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El imperio jesuítico/El futuro imperio y su habitante

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El futuro imperio y su habitante

El territorio que á los 84 años de su descubrimiento formaría el centro del Imperio Jesuítico, parecía realizar con su belleza las leyendas circulantes en la España conquistadora, sobre aquel Nuevo Mundo tan manso y tan proficuo.

Si Colón se había creído en las inmediaciones del Paraíso al tocar la costa firme, arrebatada su misma imaginación de comerciante con la maravilla tropical, los conquistadores que entraron al centro del Continente por el Plata y por el Sur del Brasil, pudieron suponer lo propio.

Menos grandioso el paisaje, pero más poético; añadiendo los encantos del clima y del acceso fácil á su gracia original, y alternando en discreta proporción el bosque virgen con la llanura, el río enorme con el arroyo pintoresco, su belleza se adaptaba mucho mejor á aquellos temperamentos meridionales.

Por grande que fuera su rudeza, el entusiasmo debió llegar á lo grandioso, si se considera el fondo místico de la empresa y sus contornos épicos. La geografía, recién escapada á las invenciones medioevales, que durante mil años estuvieron tomando de Plinio cuanto hay en éste de más quimérico, aumentaba con lo incierto de sus datos la impresión legendaria.

Las ideas reinantes sobre el Nuevo Mundo eran en realidad tan vagas, que en 1526, cuando la expedición de Gaboto empezó definitivamente la conquista del Río de la Plata y del Paraguay, François de Moyne, en su tratado De Orbis situ ac descriptione, tomaba al Asia, á la Europa y á Méjico, por un solo continente, atribuyendo una costa no interrumpida y común á la Suecia, la Rusia, la Tartaria, Terranova y la Florida. Verdad es que en 1550, Pierre Desceliers protestó de semejante confusión en su mapa-mundi, aludiendo visiblemente á Moyne; pero la perplejidad siguió por muchos años todavía, engendrando los planes más insensatos.

El nuevo país de que la conquista se enseñoraba, no favorecía mucho, sin embargo, las empresas puramente bélicas; y así, sus ocupantes debieron limitarse casi del todo al cometido de exploradores. Los naturales presentaron escasa resistencia, los grandes ríos facilitaron desde el comienzo las excursiones, y puede decirse que, fuera del bosque, la arduidad de la empresa no fué extrema.

La comarca se brindaba á primera vista para la fundación de un vasto imperio. Desde su geología hasta su habitante, todo presentaba caracteres uniformes.

Sobre las areniscas rojas, sincrónicas con el período cretáceo al parecer, y en todo caso muy antiguas, un vasto derrame de basalto imprimió al terreno su fisonomía actual. Otros dos productos de este fenómeno, la completaron en la forma enteramente peculiar que hasta hoy reviste. El primero es un ocre ferruginoso, que en las capas profundas se manifiesta compacto y negruzco, pulverizándose y oxidándose al contracto del aire, hasta constituir la arcilla colorada que forma el suelo de la región; el otro es un conglomerado de grava, en un cemento ferruginoso también, verdadera escoria que rellenó las grietas del basalto, y cuyo clivaje denota vagamente una disposición prismática, que facilita su desprendimiento en bloques casi regulares. La nomenclatura popular llama á esta roca piedra tacurú, por la semejanza que presenta con la estructura interna de los hormigueros de este nombre. Sus yacimientos, que fueron muchas veces canteras jesuíticas, permiten estudiarla bien, pues aquellos trabajos la pusieron al descubierto en grandes superficies; y la regularidad de sus bloques, de setenta á ochenta centímetros por costado generalmente, sorprende por su parecido con la cristalización basáltica á la cual acompañó.

Nuevos sacudimientos del suelo proyectaron á través de las grietas los asperones primitivos, cuyo horizonte actual patentiza claramente este fenómeno. En la costa paraguaya, frente á San Ignacio, hay una gruta que pone á la vista el levantamiento en cuestión; y los cerrillos de Teyú Cuaré, en la ribera argentina, lo ratifican mejor quizá con sus vivas estratificaciones. Si el cauce del Alto Paraná es, como se cree, una grieta volcánica, á lo menos hasta aquella altura-y ello me parece evidente-esos bancos de arenisca en sus orillas, demostrarían la supuesta proyección.

