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El hombre mediocre (1913)/Los forjadores de ideales

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

LOS FORJADORES DE IDEALES


I. EL CLIMA DEL GENIO.—II. EL GENIO PRAGMÁTICO: SARMIENTO.
III. EL GENIO REVELADOR: AMEGHINO—IV. LA MORAL DEL GENIO.

I.—El clima del genio.

La desigualdad es fuerza y esencia de toda selección. No hay dos lirios iguales, ni dos águilas, ni dos orugas, ni dos hombres: todo lo que vive es incesantemente desigual. En cada primavera florecen unos árboles antes que otros, como si fueran preferidos por la Naturaleza que sonríe al sol fecundante; en ciertas etapas de la historia humana, cuando se plasma un pueblo, se crea un estilo ó se intuye una doctrina, algunos hombres excepcionales anticipan su visión á la de todos, la concretan en un Ideal y la expresan de tal manera que perdura en los siglos. Heraldos, la humanidad los escucha; profetas, los cree; capitanes, los sigue; santos, los imita. Llenan una era ó señalan una ruta: sembrando algún germen fecundo de nuevas verdades, poniendo su firma en destinos de razas, creando armonías, forjando bellezas.

La genialidad es una coincidencia. Surge como chispa luminosa en el punto donde se encuentran las más excelentes aptitudes de un hombre y la necesidad social de aplicarlas al desempeño de una misión trascendente. El hombre extraordinario asciende á la genialidad cuando encuentra clima propicio: la semilla mejor necesita de la tierra más fecunda. La función implica el órgano: el genio hace actual lo que en su clima es potencial.

Ningún filósofo, estadista, sabio ó poeta alcanza la genialidad mientras en su medio se siente exótico ó inoportuno; necesita condiciones propicias de tiempo y de lugar para que su aptitud desempeñe una función. El ambiente constituye el «clima» del genio y la oportunidad marca su «hora». Sin ellos ningún cerebro excepcional puede elevarse á la genialidad; pero el uno y la otra no bastan para creerla en un cerebro mediocre.

Nacen muchos ingenios excelentes en cada siglo. Uno, entre cien, encuentra tal clima y tal hora que lo destina fatalmente á la culminación: es como si la buena semilla cayera en terreno fértil y en vísperas de lluvia. Ése es el secreto de su gloria: coincidir con la oportunidad que necesita de él. Se entreabre y crece, sintetizando un ideal implícito en el porvenir inminente ó remoto: presintiéndolo, instituyéndolo, enseñándolo, iluminándolo, imponiéndolo. El genio no es un azar ni una enfermedad; ni es, tampoco, un capricho intercalado en el curso de la historia. Es una convergencia de aptitudes personales y de circunstancias infinitas. Cuando una raza, un arte, una ciencia ó un credo preparan su advenimiento ó atraviesan por una renovación fundamental, él aparece, extraordinario, personificando nuevas orientaciones de los pueblos ó de las ideas. Las anuncia como artista ó profeta, las desentraña como inventor ó filósofo, las emprende como conquistador ó estadista. Sus obras le sobreviven y permiten reconocer su huella á través del tiempo. Es rectilíneo é incontrastable porque encuentra su clima y su hora: vuela y vuela, superior á todos los obstáculos, hasta alcanzar la genialidad. Llegando á deshoras viviría inquieto, fluctuante, desorientado; sería siempre intrínsecamente un ingenio, podría llegar al talento si se acomodara á alguna de sus vocaciones adventicias, pero no sería un genio. No podría serlo. Nunca.

Otorgar ese título á cuantos descuellan por determinada aptitud, significa confundir en una misma jerarquía á todos los que se elevan sobre la mediocridad; es tan inexacto como llamar idiotas á todos los hombres inferiores. El genio y el idiota son los términos extremos de una escala infinita. Por haberlo olvidado mueven á sonreir las estadísticas y las conclusiones de los Moreau y los Lombroso. Reservemos el título á pocos elegidos. Son animadores de una época, transfundiéndose, algunas veces, en su generación y con más frecuencia en las sucesivas, herederas legítimas de su estilo, de sus ideas ó de sus obras.

La adulación prodiga á manos llenas el rango de genios á los poderosos, confundiendo con águilas los pavos. Imbéciles hay que se lo otorgan á sí mismos, desesperados por demostrar que la tortuga es ave alada. Hay una medida exacta para apreciar la genialidad: si es legítima se reconoce por su obra, honda en su raigambre y vasta en su floración. Si poeta, canta un ideal; si sabio, lo define; si santo, lo enseña; si héroe, lo ejecuta.

El ingenio es una esperanza; el genio es su realización. Pueden adivinarse en un hombre joven las más conspicuas aptitudes para alcanzar la genialidad; pero es difícil pronosticar si las circunstancias convergerán á que ellas se conviertan en obras. Y, mientras no las vemos, toda apreciación es caprichosa. Por eso, y porque ciertas obras geniales no se realizan en minutos, sino en años, un hombre de genio puede pasar desconocido en su tiempo y ser consagrado por la posteridad. Los contemporáneos no suelen marcar el paso á compás del genio; pero si éste ha cumplido su obra, una nueva generación estará habilitada para comprenderlo.

En vida, muchos hombres de genio son ignorados, proscriptos, desestimados ó escarnecidos. En la lucha por el éxito pueden triunfar los mediocres, pues mejor sirven á las mediocracias reinantes; pero en la lucha por la gloria sólo se computan las obras inspiradas por un ideal y consoli dadas por el tiempo. Triunfan los genios. Su victoria no está en el homenaje transitorio que pueden otorgarle ó negarle los demás, sino en sí mismos, en la capacidad para efectuar su obra ó cumplir su misión. Duran á pesar de todo, aunque Sócrates beba la cicuta, Cristo muera en la cruz, ó Bruno agonice en la hoguera: fueron los órganos vitales de funciones necesarias en la historia de los pueblos ó de las doctrinas. Y el genio se reconoce por la remota eficacia de su esfuerzo ó de su ejemplo, más que por las frágiles sanciones de los contemporáneos.

La magnitud de la obra genial se calcula por la vastedad de su horizonte y la extensión de sus aplicaciones. En ello suele fundarse cierta jerarquía de los diversos órdenes del genio, considerados como perfeccionamientos extraordinarios del intelecto y la voluntad.

