El hombre mediocre (1913)/Los arquetipos de la mediocracia

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LOS ARQUETIPOS DE LA MEDIOCRACIA[1]


I. LAS SOMBRAS DEL CREPÚSCULO—II. EL TRINOMIO MENTAL DEL
ARQUETIPO.—III. LA MORTAJA DE LA INSIGNIFICANCIA.

I.—Las sombras del crepúsculo.

Los prohombres de las mediocracias equidistan del bárbaro legendario—Tiberio ó Facundo—y del genio transmutador—Marco Aurelio ó Sarmiento. El genio crea instituciones y el bárbaro las viola: los mediocres las respetan, impotentes para forjar ó destruir. Esquivos á la gloria y rebeldes á la infamia, se reconocen por una circunstancia inequívoca: sus cubicularios más propincuos no osan llamarlos genios por temor al ridículo y sus adversarios no podrían sentarlos en cáncana de imbéciles sin flagrante injusticia. Son perfectos en su clima; sosláyanse en la historia á merced de cien complicidades y conjugan en su persona todos los atributos del ambiente que los repuja. Amerengados por equívocas jerarquías militares, por opacos títulos universitarios ó por la almidonada improvisación de alcurnias advenedizas, acicalan en su espíritu las rutinas y prejuicios que acorchan las creederas de la mediocridad dominante. Son pasicortos siempre; su marcha no puede en momento alguno compararse al vuelo de un condor ni á la reptación de una serpiente.


Todas las piaras inflan algún ejemplar predestinado á posibles culminaciones. Seleccionan el acabado prototipo entre los que comparten sus pasiones ó sus voracidades, sus fanatismos ó sus vicios, sus prudencias ó sus hipocresías. No son privilegio de tal casta ó partido: su liviandad alcornocal flota en todas las ciénagas políticas. Piensan con la cabeza de algún rebaño y sienten con su corazón. Productos de su clima, son irresponsables: ayer de su oquedad, hoy de su preeminencia, mañana de su ocaso. Juguetes, siempre, de ajenas voluntades. Entre ellos eligen las repúblicas sus presidentes, buscan los tiranos sus favoritos, nombran los reyes sus ministros, entresacan los parlamentarios sus gabinetes. Bajo todos los regímenes: en las monarquías absolutas, en las repúbli cas oligárquicas y en las demagogias parlamentarias. Siempre que desciende la temperatura espiritual de una raza, de un pueblo ó de una clase, encuentran propicio clima los obtusos y los seniles. Las mediocracias evitan las cumbres y los abismos. Intranquilas bajo el sol meridiano y timoratas en la noche, buscan sus arquetipos en la penumbra. Temen la originalidad y la juventud; adoran á los que nunca podrán volar ó tienen ya las alas enmohecidas.

Adventicias jaurías de mediocres, vinculadas por la trahilla de comunes apetitos, osan llamarse partidos. Rumian un credo, fingen un ideal, atalajan fantasmas consulares y reclutan una hueste de lacayos. Eso basta para disputar á codo limpio el acaparamiento de las prebendas gubernamentales. Cada grey elabora su mentira, erigiéndola en dogma infalible. Los tunantes suman esfuerzos para enaltecer la prohombría de su fantasma: llámase lirismo á su ineptitud, decoro á su vanidad, ponderación á su pereza, prudencia á su pusilanimidad, fe á su fanatismo, ecuanimidad á su impotencia, distracción á sus vicios, liberalidad á su briba, sazón á su marchitez. La hora los favorece: las sombras se alargan cuanto más avanza el crepúsculo. En cierto momento la ilusión ciega á muchos, acallando toda veraz disidencia. De esas baraúndas mediocráticas salen á flote unos ú otros arquetipos, aunque no siempre los menos inservibles.

La irresponsabilidad colectiva borra la cuota individual del yerro: nadie se sonroja cuando todas las mejillas pueden reclamar su parte en la común vergüenza. Las oligarquías mediocráticas ofrecen á diario el espectáculo. Un distinguido publicista, que vive sus intimidades,—J. M. Ramos Mexía—lo describe en imprudente agua fuerte: «La causa de la persistente notoriedad y del relativo éxito que, en la vida, suelen tener ciertos grupos de mediocres, consiste en propiedades de fácil articulación de los unos con los otros, resultando una firmeza de columna vertebral y constituyendo verdaderos mecanismos de nutrición colectiva. Así asociados, y á pesar de su inferioridad mental, no necesitan de ningún aparato de perfeccionamiento para adquirir el sentido de las conveniencias vitales.»