Abundan también los lechos de cuarzo cristalino y aun agatado, aunque éste menos común, predominando la misma roca en los cantos rodados de los ríos. Las cornalinas y calcedonias que suele hallarse entre éstos, deben provenir de las sierras brasileñas, pues su pequeñez indica lo largo del camino que han debido recorrer; pero éstos son ya detalles geológicos.

Lo que predomina es el basalto y los compuestos ferruginosos, desde el ocre y el conglomerado que antes mencioné, hasta el mineral nativo, fácilmente hallable en la costa del Uruguay, y los titanatos que con aspecto de azúrea pólvora, jaspean profusamente las arenas.

A esta exclusividad corresponde una no menos singular ausencia de sal y de calcáreo; pues fuera del carbonato de cal, elemento de las melafiras mezcladas al basalto en ciertos puntos, y de algunas tobas estratificados de la misma sustancia, que figuran en nódulos libres, pero con mucha parsimonia en los terrenos de acarreo, no se advierte ni vestigios. Las aguas, extraordinariamente dulces, demuestran también esta escasez.

Un rojo de almagre domina casi absoluto en el terreno, contribuyendo á generalizar su matiz, los yacimientos de piedra tacurú, fuertemente herrumbrados; los basaltos y melafiras, con su aspecto de ladrillo fundido, y el variado rosa de los asperones; con más que éstos son accidentes nimios, pues la tierra colorada lo cubre todo.

El carácter geológico es uniforme, pues, y con mayor razón si se considera su área inmensa; pues tanto las arcillas rojas, como el traquito del que se las considera sincrónicas, se dilatan en línea casi recta hasta el Mar Caribe, constituyendo el asiento de la gran selva americana, extendida por la misma extensión, con el mismo carácter de unidad sorprendente. Diríase que la extraordinaria permeabilidad de ese ocre, facilitando la penetración de las aguas pluviales en su seno, y en caso de sequía la imbibición por contacto con los depósitos profundos, mantiene la humedad enorme que semejante vegetación requiere; ocasionando á la vez poderosas evaporaciones [1], condensadas luego en aquellas lluvias constantes, cuya pluviometría alcanza al promedio anual de 2 metros en Misiones, y de 3 arriba en el Norte del Paraguay, contándose aguaceros de 800 milímetros. Esto explicaría bien, me parece, la relación entre el bosque y su suelo.

La ausencia de sal y de calcáreo, que en Córdoba coexisten con las areniscas rojas del extremo boreal de su sierra, y en los Andes con los basaltos del Neuquen, puede que se haya debido en parte-pues nunca fué abundante de seguro-á la levigación, fácilmente ejecutada por las lluvias en suelo tan permeable, pareciéndome igualmente claro que á esta causa obedezca también su pobreza fosilífera.

Salvo algunas impresiones en las areniscas, los fósiles propiamente dichos son tan escasos, que puede considerárselos ausentes. La falta de calcáreo y de sal, explica esto en buena parte; pero como ella resultaría á su vez de la permeabilidad del suelo, y de las lluvias excesivas, en estas causas queda comprendido todo.

A esa inmensa fertilidad, se agregaba lo riente del paisaje en el centro del futuro Imperio Jesuítico. El derrame basáltico, dió al suelo un aspecto generalmente ondulado por oteros y lomas que se alzan á montañas, pero nunca imponentes ni enormes, desde que su mayor altitud alcanza en lo que fué el límite N. E. de aquel, á 750 metros.

El triángulo formado por la laguna Iberá y los ríos Uruguay, Miriñay y Paraná, es decir el actual territorio de Misiones, hasta el paralelo 26°, fué el centro del Imperio, y su aspecto da en conjunto la característica de la región.

Cruzado por la Sierra del Imán, casi paralela á los dos grandes ríos cuyas aguas divide, formaba un término medio entre la gran selva y las praderas, contando además con la montaña y con la vasta zona lacustre de la misteriosa Iberá, vale decir con todas las condiciones necesarias para una múltiple explotación industrial.

Del propio modo que en las comarcas del Brasil y del Paraguay, situadas á igual latitud, el bosque no es continuo en la región misionera. La gran selva se inicia con manchones redondos, que tienen ya toda su espesura; pero faltan todavía algunas plantas más peculiares, como los pinos y la yerba, cuya aparición señala el comienzo de los bosques continuos. Éstos, como en las dos naciones antedichas, están formados por los mismos individuos; pero en la región argentina, más broceada por la explotación industrial, no son ahora tan lozanos.

