detracción. Dice distraídamente todo el mal de que no está seguro y calla con prudencia todo el bien que sabe. No respeta las virtudes íntimas ni los secretos del hogar, nada; inyecta la gota de ponzoña que asoma como una erupción en sus labios irritados, hasta que de toda la boca, hecha una pústula, el interlocutor espera ver salir, en vez de lengua, un estilete.

Sin cobardía, no hay maledicencia. El que puede gritar cara á cara una injuria, el que denuncia á voces un vicio ajeno, el que acepta los riesgos de sus decires, no es un maldiciente. Para serlo es menester temblar ante la idea del castigo posible y cubrirse con las máscaras menos sospechosas. Los peores son los que maldicen elogiando: templan su aplauso con arremangadas reservas, más graves que las peores imputaciones. Tal bajeza en el pensar es una insidiosa manera de practicar el mal, de efectuarlo potencialmente, sin el valor de la acción rectilínea.

Si estos basiliscos parlantes poseen algún barniz de cultura, pretenden encubrir su infamia con el pabellón de la espiritualidad. Vana esperanza; están condenados á perseguir la gracia y tropezar con la perfidia. Su burla no es sonrisa, es mueca. El ejercicio puede tornarles fácil la malignidad zumbona, pero ella no se confunde con la ironía sagaz y justa. La ironía es la perfección de la gracia, una convergencia de intención y de sonrisa, aguda en la oportunidad y justa en la medida; es un cronómetro, no anda mucho, sino con precisión. Eso ignora el mediocre. Le es más fácil ridiculizar una sublime acción que imitarla. En las sobremesas subalternas su dicacidad urticante puede confundirse con la gracia, mientras le ampara la complicidad maldiciente; pero fáltale el aticismo sano del que todo perdona en fuerza de comprenderlo todo y esa inteligencia cristalina que permite descifrar la verdad en la entraña misma de las cosas que el vaivén mundano somete á nuestra experiencia. Esos ofidios tienen malignidades perversas por su misma falta de hidalguía; disfrazan de mesurada condolencia el encono de su inferioridad humillada. Se alimentan de diminutas perfidias; suponen que, á fuer de pequeñas, no se advertirá que son infames. Por eso los calumniadores minúsculos son más terribles, como las fuerzas moleculares que nadie ve y carcomen los metales más nobles. Ciertos asesinos llegan á sentir un pánico indefinible cuando ven vaciarse á borbotones las venas de una herida; el maldiciente lo ignora al sembrar sus añagazas de esterquilinio. No lo necesita; sabe que tiene á su espalda un innumerable jabardillo de cómplices, regocijados cada vez que un espíritu omiso los acomuna contra una estrella.

El mediocre parlante es peor por su moral que por su estilo; su lengua centuplícase en copiosidades acicaladas y las palabras ruedan sin la traba de la ulterioridad. El escritor mediocre, en cambio, es peor por su estilo que por su moral. Acosa tímidamente á los que envidia; en sus collonadas se nota la temperancia del miedo, como si le urticaran los peligros de la responsabilidad. Abunda entre los malos escritores, aunque no todos los mediocres consiguen serlo; muchos se limitan á ser terriblemente aburridos, acosándonos con volúmenes que podrían terminar en el primer párrafo. Sus páginas están embalumadas de lugares comunes, como los ejercicios de las guías políglotas. Describen dando tropiezos contra la realidad; son objetivos que operan y no retortas que destilan; se desesperan pensando que la calcomanía no figura entre las bellas artes. Si acometen la literatura, diríase que Vasco de Gama emprende el descubrimiento de todos los lugares comunes, sin vislumbrar el cabo de una buena esperanza; si chapalean la ciencia, su andar es de mula montañesa, deteniéndose á rumiar el pienso pastado medio siglo antes por sus predecesores. Esos fieles de la rapsodia y de la paráfrasis practican una pudibunda modestia, que es la mentira convencional de los mediocres; se admiran entre sí, con solidaridad de logia, execrando cualquier soplo de ciclón ó revoloteo de águila. Palidecen ante el orgullo desdeñoso de los hombres cuyos ideales no sufren inflexiones; fingen no comprender esa virtud de santos y de sabios, supremo desprecio de todas las mentiras veneradas por la mediocridad.