Viven durante años en acecho; escúdanse en rencores políticos ó en prestigios mundanos, echándolos como agraz en el ojo á los inexpertos. Mientras yacen aletargados por irredimibles ineptitudes, simúlanse proscritos por misteriosos méritos. Claman contra los abusos del Poder, aspirando á cometerlos en beneficio propio. En la mala racha, los facciosos siguen oropelándose mutuamente, sin que la resignación al ayuno disminuya la magnitud de sus apetitos. Esperan su turno, mansos bajo el torniquete. Se repiten la máxima de De Maistre: «Savoir attendre est le grand moyen de parvenir», glosada como virtud suprema de los arquetipos: el «don de espera», que los expone á alelarse en una vejez almibarada.

La paciente expectativa converge á la culmina ción de los menos inquietantes. Rara vez un hombre superior los apandilla con muñeca vigorosa, convirtiéndolos en comparsa que medra á su sombra; cuando les falta ese dominador absoluto, desorbítanse como asteroides de un sistema planetario cuyo sol se extingue. Todos se confabulan entonces, en tácita transacción, prestando su hombro á los que pueden aguantar más alabanzas en justa equivalencia de méritos ambiguos. El grupo los infla con solidaridad de logia; cada cómplice conviértese en una hebra de la telaraña tendida para captar el gobierno. Su armazón es simple convergencia de ocultas debilidades: «Una cierta tendencia asociativa duplica sus fuerzas. En virtud de la ley por la cual los semejantes buscan á los semejantes, todo mediocre se siente atraído por su homónimo mental. De allí procede ese género de epidemicidad de la insignificancia intelectual que suele hacer estragos en la sociedad en ciertas épocas de calamitosa incultura. Para ese ambiente el talento deja de ser un valor real; la imitación, que es más chillona y alegre, halaga el sentido embotado de las muchedumbres, mucho más que la realidad discreta. En tales circunstancias, la solución no está en tener talento ó cualidades de otro género, sino al contrario, en no tenerlas para poder subir: aptitudes defensivas y aquel poder de mimetismo concurrente que hace de la vida un carnaval solemne, en el cual los inútiles aprovechan de su accidental cotización para aplastar con su vientre la excelsitud del cerebro alado; tanto más fácilmente cuanto que la miope simplicidad popular confunde á menudo las anfractuosidades del intestino con las circunvoluciones cerebrales».

Compréndese la arrevesada selección de las facciones oligárquicas y el pomposo envanecimiento del «pavo» que ellas consagran. Sus encomiastas, empeñados en purificarlo de toda mancha pecaminosa, intentan obstruir la verdad llamando romanticismo á su reiterada incompetencia para todas las empresas, orgullo á su vanidad, idealismo á su acidia. El tiempo disipa el equívoco devolviendo su nombre á esos dos vicios arracimados en un mismo tronco: el orgullo es compatible con el idealismo, pero el primero es la antítesis de la vanidad y el segundo lo es de la acidia.

Repujados los prohombres de hojalatería, acaban de azogarles con demulcentes crisopeyas. Orificando las caries de su dentadura moral, sus lacras llegan á parecer coqueterías, como las arrugas de las cortesanas. Ungiéndolos árbitros del orden y de la virtud, declaran prescritas sus viejas pústulas: incondicionalismos para con los regímenes más turbios, intérlopes pasiones de garito, ridículos infortunios de donjuanismo epigramático. Sus labios abrévanse en aquella agua del Leteo que borra la memoria del pasado; no advierten que después de chapalear en el vicio todo puritanismo huele á encima, como los guantes que pasan por el limpiador.