Ninguna clasificación es justa en cuanto á la función social del genio ó á la excelencia de las aptitudes geniales. Variando el clima y la hora puede ser más ó menos fatal la aparición de uno ú otro orden de genialidad: la más oportuna es siempre la más fecunda. Conviene renunciar á toda estratificación jerárquica de los genios, afirmando su diferencia y admirándolos por igual: más allá de cierto nivel todas las cumbres son excelsas. Nadie, que no fueran ellos mismos, podría creerse habilitado para decretarles rangos y desniveles. Ellos se despreocupan de estas pequeñeces; el problema es insoluble por definición. Ni jerarquías ni especies: la genialidad no se clasifica. El hombre que la alcanza, encontrando su clima y llegando á su hora, es el abanderado de un ideal. Siempre es definitivo: es un hito en la evolución de su pueblo ó de su arte. Las historias adocenadas suelen ser crónicas de capitanes y conquistadores; las otras formas de genialidad entran en ellas como simples accidentes. Y no es justo. Homero, Miguel Ángel, Cervantes y Goethe vivieron en sus siglos más altos que los emperadores: por cada uno de ellos se mide la grandeza de su tiempo. Marcan fechas memorables, personificando aspiraciones inmanentes de su clima intelectual. El golpe de ala es tan necesario para sentir ó pensar un Ideal como para predicarlo ó ejecutarlo: todo Ideal es una síntesis. Las grandes transmutaciones históricas nacen como videncias líricas de los genios artísticos, se transfunden en la doctrina de los pensadores y se realizan por el esfuerzo de los estadistas. Así la genialidad, de simple actitud individual, deviene función en los pueblos y florece en circunstancias irremovibles, fatalmente.

La exégesis del genio es enigmática si se limita á estudiar la biología de los hombres geniales. Ésta sólo revela algunos resortes de su aptitud, y no siempre evidentes. Algunos pesquisan sus antepasados, remontando si pueden en los siglos, por muchas generaciones, hasta apelmazar un puñado de locos y degenerados, como si en la conjunción de los siete pecados capitales pudiera estallar la chispa que enciende el Ideal de una época. Eso es convertir en doctrina una superchería, dar visos de ciencia á falaces sofismas. Ni, por ésto, veremos en ellos simples productos del medio, olvidando sus singulares atributos. Ni lo uno ni lo otro. Si tal hombre nace en tal clima y llega en tal hora oportuna, su aptitud, apropiada á entrambos, se desenvuelve hasta la genialidad.

El genio es una fuerza que actúa en función del medio.

Probarlo es fácil.

Dos veces la muerte y la gloria se dieron la mano sobre un cadáver argentino. Fué la primera cuando Sarmiento se apagó en el horizonte de la cultura continental; fué la segunda al cegarse en Ameghino las fuentes más hondas de la ciencia americana. Pocas tumbas, como las suyas, han visto florecer y entrelazarse á un tiempo mismo el ciprés y el laurel, como si en el parpadeo crepuscular de sus organismos se hubieran encendido lámparas votivas consagradas á la glorificación eterna de su genio.

Merecen tal nombre; cumplieron una función social, realizando obra decisiva y fecunda. Nadie podrá pensar en la educación ni en la cultura de este continente, sin evocar el nombre de Sarmiento, su apóstol y sembrador: ni pudo mente alguna comparársele, entre los que le sucedieron en el gobierno y en la enseñanza. En el desarrollo de las doctrinas evolucionistas marcan un hito las concepciones de Ameghino; será imposible no ad vertir la huella de su paso, y quien lo olvide renunciará á conocer muchos dominios de la ciencia explorados por él.


II.—El genio pragmático: Sarmiento.

Sus pensamientos fueron tajos de luz en la penumbra de la barbarie americana, entreabriendo la visión de cosas futuras. Pensaba en tan alto estilo que parecía tener, como Sócrates, algún demonio familiar que alucinara su inspiración. Cíclope en su faena, vivía obsesionado por el afán de educar; esa idea gravitaba en su espíritu como las grandes moles incandescentes en el equilibrio celeste, subordinando á su influencia todas las masas menores de su sistema cósmico.

Tenía la clarividencia del ideal y había elegido sus medios: organizar civilizando, elevar educando. Todas las fuentes fueron escasas para saciar su sed de aprender; todas las inquinas fueron exiguas para cohibir su inquietud de enseñar. Erguido y viril siempre, asta bandera de sus propios ideales, siguió las rutas por do le guiara el destino, previendo que la gloria se incuba en regazos de auroras fecundadas por los sueños de los que miran más lejos. América le esperaba. Cuando urge construir ó transmutar, fórmase el clima del genio: su hora suena como fatídica invitación á llenar una página de luz. El hombre extraordinario se revela auroralmente, como si obedeciera á una predestinación irrevocable.

Facundo es el clamor de la cultura moderna contra el crepúsculo feudal. Crear una doctrina justa vale ganar una batalla para la verdad; presentir un ritmo de civilización cuesta más que acometer una conquista. Todo ideal puede servirse con el verbo profético. Un libro es más que una intención: es un gesto. Su palabra parece bajar de un Sinaí. El hombre extraordinario encuadra, por entonces, su espíritu en el doble marco de la cordillera muda y del mar clamoroso. En alas del austro llegan hasta él gemidos de pueblos que llenan de angustia su corazón y parecen ensombrecer el cielo taciturno de su frente que incuba un relampaguear de profecías. La pasión enciende las dantescas hornallas en que forja sus páginas y ellas retumban con sonoridad plutoniana en todos los ámbitos de su patria. Para medirse busca al más grande enemigo, Rozas, que era también genial en su medio y en su tiempo: por eso hay ritmos apocalípticos en los apóstrofes de Facundo, asombroso enquiridión que parece un reto de águila á águila, lanzado por sobre las cumbres más conspicuas del planeta. Su verbo es anatema: tan fuerte es el grito que, por momentos, la prosa se enronquece. La vehemencia crea su estilo, tan suyo que siendo castizo no parece español. Sacude á todo un continente con la sola fuerza de su pluma, adiamantada por la santificación del peligro y del destierro. Cuando un ideal se plasma en un alto espíritu, bastan gotas de tinta para fijarlo en páginas decisivas; y ellas, como si en cada línea llevasen una chispa de incendio desvastador, llegan al corazón de miles de hombres, desorbitan sus rutinas, encienden sus pasiones, polarizan su actitud hacia el ensueño naciente. La prosa del visionario vive: palpita, agrede, conmueve, derrumba, aniquila. En sus frases diríase que se vuelca el alma de la nación entera, como un alud. Un libro, fruto de imperceptibles vibraciones cerebrales del genio, tórnase tan decisivo para la civilización de una raza como la irrupción tumultuosa de infinitos ejércitos. Y su verbo es sentencia: queda mortalmente herida una era de barbarie simbolizada en un nombre propio. El genio se encumbra así para hablar, intérprete de la historia. Sus palabras no admiten rectificación y escapan á la crítica. Los poetas debieran pedir sus ritmos á las mareas del Océano para loar líricamente la perennidad del gesto magnífico.

