El hombre mediocre (1913)/La mediocracia

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

LA MEDIOCRACIA


I. EL CLIMA DE LA MEDIOCRIDAD.—II. LA POLÍTICA DE LAS
PIARAS.—III. DEMAGOGOS Y ARISTARCOS: LAS DOS FÓRMULAS DE LA
INJUSTICIA.—IV. LA ARISTOCRACIA DEL MÉRITO: «LA JUSTICIA EN LA
DESIGUALDAD.»

I.—El clima de la mediocridad.

En raros momentos la pasión caldea la historia y los idealismos se exaltan: cuando las naciones se constituyen y cuando se renuevan. Primero es secreta ansia de libertad, lucha por la independencia más tarde, luego crisis de consolidación institucional, después vehemencia de expansión ó pujanza de imperialismo. Los genios hablan con palabras líricas; plasman los estadistas sus planes visionarios; ponen los héroes su corazón en la balanza del destino.

Es, empero, fatal que los pueblos tengan largas intercadencias de encebadamiento. La historia no conoce un solo caso en que altos ideales trabajen con ritmo continuo la evolución de una raza. Hay horas de palingenesia y las hay de apatía, como vigilias y sueños, días y noches, primaveras y otoños, en cuyo alternarse infinito se divide la continuidad del tiempo.

En ciertas horas la nación se aduerme dentro del país. El organismo vegeta; el espíritu se amodorra. Los apetitos acosan á los ideales, tornándose dominadores y agresivos. No hay astros en el horizonte ni oriflamas en los campanarios. Ningún clamor de pueblo se percibe; no resuena el eco de grandes voces animadoras. Todos se apiñan en torno de los manteles oficiales para alcanzar alguna migaja de la merienda. Es el clima de la mediocridad. Los estados tórnanse mediocracias.

Entra á la penumbra toda tendencia idealista, intelectual, estética, el culto por la verdad, el afán de admiración, la fe en creencias firmes, la exaltación de ideales, la lealtad, el orgullo, la originalidad, el desinterés, la abnegación, todo lo que está en el camino de la virtud y de la santidad, del talento y del genio, de la dignidad y del heroísmo. En un mismo diapasón utilitario se templan todos los espíritus. Se habla por refranes, como discurría Panza; se cree por catecismos, como predicaba Tartufo; se vive de expedientes, como enseñó Gil Blas. El culto de la rutina, de los prejuicios y de las domesticidades encuentra fervorosos adeptos en los que pretenden representar á los rebaños militantes; los más encumbrados portavoces de las mediocracias resultan esclavos de su clima. Son actores á quienes les está prohibido improvisar: de otro modo romperían el molde á que se ajustan las demás piezas del mosaico.

Platón no concibió la mediocridad ni estudió al hombre mediocre. Sin quererlo, al decir de la democracia: «Es el peor de los buenos gobiernos, pero es el mejor entre los malos», definió la mediocracia. Han transcurrido siglos; la sentencia conserva su verdad. Las democracias contemporáneas, vistas de fuera, son refractarias á la culminación de todo ideal. Son estados sin ser naciones; países, no patrias. En cada comarca una oligarquía de mediocres detenta los engranajes del mecanismo oficial, excluyendo de su seno á cuantos desdeñan aceptar la complicidad de sus empresas. Aquí son castas advenedizas, allí sindicatos industriales, acullá facciones de parlaembaldes. Son gavillas y se titulan partidos. Intentan disfrazar con ideales su monopolio del Estado. Son bandoleros que buscan la encrucijada más impune para explotar á la sociedad.

Políticos mediocres hay en todos los tiempos y bajo todos los regímenes. Pero encuentran mejor clima en las burguesías sin ideales. Donde todos creen poder hablar, callan los sabios; la mediocridad prefiere escuchar á los más viles embaidores. Cuando el ignorante se cree igualado al estudioso, el bribón al apóstol, el boquirroto al elocuente y el burdégano al digno, la escala del mérito desaparece en una oprobiosa nivelación de villanía. Eso es la mediocracia: todos pretenden hablar y creen decir lo que piensan, aunque cada uno sólo acierta á repetir dogmas sectarios ó auspiciar voracidades oligárquicas. Esa chatura moral es más grave que la aclimatación á la tiranía; nadie puede volar donde todos se arrastran. Conviénese en llamar urbanidad á la hipocresía, distinción al amaricamiento, cultura á la timidez, tolerancia á la complicidad; la mentira proporciona estas denominaciones equívocas. Y los que así mienten son enemigos de sí mismos y de la patria, deshonrando en ella á sus padres y á sus hijos, carcomiendo la dignidad común.