Generalmente circulares, fuera de los sotos, donde como es natural, serpentean con el cauce, su espesura se presenta igual desde la entrada. No hay matorrales ni plantas aisladas que indiquen una progresiva dispersión. Desde la vera al fondo, la misma profusión de almácigo; el mismo obstáculo casi insuperable al acceso; la misma serenidad mórbida de invernáculo.

Su silencio impresiona desde luego, tanto como su despoblación; los mismos pájaros huyen de su centro, donde no hay campo para la vista ni para las alas. Nunca el viento, muy escaso por otra parte en la región, conmueve su espesura. Los herbívoros se arriesgan pocas veces en ella, y tampoco la frecuentan entonces los felinos. Algún carnicero necesitado, ó aventurero marsupial, como el coatí y la comadreja, afrontan, trepando al acecho por los árboles, tan difícil vegetación, en busca de tal cual rata ó murciélago durmiente; pero aun esto mismo acontece rara vez. Los árboles necesitan estirarse mucho para alcanzar la luz entre aquella densidad, resultando así esbeltamente desproporcionados entre su altura y su grueso.

Los escasos claros, redondeados por la expansión helicoidal de los ciclones, ó las sendas que cruzan el bosque, permiten distinguir sus detalles. Admirables parásitas, exhiben en la bifurcación de los troncos, cual si buscaran el contraste con su rugosa leña, elegancias de jardín y frescuras de legumbre. Las orquídeas sorprenden aquí y allá, con el capricho enteramente artificial de sus colores; la preciosa «aljaba» es abundantísima, por ejemplo. Líquenes profusos, envuelven los troncos en su lana verdácea. Las enredaderas cuelgan en desorden como los cables de un navío desarbolado, formando hamacas y trapecios á la azogada versatilidad de los monos; pues todo es entrar libremente el sol en la maraña, y poblarse ésta de salvajes habitantes.

Abundan entonces los frutos, y en su busca vienen á rondar al pie de los árboles, el pecarí porcino, la avizora paca, el agutí, de carne negra y sabrosa, el tatú bajo su coraza invulnerable; y como ellos son cebo á su vez, acuden sobre su rastro el puma, el gato montés elegante y pintoresco, el aguará en piel de lobo; cuando no el jaguar, que á todos ahuyenta con su sanguinaria tiranía.

Bandadas de loros policromos y estridentes, se abaten sobre algún naranjo extraviado entre la inculta arboleda; soberbios colibríes zumban sobre los azahares, que á porfía compiten con los frutos maduros; jilgueros y cardenales, cantan por allá cerca; algún tucán precipita su oblicuo vuelo, alto el pico enorme en que resplandece el anaranjado más bello; el negro yacutoro muge, inflando su garganta que adorna roja guirindola; y en la espesura amada de las tórtolas, lanza el pájaro-campana su sonoro tañido.

Haya en las cercanías un arroyo, y no faltarán los capivaras, las nutrias, el tapir que al menor amago se dispara como una bala de cañón por entre los matorrales, hasta azotarse en la onda salvadora; el venado, nadador esbelto. Cloqueará con carcajada metálica, la chuña anunciadora de tormentas; silbarán en los descampados las perdices, y más de un yacaré soñoliento y glotón,

sentará sus reales en el próximo estero.

En el suelo fangoso brotarán los helechos, cuyas elegantes palmas alcanzan metro y medio de desarrollo, ora alzándose de la tierra, ora encorvándose al extremo de su tronco arborescente, con una simetría de quitasol. Tréboles enormes multiplicarán sus florecillas de lila delicado; y la ortiga gigante, cuyas fibras dan seda, alzará hasta cinco metros su espinoso tallo, que arroja á la punción un chorro de agua fresca.

Por los faldeos y cimas, la vegetación arbórea alcanza su plenitud en los cedros, urundayes y timbós gigantescos. El follaje es de una frescura deliciosa, sobre todo en las riberas, donde forma un verdadero muro de altura uniforme y verdor sombrío, que acentúa su aspecto de seto hortense, sobre el cual destacan las tacuaras su panoja, en penachos de felpa amarillenta que alcanzan ocho metros de elevación; descollando por su elegancia, entre todos esos árboles ya tan bellos, el más clásico de la región-la planta de la yerba, semejante á un altivo jazminero.