Donde medran oligarquías bajo disfraces demo cráticos, prosperan esos pavorreales apampanados, tensos por la vanidad: un travieso los desinflaría si los pinchase al pasar, descubriendo la nada absoluta que retoza en su interior. Vacuo no significa alígero; nunca fué la tontería cartabón de santidad. Sin sangre de hienas, que han menester los tiranos, tampoco tiénenla de águilas, propia de iluminados; corre en sus venas una linfa tontivana, propia en estirpe de pavos y quintaesenciada en el real, simbólica ave que suma candorosamente la zoncería y la fatuidad. Son termómetros morales de ciertas épocas: cuando la mediocridad incuba pollipavos no tienen atmósfera los aguiluchos. El memo llega á parecer omniscio y adquiere los ornamentos necesarios para advenir al poder: entrégase á ejercitarlo como un tartamudo á quien confiaran la declamación de un poema.

La resignada mansedumbre explica ciertas culminaciones mediocráticas: el porvenir de algunos arquetipos estriba en ser admirados en contra de alguien. Huyen para agrandarse. Con muchos lustros de andar á la birlonga no borran sus culpas; en su paso descúbrese una inveterada pusilanimidad que rehuye escaramuzas con enemigos que le han humillado hasta sangrar. No hay virtud sin gallardía; no la demuestra quien esquiva con temblorosos alejamientos la batalla por tantos años ofrecida á su dignidad. Ese acoquinamiento no es, por cierto, el clásico valor gauchesco de los coroneles americanos, ni se parece al gesto del león agazapado para pegar mejor el salto. Ellos vaga mundean con el «don de espera del batracio optimista», de que habla su biógrafo. El hombre digno puede enmudecer cuando recibe una herida, temiendo acaso que su desdén exceda á la ofensa; pero llega su sentencia, y llega en estilo nunca usado para adular ni para pedir, más hiriente que cien espadas. Cada verbo es una flecha cuyo alcance finca en la elasticidad del arco: la firmeza moral de la dignidad. Y el tiempo no borra una sílaba de lo que así se habla.

En vano los arquetipos interrumpen sus humillados silencios con inocuas pirotecnias verbales; de tarde en tarde los cómplices pregonan alguna misteriosa lucubración tartamudeada, ó no, ante asambleas que ciertamente no la escucharon. Ellos no atinan á sostener la reputación con que los exornan: desertan el parlamento el día mismo en que los eligen, como si temieran ponerse en descubierto y comprometer la estrategia de los empresarios de su fama.

Complétase la inflazón de estos aerostatos confiándoles subalternas diplomacias de festival, en cuya aparatosidad suntuaria pavonean sus huecas vanidades. Sus cómplices adivínanle algún talento diplomático ó perspicacias internacionalistas, hasta complicarles en lustrosas canonjías donde se apagan en tibias penumbras, junto al resplandecer de sus colaboradores más contiguos. Nunca desalentadas, las oligarquías reinciden, esperando que los tontos acertarán un golpe en el clavo después de afirmar cien en la herradura. Ungidos emisarios ante la nación más hermana, su casuística de sacristía envenena hondos afectos, como si por arte de encantamiento germinaran cizañas inextinguibles en los corazones de los pueblos.

Archiveros y papelistas se confabulan para encelar el fervor de los ingenuos y captar la confianza de los rutinarios. «Si el defensivo puede agregar á su solemnidad y á su silencio la colaboración de la calumnia biográfica, tan útil y tan benéfica cuando procede de amigos interesados, el «aparato» se completa á maravilla y sus efectos transcendentales escapan á los límites de la vida privada; los simples goces de la canonjía subalterna se dilatan hasta la celebridad mundial y sobre el erial de su mente franciscana, esos amigos calumniadores levantan enormes fábricas, monumentos de arquitectura híbrica...» Plutarquillos bien rentados transforman en miel su acíbar, quintaesenciando en alabanzas sus vinagres más crónicos, como si hipotecaran su ingenio descontando prebendas futuras. Rellenan con vanos artilugios la oquedad del tonto, sin sospechar la insuficiencia del disfraz. Ni el pavo parece águila ni corcel la mula: se les reconoce al pasar, viendo su moco eréctil ú oyendo el chacoloteo de su herradura.