En esos paréntesis de alcornocamiento aventúranse las mediocracias por senderos innobles. La obsesión de acumular tesoros materiales, ó el torpe afán de usufructuarlos en la holganza, borra del espíritu colectivo todo rastro de ensueño. Los países dejan de ser patrias. Cualquier ideal agoniza ó muere; van desmereciendo el ingenio y el mérito. Los filósofos, los sabios y los artistas están de más; la pesadez de la atmósfera cierra sus alas y dejan de volar. Su presencia estorba á traficantes y judíos, á todos los que trabajan por lucrar, á los esclavos del ahorro ó de la avaricia. Las cosas del espíritu son despreciadas. No siéndole propicio el clima sus cultores son contados. No llegan á inquietar á las mediocracias; están proscritos dentro del país, que mata á fuego lento sus ideales, sin necesitar desterrarlos. Cada hombre queda preso entre mil sombras que lo rodean y lo paralizan. Siempre hay mediocres, son perennes. Lo que varía es su prestigio y su influencia. En los climas líricos muéstranse humildes, son tolerados; nadie los nota, no osan inmiscuirse en nada. Cuando se entibian los ideales y se reemplaza lo cualitativo por lo cuantitativo, se empieza á contar con ellos. Apercíbense entonces de su número, se cuentan, se mancornan en grupos, se arrebañan en partidos. Crecen en la justa medida en que el clima se atempera. Las ficciones democráticas igualan el sabio al analfabeto, el señor al lacayo, el poeta al prestamista: cada uno tiene un voto y el supremo derecho es votar. La mediocridad se condensa, conviértese en sistema, es incontrastable.

Encúmbranse gañanes, pues no florecen genios: las creaciones y las profecías son imposibles si no están en el alma de la época. La aspiración de lo mejor no es privilegio de todas las generaciones. Tras una que ha realizado un gran esfuerzo, arrastrada ó conmovida por un genio, la siguiente descansa y se dedica á vivir de glorias pasadas, conmemorándolas sin fe; las facciones dispútanse los manejos administrativos, compitiendo en manosear todos los ideales. La ausencia de éstos se disfraza con exceso de pompa y de palabras; acállase cualquier protesta con la participación en los festines; se proclaman las mejores intenciones y se practican bajezas abominables; se miente la democracia; se miente la ciencia; se miente el arte; se miente la justicia; se miente el carácter. Todo se miente con la anuencia de todos; cada hombre pone precio á su complicidad, un precio razonable que oscila entre un empleo y una decoración.

Los gobernantes no crean tal estado de cosas y de espíritus: lo representan. Cuando las naciones dan en bajíos, los ideales son suplantados por voracidades insaciables: alguna facción de mediocres se apodera del engranaje constituido ó reformado por hombres geniales. Florecen legisladores, pululan archivistas, cuéntanse los funcionarios por legiones: las leyes se multiplican, sin reforzar por ello su eficacia. Las ciencias conviértense en mecanismos oficiales, en institutos y academias donde el genio no se forma jamás y al mismo ingenio se le impide que crezca: su presencia humillaría con la fuerza del contraste. Las artes tórnanse industrias patrocinadas por el Estado, reaccionario en sus gustos y adverso á toda previsión de nuevos ritmos ó de nuevas formas; la imaginación de artistas y poetas parece aguzarse en descubrir las grietas del presupuesto y filtrarse por ellas. En tales épocas los astros no surgen. Huelgan: la sociedad no los necesita; bástale su cohorte de funcionarios. El nivel de los gobernantes desciende hasta marcar el cero: la mediocracia es una confabulación de los ceros contra las unidades. Cien políticos mediocres, juntos, no valen un estadista genial. Sumad diez ceros, cien, mil, todos los de las matemáticas y no tendréis cantidad alguna, ni siquiera negativa. Los políticos mediocres marcan el cero absoluto en el termómetro de la historia, conservándose limpios de infamia y de virtud. Roque gobernando la ínsula: equidistante de Nerón y de Marco Aurelio.

Una apatía conservadora caracteriza á esos períodos; entíbiase la ansiedad de las cosas elevadas, prosperando á su contra el afán de los suntuosos formulismos. Los gobernantes que no piensan parecen prudentes; los que nada hacen titúlanse reposados; los que no roban resultan alhajas. El concepto del mérito se torna negativo: las sombras son preferibles á los hombres. Se busca lo originariamente mediocre ó lo mediocrizado por la senilidad. En vez de héroes, genios ó santos, anúncianse los apacibles administradores, milagrosos arquetipos de la mediocridad reinante, como aquel Popeo Sabino par negotiis neque supra. Pero el estadista, el filósofo, el poeta, los que realizan, predican y anuncian alguna parte de un ideal, están ausentes. Nada tienen que hacer.