Reina un verdor eterno en esas arboledas, y sólo se conoce en ellas el cambio de estación, cuando, al entrar la primavera, se ve surgir sobre sus copas la más eminente de algún lapacho, rugoso gigante que no desdeña florecer en rosa, como un duraznero, arrojando aquella nota tierna sobre la tenebrosa esmeralda de la fronda.

Nada más ameno que esos trozos de selva, destacándose con decorativa singularidad sobre el almagre del suelo. Sus meandros parecen caprichos de jardinería, que encierran entre glorietas verdaderas pelouses. Los pastos duros de la región, fingen á la distancia peinados céspedes; y el paisaje sugiere á porfía, correcciones de horticultura.

Las palmeras-sobre todo el precioso pindó, de hojas azucaradas como las del maíz-ponen, si acaso, una nota exótica en el conjunto, al lanzar con gallardía, me atrevo á decir jónica, sus tallos blanquizcos á manera de cimbrantes cucañas; pero nada agregan de salvaje, nada siquiera de abrumador á la circunstante grandeza. Esta se conserva elegante sobre todo, y los palmares que comienzan cada uno de esos bosques, dan con su columnata la impresión de un pronaos ante la bóveda forestal.

Serrezuelas entre las cuales corren ahocinados arroyos clarísimos, que acaudalan con violencia á cada paso las lluvias, figuran en el paisaje como un verdadero adorno formado por enormes ramilletes. Los pantanos nada tienen de inmundo, antes parecen floreros en su excesivo verdor palustre. Los naranjos, que se han ensilvecido en las ruinas, prodigan su balsámico tributo de frutas y flores, todo en uno. El más insignificante manantial posee su marco de bambúes; y la fauna, aun con sus fieras, verdaderas miniaturas de las temibles bestias del viejo mundo, contribuye á la impresión de inocencia paradisíaca que inspira ese privilegiado país.

Reptiles numerosos, pero mansos, causan daño apenas; los insectos no incomodan, sino en el corazón del bosque; hasta las abejas carecen de aguijón, y no oponen obstáculo alguno al hombre que las despoja, ó al hirsuto tamandúa que las devora con su miel.

Las mismas tacuaras ofrecen en sus nudos un regalo al hombre de la selva, con las crasas larvas del tambú, análogas, sino idénticas en mi opinión, á las del ciervo volador, que Lúculo cataba goloso.

El clima, salubre á pesar de su humedad extraordinaria, presenta como único inconveniente un poco de paludismo en las tierras muy bajas. La escarcha de algunas noches invernales, no causa frío sino hasta que sale el sol, y el promedio de la temperatura viene á dar una primavera algo ardiente. Viento apenas hay, fuera de las turbonadas en la selva. Neblinas que son diarias durante el invierno, envuelven en su tibio algodón á las perezosas mañanas. Ahogan los ruidos, amenguan la actividad, retardan el día, y su acción enervante debe influir no poco en la indolencia característica de aquella gente subtropical.

Cerca de mediodía, aquel muelle vellón se rompe. El cielo se glorifica profundamente; verdean los collados; silban las perdices en las cañadas; y por el ambiente, de una suavidad quizá excesiva, como verdadero símbolo de aquella imprevisora esplendidez, el morpho Menelaus, la gigantesca mariposa azul, se cierne lenta y errátil, joyando al sol familiar sus cerúleas alas.

A la tarde el espectáculo solar es magnífico, sobre los grandes ríos especialmente, pues dentro el bosque la noche sobreviene brusca, apenas disminuye la luz. En las aguas, cuyo cauce despeja el horizonte, el crepúsculo subtropical despliega toda su maravilla.

Primero es una faja amarillo de hiel al Oeste, correspondiendo con ella por la parte opuesta, una zona baja de intenso azul eléctrico, que se degrada hacia el cénit en lila viejo y sucesivamente en rosa, amoratándose por último sobre una vasta extensión, donde boga la luna.

Luego este viso va borrándose, mientras surge en el ocaso una horizontal claridad de anaranjado ardiente, que asciende al oro claro y al verde luz, neutralizado en una tenuidad de blancura deslumbradora.

Como un vaho sutilísimo embebe á aquel matiz un rubor de cutis, enfriado pronto en lila donde nace tal cual estrella; pero todo tan claro, que su reflexión adquiere el brillo de un colosal arco-iris sobre la lejanía inmensa del río. Éste, negro á la parte opuesta, negro de plomo oxidado entre los bosques profundos que le forman una orla de tinta china, rueda frente al espectador densas franjas de un rosa lóbrego.