Su gravitación negativa seduce á los caracteres domesticados: no piensan, no roban, no oprimen, no sueñan, no asesinan, no faltan á misa, ¿qué más? Cuando las facciones forjan tal Fénix, lo encumbran como su símbolo perfecto. Poseen cosméticos para sus fisonomías arrugadas: la grandí locua rancidez de programas á cuyo pie buscaríase de inmediato la firma de Bertoldo, si los vastos soponcios no traslucieran prudentes reticencias de Tartufo. Es preferible que estén cuajados de vulgaridades y escritos en pésimo estilo; gustan más á los mediocres. Un programa abstracto es perfecto: parece idealista y no lastima las ideas que cree tener cada cómplice. De cada cien, noventa y nueve mienten lo mismo: la grandeza del país, los sagrados principios democráticos, los intereses del pueblo, los derechos del ciudadano, la moralidad administrativa. Todo ello, si no es desvergüenza consuetudinaria, resulta de una tontería enternecedora; simula decir mucho y no significa nada. El miedo á las ideas concretas ocúltase bajo el antifaz de las vaguedades cívicas.

No se avergüenzan de escalar el poder á horcajadas sobre la ignominia. Obtemperan á toda villanía que converja á su objeto: cuando hablan de civismo su aliento apesta al pantano originario. Su moral encubre el vicio, por el simple hecho de aprovecharlo. Empujados por torcidos caminos, siguen sembrando en los mismos surcos. Para aprovechar á los indignos han tenido que humillárseles mansamente; los honores que no se conquistan hay que pagarlos con abajamientos. «No puede ser virtuoso el engendrado en un vientre impuro», dicen las escrituras; los que se encumbran cerrando los ojos é implicándose en mañas de estercolero, sufriendo los manoseos de los majagranzas, mintiéndose á sí mismos para hartar la acucia de toda una vida, no pueden redimirse del pecado original, aunque, Faustos insubordinados, pretendan escapar al maleficio de sus Mefistófeles.

El pueblo los ignora; está separado de ellos por el celo de las facciones oligárquicas. Para prevenirse de achaques indiscretos retráense de la circulación: como si de cerca no resistieran al cateo de los curiosos. Mantiénense ajenos á todo estremecimiento de raza. En ciertas horas las turbas pueden ser sus cómplices: el pueblo nunca. No podría serlo: en las mediocracias desaparece. Diríase que consiente porque no existe, substituido por cohortes que medran.

Depositarios del alma de las naciones, los pueblos son entidades espirituales inconfundibles con las piaras democráticas. Ninguna multitud es pueblo: no lo sería la unanimidad de los mediocres. Aparece en los países que un ideal convierte en naciones y reside en la convergencia moral de los que sienten la patria más alta que las oligarquías, los partidos y las sectas. El pueblo—antítesis de todos los rebaños—no se cuenta por números. Está donde un solo hombre no se complica en el abellacamiento común; frente á las huestes domesticadas ó fanáticas ese único hombre libre, él

solo, es todo: pueblo y nación y raza y humanidad.

II.—El trinomio mental del arquetipo.

Los arquetipos de la mediocracia pasan por la historia con la pompa superficial de fugitivas sombras chinescas. Jamás llega á sus oídos un insulto ó una loa, nunca se les dice «héroes» ó «tiranos»; en la fantasía popular despiertan un eco uniforme, que en todas partes se repite: «¡el pavo!», en una síntesis más definitiva que una lápida. Su trinomio psicológico es simple: vanidad, impotencia y favoritismo.

Viven de aspavientos, que sólo atañen á las formas. La austera sobriedad del gesto es atributo de los hombres; la suntuosidad de las apariencias es galardón de las sombras. Después de incubar sus ansias, temblorosos de humildad ante sus cómplices, núblanse de humos y empavésanse de fatuidades; olvidan que envanecerse de un rango es confesarse inferior á él. Acumulan rumbosos artificios para alucinar las imaginaciones domésticas; rodéanse de lacayos, adoptan pleonásticas nomenclaturas, centuplican los expedientes, pavonéanse en trenes lujosos, navegan en complicados bucentauros, sueñan con recepciones allende los océanos. Ofrecen ambos flancos á la risueña ironía de los burlones, poniendo en todo cierta fastuosidad de segunda mano, que recuerda las cortes y señorías de opereta. Su énfasis melodramático cuadraría á personajes de Hugo y haría cosquillas al egotismo voltairiano de Stendhal. Hay su razón: «Esa vacía cuba cerebral—dice su biógrafo—tiene que llenarse de doradas virutas para que la penetrante radiografía popular no vaya á descubrir su completa orfandad de ideas; todos los huecos, y son muchos, están repletos con la arena estéril, pero pesada, que imita á las auríferas; dentro del obscuro meandro está preparado y armado ese ilusionismo, con los cubiletes mentales que la vanidad les sugiere.»