La tiranía del clima es absoluta: nivelarse ó sucumbir. La regla conoce pocas excepciones en la historia. Las mediocracias negaron siempre las virtudes, las bellezas, las grandezas, dieron el veneno á Sócrates, el leño á Cristo, el puñal á César, el destierro á Dante, la cárcel á Bacon, el fuego á Bruno; y mientras escarnecían á esos hombres ejemplares, aplastándolos con su saña ó armando contra ellos algún brazo enloquecido, ofrecían su servidumbre á pomposos pavoreales ó ponían su hombro para sostener las más torpes tiranías. Á un precio: que éstas garantizaran á las clases hartas la tranquilidad necesaria para usufructuar sus riquezas. En esas épocas de lenocinio la autoridad es fácil de ejercitar: las cortes se pueblan de serviles, apandillados por batos enflautadores. Mesnadas de retóricos parlotean pane lucrando: aspirantes á algún bajalato y pulchinelas de perilustres barrizales, en cuyas conciencias está siempre colgado el albarán ignominioso. Las mediocracias apuntálanse en los apetitos de los que ansían vivir de ellas y en el miedo de los que temen perder la pitanza. La indignidad civil es ley en esos climas. Todo hombre declina su personalidad al convertirse en funcionario: no lleva visible la cadena al pie, como el esclavo, pero la arrastra ocultamente, amarrada en su intestino. Ciudadanos de una patria son los capaces de vivir por su esfuerzo, sin la cebada oficial. Cuando todo se sacrifica á ésta, sobreponiendo los apetitos á las aspiraciones, el sentido moral se degrada y la decadencia se aproxima. En vano se buscan remedios en la glorificación del pasado. De ese atafagamiento los pueblos no despiertan loando lo que fué, sino sembrando el porvenir y reconstituyendo el culto del mérito.

Los países son expresiones geográficas y los estados son equilibrios de instituciones. Una patria es mucho más y es otra cosa: sincronismo de espíritus y de corazones, temple uniforme para el esfuerzo, homogénea disposición para el sacrificio, simultaneidad en la aspiración de la grandeza y en el deseo de la gloria. Donde falta esa comunidad de esperanzas no hay patria, no puede haberla: hay que tener ensueños comunes, desear jun tos grandes cosas y sentirse decididos á realizarlas, con la seguridad de que ninguno se quedará en mitad del camino contando sus talegas. No basta acumular riquezas para crear una patria: Cartago no lo fué. Era una empresa. Las áureas minas, las industrias afiebradas y las lluvias generosas hacen de un país un estado rico: se necesitan ideales de cultura para que en él haya una patria.

Mientras un país no es patria, sus habitantes no constituyen una nación. El sentimiento de la nacionalidad sólo existe en los que se sienten acomunados para perseguir un mismo ideal: las naciones más homogéneas son las que cuentan más hombres capaces de sentirlo y de servirlo. Es más intenso y perfeccionado en las mentes conspicuas. La capacidad de ideales, exigua en los mediocres, impídeles ver en el patriotismo el más alto ideal; el déclassé, ajeno á la nación, tampoco lo concibe; el esclavo y el siervo tienen un país natal. Sólo el digno y el libre pueden tener una patria.

Pueden tenerla. Rara vez la tienen. El sentimiento nace en muchos, pero permanece rudimentario; en pocos elegidos llega á ser dominante y vivificador, anteponiéndose á pequeñas sordideces de piara ó de cofradía. Cuando los intereses de la mediocridad sobrepónense á los ideales de los espíritus cultos, que constituyen el alma de una nación, el sentimiento nacional se corrompe: la patria es explotada como una empresa. Cuando se vive hartando los propios apetitos y nadie piensa que en cada ingenio original puede estar una partícula de la gloria común, la nación se abisma. Los ciudadanos vuelven á la condición de habitantes. La patria á la de país.

Y eso ocurre periódicamente: como si la pupila de la nación necesitara parpadear en su mirada hacia el porvenir. Y los caracteres mediocres aprovechan ese paréntesis de sombra para culminar, mientras los genios tórnanse invisibles. Todo se dobla y abaja, desapareciendo la molicie individual en la común: diríase que en la culpa colectiva se esfuma la responsabilidad de cada uno. Cuando el conjunto se dobla, como en el barquinazo de un buque, parece, por relatividad, que ninguna cosa se doblara. Sólo quien se levanta, y mira desde otro plano á los que navegan, advierte su descenso, como si frente á ellos fuese un punto inmóvil: un faro en la costa.


II.—La política de las piaras.

El instrumento de esa contaminación general es, en nuestra época, el sistema parlamentario: todas las formas de parlamentarismo. Antes presumíase que para gobernar se requería cierta ciencia y el arte de aplicarla; ahora se ha convenido que Gil Blas, Tartufo y Sancho son los árbitros inapelables de esa ciencia y de ese arte.

La política se degrada, conviértese en profesión. Los espíritus subalternos florecen en los establos del sufragio universal. En la bajamar sube lo ra hez y se acorchan los traficantes. Toda excelencia desaparece, eclipsada por la mediocridad. Se instaura una moral hostil á la firmeza y propicia al relajamiento. El gobierno va á manos de gentualla que abocada el presupuesto. Abájanse los adarves y álzanse los muladares. El lauredal se agosta y los cardizales se multiplican. Los palaciegos se mancornan con los malandrines. Progresan funámbulos y volatineros. Nadie piensa, donde todos lucran; nadie sueña, donde todos tragan. Lo que antes era estigma de infamia ó cobardía, tórnase jactancia de astucia; lo que otrora mataba, ahora vivifica, como si hubiera una aclimatación al ridículo; sombras envilecidas se levantan y parecen hombres; la improbidad se pavonea y ostenta, en vez de ser vergonzante y pudorosa. Lo que en las patrias se cubría de vergüenza, en los países cúbrese de honores.