La política puso á prueba su firmeza: gran hora fué aquélla en que su Ideal se convirtió en acción. Presidió la República contra la intención de todos: obra de un hado benéfico. Arriba vivió batallando como abajo, siempre agresor y agredido. Cumplía una función histórica. Por eso, como el héroe del romance, su trabajo fué la lucha, su descanso fué pelear. Se mantuvo ajeno y superior á todos los partidos, incapaces para contenerlo. Todos lo reclamaban y lo repudiaban alternativamente. Ninguno, grande ó pequeño, podía ser toda una gene ración, todo un pueblo, toda una raza. Sarmiento sintetizaba una era en nuestra latinidad americana. Su acercamiento á las facciones, compuestas por amalgamas de mediocres, tenía reservas y reticencias, eran simples tanteos hacia un fin claramente previsto, para cuya consecución necesitó ensayar todos los medios. Genio ejecutor, el mundo parecíale pequeño para abarcarle entre sus brazos; sólo pudo ser suyo el lema inequívoco: «las cosas hay que hacerlas; mal, pero hacerlas».

Ninguna empresa le pareció indigna de su esfuerzo; en todas ellas llevó como única antorcha su Ideal. Habría preferido morir de sed antes que abrevarse en el manantial de la rutina. Miguelangelesco escultor de la civilización, tuvo siempre libres las manos para modelar instituciones é ideas, libres de cenáculos y de partidos, libres para golpear tiranías, para aplaudir virtudes, para sembrar verdades á puñados. Entusiasta por la Patria, cuya grandeza supo mirar como la de una propia hija, fué también despiadado con sus vicios, cauterizándolos con la serena crueldad de un cirujano.

La unidad de su obra es profunda y absoluta, no obstante las aparentes contradicciones entre su conducta y su medio. Entre alternativas extremas, Sarmiento conservó la línea de su carácter hasta la muerte. Su madurez siguió la orientación de su juventud; llegó á los ochenta años perfeccionando las originalidades que había adquirido á los treinta. Se equivocó innumerables veces, tantas como sólo puede concebirse en un hombre que vivió pensando siempre. Cambió mil veces de opinión, porque nunca dejó de vivir. Su espíritu salvaje y divino parpadeaba como un faro, con alternativas perturbadoras. Era un mundo que se obscurecía y se alumbraba sin sosiego: incesante sucesión de amaneceres y de crepúsculos fundidos en el todo uniforme del tiempo. En ciertas épocas pareció nacer de nuevo con cada aurora; pero supo oscilar hasta lo infinito sin dejar nunca de ser él mismo.

Miró siempre hacia el porvenir, como si el pasado hubiera muerto á su espalda; el ayer no existía, para él, frente al mañana. Los hombres y pueblos en decadencia viven acordándose de dónde vienen; los hombres geniales y los pueblos fuertes sólo necesitan saber dónde van. Vivió inventando doctrinas ó forjando instituciones, creando siempre, en continuo derroche de imaginación creadora. Nunca tuvo paciencias resignadas, ni esa imitativa mansedumbre del mediocre que se acomoda para vegetar tranquilamente. La adaptación social depende del equilibrio entre lo que se inventa y lo que se imita; mientras el hombre vulgar es imitativo y se adapta perfectamente, el hombre de genio es creador y con frecuencia inadaptado. La adaptación es mediocrizadora; rebaja al individuo á los modos de pensar y sentir que son comunes á la masa, borrando sus rasgos propiamente personales. Pocos hombres, al finalizar su vida, se libran de ella; muchos suelen ceder cuando los resortes del espíritu sienten la herrumbre de la vejez. Sarmiento fué una excepción. Había nacido «así» y quiso vivir como era, sin desteñirse en el semitono de los demás.

En horas crueles, cuando los mediocres le agredían para desbaratar sus ideales de cultura, en vano intentaría Sarmiento rebelarse á su destino. Una fatalidad incontrastable lo había elegido portavoz de su tiempo, hostigándole á perseverar sin tregua hasta el borde mismo de la tumba. En pleno arreciar de la vejez siguió pensando por sí mismo, siempre alerta para avalancharse contra los que desplumaban el ala de sus grandes ensueños: habría osado desmantelar la tumba más gloriosa si en ello hubiera entrevisto la esperanza de que algo resucitaría de entre las cenizas.

Había gestos de águila prisionera en los desequilibrios de Sarmiento. Fué «inactual» en su medio; el genio importa siempre una anticipación. Su originalidad pareció rayana en desequilibrio. Lo había, ciertamente: mas no era intrínseco en su personalidad, sino extrínseco, entre ella y su medio. Su inquietud no era inconstancia, su labor no era agitación. Su genio era una suprema cordura en todo lo que á sus ideales tocaba. Parecía lo contrario por contraste con la niebla de mediocridad que le circuía.

Tenía los descompaginamientos que la vida moderna hace sufrir á todos los caracteres militantes; pero la revelación más indudable de su genialidad está en la eficacia de su obra, á pesar de los aparentes desequilibrios. Personificó la más grande lucha entre el pasado y el porvenir del conti nente, asumiendo con exceso la responsabilidad de su destino. Nada le perdonan los enemigos del Ideal que él representa; todo le exigen los partidarios. El equilibrio del mediocre es exiguo comparado con el del genio; aquél soporta un trabajo igual á uno y éste lo emprende igual á mil. Para ello necesita una rara fineza y una absoluta precisión ejecutiva. Donde los otros se apunan, ellos trepan; cobran mayor pujanza cuando arrecian las borrascas: parecen águilas planeantes en su atmósfera natural.

La incomprensión de estos detalles ha hecho que en todo tiempo se atribuyeran taras psicopáticas á los hombres de genio, concretándose al fin la consabida hipótesis de su parentesco con la locura, tan cómoda para afrentar á cuantos se elevan sobre los comunes procesos del raciocinio rutinario y de la actividad doméstica. Pero se olvida que inadaptado no quiere decir alienado: no puede el genio consistir en adaptarse á la mediocridad.

El culto de la bestia sana redundaría en beneficio de los sujetos más insignificantes, si se aceptara la doctrina que los declara predestinados á la degeneración ó el manicomio. Es falso que el talento y el genio pueblen los asilos; si ha habido, por acaso, diez hombres excelentes, encontráronse á su lado un millón de mediocres y pobres diablos. Es evidente que los alienistas estudiarán la biografía de los diez é ignorarán la del millón. Y para enriquecer sus catálogos de genios enfermos incluirán en sus listas á hombres ingeniosos, cuan do no á simples desequilibrados intelectuales que son «imbéciles con la librea del genio». Estos personajes, que viven á horcajadas sobre el muro que separa la cárcel del manicomio, son la antítesis misma del talento y del genio; su deficiente moralidad es uno de tantos estigmas de su desequilibrio.

Los hombres como Sarmiento pueden caldearse por la excesiva función que desempeñan; los ignorantes confunden su pasión con la locura. Pero juzgados en la evolución de las razas y de los grupos sociales, ellos se presentan como casos de perfeccionamiento activo, en beneficio de la civilización y de la especie. El devenir humano sólo aprovecha de los originales; se opera entre individuos diferenciados. El desenvolvimiento de una personalidad genial es una simple variación sobre los caracteres adquiridos por el grupo social; gracias á ella aparecen nuevas y distintas energías, que son el comienzo de líneas de divergencia y sirven de materia á la selección natural. La desarmonía de un Sarmiento es un progreso; sus discordancias son rebeliones á las rutinas de los mediocres.