En su adonismo contemplativo no cabe la ambición, que es enérgico esfuerzo por acrecentar en obras los propios méritos. El ambicioso quiere ascender hasta donde sus propias alas puedan levantarlo; el vanidoso cree encontrarse ya en las supremas cumbres codiciadas por los demás. La ambición es bella entre todas las pasiones, mientras la vanidad no la envilece; por eso es respetable en los genios y ridícula en los tontos.

Empavónanse de permanentes altisonancias. Sospechan que existen ideales y se fingen sus servidores: incurren siempre en los más conformes á lo moral de su mediocracia. Sospechan la verdad, á veces, porque ella entra á todas partes, más sutil que la adulación; pero la mutilan, la atenúan, la corrompen, con acomodaciones, con muletas, con remiendos que la disfrazan. En ciertos casos, la verdad puede más que ellos; salta á la vista á pesar suyo y es su castigo. Se paramentan de buenas intenciones cuando menos fuerzas van teniendo para convertirlas en actos; la innata pavada se trasunta en sus parloteos puritanos. Tórnase có mica la ineptitud en su disfraz de idealismo; son deleznables los vagos principios que aplican á compás de oportunistas conveniencias. El tiempo descubre á los que tienen la moral en pieza, para mostrarla, aunque de su paño jamás corten un traje para cubrir su mediocridad.

Son tributarios del séptimo pecado capital: en su impotencia hay pereza. Renuncian la autoridad y conservan la pompa; aquélla podría bruñir el mérito, ésta apacienta la vanidad. Gustan de holgar; desisten de hacer lo que no podrían; evitan toda firme labor; se apartan de cualquier combate, declarándose espectadores. Pueden practicar el mal por inercia y el bien por equivocación; se entregan á los acontecimientos por incapacidad de orientarlos. «Les paresseux—decía Voltaire—ne sont jamais que des gens médiocres, en quelque genre que ce soit.» Por detestables que sean los gobernantes, nunca son peores que cuando no gobiernan. El mal que hacen los tiranos es un enemigo visible; la inercia de los poltrones, en cambio, implica un misterioso abandono de la función por el órgano, la acefalía de las mediocracias, la muerte de la autoridad por una caquexia inaccesible á los remedios. Gran inconsciencia es gobernar pueblos cuando la enfermedad ó la vejez quitan al hombre el gobierno de sí mismo.

La falta de inspiraciones intrínsecas tórnales sensibles á la coacción de los conspiradores, á la intriga de los domésticos, á la adulación de los palaciegos, á los apremios de los cotahures, á las intimidaciones de los gacetilleros, á las influencias de las sacristías. Su conducta trasluce febledad con cuantos les acechan; ni basta para ocultarlo su aparatoso enfestar contra molinos de viento. Cuando llegan al poder lo renuncian de hecho, convencidos de su impotencia para usarlo; se entregan al curso de la ría, como los nadadores incipientes. Jinetes de potros cuyo voltigeo ignoran, cierran los ojos y abandonan las riendas: esa ineptitud para asirlas con sus manos inexpertas, llámanla sumisión á la democracia.

El favoritismo es su esclavitud frente á cien intereses que los acosan; ignoran el sentimiento de la justicia y el respeto del mérito. El verdadero justo resiste á la tentación de no serlo cuando en ello tiene un beneficio; el mediocre cede siempre. Profesa una abstracta equidad en los casos que no hieren al valimiento de sus cómplices; pero se complica de hecho en todas las zirigañas de los serviles. Nunca, absolutamente, puede haber justicia en preferir el lacayo al digno, el oblicuo al recto, el ignorante al estudioso, el intrigante al gentilhombre, el medroso al valiente. Ésa es la regla de las mediocracias: anteponer el valimiento al mérito. En el favoritismo se empantanan los que pisan firme y avanzan los que se arrastran mansos: como en los tembladerales. Cuando el mérito enrostra sus yerros á los arquetipos, arguyen éstos humildemente que no son infalibles; pero está su vileza en subrayar la disculpa con tentadores ofrecimientos, acostumbrados á comer ciar el honor. No puede ser juez quien confunde el diamante con la bazofia: «equivocarse es una culpa», sentenció Epicteto. En las mediocracias se ignora que la dignidad nunca llega de hinojos á los estrados de los que mandan.

