El hombre mediocre (1913)/La vejez niveladora

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

LA VEJEZ NIVELADORA


I. LAS CANAS.—II. ETAPAS DE LA DECADENCIA.—III. LA BANCARROTA
DE LOS INGENIOS.—IV. LA PSICOLOGÍA DE LA VEJEZ.—V. VIRTUD
DE LA IMPOTENCIA.

I.—Las canas.

Encanecer es una cosa muy triste; las canas son un mensaje de la Naturaleza que nos advierte la proximidad del crepúsculo. Y no hay remedio. Arrancarse la primera—¿quién no lo hace?—es como quitar el badajo á la campana que toca el Angelus, pretendiendo con ello prolongar el día.

Las canas visibles corresponden á otras más graves que no vemos; el cerebro y el corazón, todo el espíritu y toda la ternura, encanecen al mismo tiempo que la cabellera. El alma de fuego bajo la ceniza de los años es una metáfora literaria, desgraciadamente incierta. La ceniza ahoga á la llama y protege á la brasa. El ingenio es la llama; la brasa es la mediocridad.

Las verdades generales no son irrespetuosas; dejan entreabierta una rendija por donde escapan las excepciones particulares. ¿Por qué no decir la conclusión desconsoladora? Ser viejo es ser mediocre, con rara excepción. La máxima desdicha de un hombre superior es sobrevivirse á sí mismo, nivelándose con los demás. ¡Cuántos se suicidarían si pudieran advertir ese pasaje terrible del hombre que piensa al hombre que vegeta, del que empuja al que es arrastrado, del que ara surcos nuevos al que se esclaviza en las huellas de la rutina! Vejez y mediocridad suelen ser desdichas paralelas.

El «genio y figura, hasta la sepultura», es una excepción muy rara en los hombres de ingenio excelente, si son longevos; suele confirmarse cuando mueren á tiempo, antes de que la fatal opacidad crepuscular empañe los deslumbramientos del espíritu. En general, si mueren tarde, una pausada neblina comienza á velar su mente con los achaques de la vejez; si la muerte se empeña en no venir, los genios tórnanse extraños á sí mismos, supervivencia que los lleva á no comprender su propia obra. Les sucede como á un astrónomo que perdiera su telescopio y acabara por dudar de sus anteriores descubrimientos, al verse imposibilitado para confirmarlos á simple vista.

La decadencia del hombre que envejece está representada por una regresión sistemática de la intelectualidad. Al principio la vejez mediocriza á todo hombre superior; más tarde la decrepitud inferioriza al viejo ya mediocre. Tal afirmación es un simple corolario de verdades biológicas. La personalidad humana es una formación continua, no una entidad fija; se organiza y se desorganiza, evoluciona é involuciona, crece y se amengua, se intensifica y se agota. Hay un momento en que alcanza su máxima plenitud; después de esa época es incapaz de acrecentarse y pronto suelen advertirse los síntomas iniciales del descenso, los parpadeos de la llama interior que se apaga.

Cuando el cuerpo se niega á servir todas nuestras intenciones y deseos, ó cuando éstos son medidos en previsión de fracasos posibles, podemos afirmar que ha comenzado la vejez. Detenerse á meditar una intención es matarla; el hielo invade traidoramente el corazón y la personalidad más libre se amansa y domestica. La rutina es el estigma mental de la vejez; el ahorro es su estigma social. El hombre envejece cuando el cálculo utilitario reemplaza á la alegría juvenil. Quien se pone á mirar si lo que tiene le bastará para todo su porvenir posible, ya no es joven; cuando opina que es preferible tener de más á tener de menos, está viejo; cuando su afán de poseer excede á su posibilidad de vivir, ya está moralmente decrépito. La avaricia es una exaltación de sentimientos egoístas propios de la vejez. Muchos siglos antes de estudiarla Ribot y Rogues de Fursac, el propio Cicerón escribió palabras definitivas: «Nunca he oído decir que un viejo haya olvidado el sitio en que había ocultado su tesoro.» (De Senectute, c. 7). Y debe ser verdad, si tal dijo quien se propuso defender los fueros y alegrías de la vejez.