Cualquier sentido se de á la palabra, locura implica siempre disgregación, desequilibrio, solución de continuidad. Con breve razonamiento refutó Bovio á la escuela psiquiátrica. El genio se abstrae; el alienado se distrae. La abstracción ausenta de los demás; la distracción ausenta de sí mismo. Cada proceso ideativo es una serie. En cada serie hay un término medio y un proceso lógico . Entre las diversas series hay saltos y faltan los términos medios. El genio, moviéndose recto y rápido dentro de una misma serie, abrevia los términos medios é intuye la relación lejana; el loco, saltando de una serie á otra, privado de términos medios, disparata en vez de razonar. Ésa es la aparente analogía entre genio y locura; parece que en el movimiento de ambos faltaran los términos medios; pero, en rigor, el genio vuela, el loco salta. El uno sobreentiende muchos términos medios, el otro no ve ninguno. En el genio, el espíritu se ausenta de los demás; en la locura, se ausenta de sí mismo. «La sublime locura del genio es, pues, relativa al vulgo; éste, frente al genio, no es cuerdo ni loco, es simplemente la mediocridad, es decir, la media lógica, la media alma, el medio carácter, la religiosidad convencional, la moralidad acomodaticia, la politiquería menuda, el idioma usual, la nulidad de estilo».

La ingenuidad de las masas ignorantes tiene parte decisiva en la confusión. Acogen con facilidad la insidia de los mediocres y proclaman loco al hombre mejor de su tiempo. Algunos se libran de esta etiqueta: son aquéllos cuya genialidad es discutible, concediéndoseles apenas algún talento especial en grado excelso. No así los indiscutibles, que viven en brega perpetua, como Sarmiento. Cuando empezó á envejecer, sus propios adversarios aprendieron á tolerarlo, aunque sin el gesto magnánimo de una admiración agradecida. Le siguieron llamando «el loco Sarmiento». ¡El loco Sarmiento! Esas palabras enseñan más que cien libros sobre la fragilidad del juicio social. Cabe desconfiar de los diagnósticos formulados por los contemporáneos sobre los hombres que no se avienen á marcar el paso en las filas; las medianías, sorprendidas por resplandores inusitados, sólo atinan á justificarse con epítetos despectivos. Conviene confesar esa gran culpa: ningún argentino ilustre sufrió más burlas de sus conciudadanos. No hay vocablo injurioso que no haya sido empleado contra él: era tan grande que no bastó un diccionario entero para difamarle ante la posteridad. Las retortas de la envidia destilaron las más exquisitas quintaesencias; conoció todas las oblicuidades de los astutos y todos los soslayos de los impotentes. La caricatura le mordió hasta sangrar, como á ningún otro: el lápiz tuvo, vuelta á vuelta, firmezas de estilete y matices de ponzoña. Como las serpientes que estrangulan á Laocoonte en la obra maestra del Belvedere, mil tentáculos subalternos y anónimos acosaron su titánica personalidad, robustecida por la brega.

El rebaño ceñía á Sarmiento por todas partes, con la fuerza del número, irresponsable ante el porvenir. Y él marchaba sin contar los enemigos, desbordante y hostil, ebrio de batallar en una atmósfera grávida de tempestades, sembrando á todos los vientos, en todas las horas, en todos los surcos. Le ahogaba el motejo de los que no le comprendían; la videncia del juicio póstumo era el único lenitivo á las heridas que sus contemporá neos le prodigaban. Su vida fué un perpetuo florecimiento de esperanzas en un matorral de espinas.

Para conservar intactos sus atributos, el genio necesita períodos de recogimiento; el contacto prolongado con la mediocridad despunta las ideas originales y corroe los caracteres más adamantinos. Por eso, con frecuencia, toda superioridad es un destierro. Los grandes pensadores son solitarios; parecen proscriptos en su propio medio. Se mezclan á él para combatir ó predicar, un tanto excéntricos cuando no hostiles, sin entregarse nunca totalmente á gobernantes, sectas ó multitudes. Muchos ingenios eminentes, arrollados por la marea colectiva, pierden ó atenúan su originalidad, empañados por la sugestión del medio. Los prejuicios más hondamente arraigados en el individuo subsisten y prosperan; las ideas nuevas, por ser adquisiciones personales de reciente formación, se marchitan. Para defender sus frondas más tiernas el genio busca aislamientos parciales en sus invernáculos propios. Si no quiere nivelarse demasiado, necesita de tiempo en tiempo mirarse por dentro, sin que esta defensa de su originalidad equivalga á una misantropía. Lleva consigo las palpitaciones de una época ó de una generación, que son su finalidad y su fuerza: cuando se retira se encumbra. Desde su cima formula con firme claridad aquel sentimiento, doctrina ó esperanza que en todos se incuba sordamente. En él adquieren claridad meridiana los confusos rumores que serpentean en la inconsciencia de sus contemporáneos. Tal, más que en ningún otro genio de la historia, se plasmó en Sarmiento el concepto de la civilización de su raza, en la hora que preludiaba el surgir de la nacionalidad entre el caos de la barbarie. Para pensar mejor Sarmiento vivió solo entre muchos, ora expatriado, ora proscripto dentro de su país, europeo entre argentinos y argentino en el extranjero, provinciano entre porteños y porteño entre provincianos. Dijo Leonardo que es destino de los hombres de genio estar ausentes en todas partes.

Viven más altos y fuera del torbellino común, desconcertando á sus contemporáneos. Son inquietos: la gloria y el reposo nunca fueron compatibles. Son apasionados: disipan los obstáculos como los primeros rayos del sol licuan la nieve caída en una noche primaveral. En la adversidad no flaquean: redoblan su pujanza, se aleccionan. Y siguen tras su Ideal, hiriendo á unos, despreciando á otros, adelantándose á todos, sin rendirse, tenaces, como si fuera lema suyo el viejo adagio: sólo está vencido el que confiesa estarlo. En eso finca su genialidad. Ésa es la locura divina que Erasmo elogió en páginas imperecederas y que la mediocridad de su tiempo enrostró al gran varón que honra á la raza de todo un continente. Sarmiento parecía agigantarse bajo el filo de las

hachas...

III.—El genio revelador: Ameghino.