El escritor mediocre, tímido y prudente, resulta inofensivo. Solamente la envidia puede encelarle; entonces prefiere hacerse crítico. La maledicencia oral tiene, en cambio, eficacias inmediatas, pavorosas. Está en todas partes y agrede en cualquier momento. Cuando se reúnen espíritus pazguatos, para turnarse en decires sin interés para quien los dice y quien los escucha, el terreno es propicio para que el más alevoso comience á maldecir de algún ilustre, rebajándolo hasta su propio nivel. La eficacia de la difamación arraiga en la complacencia tácita de quienes la escuchan, en la cobardía colectiva de cuantos pueden escucharla sin indignarse. Moriría si ellos no le hicieran una atmósfera vital. Ése es su secreto. Semejante á la moneda falsa: es circulada sin escrúpulos por muchos que no tendrían el valor de acuñarla.

Las lenguas más acibaradas son las de aquéllos que tienen menos autoridad moral, como enseña Molière desde la primera escena del Tartufo:

«Ceux de qui la conduite offre le plus á rire.
Sont toujours sur autrui les premiers á médire.»

Diríase que empañan la reputación ajena para disminuir el contraste con la propia. Eso no excluye que existan casquivanos cuya culpa es inconsciente; maldicen por ociosidad ó por diversión, sin sospechar dónde conduce el camino en que se aventuran. Al contar una falta ajena ponen cierto amor propio en ser interesantes, aumentándola, adornándola, pasando insensiblemente de la verdad á la mentira, de la torpeza á la infamia, de la maledicencia á la calumnia. ¿Para qué evocar las palabras memorables de la comedia de Beaumarchais?


IV.—El éxito y la gloria.

El hombre mediocre que se aventura en la liza social tiene una sola finalidad: el éxito. No sospecha que existe otra cosa, la gloria, ambicionada solamente por los caracteres superiores. El éxito es un triunfo efímero, al contado; la gloria es definitiva, inmarcesible en los siglos. El éxito se mendiga; la gloria se conquista. El mediocre es un cortesano de la mediocracia en que vive; triunfa humillándose, reptando, á hurtadillas, en la sombra, disfrazado, apuntalándose en la complicidad de innumerables similares. El hombre de mérito se adelanta á su tiempo, la pupila puesta en un ideal; se impone dominando, iluminando, fustigando, en plena luz, á cara descubierta, sin humillarse, ajeno á todos los embozamientos del servilismo y de la intriga.

El éxito es, para el genio, un accidente; puede ser su peligro. Cuando la multitud clava sus ojos por vez primera en él, y le aplaude, la lucha empieza: desgraciado quien se olvida á sí mismo para pensar solamente en los demás. Hay que poner más lejos la intención y la esperanza, resistiendo las tentaciones del éxito inmediato; la gloria es más difícil, pero más digna. El hombre excelente se reconoce porque es capaz de renunciar al éxito si en ello está la condición de la gloria, ó si tiene por precio una partícula de su dignidad. El mediocre, incapaz de orgullo, pone su vanidad en perseguir el éxito, indignamente si es necesario; sabe que su sombra lo necesita. El genio, en cambio, se revela por la perennidad de su irradiación: como si fuera su vida un perpetuo amanecer. Para éste, el éxito es un peldaño accidental en su ascensión; para aquél, todo consiste en trepar el peldaño, sin sospechar siquiera que existe una cumbre.

Flota en la atmósfera como una nube, sostenido por el viento de la mediocridad ajena; puede abocadear por la adulación lo que otros desean conquistar por sus méritos. El que obtiene un éxito inmerecido debe temblar: fracasará después, cien veces, en cada cambio de viento. Los nobles ingenios sólo confían en sus alas, luchan, salvan los obstáculos, triunfan. Sus éxitos son propiamente suyos; mientras el mediocre se entrega al rebaño que le arrastra, el superior va contra él con energías inagotables, hasta despejar su camino.