Las canas son avaras y la avaricia es un árbol estéril: la humanidad perecería si tuviese que alimentarse de sus frutos. La moral burguesa del ahorro ha envilecido á generaciones y pueblos enteros; hay graves peligros en predicarla; esa pasión de coleccionar bienes que no se disfrutan se acrecienta con los años, al revés de las otras. El que es maniestrecho en la juventud llega hasta asesinar por dinero en la vejez. La avaricia seca el corazón, lo cierra á la fe, al amor, á la esperanza, al ideal. Si un avaro poseyera el sol, dejaría el universo á obscuras para evitar que su tesoro se gastase. Además de aferrarse á lo que tiene, el avaro se desespera por tener más, sin límite; es más miserable cuanto más tiene; para soterrar talegas que no disfruta, renuncia á la dignidad ó al bienestar; ese afán de perseguir lo que no gozará nunca constituye la más siniestra de las miserias.

La avaricia iguala á la envidia. Es la pústula moral de los corazones envejecidos.


II.—Etapas de la decadencia.

La personalidad individual se constituye por sobreposiciones sucesivas de la experiencia. Se ha señalado una «estratificación del carácter»; la palabra es exacta y merece conservarse para ulteriores desenvolvimientos. En sus capas primitivas y fundamentales yacen las inclinaciones recibidas hereditariamente de los antepasados: la «mentalidad de la especie». En las capas medianas encuéntranse las sugestiones educativas de la sociedad: la «mentalidad social». En las capas superiores florecen las variaciones y perfeccionamientos recientes de cada uno, los rasgos personales que no son patrimonio colectivo: la «mentalidad individual».

Así como en las formaciones geológicas las sedimentaciones más profundas contienen los fósiles más antiguos, las primitivas bases de la personalidad individual guardan celosamente el capital común á la especie y á la sociedad. Cuando los estratos recientemente constituidos van desapareciendo por obra de la vejez, el psicólogo comienza á descubrir la mentalidad del mediocre, del niño y del salvaje, cuyas vulgaridades, simplezas y atavismos reaparecen á medida que las canas van reemplazando á los cabellos.

Inferior, mediocre ó superior, todo hombre adulto atraviesa un período estacionario, durante el cual perfecciona sus aptitudes adquiridas, pero no adquiere nuevas. Más tarde la inteligencia entra á su ocaso.

Las funciones del organismo empiezan á decaer á cierta edad. Esas declinaciones corresponden á inevitables procesos histológicos de regresión orgánica. Las funciones mentales, lo mismo que las otras, decaen cuando comienzan á enmohecerse los engranajes celulares de nuestros centros nerviosos. Es evidente que el individuo ignora su propio crepúsculo: ningún viejo admite que su inteligencia haya disminuído. El que esto escribe hoy, creerá, probablemente, lo contrario cuando tenga más de sesenta años. Pero objetivamente considerado, el hecho es indiscutible, aunque podrá haber discrepancia para señalar límites generales á la edad en que la vejez desvencija nuestros resortes. Se comprende que para esta función, como para todas las demás del organismo, la edad de envejecer difiere de individuo á individuo; los sistemas orgánicos en que se inicia la involución son distintos en cada uno. Hay quien envejece antes por sus órganos digestivos, circulatorios ó psíquicos; y hay quien conserva íntegras algunas de sus funciones hasta más allá de los límites comunes. La longevidad mental es un accidente; no es la regla.