Sabio y filósofo, Ameghino fué pupila que supo ver en la noche, antes de que amaneciera para todos. Creó: fué su misión. Lo mismo que Sarmiento, llegó en su clima y á su hora. Por singular coincidencia ambos fueron maestros de escuela, autodidactas, sin título universitario, formados fuera de la urbe metropolitana, en contacto inmediato con la naturaleza, ajenos á todos los alambicamientos exteriores de la mentira mundana, con las manos libres, la cabeza libre, el corazón libre, las alas libres. Diríase que el genio florece mejor en las montañas solitarias, acariciado por las tormentas, que son su atmósfera natural; se agosta en los invernáculos del Estado, en sus universidades domesticadas, en sus laboratorios bien rentados, en sus academias fósiles y en su funcionarismo jerárquico. Fáltale allí el aire libre y la plena luz que sólo da la naturaleza: el encebadamiento precoz enmohece los resortes de la imaginación creadora y despunta las mejores originalidades. El genio nunca ha sido una institución oficial.

Su vasta obra, en nuestro continente y en nuestra época, tiene caracteres de fenómeno natural. ¿Por qué un hombre, en Luján, da en juntar huesos de fósiles y los baraja entre sus dedos, como un naipe compuesto con millares de siglos, y acaba por arrancar á esos mudos testigos la historia de la tierra, de la vida, del hombre, como si obrara por predestinación ó por fatalidad?

Tenía que ser un genio argentino, porque ningún otro punto de la superficie terrestre contiene una fauna fósil comparable á la nuestra; tenía que ser en nuestro siglo, porque otrora le habría faltado el asidero de las doctrinas darwinistas que le sirven de fundamento; no podía ser antes de ahora, porque el clima intelectual del país no fué propicio á ello hasta que lo fecundó el apostolado de Sarmiento; y tenía que ser Ameghino, y ningún otro hombre de su tiempo. ¿Cuál otro reunía en tan alto grado su aptitud para la observación y el análisis, su capacidad para la síntesis y la hipótesis, su resistencia para el enorme esfuerzo prolongado durante tantos años, su desinterés por todas las mediocres vanidades que hacen del hombre un funcionario, pero matan al pensador?

Ninguna convergencia de rutinas detiene al genio en su oportunidad. Aunque son fuerzas todopoderosas, porque obran continua y sordamente, el genio las domina: antes ó después, pero en dominarlas radica la realización de su obra. Las resistencias, que desalientan al mediocre, son su estímulo: crece á la sombra de la envidia ajena. La mediocridad puede conspirar contra él, movilizando en su contra la detracción y el silencio. Sigue su camino, lucha, sin caer, sin extraviarse, dionisíacamente seguro. El genio no fracasa nunca. El que no ha creado no es genio, no llegó á serlo, fué una ilusión disipada. No quiere esto decir que viva del éxito, sino que su marcha hacia la gloria es fa tal, á pesar de todos los contrastes. El que se detiene prueba impotencia para marchar. Algunas veces el hombre genial vacila y se interroga ansiosamente sobre su propio destino: cuando muerden su talón los envidiosos ó cuando le adulan los hipócritas. Pero en dos circunstancias se ilumina ó se desencadena: en la hora de la inspiración y en la hora de la diatriba. Cuando descubre una verdad parece que en sus pupilas brillara una luz eterna; cuando amonesta á los envilecidos diríase que refulge en su frente la soberanía de una generación.

Firme y serena voluntad necesitó Ameghino para cumplir su función genial. Pero nada puede crearse sin materia y sin energía: sin saberlo y sin quererlo nadie crea cosas que valgan ó duren. La imaginación no basta para dar vida á la obra: la voluntad la engendra. En este sentido—y en ningún otro—el desarrollo de la aptitud nativa requiere «una larga paciencia» para que el ingenio se convierta en talento ó se encumbre en genialidad. Por eso los hombres excepcionales tienen un valor moral y son algo más que objetos de curiosidad: «merecen» la admiración que se les profesa. Si su aptitud es un don de la naturaleza, desarrollarla implica un esfuerzo ejemplar. Por más que sus gérmenes sean instintivos é inconscientes, las obras no se hacen solas. El tiempo es el aliado del genio; el trabajo completa las iniciativas de la inspiración. Los que han sentido el esfuerzo de crear saben lo que cuesta. Determinado el Ideal, hay que realizarlo: en la raza, en la ley, en el mármol, en la palabra. Tan magno esfuerzo explica el escaso número de obras maestras. Si la imaginación creadora es necesaria para concebirlas, requiérese para ejecutarlas otra rara virtud: la voluntad tenaz, que Newton bautizó como simple paciencia, sin medir los falsos corolarios de su apotegma.

Falsas doctrinas, acariciadas por mediocres, enseñan que la imaginación es superflua y secundaria, atribuyendo el genio á lo que fué virtud de bueyes en el simbolismo mitológico. No. Sin aptitudes extraordinarias, la paciencia no produce un Ameghino. Un imbécil, en cincuenta años de constancia, sólo conseguirá fosilizar su imbecilidad. El hombre de genio, en el tiempo que dura un relámpago, intuye su Ideal: toda su vida marcha tras él, persiguiendo la quimera entrevista.

Las aptitudes esenciales son nativas y espontáneas; en Ameghino se revelaron por una precocidad de «ingenio» anterior á toda experiencia. Eso no significa que todos los precoces puedan llegar á la genialidad, ni siquiera al talento. Muchos son desequilibrados y suelen agostarse en plena primavera; pocos perfeccionan sus aptitudes hasta convertirlas en talento; rara vez coinciden con la hora propicia y ascienden á la genialidad. Sólo es genio quien las convierte en obra luminosa, con esa fecundidad superior que implica alguna madurez; los más bellos dones requieren ser cultivados, como las tierras más fértiles necesitan ararse. Es tériles resultan los espíritus brillantes que desdeñan todo esfuerzo, tan absolutamente estériles como los imbéciles laboriosos; no da cosechas el campo fértil no trabajado, ni las da el campo estéril por más que se le are.

Ése es el profundo sentido moral de la paradoja que identifica el genio con la paciencia, aunque sean inadmisibles sus corolarios absurdos. La misma significación originaria de la palabra genio presupone algo como una inspiración transcendental. Todo lo que huele á cansancio, no siendo fatiga de vuelo alígero, es la antítesis del genio. Solamente puede acordarse este supremo homenaje á aquél cuyas obras denuncian menos el esfuerzo del amanuense que una especie de don imprevisto y gratuito, algo que opera sin que él lo sepa, por lo menos con una fuerza y un resultado que exceden á sus intenciones ó fatigas. Para griegos y latinos «genio» quería decir «demonio»: era aquel espíritu que acompaña, guía ó inspira á cada hombre desde la cuna hasta la tumba. Con la acepción que hoy se da, universalmente, á la palabra «genio», los antiguos no tuvieron ninguna; para expresarla anteponían al sustantivo «ingenio» un adjetivo que expresara su grandeza ó culminación.