Las jornadas electorales son humillantes en los países mediocrizados: enjuagues de mercenarios ó pugilatos de aventureros, cuando no arrebatos de sectarios. Su justificación está á cargo de electores inocentes, que van á la parodia como á una fiesta del ideal.

Las facciones son adversas á todas las originalidades. Hombres ilustres pueden ser víctimas del voto de la canalla: los partidos adornan sus listas con ciertos nombres respetados, sintiendo la necesidad de parapetarse tras el blasón intelectual de algunos selectos. Cada piara se forma un estado mayor que disculpe la pretensión de gobernar á su país, encubriendo las restantes vanidades ó piraterías con el pretexto de sostener intereses de partidos. Las excepciones no son toleradas en homenaje á las virtudes: las piaras no admiran ninguna superioridad. Explotan el prestigio del pabellón para dar paso á su mercancía de contrabando; descuentan en el banco del éxito merced á la firma prestigiosa. Por cada hombre de mérito hay docenas de sombras insignificantes.

Aparte esas excepciones, que existen en todas partes, la masa de «elegidos del pueblo» es subalterna y profesional, pelma de vanidosos, deshonestos y serviles.

Los primeros derrochan su fortuna por acceder al Parlamento. Ricos terratenientes ó poderosos industriales pagan á peso de oro los votos coleccionados por agentes impúdicos; señorzuelos advenedizos abren sus alcancías para comprarse el único diploma accesible á su mentalidad amorfa; asnos enriquecidos aspiran á ser tutores de pueblos, sin más capital que su constancia y sus millones. Necesitan ser alguien; creen conseguirlo incorporándose á las piaras.

Los deshonestos son legión; asaltan el Parlamento para entregarse á especulaciones lucrativas. Venden su voto á empresas que muerden las arcas del Estado; prestigian proyectos de grandes negocios con el erario, cobrando sus discursos á tanto por minuto; pagan con destinos y dádivas oficiales á sus electores; comercian su influencia al menudeo para obtener concesiones en favor de su clientela. Su gestión política suele ser tranquila: un hombre de negocios está siempre con la mayoría. Apoya á todos los gobiernos.

Los serviles merodean por los Congresos en virtud de la flexibilidad de sus espinazos. Lacayos de un grande hombre, ó instrumentos ciegos de su piara, no osan discutir la jefatura del uno ó las consignas de la otra. No se les pide talento, elocuencia ó probidad: basta con la certeza de su panurgismo. Viven de luz ajena, satélites sin calor y sin pensamiento, uncidos al carro de su cacique, dispuestos siempre á batir palmas cuando él habla y á ponerse de pie llegada la hora de una votación.

En las democracias más novicias, llamadas repúblicas por burla, los congresos puéblanse de mansos protegidos de las oligarquías dominantes. Medran piaras sumisas, serviles, incondicionales, afeminadas: las mayorías miran al porquero esperando una guiñada ó una seña. Si alguno se aparta está perdido; los que se rebelan son proscritos sin apelación.

Hay casos aislados de ingenio y de carácter, soñadores de algún apostolado ó representantes de fanatismos colectivos; si el tiempo no los domestica, ellos sirven á los demás, justificándolos con su presencia, aquilatándolos.

Es de ilusos creer que el mérito abre las puertas de los parlamentos envilecidos. Los partidos—ó el gobierno en su nombre—operan una selección entre sus miembros, á expensas del mérito y en favor de la intriga. Un soberano cuantitativo y sin ideales prefiere candidatos que tengan su misma complexión moral: por simpatía y por conveniencia.

Las más abstrusas fórmulas de la química orgánica parecen balbuceos infantiles frente á las vueltacaras del parlamentario mediocre. El desprecio de los hombres probos no le amedrenta jamás. Confía en el rebaño amorfo: el bajo nivel del representante halaga la insensatez del representado. Por eso los inservibles se adaptan maravillosamente á los desiderata del sufragio universal; la grey se prosterna ante los fetiches más huecos y los rellena con su complicada tontería.

Los cómplices, grandes ó pequeños, aspiran á convertirse en funcionarios. La burocracia es una masonería de voracidades en acecho. Desde que se inventaron los «Derechos del Hombre» todo imbécil los sabe de memoria; un elector considérase apto para cualquier destino en el vastísimo engranaje burocrático, suponiendo que la igualdad ante la ley implica una equivalencia de aptitudes. Ese afán de vivir á expensas del Estado rebaja la dignidad, enseñando que el mérito es inútil frente á la influencia. Cada demócrata que cruza las calles de prisa, preocupado, á pie, en automóvil, de blusa, enguantado, joven, maduro, á cualquier hora, podéis asegurar que está domesticándose, envileciéndose: busca una recomendación ó la lleva en su faltriquera.