La vejez inequívoca es la que pone más arrugas en el espíritu que en la frente. La juventud no es simple cuestión de estado civil y puede sobrevivir á alguna cana: es un don de vida expresiva y febril. Muchos adolescentes no lo tienen y algunos viejos desbordan de él. Hay hombres que nunca han sido jóvenes; en sus corazones, prematuramente agostados, no encontraron calor las opiniones extremas ni aliento las exageraciones románticas. En esos mediocres, la única precocidad es la vejez. Hay, en cambio, espíritus de excepción que guardan algunas originalidades hasta sus años últimos, envejeciendo tardíamente. Pero, en unos antes y en otros después, despacio ó de prisa, el tiempo consuma su obra y transforma nuestras ideas, sentimientos, pasiones, energías, según el antiguo decir de Boileau: «El tiempo, que cambia todo, cambia también nuestros humores».

El proceso de involución intelectual sigue el mismo curso que el de su organización, pero invertido. Primero desaparece la «mentalidad individual», más tarde la «mentalidad social», y, por último, la «mentalidad de la especie».

La vejez comienza por hacer de todo individuo un hombre mediocre. La mengua mental puede, sin embargo, no detenerse allí. Los engranajes celulares del cerebro siguen enmoheciéndose, la actividad de las asociaciones neuronales se atenúa cada vez más y la obra destructora de la decrepitud es más profunda. Los achaques siguen desmantelando sucesivamente las capas del carácter, desapareciendo una tras otra sus adquisiciones secundarias, las que reflejan la experiencia social. El anciano se «inferioriza», es decir, vuelve poco á poco á su primitiva mentalidad infantil, conservando las adquisiciones más antiguas de su personalidad, que son, por ende, las mejor consolidadas. Es notorio que la infancia y la senectud se tocan; todos los idiomas consagran esta observación en refranes harto conocidos. Ello explica las profundas transformaciones psíquicas de los viejos; el cambio total de sus sentimientos (especialmente los sociales y altruistas), la pereza pro gresiva para acometer empresas nuevas (con discreta conservación de los hábitos consolidados por antiguos automatismos) y la duda ó la apostasía de las ideas más personales (para volver primero á las ideas comunes en su medio y luego á las profesadas en la infancia ó por los antepasados).

La mejor prueba de ello—que los ignorantes suelen citar contra la «ciencia»—la encontramos en los hombres de más elevada mentalidad y de cultura mejor disciplinada; es frecuente en ellos un cambio radical de opiniones acerca de los más altos problemas filosóficos, á medida que la vejez hace decaer las aptitudes originalmente definidas durante la edad viril.


III.—La bancarrota de los ingenios.

Este cuadro no es exagerado ni esquemático. La marcha progresiva del proceso impide advertir esa evolución en las personas que nos rodean; es como si una claridad se apagara tan de á poco que pudiera llegarse á la obscuridad absoluta sin advertir en momento alguno la transición.

Á la natural lentitud del fenómeno agréganse las diferencias que él reviste en cada individuo. Los mediocres, que sólo llegan á adquirir un reflejo de la mentalidad social, poco tienen que perder en esta inevitable bancarrota: es el empobrecimiento de un pobre. Y cuando, en plena senectud, su mentalidad social se reduce á la mentalidad de la especie, inferiorizándose, á nadie sorprende ese pasaje de la pobreza á la miseria.

En el hombre superior, en el talento ó en el genio, se notan claramente esos estragos. ¿Cómo no llamaría nuestra atención un antiguo millonario que paseara á nuestro lado sus postreros andrajos? El hombre superior deja de serlo, se nivela. Sus ideas propias, organizadas en el período de perfeccionamiento, tienden á ser reemplazadas por ideas comunes ó inferiores. El genio nunca es tardío, aunque pueda revelarse tardíamente su fruto; las obras pensadas en la juventud y escritas en la vejez, pueden no mostrar decadencia, pero siempre la revelan las obras pensadas en la vejez misma. Leemos la segunda parte del «Fausto» por respeto al autor de la primera; no podemos salir de ello sin recordar que «nunca segundas partes fueron buenas», adagio inapelable si la primera fué obra de juventud y la segunda es fruta de vejez.