Un silencio magnífico profundiza el éxtasis celeste. Quizá llegue de la ruina próxima, en un soplo imperceptible, el aroma de los azahares. Tal vez una piragua se destaque de la ribera asaz sombría, engendrando una nueva onda rosa, y haciendo blanquear, como una garza á flor de agua, la camisa de su remero...

El crepúsculo, radioso como una aurora, tarda en decrecer; y cuando la noche empieza por último á definirse, un nuevo espectáculo embellece el firmamento. Sobre la línea del horizonte, el lucero, tamaño como una toronja, ha aparecido, palpitando entre reflejos azules y rojos, á modo de una linterna bicolor que el viento agita. Su irradiación proyecta verdaderas llamas, que describen sobre el agua una clara estela, á pesar de la luna, y la primera impresión es casi de miedo en presencia de tan enorme diamante.

Dije ya que aquellas tierras se prestan á todas las producciones. Hay, sin embargo, algunas singularidades debidas á la constitución geológica. Falta desde luego la tierra vegetal, el humus, que solo se encuentra en fajas de sesenta metros, término medio, á las orillas de los arroyos, y en limitadas áreas bajo los bosques, como si su formación fuera difícil, ora por la evolución laboriosa de la arcilla, ora por ser muy nuevos los terrenos. Así, las Misiones propiamente dichas, se prestan poco á la cría de ganados. Las praderas no producen durante el invierno más que pastos muy duros-espartillo casi en su totalidad-y el bosque es más escaso todavía. Los ganados enflaquecen horriblemente y sucumben en grandes cantidades; pues el recurso de darles á comer ciertas palmeras y bambúes, es demasiado costoso para dehesas un tanto crecidas. Durante el verano, las cosas andan poco mejor, no existiendo en realidad otro forraje natural que la gramilla de los terrenos pantanosos, con su precario rendimiento. Sólo el maíz, que da casi siempre dos cosechas, y algunas veces tres por año, podría compensar tal escasez, como elemento de ceba; pero queda otro inconveniente más grave aún: quiero referirme á la falta de sal, que no existe sino en pequeños ribazos de terreno vagamente salitroso, preferidos por los animales del bosque, aunque de todo punto insuficientes para grandes rebaños. La sarna, la tuberculosis y las afecciones intestinales, causan estragos al faltar ese elemento, impidiendo casi del todo la cría en grande escala.

Entiendo que en los esteros del río Corrientes se ha hecho alguna vez con éxito la tentativa de obtenerlo, evaporando las aguas palustres, y es sabido que aquellos son campos de pastoreo; mas no sé que esto haya pasado, ni con mucho, á una explotación regular.

Fuera de ese inconveniente, nada pone obstáculos á una vasta prosperidad.

Abundan las ricas maderas, de tal modo, que el cedro reemplaza al pino en la carpintería ordinaria. Los jesuitas habían cultivado con éxito el arroz, pudiendo verse aún en ciertos terrenos bajos, durante las sequías, vestigios de sus rastrojos. El trigo, que ahora no figura entre los ramos de producción, bastaba entonces para la harina de consumo. El algodón, el cacao y el añil, producían buenos rendimientos y las viñas dieron regulares cosechas de vino.

La caña de azúcar, echa tallos macizos hasta de cinco metros de longitud y grueso extraordinario; el tabaco brota pródigo, y ya he hablado del maíz. Los naranjos se han transportado de las antiguas reducciones al bosque, y donde quiera que los indios llevaban provisión de sus frutos: las canteras, puestos de pastoreo y plantíos de yerba-mate. Por fin, estos últimos constituyen una riqueza peculiar, que será enorme, cuando se vuelva al cultivo hortense cuyo éxito demostraron los jesuítas [2].

Sobra en el reino mineral la piedra de construcción, representada por la tacurú y los asperones. El hierro se presenta con profusión, y existe algún cobre que los jesuitas laborearon. No tengo, respecto al plomo, otro dato que haber hallado en el pueblo de Concepción una bala de falconete, puesta ahora en el Museo histórico; pero ella pudo pertenecer al ejército lusitano-español que reprimió la insurrección de 1751. Las minas de metales preciosos, cuyo secreto se atribuye á los jesuítas, no han pasado de un sueño, lo propio que los criaderos diamantíferos. Uno que otro topacio, tal cual cornalina y amatista, es todo. Los cuarzos cristalinos, muy interesantes, han inspirado quizá la leyenda adamantina.