El funcionarismo crece con la democracia. Otro ra, cuando fué necesario delegar parte de sus funciones, los monarcas elegían á hombres de mérito, experiencia y fidelidad. Pertenecían casi todos á la casta feudal; los grandes cargos la vinculaban á la causa del señor. Junto á esa, formábanse pequeñas burocracias locales. Creciendo las instituciones de gobierno el funcionarismo creció, llegando á ser una clase, una rama de las oligarquías dominantes. Para impedir que fuese altiva, la reglamentaron, quitándole toda iniciativa y ahogándola en la rutina. Á su afán de mando se opuso una sumisión exagerada. La pequeña burocracia no varía; la grande, que es su llave, cambia con la piara que gobierna. Con el sistema parlamentario se la esclavizó por partida doble: del ejecutivo y del legislativo. Ese juego de influencias bilaterales converge á empequeñecer la dignidad de los funcionarios. El mérito queda excluido en absoluto; basta la influencia. Con ella se asciende por caminos equívocos. La característica del zafio es creerse apto para todo, como si la buena intención salvara la incompetencia. Flaubert ha contado en páginas eternas la historia de dos mediocres que ensayan lo ensayable: Buvard y Pécuchet. Nada hacen bien, pero á nada renuncian. Ellos pueblan las mediocracias; son funcionarios de cualquier función, creyéndose órganos valederos para las más contradictorias fisiologías.

Consecuencias inmediatas del funcionarismo son la servilidad y la adulación. Existen desde que hubo poderosos y favoritos. Bajo cien formas se observa la primera, implícita en la desigualdad humana: donde hubo hombres diferentes, algunos fueron dignos y otros domésticos.

El excesivo comedimiento y la afectación de agradar al amo engendran esas carcomas del carácter. No son delitos ante las leyes, ni vicios para la moral de ciertas épocas: son compatibles con la «honestidad». Pero no con la «virtud». Nunca. Por eso, si bien no llevan á la cárcel, jamás conducen á la gloria.

La sensibilidad á los elogios es legítima en sus orígenes. Ellos son una medida indirecta del mérito; se fundan en la estimación, el reconocimiento, la amistad, la admiración ó el amor. El elogio sincero y desinteresado no rebaja á quien lo otorga ni ofende á quien lo recibe, aun cuando es injusto. Puede ser un error; no es una indignidad. La adulación lo es siempre: es desleal é interesada. El deseo de la privanza induce á complacer á los poderosos; la conducta del adulón mira á eso y todo lo sacrifica su ánimo servil. Su inteligencia sólo se aguza para oliscar el deseo del amo: subordina sus gustos á los de su dueño, pensando y sintiendo como él lo ordena; su personalidad no está abolida, pero poco falta. Pertenece á la raza de los «cobardes felices», como los bautizó Lecomte de Lisle.

La adulación es una injusticia. Engaña. Es despreciable siempre el adulón, aun cuando lo hace por una especie de benevolencia banal ó por el de seo de agradar á cualquier precio. Racine (Fedra, IV, 6) lo creyó un castigo divino:

Détestables flatteurs, présent le plus funeste

Que puisse faire aux rois la colère celeste.

No sólo se adula á reyes y poderosos. El que adula al pueblo no es menos vil. En las mediocracias hay miserables afanes de popularidad, más degradantes que el servilismo. Para obtener el favor cuantitativo de los lacayos se les miente bajas alabanzas disfrazadas de ideal: más cobardes porque se dirigen á plebes que no saben controlar el embuste. Halagar á los ignorantes y merecer su aplauso hablándoles sin cesar de sus derechos, jamás de sus deberes, es el postrer renunciamiento á la propia dignidad.

En los climas mediocres, mientras las masas escuchan á los charlatanes, los gobernantes prestan oído á los quitamotas. Los vanidosos viven fascinados por esta sirena que los arrulla sin cesar, acariciando su sombra; pierden todo criterio para juzgar sus propios actos y los ajenos; la intriga los aprisiona; la adulación de los serviles los arrastra á cometer ignominias: como esas mujeres que alardean su hermosura y acaban por prestarla á quienes la adulcen con elogios desmedidos. El verdadero mérito es desconcertado por la adulación: tiene su orgullo y su pudor, como la castidad. Los grandes hombres dicen de sí, naturalmente, elogios que en labios ajenos los harían son rojar; las grandes sombras gozan oyendo las alabanzas que temen no merecer.

Las mediocracias fomentan ese vicio de siervos. Todo el que piensa con cabeza propia, ó tiene un corazón altivo, se aparta del tremedal donde prosperan los envilecidos. «El hombre excelente—escribió La Bruyère—no puede adular; cree que su presencia importuna en las cortes, como si su virtud ó su talento fuesen un reproche á los que gobiernan.» Y de su apartamiento aprovechan los que palidecen ante sus méritos, como si existiera una perfecta compensación entre la ineptitud y el rango, entre las domesticidades y los avanzamientos.

De tiempo en tiempo alguno de los mejores se yergue entre todos y dice la verdad, como sabe y como puede, para que no se extinga ni se subvierta, transmitiéndola al porvenir. Es la virtud cívica: lo mediocre y lo innoble son calificados con justeza; á fuerza de velar los nombres acabaría por perderse en los espíritus la noción de las cosas indignas. Los Tartufos, enemigos de toda luz estelar y de toda palabra sonora, persígnanse ante el herético que devuelve sus nombres á las cosas. Si dependiera de ellos la sociedad se transformaría en una cueva de mudos, cuyo silencio no interrumpiese ningún clamor vehemente y cuya sombra no rasgara el resplandor de ningún astro.