No es posible proclamar genios á todos los hombres superiores. Hay tipos intermediarios. Los modernos distinguen zurdamente al hombre de genio del hombre de talento. Olvidan la aptitud inicial de ambos: el «ingenio», es decir una ca pacidad superior á la mediana. Presenta una gradación infinita y cada uno de sus grados es susceptible de educarse ilimitadamente. Permanece estéril y desorganizado en los más, sin implicar siquiera talento. Este último es una perfección alcanzada por pocos, una originalidad particular, una síntesis de coordinación, inaccesible al hombre mediocre, sin ser por eso equivalente á la genialidad. Rara vez la máxima intensificación del ingenio crea, presagia, realiza ó inventa; sólo entonces su obra adquiere significación social y un Ameghino asciende á la genialidad. La especie, con ser exigua, presenta infinitas variedades: tantas, casi, como ejemplares.

La contraria doctrina jamás se preocupó de distinguir entre los hombres superiores, á punto de catalogar entre los genios á muchos hombres de talento y aun á ciertos ingenios desequilibrados que son su caricatura. Ensayó Nordau una discreta diferenciación de tipos. Llama genio al hombre que crea nuevas formas de actividad no emprendidas antes por otros ó desarrolla de un modo enteramente propio y personal actividades ya conocidas; y talento al que practica formas de actividad, general ó frecuentemente practicadas por otros, mejor que la mayoría de los que cultivan esas mismas aptitudes. Este juicio diferencial tiene en cuenta la obra realizada y la aptitud del que la realiza. El genio implica un desarrollo orgánico primitivamente superior; el talento adquiere por el ejercicio una integral excelencia de ciertas dispo siciones que en su ambiente posee la mayoría de los sujetos normales. Por eso entre la inteligencia y el talento sólo hay una diferencia cuantitativa, que es cualitativa entre el talento y el genio.

No es así, aunque parezca. El talento es mucho más que una mediocridad complicada; no puede ascender hasta él la inteligencia común. Implica, en algún sentido, cierta forma de «ingenio», que la educación convierte en talento de su propio género. Las mentes más preclaras, en cambio, llegarán ó no á la genialidad, según lo determinen circunstancias extrínsecas: su obra revelará si tuvieron funciones decisivas en la vida ó en la cultura de su pueblo.

En otro terreno plantea Ferri la diferencia, queriendo permanecer fiel á su escuela. Dice que el genio posee, acentuado, un franco desequilibrio ó anormalidad; su producción científica ó artística se adelanta mucho á su época; sus creaciones ó descubrimientos son profundos y radicales. El hombre de talento, en cambio, es más equilibrado y su degeneración física y mental es menor; no es un precursor decidido, sino más bien un coordinador de elementos dispersos, cuya amalgama produce un resultado nuevo, aunque sin la verdadera y profunda novedad de la ideación genial. Las conclusiones son buenas; no así las premisas. Son, sin duda, geniales: Cervantes, Miguel Ángel, Wagner, Dante, Napoleón, Sarmiento, Ameghino; son talentosos: Flaubert, Canova, Verdi, Hugo, Washington, Wallace. Existen tipos inter medios: los hombres que poseen un «talento genial», como Bismark, Mozart ó Spencer; pero eso no impide la distinción de ambos tipos. Prácticamente un vegetal difiere de un animal y un hombre de un gorila, aunque existan especies intermediarias. Ambos convienen igualmente al progreso humano. Su labor se integra. Se complementan como la hélice y el timón: el talento trepana sin sosiego las olas inquietas y el genio marca el rumbo hacia imprevistos horizontes.

La obra de Ameghino es creadora: eso la caracteriza. Donde no hay creación no hay genio. Crear es inventar. Ya lo expresó Voltaire. El genio revélase por una aptitud inventiva ó creadora aplicada á cosas vastas ó difíciles. En la vida social, en las ciencias, en las artes, en las virtudes, en todo, se manifiesta con anticipaciones audaces, con una facilidad espontánea para salvar los obstáculos entre las cosas y las ideas, con una firme seguridad para no desviarse de su camino. En ciertos casos descubre lo nuevo; en otros acerca lo remoto y percibe relaciones entre las cosas distantes, como lo definió Ampère. Ni consiste simplemente en inventar ó descubrir: las invenciones que se producen por casualidad, sin ser expresamente pensadas, no requieren aptitudes geniales. El genio descubre lo que escapa á siglos ó generaciones, las leyes que expresan una relación entre las cosas: induce lo inesperado, señala puntos que sirven de centro á mil desarrollos y abre caminos en la infinita exploración de la naturaleza. ¿En qué consiste? ¿No es soplo divino, no es demonio, no es enfermedad? Nunca. Es más sencillo y más excepcional á la vez. Más sencillo, porque depende de una complicada estructura histológica del cerebro y no de entidades fantásticas; más excepcional, porque el mundo pulula de enfermos y rara vez se anuncia un Ameghino.

Cuanto mejor cerebrado está el hombre, tanto más alta y magnífica es su función de pensar. Ignórase todavía el mecanismo íntimo de los procesos intelectuales superiores. Los acompañan, sin duda, modificaciones de las células nerviosas: cambios de posición de los neurones y permutas químicas muy complicadas. Para comprenderlas deberían conocerse las actividades moleculares y sus variables relaciones, además de la histología exacta y completa de los centros cerebrales. Esto no basta: son enigmas la naturaleza de la actividad nerviosa, las transformaciones de energía que determina en el momento que nace, durante el tiempo que se propaga y mientras se producen los fenómenos que acompañan á la complejísima función de pensar. Los conocimientos científicos distan de ese límite. Mientras la química y la fisiología celular permitan llegar al fin, existe ya la certidumbre de que esa, y ninguna otra, es la vía para explicar las aptitudes supremas de un Ameghino, en función de su medio.

Nacemos diferentes; hay una variadísima escala desde el idiota hasta el genio. Se nace en una zona de ese espectro, con aptitudes subordinadas á la estructura y la coordinación de las células que intervienen en el pensamiento; la herencia concurre á dar un sistema nervioso, agudo ú obtuso, según los casos. La educación puede perfeccionar esas capacidades ó aptitudes cuando existen; no puede crearlas cuando faltan: Salamanca no las presta.

Cada uno tiene la sensibilidad propia de su histoquímica nerviosa; los sentidos son la base de la memoria, de la asociación, de la imaginación: de todo. Es el oído lo que hace al músico; el ojo lleva la mano del pintor. El poder de concebir está subordinado al de percibir: cada hombre tiene la memoria y la imaginación que corresponde á sus percepciones predominantes. La memoria no hace al genio, aunque no le estorba; pero ella y el razonamiento, cimentado en sus datos, no crean nada superior á lo real que percibimos. La fecundidad creadora requiere el concurso de la imaginación, elemento absoluto para sobreponer á la realidad algún Ideal. Cuando, pues, se define el genio como «un grado exquisito de sensibilidad nerviosa», se enuncia la más importante de sus condiciones; pero la definición es incompleta. La sensibilidad es un instrumento puesto al servicio de sus aptitudes imaginativas.