La falta de cal, ya mencionada, dió margen también á muchas conjeturas. Como los templos jesuíticos estaban blanqueados, el campo de la suposición quedaba abierto al fallar enteramente las canteras.

Se afirmó entonces que los padres habían empleado la tabatinga, ocre blanquizco que abunda en el Brasil; pero esto es inadmisible, porque los vestigios de reboque y las argamasas que traban aún algunas paredes, revelan la existencia de la cal. Lo que hubo, quizá, fué algún rancho de las reducciones blanqueado con el singular producto.

Fundados en la célebre "Memoria" de Doblas, algunos han repetido con éste que la cal se extraía de los caracoles blancos, no muy numerosos por cierto en el territorio, y después de todo insuficientes [3]; pero puede existir en esta explicación de apariencia tan nimia, un fondo de verdad, si se considera que en la costa brasileña del Uruguay, frente á Garruchos, existe un banco de conchas fósiles, el cual presenta señales de explotación. Quedaba en territorio jesuítico, y á corta distancia de la reducción de San Nicolás.

Otros han prentendido que el artículo en cuestión, iría de Buenos Aires como elemento de ornato, y creo que algo de esto pudo haber; pero su profusión, sobre todo en los templos de fecha más reciente, me ha hecho pensar en canteras allá mismo explotadas. Hay un dato que revela su probabilidad. En el «Diario» del reconocimiento, que el Virrey mandó ejecutar en 1790 sobre la costa occidental del río Paraguay, su autor, el piloto Ignacio Pasos, afirma que por la mencionada margen, á los 19°55' y junto al paraje llamado Presidio de Coimbra, había «mucha piedra de cal». Lo análogo de esta región con la misionera, refuerza el indicio; y como nadie ha practicado una exploración

de todos los puntos que ocuparon los jesuítas, puede que la supuesta cantera permanezca oculta. El hecho de que el bosque haya cubierto los puntos donde el suelo fué removido, explicaría, por otra parte, la ocultación.

Pero ya insistiré mejor sobre estos detalles en el capítulo descriptivo de las ruinas.

El suelo igual y la selva uniforme, en unión de un clima que lo es más aún por su carácter tropical, engendraron la unidad de raza en el habitante.

Sea cualquiera la opinión de ciertos etnólogos fantásticos, creo que lo más sensato es agrupar á las tribus, dispersas en el ámbito de la gran selva, bajo el nombre genérico de «raza guaraní».

Eran comunes entre ellas, costumbres tan particulares como la del barbote, que desde el Plata al Mar Caribe usaron los guerreros indios, embutiéndose al efecto en el labio inferior, cuñitas de madera ó cristales de cuarzo. La ceremonia de cortarse una falange de los dedos, por cada pariente que fallecía, alcanzó la misma extensión, así como el infanticidio del hijo adulterino, que la madre ejecutaba acto continuo de su parto. Un mismo carácter predominaba en su tatuaje, su alfarería y sus armas. El entierro de los muertos, con la cabeza sobresaliendo del suelo y cubierta por un tazón de barro, es otra peculiaridad igualmente difundida; sucediendo lo mismo con la original circunstancia cosmogónica, de considerar macho á la luna y hembra al sol. El idioma muy vocalizado y con predominio de palabras agudas, como una vasta onomatopeya selvática, concluye de establecer el parecido; y ello es tanto más notable, cuanto que todos los indios, cualquiera que sea su tribu, se comprenden fácilmente entre sí.

Componían probablemente los restos de una gran raza guerrera en disolución, esparcidos por la selva con dirección al Oriente; existiendo vestigios de una emigración poco anterior á la conquista, que habría ascendido hacia el Norte en dos ramas, provinientes de la selva subtropical, bifurcándose por el litoral atlántico y por el centro del Continente.

Ese movimiento, uno de los tantos que efectuarían periódicamente y con la mayor facilidad aquellas tribus nómades, á causa de las pestes, de extraordinarias sequías que ocasionaban el hambre, ó por hábito resultante de su estado social, puso en contacto á la segunda de las ramas supuestas,

con la vanguardia incásica que bajaba en sentido inverso, desprendiendo sus falanges conquistadoras por ambas vertientes de la cordillera originaria.