Haeckel señala en Kant un ejemplo acabado de esta metamorfosis psicológica. El joven Kant, verdaderamente «crítico», había llegado á la convicción de que las tres grandes potencias del misticismo: Dios, libertad é inmortalidad del alma, eran insostenibles ante la «razón pura»; el Kant envejecido, «dogmático», encontró, en cambio, que esos tres fantasmas son postulados de la «razón práctica», y, por lo tanto, indispensables. Cuanto más se predica la vuelta á Kant, en el contemporáneo arreciar del neokantismo, tanto más ruidosa é irreparable preséntase la contradicción entre el joven y el viejo Kant. El mismo Spencer, monista como el que más, acabó por entreabrir una puerta al dualismo con su «incognoscible». Virchow, en plena juventud, creó la patología celular, sin sospechar que terminaría renegando sus ideas de naturalista filósofo. Lo mismo que él hicieron Wallace, Romanes, Du-Bois Reymond y C. E. Baer.

Para citar tan sólo á muertos de ayer, hase visto á Lombroso caer en sus últimos años en ingenuidades infantiles, explicables por su debilitamiento mental, á punto de llorar conversando con el alma de su madre en un trípode espiritista. James, que en su juventud fué portavoz de la psicología evolucionista y biológica, acabó por enmarañarse en especulaciones morales que sólo él comprendió. Y, por fin, Tolstoy, cuya juventud fué pródiga de admirables novelas y escritos, que le hicieron clasificar como escritor anarquista, en los últimos años escribió artículos adocenados que no firmaría un gacetillero vulgar, para extinguirse en esa peregrinación mística que puso en ridículo las horas últimas de su vida física. La mental había

terminado mucho antes.

IV.—Psicología de la vejez.

La sensibilidad se atenúa en los viejos y se embotan sus vías de comunicación con el mundo que les rodea; los tejidos se endurecen y tórnanse menos sensibles al dolor físico. El viejo tiende á la inercia, busca el menor esfuerzo; así como la pereza es una vejez anticipada, la vejez es una pereza que llega fatalmente en cierta hora de la vida. Anatómica y fisiológicamente, su característica es una atrofia de los elementos superiores (musculares y nerviosos), con desarrollo de los inferiores (conjuntivos); una parte de los capilares se obstruye y amengua el aflujo sanguíneo á los tejidos; el peso y el volumen del sistema nervioso central se reduce, como el de todos los tejidos propiamente vitales; la musculatura flácida impide mantener el cuerpo erecto; los movimientos pierden su agilidad y su precisión. En el cerebro disminuyen las permutas nutritivas, se alteran las transformaciones químicas y el tejido conjuntivo prolifera, haciendo degenerar las células más nobles. Roto el equilibrio de los órganos, no puede subsistir el equilibrio de las funciones: la disolución de la vida intelectual y afectiva sigue ese curso fatal, perfectamente estudiado por Ribot en el último capítulo de su Psicología de los sentimientos.

Á medida que envejece, tórnase el hombre infantil, tanto por su ineptitud creadora como por su achicamiento moral. Al período expansivo sucede el de concentración; la incapacidad para el asalto perfecciona la defensa. La insensibilidad física se acompaña de analgesia moral; en vez de participar del dolor ajeno, el viejo acaba por no sentir ni el propio; la ansiedad de prolongar su vida parece advertirle que una fuerte emoción puede gastar energía, y se endurece contra el dolor, como la tortuga se retrae bajo su caparazón cuando presiente un peligro. Así llega á sentir un odio oculto por todas las fuerzas vivas que crecen y avanzan, un sordo rencor contra todas las primaveras.

La psicología de la vejez denuncia ideas obsesivas y absorbentes. Todo viejo cree que los jóvenes le desprecian y desean su muerte para suplantarle. Traduce tal manía por hostilidad á la juventud, considerándola muy inferior á la de su tiempo, así como las nuevas costumbres á que no puede adaptarse. Aun en las cosas pequeñas exige la parte más grande, contrariando toda iniciativa, desdeñando las corazonadas y escarneciendo los ideales, sin recordar que en otro tiempo pensó, sintió é hizo todo lo que ahora considera comprometedor ó detestable.