En los genios estéticos es evidente la superintendencia de la imaginación sobre los sentidos; no lo es menos en los genios especulativos, como Ameghino, y en los genios pragmáticos, como Sarmiento. Gracias á ella se conciben los problemas, se adivinan las soluciones, se inventan las hipótesis, se plantean las experiencias, se multiplican las combinaciones. Hay imaginación en la Paleontología de Ameghino, como la hay en la física de Ampère y en la Cosmología de Laplace; y la hay en la visión civilizadora de Sarmiento, como en la política de César ó en la de Richelieu. Todo lo que lleva la marca del genio es obra de la imaginación, ya sea un capítulo del «Quijote» ó un plan de campaña de Napoleón; no digamos de los sistemas filosóficos, tan absolutamente imaginativos como las creaciones artísticas. Más aún: son poemas, y su valor se mide por la imaginación de sus creadores.

En Ameghino la genialidad se traduce por una absoluta unidad y continuidad del esfuerzo, en toda la gestación de sus doctrinas, que es la antítesis de la locura. También él fué tratado como loco, sobre todo en su juventud. Con bonhomía risueña recordaba las burlas de vecinos y niños de su escuela, cuando le veían dirigirse, azada al hombro, hacia las márgenes del Luján; para esas mentes sencillas tenía que estar loco ese maestro que pasaba días enteros cavando la tierra y desenterrando huesos de animales extraños, como si algún delirio le transformara en sepulturero de edades extinguidas. Cambiando de ambientes, sin asimilarse á ninguno, consiguió pasar más desapercibido y atenuar su reputación de inadaptado.

Basta leer su inmensa obra—centenares de monografías y de volúmenes—para comprender que sólo presenta los desequilibrios inherentes á su exuberancia. Sus descubrimientos, grandes y útiles, nunca fueron elaborados al acaso ni en la inconsciencia, sino por una vasta preparación; no fueron frutos de un cerebro carcomido por la herencia ó los tóxicos, sino de engranajes perfectamente entrenados; no ocurrencias, sino cosechas de siembras previas; jamás casualidades, sino claramente previstos y anunciados.

El genio es una alta armonía; necesita serlo. Es paradoja ridícula sospechar un degenerado en todo grande hombre; es absurdo suponer caídos bajo el nivel común á esos mismos que la admiración de los siglos coloca por encima de todos. Las obras geniales sólo pueden ser realizadas por cerebros mejores que los demás; el proceso de la creación, aunque tenga fases inconscientes, sería imposible sin una clarividencia de su finalidad. Antes que improvisarse en horas de ocio, opérase tras largas meditaciones y es oportuno, llegando á tiempo de servir como premisa ó punto de partida para nuevas doctrinas y corolarios. Nunca tal equilibrio de la obra genial será más evidente que en la de Ameghino: si hubiéramos de juzgar por ella, el genio se nos presentaría como la suprema excelsitud en su propio dominio mental. Esto no excluye que la degeneración y la locura puedan coexistir con la imaginación creadora, afectando especiales dominios; pero la capacidad para las síntesis más vastas no necesita ser desequilibrio ni enfermedad. Ningún genio lo fué por su locura; algunos lo fueron á pesar de ella; muchos fueron por la enfermedad sumergidos en la sombra.

Ameghino, como todos los que piensan mucho é intensamente, se contradijo muchas veces en los detalles, aunque sin perder nunca el sentido de su orientación global. Cuando las circunstancias convergen á ello, el genio especulativo nace recto desde su origen, como un rayo de luz que nada tuerce ó empaña. Basta oirlo para reconocerlo: todas sus palabras concurren á explicar un mismo pensamiento, á través de cien contradicciones en los detalles y de mil alternativas en la trayectoria; parecen tanteos para cerciorarse mejor del camino sin romper la equilibrada coherencia de la obra total: esa harmonía de la síntesis que escapa á los espíritus subalternos. Ameghino converge á un fin por todos los senderos; nada le desvía. Mira alto y lejos, va derechamente, sin las prudencias que traban el paso á las medianías sin detenerse ante los mil interrogantes que de todas partes le acosan para distraerle de la Verdad que le entreabre algún pliegue de sus velos.

La verdadera contradicción, la que esteriliza el esfuerzo y el pensamiento, reside en la deshilvanada heterogeneidad que empalaga las obras de los mediocres. Viven éstos con la pesadilla del juicio ajeno y hablan con énfasis para que muchos les escuchen aunque no les entiendan; en su cerebro anidan todas las ortodoxias, no atreviéndose á bostezar sin metrónomo. Se contradicen forzados por las circunstancias: los rutinarios serían supremas lumbreras si por la simple incongruencia se calificara al genio. Para señalar el punto de intersección entre dos teorías, dos creencias, dos épocas ó dos generaciones, requiérese un supremo equilibrio. En las pequeñas contingencias de la vida ordinaria, el hombre vulgar puede ser más astuto y más hábil; pero en las grandes horas de la evolución intelectual y social todo debe esperarse del genio. Y solamente de él.

Sería absurdo decir que la genialidad es infalible, no existiendo verdades absolutas; cien rectificaciones podrán hacerse en la obra de Ameghino. Los genios pueden equivocarse, suelen equivocarse, conviene que se equivoquen. Sus creaciones falsas resultan utilísimas por las correcciones que provocan, las investigaciones que estimulan, las pasiones que encienden, las inercias que conmueven. Los hombres mediocres se equivocan de vulgar manera; el genio, aun cuando se desploma, enciende una chispa, y en su fugaz alumbramiento se entrevé alguna cosa ó verdad no sospechada antes. No es menos grande Platón por sus errores, ni lo son por ellos César, Shakespeare ó Kant. En los genios que se equivocan hay una viril firmeza que los impone al respeto de todos. Mientras los contemporizadores ambiguos no despiertan grandes admiraciones, los hombres firmes obligan el homenaje de sus propios adversarios. Hay más valor moral en creer firmemente un

error, que en aceptar tibiamente una verdad.

IV.—La moral del genio.

El genio es excelente por su moral, ó no es genio. Pero su moralidad no puede medirse con preceptos corrientes en los catecismos; nadie mediría la altura del Himalaya con cintas métricas de bolsillo. Su conducta es inflexible respecto de los ideales servidos por su aptitud genial. Si busca la Verdad, todo sacrifica á ella. Si la Belleza, nada le desvía. Si el Bien, va recto y seguro por sobre todas las tentaciones. Y si es un genio universal, poliédrico, lo verdadero, lo bello y lo bueno se unifican en su ética ejemplar, que es un culto simultáneo por todas las excelencias, por todas las idealidades. Como fué en Leonardo y en Goethe.