Repiten con frecuencia el legendario juicio de Midas. Pan osó comparar su flauta de siete carrizos con la lira de Apolo. Propuso una lid al dios de la armonía y fué árbitro el anciano rey frigio. Resonaron los acordes rústicos de Pan y Apolo cantó á compás de sus melopeyas divinas. Decidieron todos que la flauta era incomparable á la lira, unánimes todos menos el rey, que reclamó la victoria para aquélla. De pronto crecieron entre sus cabellos dos milagrosas orejas: Apolo quedó vengado y Pan se refugió en la sombra. El juez, confuso, quiso ocultarlas bajo su corona. Las descubrió un cubiculario; corrió á un lejano valle, cavó un pozo y contó allí su secreto. Pero la verdad no se entierra: florecieron rosales que, agitados por las brisas, repiten eternamente que Midas tiene orejas de asno.

La historia castiga con tanta severidad como la leyenda: una página de crónica dura más que un rosal. Nadie pregunta si los carceleros de Bacon, los ustores de Bruno y los burladores de Colón, fueron bribones ó reblandecidos. Su condena es la misma é ilevantable. La justicia es el respeto del mérito. Un Marco Aurelio sabe que en cada generación hay diez ó veinte espíritus privilegiados, y su genio consiste en usarlos á todos, con sus cualidades y defectos; un Panza los excluye de su ínsula, usando á los que se domestican, es decir, á los peores como carácter y moralidad. Siempre son injustos los mediócratas: escuchan al servil sin interrogar al digno. Nunca piden favor los que merecen justicia. Ni lo aceptan. Encuentran natural que los pravos prefieran á sus similares, como dice el publicista. «La torpeza del burgués, mortificado por la natural soberbia de la superioridad, busca consagrar á su igual, cuyo acceso le es fácil y en cuya psicología encuentra los medios de ser satisfecho y comprendido.» Hora llega en que las injusticias se pagan con formidables intereses compuestos, irremisiblemente. Hechas á uno sólo, amenazan á todos los mejores; dejarlas impunes significa hacerse su cómplice. Pronto ó tarde se saldan sus trabacuentas, aunque sus errores no se finiquiten jamás; los arquetipos de las mediocracias aprenden en carne propia que por un clavo se pierde una herradura. Como á Midas el divino Apolo, los dignos castiganlos con la perennidad de su palabra: si dicen verdad ella dura en el tiempo. Ésa es su espada; rara vez la sacan, pues pronto se gasta un arma que se desenvaina con frecuencia: si lo hacen va recta al corazón, como la del romance famoso.

Y el rencor de los lacayos evidencia la seguridad de la punta que toca al amo.

Para ser completos, son sensibles á todos los fanatismos. Los más rezan con los mismos labios que usan para mentir, como Tartufo; inseguros de arrostrar en la tierra la sanción de los dignos, desearían postergarla para el cielo. Si en su poder estuviera cortarían la lengua á los sofistas y las manos á los escritores; cerrarían las bibliotecas para que en ellas no conspirasen ingenios originales. Prefieren la adulación del ignorante al consejo del sabio. Subyacen á todos los dogmas. Si coroneles, usan escapulario en vez de espada; si políticos, consultan la Monita Secreta para interpretar las Magnas Cartas de las naciones. Bajo su imperio la hipocresía—más funesta que la desvergüenza—tórnase sistema. En ese combate incesante, renovado en tantos dramas ibsenianos, los amorfos conviértense en columnas de la sociedad, y el que desnuda una sombra parece un sedicioso enemigo del pueblo. Todos los avisados golpéanse el pecho para medrar. Las huestes de sacristía crecen y crecen, absorbiendo, minando, ensanchándose: como un herpes moral que se agranda en silencio hasta manchar ignominiosamente la fisonomía de toda una época.