No obstante la divergencia entre la civilización decadente de los hombres del bosque, y el auge colonizador del imperio quichua, el contacto produjo la comunidad de algunas tradiciones y costumbres, que es de suponer fueran impuestas por el elemento superior-como la decoración de las alfarerías y la momificación; bien que ésta fuera entre los guaraníes, una simple desecación á fuego lento. La prueba es que la barbarie selvática disminuía mucho al Norte, en las regiones de la actual Venezuela y del Ecuador, donde la relación con los Incas de Quito sería casi regular, dado que éstos se encontraban allá en su centro más civilizado y de influencia mayor por consiguiente.

La población del bosque, se tornaba más salvaje así que descendía al centro y al Sur del Continente, donde sólo tuvo algún contacto accidental por el Chaco con el quichua civilizador; pero una y otra raza conservaron su característica emigratoria. Aquella, siempre dentro del bosque familiar; ésta, sin desprenderse de la montaña, que la lleva como naturalmente en su transcurso austral, con el encadenamiento de sus valles.

Es todo cuanto queda de ese gran acontecimiento precolombiano, que tantas cosas habría podido dilucidar, á ser conocido en detalle; pero los cronistas españoles, si se exceptúa quizá á Sahagún, y éste para los aztecas, llevaban á sus narraciones los modales del instrumento curial. Predominaba en ellas la lógica sobre la verdad. Demasiado retóricos para ser sinceros, todo lo habían de ajustar á su molde clásico, que para colmo solía venir de contrabando, y así resulta raro el detalle típico entre su fárrago indigesto. Después de mucho andar, encuentra uno que no ha adelantado casi nada.

Como muestra entre cien, basta el P. Guevara, á quien han seguido casi todos los que se ocuparon del indio guaraní y de sus costumbres. No advirtieron, cuando era tan fácil, que su mentada historia es en esa parte una rapsodia del poema de Barco Centenera (y ¡qué poema!) no sólo por el plan idéntico, sino por los detalles que vierte á la letra en su prosa, tan insoportable como las octavas del original. La circunstancia de que acoja por verdades, leyendas tan inocentes como la metamorfosis de las flores del guayacán, transparente adaptación del Fénix á las mariposas americanas; así como que atribuya á restos de gigantes humanos, los huesos fósiles descubiertos por las avenidas-debieron poner sobre aviso á los que, bebiendo en él, no hacían sino copiar de segunda mano.

Queda sólo en pie la pertenencia de las tribus guaraníes á una gran nación, disuelta por la barbarie. Rastros ciertamente vagos, pero no menos significativos, parecían denunciar esa unidad superior, en los grupos centrífugos. El zodíaco les era común, y Alvear cita en su «Relación» algunas ideas astronómicas de los mocovíes, que son ciertamente notables.

Tenían estos indios por su hacedor y numen á las Pleyadas, y por autor de los eclipses á la estrella Sirio, lo cual demuestra observaciones detalladas y la especificación mítica de ciertos astros, que para mayor curiosidad, han tenido aplicaciones análogas en muy distintos pueblos. El carácter cosmogenésico de las Pleyadas es bien singular, si se considera que para algunos astrónomos modernos, en dichas estrellas se halla el centro de nuestro Universo; pero esto no será más que una coincidencia.

El clima ardiente les permitía una desnudez casi total, que apenas interrumpían en algunos, un ponchito terciado al hombro, y un casquete, tejido, así como la prenda anterior, con fibras de palmera. Poníanle á veces plumas á guisa de adorno, y en igual carácter llevaban ajorcas y pulseras trenzadas con el pelo de sus mujeres. He mencionado ya el barbote, generalmente formado por un cristal de cuarzo. Las mujeres agregaban al "traje" descrito, un delantalillo duplicado á veces en taparrabo, y pendientes de semillas ó conchas. Los actuales indios cainhuá del Paraguay, conservan muchas de estas peculiaridades.

La indumentaria de guerra era un poco más complicada. Una corona de cuero, ornada de vistosas plumas, reemplazaba al casquete descrito; pinturas trazadas con tabatinga y almagre, cubrían el cuerpo del guerrero, imitando pieles flavas de anta ó de jaguar; y rodeaban su garganta sonoros collares de uñas ó dientes bravíos. Las pinturas, eran como quien dice el traje de parada, pero existía el tatuaje en ambos sexos, á modo de distintivo nacional.