Todo idealista ha leído con lírica emoción las tres historias admirables que cuenta Vigny en su «Stello» imperecedero. Tener un ideal es crimen que no perdonan las mediocracias. Muere Gilbert; muere Chatterton; muere Andrés Chenier. Los tres son asesinados por los gobiernos, con arma distinta según los regímenes. El idealista es inmolado en los imperios absolutos lo mismo que en las monarquías constitucionales y en las repúblicas democráticas. Quien vive para un ideal no puede servir á ninguna mediocracia. Todo conspira allí para que el pensador, el filósofo y el artista se desvíen de su ruta; cuando se apartan de ella la pierden para siempre.

Temen por eso la política, sabiendo que es el Walhala de los mediocres. En su red pueden caer prisioneros. Pero cuando reina otro clima y el destino los lleva al poder, gobiernan contra los serviles y los rutinarios: rompen la monotonía de la historia. Sus enemigos lo saben; nunca un genio ha sido encumbrado por una mediocracia. Llegan contra ella, á desmantelarla, cuando se prepara un porvenir.


III.—Demagogos y aristarcos.

El progresivo advenimiento de la democracia, desde el ignominioso escándalo de la Bastilla hasta el arrebañamiento actual de los lacayos en rebeldía, ha mentido la igualdad de los más para impedir la culminación de los mejores. Es indiferente que se trate de monarquías ó repúblicas. El siglo XIX ha unificado el régimen político, en su esencia, nivelando todos los sistemas, democratizándolos.

Un pensador eminente glosó esa verdad: la democracia no tolera las excepciones ilustres. Si el genio es un soliloquio magnífico, una voz de la naturaleza en que habla toda una nación ó una raza, ¿no es un privilegio excesivo que uno ahueque la voz en nombre de todos? La democracia reniega de tales soberanos que se encumbran sin plebiscitos y no aducen derechos divinos. Lo que en él era Verbo tórnase palabra y es distribuida entre todos, que, juntos, creen razonar mejor que uno solo. La civilización parece concurrir á ese lento y progresivo destierro del hombre extraordinario, ensanchando é iluminando las medianías. Cuando los más no sabían pensar, justo era que uno lo hiciese por todos, facultad suprema aunque expuesta á peligrosos excesos. Pero el hombre providencial es innecesario á medida que los más piensan y quieren. «En tanta difusión de la soberanía, se pregunta: ¿qué necesidad hay de grandes epopeyas pensadas, realizadas ó escritas?» Ésa parece, transitoriamente, su fórmula y podría traducirse así: en la medida en que se difunde el régimen democrático restríngese la función de los hombres superiores.

Sería verdad inconcusa, definitiva, si el devenir democrático fuese una orientación natural de la historia y si, en caso de serlo, se efectuase con ritmo permanente, sin tropiezos. Y no es así. No lo ha sido nunca; ni lo será, según parece. La na turaleza se opone á toda nivelación, viendo en la igualdad la muerte; necesita del genio más que del imbécil y del talento más que de la mediocridad. La historia no confirma la presunción de la democracia: no suprime á Leonardo para endiosar á Panza ni aplasta á Bertoldo para endiosar á Goethe. Unos y otros tienen su razón de vivir, ni prospera el uno en el clima del otro. El genio, en su oportunidad, es tan irreemplazable como el mediocre en la propia; mil, cien mil mediocres no harían entonces lo que un genio. Cooperan á su obra los idealistas que les preceden ó siguen; nunca los conservadores, que son sus enemigos naturales, ni las masas rutinarias, que pueden ser su instrumento pero no su guía.

Es irónico repetir que los estados no necesitan al gobernante genial sino al mediocre. En las horas solemnes los pueblos todo lo esperan de los grandes hombres; en las épocas decadentes bastan los vulgares. El culto del gobernante honesto es propio de mercaderes que temen al malo, sin concebir al superior. ¿Por qué la historia renegaría del genio, del santo y del héroe? Hay un clima que excluye al genio y busca al fatuo: en la chatura crepuscular de las mediocracias, mientras las academias se pueblan de miopes y de funcionarios, gobiernan el estado los charlatanes ó los pollipavos. Pero hay otro clima en que ellos no sirven; entonces puéblase de astros el horizonte. En la borrasca toma el timón un Sarmiento y pilotea un pueblo hacia su Ideal; en la aurora mira lejos un Ameghino y descubre fragmentos de alguna Verdad en formación. Y todo varía en sus dominios; fórmase en su rededor, como el halo en torno de los astros, una particular atmósfera donde su palabra resuena y su chispa ilumina: es el clima del genio. Y uno sólo piensa y hace: marca un evo.