Ésa es la verdadera psicología del hombre que envejece. La edad «atenúa ó anula el celo, el ardor, la aptitud para creer, descubrir ó simplemente saborear el arte, para tener la curiosidad despierta. Omito las rarísimas excepciones que exigirían, cada una, un examen particular. Para la mayoría de los hombres, el debilitamiento vital su prime de seguida el gusto de esas cosas superfluas. Señalemos, también, con la vejez, la hostilidad decidida contra las innovaciones: nuevas formas artísticas, nuevos descubrimientos, nuevas maneras de plantear ó tratar los problemas científicos. El hecho es tan notorio, que no exige pruebas. Ordinariamente, en estética sobre todo, cada generación reniega á la que le sigue. La explicación común de ese «misoneísmo», es la existencia de hábitos intelectuales ya organizados. Ellos serían conmovidos por un contraste violento, si tuvieran una capacidad de emoción ó de pasión. Esto último es lo que falta en los viejos, por apagamiento de la vida afectiva. Agrega Ribot que á esa disolución de los sentimientos superiores sigue la de todos los sentimientos altruístas y la de los egoaltruistas, perdurando hasta el fin los egoístas, cada vez más aislados y predominantes en la personalidad del viejo. Ellos mismos naufragan en la ulterior senilidad.

Los diversos elementos del carácter disuélvense en orden inverso al de su formación. Los que han llegado al fin son menos activos, dejan impresiones poco persistentes, son adventicios, incoordinados. Esto revélase en la regresión de la memoria en los viejos; los fantasmas de las primeras impresiones juveniles siguen rondando en su mente, cuando ya han desaparecido los más cercanos, los del día anterior. La falta de plasticidad hace que los nuevos procesos psíquicos no dejen rastros, ó muy débiles, mientras los antiguos se han grabado hondamente en materia más sensible y sólo se borran con la destrucción de los órganos.

Con la facultad de crecer de los neurones en el hombre joven, y su poder de crear nuevas asociaciones, explicaría Cajal la capacidad de adaptación del hombre y su aptitud para cambiar sus sistemas ideológicos; la detención de las funciones neuronales en los ancianos, ó en los adultos de cerebro atrofiado por falta de ilustración ú otra causa, permite comprender las convicciones inmutables, la inadaptación al medio moral y las aberraciones misoneístas. Se concibe, igualmente, que la amnesia, la falta de asociación de ideas, la torpeza intelectual, la imbecilidad, la demencia, puedan producirse cuando—por causas más ó menos mórbidas—la articulación entre los neurones llega á ser floja; es decir, cuando sus expansiones se debilitan y dejan de estar en contacto, ó cuando las esferas mnemónicas se desorganizan parcialmente. Para formular esta hipótesis Cajal ha tenido en cuenta la conservación mayor de las antiguas memorias juveniles; las vías de asociación creadas hace mucho tiempo y ejercitadas durante algunos años, han adquirido indudablemente una fuerza mayor por haber sido organizadas en la época en que los neurones poseían su más alto grado de plasticidad.

Sin conocer la histología de los centros nerviosos, Lucrecio (III, 452) observó que la ciencia y la experiencia pueden crecer andando la vida, pero la vivacidad, la prontitud, la firmeza, y otras loables cualidades se marchitan y languidecen al sobrevenir la vejez:

Ubi jam validis quassatum est viribus aevi corpus, et obtusis ceciderunt viribus artus,

claudicat ingenium, delirat linguaque mensque.