Por eso es raro. Excluye toda inconsecuencia respecto de su ideal: la inmoralidad para consigo mismo es la negación del genio. Por ella se descubren los desequilibrados, los exitistas y los simuladores. Ameghino ignoró las artes del escalamiento y las industrias de la prosperidad material. En la ciencia buscó la verdad, tal como la concebía; ese afán le bastó para vivir. Nunca tuvo alma de funcionario. Sobrellevó heroicamente su pobreza sin asaltar el presupuesto, sin vender sus libros á los gobiernos, sin vivir de comisiones oficiales, ignorando esa técnica que simula el mérito para medrar á la sombra del Estado. Fué y vivió como era, buscando la Verdad y decidido á no torcer un milésimo de ella. El que puede domesticar sus convicciones no es, no puede ser, nunca, absolutamente, un hombre genial.

Ni lo es tampoco el que concibe un bien y no lo practica. Sin unidad moral no hay genio. El que predica la verdad y transige con la mentira, el que predica la justicia y no es justo, el que predica la piedad y es cruel, el que predica la lealtad y traiciona, el que predica el patriotismo y lo rebaja, el que predica el carácter y es servil, el que predica la dignidad y se arrastra, todo el que usa dobleces, intrigas, humillaciones, esos mil instrumentos incompatibles con la visión de un ideal, ese no es genio, está fuera de la santidad: su voz se apaga sin eco, no repercute en el tiempo, como si resonara en el vacío.

El portador de un ideal va por caminos rectos, sin reparar que sean ásperos y abruptos. Sarmiento no transige nunca movido por vil interés; repudia el mal cuando concibe el bien; ignora la duplicidad; ama en la Patria á todos sus conciudadanos y siente vibrar en la propia el alma de toda su nación y de todo el continente; tiene sinceridades que dan escalofríos á los hipócritas de su tiempo y dice la verdad en tan personal estilo que sólo puede ser palabra suya; tolera los errores ajenos, recordando los propios; se encrespa ante las bajezas, escribiendo páginas que tienen ritmos de apocalipsis y eficacia de catapulta; cree en sí mismo y en sus ideales, sin compartir los prejuicios religiosos y sectarios de fanáticos que le acosan con furor, de todos los costados. Tal fué la culminan te moralidad del gran americano; Sarmiento cultivó en grado sumo las más altas virtudes públicas, sin preocuparse de carpir en la selva magnífica las malezas que concentran la preocupación de la mediocridad.

Los genios amplían su sensibilidad en la proporción que elevan su inteligencia; pueden subordinar los pequeños sentimientos á los grandes, los cercanos á los remotos, los concretos á los abstractos. Entonces los espíritus estrechos les suponen desamorados, apáticos, escépticos. Y se equivocan. Sienten, mejor que todos, lo humano. El mediocre limita su horizonte afectivo á sí mismo, á su familia, á su camarilla, á su facción; pero no sabe extenderlo hasta la Verdad, la Patria ó la Humanidad, que sólo pueden apasionar al genio. Muchos hombres darían su vida por defender á su secta; son raros los que se han inmolado conscientemente por una doctrina ó por un ideal.

La fe es la fuerza del genio. Para imantar á una era necesitan amar su Ideal y transformarlo en pasión: «Golpea tu corazón, que en él está tu genio», escribió Stuart Mill antes que Nietzsche. La cultura no entibia á los visionarios: su vida entera es una fe en acción. Saben que los caminos más escarpados llevan más alto. Nada emprenden que no estén decididos á concluir. Las resistencias son espolazos que los incitan á perseverar; aunque nubarrones de escepticismo ensombrezcan su cielo, son, en definitiva, optimistas y creyentes: cuando sonríen, fácilmente se adivina el ascua crepitante bajo su ironía. Mientras el hombre sin ideales ríndese en la primera escaramuza, el genio se apodera del obstáculo, lo provoca, lo cultiva, como si en él pusiera su orgullo y su gloria: con igual vehemencia la llama acosa al objeto que la obstruye, hasta encenderlo para agrandarse á sí misma.

La fe es la antítesis del fanatismo. La firmeza del genio es una suprema dignidad del propio Ideal; la falta de creencias sólidamente cimentadas convierte al mediocre en fanático. La fe se confirma en el choque con las opiniones contrarias; el fanatismo teme vacilar ante ellas é intenta ahogarlas. Mientras agonizan sus viejas creencias, Saúlo persigue á los cristianos, con saña proporcionada á su fanatismo; pero cuando el nuevo credo se afirma en Pablo, la fe le alienta, infinita: enseña y no persigue, discute y no amordaza. Muere él por su fe, pero no mata; fanático, habría vivido para matar. La fe es tolerante: es un misticismo que respeta las creencias propias en las ajenas. Es simple confianza en un Ideal y en la suficiencia de las propias fuerzas; los hombres de genio se mantienen creyentes y firmes en sus doctrinas, mejor que si éstas fueran dogmas ó mandamientos. Permanecen libres de las supersticiones vulgares y con frecuencia las combaten: por eso los fanáticos les suponen incrédulos, confundiendo su horror á la común mentira con falta de entusiasmo por el propio Ideal. Todas las religiones reveladas fueron ajenas á Sarmiento y Ameghino: sabían que nada hay más extraño á la fe que el fa natismo. La fe es de visionarios y el fanatismo es de siervos. La fe es llama que enciende y el fanatismo es ceniza que apaga. La fe es una dignidad y el fanatismo es un renunciamiento. La fe es una afirmación individual de alguna verdad propia y el fanatismo es una conjura de huestes para ahogar la verdad de los demás.

Frente á la marea niveladora que amenaza por todos los puntos del horizonte, en las mediocracias contemporáneas, todo homenaje al genio es un acto de fe: sólo de él puede esperarse el perfeccionamiento de la Humanidad. Cuando alguna generación siente un hartazgo de chatura, de doblez, de servilismos, tiene que buscar en los genios de su raza los símbolos de pensamiento y de acción que la templen para nuevos esfuerzos.

Todo hombre de genio es la personificación suprema de un Ideal. Contra la mediocridad, que asedia á los espíritus originales, conviene fomentar su culto: robustece las alas nacientes. Los más altos destinos se templan en la fragua de la admiración. Poner la propia fe en algún ensueño, apasionadamente, con la más honda emoción lírica, es ascender hacia las cumbres donde aletea la gloria. Enseñando á admirar el genio, la santidad y el heroísmo, prepáranse climas propicios á su advenimiento.

Los ídolos de cien fanatismos han muerto en el curso de los siglos y fuerza es que mueran los venideros, implacablemente segados por el tiempo.

Hay algo humano, más duradero que la fantas magoría de lo divino: el ejemplo de los genios. Los santos de la moral idealista no hacen milagros: realizan magnas obras, conciben supremas bellezas é investigan profundas verdades. Mientras existan corazones que alienten un afán de perfección, serán conmovidos por todo lo que revela fe en un Ideal: por el canto de los poetas, por el gesto de los héroes, por la virtud de los santos, por la doctrina de los sabios, por la filosofía de los pensadores.