Al lema de la democracia, «igualdad ó muerte», replica la naturaleza: «la igualdad es la muerte.» Aquel dilema es absurdo. Si fuera posible una constante nivelación, si hubieran sucumbido alguna vez todos los individuos diferenciados, los originales, la humanidad no existiría. No habría podido existir como término culminante de la serie biológica. Nuestra especie ha salido de las precedentes como resultado de la selección natural; sólo hay evolución donde pueden seleccionarse las variaciones descollantes de los individuos. Igualar todos los antropoides sería negar la humanidad; igualar todos los hombres sería negar el progreso de la especie humana. Negar la civilización misma.

Queda el hecho actual y contingente: el advenimiento progresivo del régimen democrático, en las monarquías y en las repúblicas, ha favorecido su descenso político durante el último siglo.

Abstractamente, la democracia subvierte la naturaleza; prácticamente, es una ficción siempre. Es una mentira de algunos que pretenden ser todos: el pueblo. Aunque en ella creyeron por momentos Lamartine, Heine y Hugo, nadie más infiel que los poetas idealistas al verbo de la equi valencia universal; los más le son abiertamente hostiles. Otra es la posición del problema. Es sencilla.

Jamás ha existido una democracia efectiva. Los regímenes que adoptaron tal nombre fueron ficciones. Las pretendidas democracias de todos los tiempos han sido y serán confabulaciones de profesionales para oprimir á las masas inferiores y excluir á los hombres eminentes. Han sido siempre mediocracias. La premisa de su mentira es la existencia de un «pueblo» capaz de asumir la soberanía del Estado. No hay tal: las masas de pobres é ignorantes no tienen aptitud para gobernarse: cambian de pastores.

La igualdad es un equívoco ó una paradoja, según los casos. Los más grandes teóricos del ideal democrático han sido de hecho individualistas y partidarios de la selección natural: perseguían la aristocracia del mérito contra los privilegios de las castas. Aquel ingenuo trovador que cantó


«Ved en trono á la noble igualdad»,


creía hablar en nombre de una democracia y lo hacía en el de nacientes oligarquías indígenas que se aprestaban á suplantar á las castas coloniales. Lejos estuvo el poeta de sentir lo que necesitaba pregonar á los humildes, para inducirles á cambiar de amo; tan superficial era su fe democrática que sólo acertó á calificar de «noble» á la igualdad, ¡por antítesis!, y en vez de entregarla al pueblo para que la disfrutara, la puso en un «trono», como si con ella quisiera simbolizar la desigualdad eterna. La democracia es un espejismo, como todas las abstracciones que pueblan la fantasía de los ilusos ó forman el capital de los mendaces. El pueblo está ausente de ella. Los que invocan derechos igualitarios son simples mediocres enemigos de toda superioridad ó diferencia.

Las castas aristocráticas no son mejores; en ellas hay, también, crisis de mediocridad y tórnanse mediocracias. Los demócratas persiguen la justicia para todos y se equivocan buscándola en la igualdad; los aristócratas buscan el privilegio para los mejores y acaban por reservarlo á los más ineptos. Aquéllos borran el mérito en la nivelación; éstos lo burlan atribuyéndolo á una clase. Ambos son, de hecho, enemigos de toda selección natural. Tanto da que el pueblo sea domesticado por oligarquías de blasonados ó de advenedizos: en ambas están igualmente proscritas la dignidad y los ideales. Así como las tituladas democracias no lo son, las pretendidas aristocracias no pueden serlo. El mérito estorba en las Cortes lo mismo que en las tabernas.

Toda aristocracia pudo ser selectiva en su origen. Suele serlo: es respetable el que inicia con sus méritos una alcurnia ó un abolengo. Es evidente la desigualdad humana en cada tiempo y lugar; hay siempre hombres y sombras. Los hombres deben gobernar á las sombras; son la aristocracia natural de su tiempo y su derecho es indis cutible. Es justo, porque es natural. En cambio es ridículo el concepto de las aristocracias tradicionales: conciben la sociedad como un botín reservado á una casta, que usufructúa sus beneficios sin estar compuesta por los mejores hombres de su tiempo. ¿Por qué los deudos, familiares y lacayos de los que fueron otrora los más aptos seguirán participando de un poder que no han contribuido á crear? ¿En nombre de la herencia?

Si las aptitudes se heredan, ese privilegio les resulta inútil y podrían renunciarlo; si no se heredan, es injusto y deben perderlo. Conviene que lo pierdan. Toda oligarquía es la antítesis de una aristocracia natural; con el andar del tiempo resulta su más vigoroso obstáculo.

El derecho divino que invocan los unos, es mentira; lo mismo que los derechos del hombre, invocados por los otros. Aristarcos y demagogos son igualmente mediocres y obstan á la selección de las aptitudes superiores, nivelando toda originalidad, cohibiendo todo ideal.

Una concesión podría hacerse. Los países sin casta aristocrática son más propicios á la mediocrización; evidentemente. En ellos se constituyen oligarquías de advenedizos, que tienen todos los defectos y las presunciones de la nobleza, sin poseer sus cualidades. En su improvisación, fáltales la mentalidad del gran señor, compuesta por atributos inexplicables que fincan en una cultura de siglos: hay gentes de calidad y hombres que tienen clase, como los caballos de carrera. Son más esquivos al rebajamiento. En sus prejuicios la dignidad y el honor tienen más parte que en los del advenedizo. Es una diferencia que los preserva de muchos envilecimientos. ¿Es preferible obedecer á castas que tienen la rutina del mando ó á pandillas minadas por hábitos de servidumbre?