III.—La mortaja de la insignificancia.

Las mediocracias niegan á sus arquetipos el derecho de elegir su oportunidad. Los atalajan en el gobierno cuando su organismo vacila y su cerebro se apaga: quieren al inservible ó al romo. Hombres repudiados en la juventud, son consagrados en la vejez: á esa edad en que las buenas intenciones son un cansancio de las malas costumbres. Eligen á los que usaron esclavizarse de su vientre, comiendo hasta hartarse y bebiendo hasta aturdirse, devastando su salud en noches blancas, rebajando su dignidad en la insolvencia de los tapetes verdes, tornándose impropios para todo esfuerzo continuado y fecundo, preparando esas decrepitudes en que el riñón se fosiliza y el hígado se almibara. Ésa es la mejor garantía para el rebaño rutinario; su odio á la originalidad lo impele hacia los hombres que empiezan á momificarse en vida.

Mientras la vejez va borrando los últimos rasgos personales de los arquetipos, sus cómplices se confabulan para ocultar su progresivo reblandecimiento, eximiéndole de toda faena y adminiculándole de ingenuas ficciones. Poco á poco el carcamal huye de sus residencias naturales y se aisla; regatea las ocasiones de mostrarse en plena luz, exhibiéndose en reducidos escenarios oligárquicos: vidrieras donde los pavorreales pueden exhibir los cien ojos de Argos plantados en su cola. Inciertos ya para pensar, necesitan más que nunca el zahumerio de todos los incensarios: la adulonería acaba por cubrirlos de lubrificantes. Las apologías se redoblan á medida que ellos van desapareciendo, disueltos como enormes azucarillos.

El crepúsculo sobreviene implacable, á fuego lento, gota á gota, como si el destino quisiera desnudar su vaciedad pieza por pieza, demostrán dola á los más empecinados, á los que podrían dudar si murieran de golpe, sin ese pausado desteñimiento.

Son sombras al servicio de sus huestes contiguas. Aunque no vivan para sí tienen que vivir para ellas, mostrándose de lejos para atestiguar que existen, y evitando hasta la ráfaga de aire que podría doblarlos como á la hoja de un catálogo abandonado á la intemperie.

Aunque desfallezcan no pueden abandonar la carga; en vano el remordimiento repetirá á sus oídos las clásicas palabras de Propercio: «Es vergonzoso cargarse la cabeza con un fardo que no puede llevarse: pronto se doblan las rodillas, esquivas al peso» (III, IX, 5). Los arquetipos sienten su esclavitud: deben morir en ella, si es menester, custodiados por los cómplices que alimentaron su vanidad.

Las casas de gobierno pueden ser su féretro; las facciones lo saben y se disputan sus vices, que aguaitan en acecho. Sus nombres quedan enumerados en las cronologías; desaparecen en la historia. Sus descendientes y beneficiarios esfuérzanse en vano por alargar su sombra y vivir de ella.

Basta que un hombre libre los denuncie para que la posteridad los amortaje; sobra una sola crónica para borrar las adulaciones de los palaciegos, en vano acendradas en la hora fúnebre. Algunos hartos comensales, no pudiendo referirse á lo que fueron, atrévense á elogiar lo que pudieron ser..., creen que muere una esperanza, como si ésta fue ra posible en organismos minados por las carcomas de la juventud y los almibaramientos de la vejez.

Es natural que muera con cada uno su piara: túrnanse muchas en cada era de penumbra. La mediocridad las tira como viejos naipes cuyas cartas ya están marcadas por los tahures, entrando á tallar con otros nuevos, ni mejores ni peores. Los dignos, ajenos á la partida cuyas trampas ignoran, se apartan de todas las piaras, esperando otro clima ó preparándolo. Y no manchan sus labios nombrando á los arquetipos: sería, acaso, inmortalizarlos.

  1. Así como para loar el genio ha elegido el autor dos ejemplares luminosos de su «patria», Sarmiento y Ameghino, para caracterizar al arquetipo de las mediocracias ha encontrado un ejemplar perfecto en el actual presidente de su «país.» Lo que no es su intención ocultar.