Merecido ó no, el éxito es el alcohol de los que combaten. La primera vez embriaga; después se convierte en imprescindible necesidad. El espíritu se aviene á él insensiblemente. El primer éxito, grande ó pequeño, es perturbador. Se siente una indecisión extraña, un cosquilleo moral que deleita y molesta al mismo tiempo, como la emoción del adolescente que se encuentra á solas por vez primera con una mujer amada: es tierna y violenta, estimula é inhibe, instiga y amilana.

Mirar de frente al éxito, equivale á asomarse á un precipicio: se retrocede á tiempo ó se cae en él para siempre. El éxito es un abismo irresistible, como una boca juvenil que invita al beso; pocos retroceden. Inmerecido, es un castigo para el mediocre: es un filtro que envenena su vanidad y le hace infeliz para siempre; el hombre superior, en cambio, acepta como simple anticipación de la gloria ese pequeño tributo de la mediocridad, vasalla de sus méritos.

Se presenta bajo cien aspectos, tienta de mil maneras. Nace por un accidente inesperado, llega por caminos invisibles. Basta el simple elogio de un maestro estimado, el aplauso ocasional de una multitud, la conquista fácil de una hermosa mujer; todos se equivalen, embriagan lo mismo. Corriendo el tiempo, tórnase imposible eludir el hábito de esta embriaguez; lo único difícil es iniciar la costumbre, como para todos los vicios. Después no se puede vivir sin el tósigo vivificador y esa ansiedad atormenta la existencia del que no tiene alas para ascender sin la ayuda de cómplices y de pilotos. Para el hombre mediocre hay una certidumbre absoluta: sus éxitos son ilusorios y fugaces, por humillante que le haya sido obtenerlos. Ignorando que el árbol espiritual tiene frutos, se preocupa de cosechar la hojarasca; vive de lo aleatorio, acechando las ocasiones propicias. Sin ver más allá, se juzga como á los otros, por el éxito. Mientras el hombre superior siente su fuerza en sí mismo y en sus ideales, el mediocre se mira reflejado en la opinión que merece á los demás; se creería un imbécil si supiera que le tienen por tal.

Los grandes cerebros lo buscan por la senda exclusiva del mérito. Saben que en las mediocracias conviene seguir otros caminos; por eso no se sienten nunca vencidos, ni sufren de un contraste más de lo que gozan de un éxito: ambos son obra de los demás. La gloria depende de ellos mismos. El éxito les parece un simple reconocimiento de su derecho, un impuesto de admiración que los mediocres les pagan en vida. Taine conoció el goce del maestro que ve concurrir á sus lecciones un tropel de alumnos; Mozart ha narrado las delicias del compositor oyendo sus melodías en los labios del transeúnte que silba para darse valor al atravesar de noche una encrucijada solitaria; Musset confiesa que fué una de sus grandes voluptuosidades oir sus versos recitados por mujeres bellas; Castelar comentó la emoción del orador que escucha el aplauso frenético tributado por miles de hombres. El fenómeno es común, sin ser nuevo. Julio César, al historiar sus campañas, trasunta la ebriedad infinita del que conquista pueblos y aniquila hordas; los biógrafos de Beethoven narran su impresión profunda cuando se volvió á contemplar las ovaciones que su sordera le impedía oir, al estrenar su novena sinfonía; Stendhal ha dicho, con su ática gracia original, las fruiciones del amador afortunado que ve sucesivamente á sus pies, temblorosas de fiebre y ansiedad, á cien mujeres.

El éxito es benéfico si es merecido; exalta la personalidad, la estimula. Tiene otra virtud mayor: destierra la envidia, ponzoña incurable en los espíritus mediocres. Triunfar á tiempo, merecidamente, es el más favorable rocío para cualquier germen de superioridad moral. El triunfo es un bálsamo de los sentimientos, una lima eficaz contra las asperezas del carácter. El éxito es el mejor lubrificante del corazón; el fracaso es su más urticante corrosivo.