Montaigne, viejo, estimaba que á los veinte años cada individuo ha anunciado lo que de él puede esperarse y afirma que ningún alma obscura hasta esa edad se ha vuelto luminosa después; recuerda el proverbio usual en el Delfinado: «Si l'épine ne pique pas en naissant, à peine piquera-t-elle jamais», y agrega que casi todas las grandes acciones de la historia han sido realizadas antes de los treinta años. (Essais, lib. I, cap. LVII.)

Á distancia de siglos un espíritu absolutamente diverso llega á las mismas conclusiones. «El descubrimiento del segundo principio de la energética moderna fué hecho por un joven: Carnot tenía veintiocho años al publicar su Memoria. Mayer, Joule y Helmoltz tenían veinticinco, veintiséis y veinticinco, respectivamente; ninguno de estos grandes innovadores había llegado á los treinta años cuando se dió á conocer. Las épocas en que sus trabajos aparecieron no representan el momento en que fueron concebidos; hubieron de pasar algunos años antes de que tuviesen desarrollo suficiente para ser expuestos y de que ellos encontraran medios de publicarlos. Asombra la juventud de estos maestros de la ciencia; estamos acos tumbrados á considerarla como privilegio de una edad más avanzada, y nos parece que todos ellos han faltado al respeto á sus mayores, permitiéndose abrir nuevos caminos á la verdad. Se dirá que la solución de esos problemas por verdaderos muchachos fué una singular y excepcional casualidad; fácil es comprobar que ocurre lo mismo en todos los dominios de la ciencia: la gran mayoría de los trabajos que señalaron horizontes nuevos fueron la obra de jóvenes que acababan de transponer los veinte años. No es éste el sitio para buscar las causas y las consecuencias de ese hecho; pero es útil recordarlo, pues aunque señalado más de una vez, está muy lejos de ser reconocido por los que se dedican á educar la juventud. Los trabajos de hombres jóvenes son de carácter principalmente innovador; el mecanismo de la instrucción pública no debe ser obstáculo á ellos... permitiéndoles desde temprano desarrollar libremente sus aptitudes en los institutos superiores, en vez de agotar prematuramente, como ocurre ahora, un gran número de talentos científicos originales.» (W. Ostwald: L'Energie, cap. V). Y para que sus conclusiones no parezcan improvisadas el eminente filósofo las ha desenvuelto en su último libro (Les grands hommes), donde el problema del genio juvenil está analizado con criterio experimental.

Por eso las academias suelen ser cementerios donde se glorifica á hombres que ya han dejado de existir para su ciencia ó para su arte. Es natu ral que á ellas lleguen los muertos ó los agonizantes; dar entrada á un joven significaría enterrar á un vivo.


V.—La virtud de la impotencia.

Será verdad lo que se afirma desde Lucrecio y Montaigne hasta Ribot y Ostwald; pero los viejos no renunciarán á sus protestas contra los jóvenes, ni éstos acatarán en silencio la hegemonía de las canas.

Los viejos olvidan que fueron jóvenes y éstos parecen ignorar que serán viejos: el camino á recorrer es siempre el mismo, de la originalidad á la mediocridad, y de ésta á la inferioridad mental.

¿Cómo sorprendernos, entonces, de que los jóvenes revolucionarios terminen siendo viejos conservadores? ¿Y qué de extraño en la conversión religiosa de los ateos llegados á la vejez? ¿Cómo podría el hombre, activo y emprendedor á los treinta años, no ser apático y prudente á los ochenta? ¿Cómo asombrarnos de que la vejez nos haga avaros, misántropos, regañones, cuando nos va entorpeciendo paulatinamente los sentidos y la inteligencia, como si una mano misteriosa fuera cerrando una por una todas las ventanas entreabiertas frente á la realidad que nos rodea?

La ley es dura, pero es ley. Nacer y morir son los términos inviolables de la vida; ella nos dice con voz firme que lo normal no es nacer ni morir en la plenitud de nuestras funciones. Nacemos para crecer; envejecemos para morir. Todo lo que la Naturaleza nos ofrece para el crecimiento, nos lo sustrae preparando la muerte.