El privilegio tradicional de la sangre irrita á los demócratas y el privilegio numérico del voto repugna á los aristócratas. La cuna dorada no da aptitudes; tampoco las da la urna electoral. La peor manera de combatir la mentira democrática sería aceptar la mentira aristocrática; en los dos casos trátase de idénticos mediocres con distinta escarapela. Las masas inferiores—que podrían ser el «pueblo»—y los hombres excelentes de cada sociedad—que son la «aristocracia natural»—, suelen permanecer ajenos á su estrategia.

Entre los demócratas embalumados de igualdad hay audaces lacayos que pretenden suplantar á sus amos con la ayuda de las turbas fanatizadas; entre los aristócratas enmohecidos de tradición hay vanidosos que ansían reducir á sus sirvientes con la ayuda de los hombres de mérito. La historia se repite siempre: las masas y los idealistas son víctimas propiciatorias en esas disputas entre mediocres

enguantados ó descamisados.

IV.—La aristocracia del mérito.

La degeneración mediocrática, que caracteriza Faguet como un «culto de la incompetencia», no depende del régimen político, sino del clima moral de las épocas decadentes. Cura cuando desaparecen sus causas; nunca por reformas legislativas, que es absurdo esperar de los propios beneficiarios. En vano son ensayadas por los tontos ó simuladas por los bribones: las leyes no crean un clima. El derecho efectivo es una resultante concreta de la moral.

La apasionada protesta de los individualistas puede ser un grito de alarma, lanzado en la sombra; pero el ensueño de enaltecer una mediocracia resulta ilusorio en las épocas de domesticación moral y de hartazgo. Las facciones prefieren escuchar el falso idealismo de sus fetiches envejecidos, como si en viejos odres pudiera contenerse el vino nuevo. Hay que esperar mejores tiempos, sin pesimismos excesivos, con la certidumbre de que la reacción llega inevitablemente á cierta hora: los hombres superiores la esperan custodiando su dignidad y trabajando para su ideal. Cuando la mediocridad agota los últimos recursos de su incompetencia, naufraga. La catástrofe devuelve su rango al mérito y reclama la intervención del genio.

El mismo encanallamiento mediocrático contribuye á restaurar, de tiempo en tiempo, las fuerzas vitales de cada civilización. Hay una vis me dicatrix naturae que corrige el abellacamiento de las naciones: la formación intermitente de sucesivas aristocracias del mérito.

El privilegio vuelve á las manos mejores. Se respeta su legitimidad, se enaltecen esas raras cualidades individuales que implican la orientación original hacia ideales nuevos y fecundos. Todo renacimiento se anuncia por el respeto de las diferencias, por su culto. La mediocridad calla, impotente; su hostilidad tórnase feble, aunque innúmera. Si tuviera voz rebajaría el mérito mismo, otorgándolo á ras de tierra. De lo útil á todos, no saben decidir los más: nunca fué el rutinario juez del idealista, ni el ignorante del sabio, ni el honesto del virtuoso, ni el servil del digno. Toda excelencia encuentra su juez en sí misma. El mérito de cada uno se aquilata en la opinión de sus iguales.

Hay aristocracia natural cuando el esfuerzo de las mentes más aptas converge á guiar los comunes destinos de la nación. No es prerrogativa de los ingenios más agudos, como querrían algunos, en cuyo oído resuena como un eco esa «aristocracia intelectual» que fué la quimera de Renán. En la aristocracia del mérito corresponde tanta parte á la virtud y al carácter como á la inteligencia; de otro modo sería incompleta y su esfuerzo ineficaz.

Un régimen donde el mérito individual fuese estimado por sobre todas las cosas, sería perfecto. Excluiría la influencia de toda mediocridad numérica ú oligárquica. No habría intereses creados. El voto anónimo tendría tan exiguo valor como el blasón fortuito. Los hombres se esforzarían por ser cada vez más desiguales entre sí, prefiriendo cualquier originalidad creadora á la más tradicional de las rutinas.

Sería posible la selección natural y los méritos de cada uno aprovecharían á la sociedad entera. El agradecimiento de los menos útiles estimularía á los favorecidos por la naturaleza. Las sombras respetarían á los hombres. El privilegio se mediría por la eficacia de las aptitudes y se perdería con ellas.

Transparente, es, pues, el credo político del idealismo experimental.

Se opone á la democracia del número, que busca la justicia en la igualdad: afirmando el privilegio en favor del mérito.

Y á la aristocracia oligárquica, que asienta el privilegio en los intereses creados, se opone también: afirmando el mérito como base natural del privilegio.

La aristocracia del mérito es el régimen ideal frente á las mediocracias que ensombrecen la historia. Tiene su fórmula absoluta: la justicia en la desigualdad.