La fama es el pleonasmo del éxito; da transitoriamente la ilusión de la gloria. Es su forma espúrea y subalterna, extensa pero no profunda, esplendorosa pero fugaz. Es más que el simple éxito accesible al común de los mediocres; pero es menos que la gloria, exclusivamente reservada á los hombres superiores. Es oropel, piedra falsa, luz de artificio. Manifestación directa del entusiasmo gregario, es, por eso mismo, inferior: aplauso de multitud. Tiene algo de frenesí inconsciente y comunicativo. La gloria de los pensadores, filósofos y artistas, que traducen su genialidad mediante la palabra escrita, es lenta, pero estable; sus admiradores están dispersos, ninguno aplaude á solas. En el teatro y en la asamblea la gloria es rápida y barata, aunque ilusoria; los oyentes se sugestionan recíprocamente, suman su entusiasmo y estallan en ovaciones. Por eso cualquier histrión de tres al cuarto puede conocer el triunfo más de cerca que Aristóteles ó Bacon; la intensidad, que es el éxito, está en razón inversa de la duración, que es la gloria. Tales aspectos caricaturescos de la celebridad dependen de una aptitud secundaria del triunfador ó de un estado pasajero de la mentalidad colectiva. Amenguada la aptitud ó traspuesta la circunstancia, vuelven á la mediocridad y asisten en vida á sus propios funerales.

Entonces pagan cara su notoriedad; vivir con perpetua nostalgia de la gloria es su martirio. Los hijos del éxito pasajero deberían morir al caer en la orfandad. Algún poeta melancólico escribió que es hermoso vivir de recuerdos: frase absurda. Ello equivale á agonizar. Es la dicha del gastrónomo obligado al ayuno, del pintor maniatado por la ceguera, del jugador que mira el tapete y no puede arriesgar una sola ficha.

En la vida se es actor ó público, timonel ó galeote. Es tan doloroso pasar del timón al remo, como salir del escenario para ocupar una butaca, aunque ésta sea de primera fila. El que ha conocido el éxito no sabe resignarse á la obscuridad; ésa es la parte más cruel de toda preeminencia fundada en el capricho ajeno ó en aptitudes físicas transitorias. El público oscila con la moda; el físico se gasta. La fama de un orador, de un esgrimista ó de un comediante, sólo dura lo que una juventud; la voz, las estocadas y los gestos se acaban alguna vez, dejando lo que en el bello decir dantesco representa el dolor sumo: recordar en la miseria el tiempo feliz.

Para estos triunfadores accidentales, el instante en que se disipa su error debería ser el último de la vida. Volver á la realidad es una suprema tristeza. Preferible es que un Otelo excesivo mate de veras sobre el tablado á una Desdémona próxima á envejecer, ó desnucarse el acróbata en un salto prodigioso, ó rompérsele un aneurisma al orador mientras habla á cien mil hombres que aplauden, ó ser apuñalado un don Juan por la amante más hermosa y sensual. La vida vale por sus horas de dicha. Convendría despedirse de ella sonriendo y gozando, mirándola de frente, con dignidad, con la sensación de que se ha merecido vivirla hasta el último instante. Toda ilusión que se desvanece deja tras sí una sombra indisipable. El éxito y la celebridad no son la gloria; nada más falaz que la sanción de los contemporáneos y de las muchedumbres. Por eso repiten los moralistas: la fama tiene caprichos y la gloria secretos.

Compartiendo las rutinas y las debilidades de la mediocridad que les rodea, los mediocres pueden convertirse en arquetipos de la masa amorfa, prohombres entre sus iguales; pero mueren con ellos. Los genios, los santos y los héroes desdeñan toda sumisión al presente, puesta la proa hacia un remoto ideal: resultan prohombres en la historia.

La integridad moral y la excelencia de carácter son virtudes estériles en los ambientes mediocres, más asequibles á los apetitos del doméstico que á las altiveces del digno: en ellos se incuba el éxito. La gloria es póstuma; nunca ciñe de laureles la sien del que se ha complicado en las rutinas de su tiempo; tardía á menudo, aunque siempre segura, suele ornar las frentes de cuantos miraron al porvenir y sirvieron á un ideal, practicando aquel lema que asumió el ginebrino: vitam impendere vero.