Sin embargo, los viejos protestan de que no se les respeta bastante, mientras los jóvenes se desesperan por lo excesivo de ese respeto. La historia es de todos los tiempos. Cicerón escribió su De Senectute con el mismo espíritu con que hoy Faguet escribe ciertas páginas de su ensayo sobre La Vieillesse. Aquél se quejaba de que los viejos fueran poco respetados en el imperio; éste se queja de que lo sean menos en la democracia. Asombran las palabras de Faguet cuando afirma que los viejos no son escuchados, pretendiendo ver en ello la negación de una competencia más. Alega que en los pueblos primitivos, como hoy entre los salvajes, son los viejos los que gobiernan: la gerontocracia se explica donde no hay más ciencia que la experiencia y los viejos lo saben todo, pues cualquier caso nuevo les resulta conocido por haber visto muchos similares. Dice Faguet que el libro, puesto en manos de los jóvenes, es el enemigo de la experiencia que monopolizan los viejos. Y se desespera porque el viejo ha caído en ridículo, aunque comete la imprudencia de juzgarle con verdad: convenons de bonne grâce qu'il prête à cela; il est entêté, il est maniaque, il est verbeux, il est conteur, il est ennuyeux, il est grondeur et son aspect est désagréable: ningún joven ha escrito una silueta más sintética que esa, incluida en su volumen sobre el culto de la incompetencia.

Faguet opina que el viejo está desterrado de las mediocracias contemporáneas. Grave error, que sólo prueba su vejez.

Toda democracia es propicia á la mediocridad y enemiga de cualquier excelencia individual; por eso los jóvenes originales no participan del gobierno hasta que hayan perdido su arista propia. La vejez los nivela, rebajándolos hasta los modos de pensar y sentir que son comunes á su grupo social. Por esto las funciones directivas han sido en toda época patrimonio de la edad madura; la «opinión pública» de los pueblos, de las clases ó de los partidos, suele encontrar en los hombres que fueron superiores y empiezan ya á decaer el exponente más inequívoco de su mediocridad. En la juventud, son considerados peligrosos. Mientras el individuo superior piensa con su propia cabeza, no puede pensar con la cabeza de la sociedad.

No hay, pues, la falta de respeto que, en sus vejeces respectivas, señalaron Platón, Aristóteles y Montesquieu, antes que Faguet. Afirmar que por el camino de la vejez se llega á la mediocridad es la aplicación simple de un principio regresivo que rige á todos los organismos vivos y los prepara á la muerte. ¿Por qué extrañarnos de esa decadencia mental si estamos acostumbrados á ver desteñir las hojas y deshojarse los árboles cuando el otoño llega perseguido por el invierno? Admiremos á los viejos por las superioridades que hayan poseído en la juventud. No incurramos en la simpleza de esperar una vejez santa, heroica ó genial tras una juventud equívoca, mansa y opaca; la vejez siega todas las originalidades con su hoz niveladora. Esos mediocres representativos, que ascienden al gobierno y á las dignidades después de haber pasado sus mejores años en la inercia ó en la orgía, en el tapete verde ó entre rameras, en la expectativa apática ó en la resignación humillada, sin una palabra viril y sin un gesto altivo, esquivando la lucha, temiendo los adversarios, y renunciando los peligros, no merecen la confianza de sus contemporáneos ni tienen derecho de catonizar. Sus palabras grandilocuentes parecen pronunciadas en falsete y mueven á risa. Los hombres de carácter elevado no hacen á la vida la injuria de malgastar su juventud, ni confían á la incertidumbre de las canas la iniciación de obras que sólo pueden concebir las mentes frescas y realizar los brazos viriles.

La experiencia complica la tontería de los mediocres, pero no puede convertirlos en genios; la vejez no abuena al perverso, lo torna inútil para el mal. El diablo no sabe más por viejo que por diablo. Si se arrepiente no es por santidad, sino por impotencia.