Por armas llevaban el arco y las flechas; la macana, á veces incrustada de cuarzos agudos; algunos la honda y pocos el chuzo. Las bolas, ineficaces en la selva, eran un recurso exclusivo de los que habitaban la llanura.

Fieles al cacique, que por lo general elegían sólo en caso de guerra, nunca llegaban sus agrupaciones gregales á formar ejércitos propiamente dichos. Individualmente eran bravos, y más aún sufridos, pues los ritos crueles con que celebraban su entrada en la pubertad y sus actos fúnebres, acostumbrábanlos al dolor.

En cuanto á sus demás costumbres, eran las de todos los salvajes, salvo pequeñas diferencias; de manera que no merecen descripción sus fiestas, borracheras, casamientos, etc.

Los más erraban por el bosque al azar de la caza, de la pesca que era abundante, ó de la colmena, cuyo orificio agrandaban á la torpe machucadura de sus hachas de piedra, hasta poder introducir la mano, que desde niños se les ablandaba con tal objeto en continuo masaje-absorbiendo las heces del panal por medio de esponjosos líquenes. Esos eran naturalmente los más ariscos, y nunca aceptaron la civilización.

Algunos componían grupos sedentarios, que no duraban mucho, estableciéndose en las vecindades de los ríos. Carpían á fuego un trozo de terreno, con un palo puntiagudo á guisa de arado, abrían, poco después de llover, agujeros donde sembraban maíz, papas, zapallos y mandioca-sistema que todavía se usa en el Paraguay. Nadadores y remeros notables, tripulaban canoas labradas á fuego en los troncos del guabiroba, que les ha dado su nombre genérico, y así embarcados, á veces por días enteros, pescaban y cazaban. Su ardid más civilizado, consistía en usar de señuelo cotorras domésticas para sus cacerías. Sobre éstos gozó de su mayor influencia el jesuíta; pero tanto unos como otros abandonaban difícilmente el bosque, á no ser urgidos por el hambre y durante el menor plazo posible.

La miseria en que se hallaban, dificultó la poligamia á que tendían; siendo generalmente monógamos, salvo los hechiceros y caciques.

Dominados por la más elemental idolatría, ésta misma no los preocupaba mucho. Algún árbol sagrado ó serpiente monstruosa, formaban sus fetiches de conjuración contra las borrascas, a las cuales temían en razón de su violencia tropical.

Su inteligencia se manifestaba casi exclusivamente, en hábiles latrocinios y mentiras sin escrúpulo; su condición nómade y habíales quitado el amor á la propiedad y al suelo, careciendo en consecuencia de patriotismo y de economía. Todo su comercio se reducía á cambalachear objetos, lo cual disminuía más aún el amor á la propiedad organizada. Borrachos y golosos, la inseguridad del alimento, inherente á su condición de cazadores exclusivos, desenfrenó su apetito; y careciendo de sociedad estable, les faltó el control necesario para reprimirse. La música, el estrépito mejor dicho, y las decoraciones vistosas, halagaban su carácter infantil. Este dominaba de tal modo en ellos, que al decir de los jesuítas, comprendían las cosas mejor de vista que al oído: dato precioso para determinar su psicología. Voluptuosos y haraganes, por la influencia del clima y de la selva con su ambiente enervador, no servían para las grandes resistencias. A su arranque colérico, muy vivaz como en todas las naturalezas indecisas, sucedía una depresión proporcional. La paciencia y el buen trato, bastaban para dominarlos; pero aquella blandura recelaba la inconstancia, considerablemente favorecida por el hábito andariego.

Hijo de esa selva, tan rica que, según Reclus, sus productos bastarían para alimentar á toda la humanidad, era el hombre tropical por excelencia, es decir indolente é imprevisor en su fácil bienestar. Su tipo común acentuaba su unidad de origen; y aquel bosque, en cuya uniformidad ha visto el autor antecitado, la sugestión de una inmensa fraternidad futura para los pueblos de la América meridional, había impreso á su dócil constitución de primitivo, que no tenía ni reacciones atávicas, ni tradiciones, ni fuerza social con qué resistir, la morbidez de su perenne verdura.

Se ha hablado mucho de su canibalismo, para pintarlo feroz; pero es menester observar quiénes y cómo hablaron.

No hay desde luego un solo testimonio de que se los viera comer carne humana. El más próximo á esto, es el de los compañeros de Solís que «creyeron ver» en la confusión de la retirada.

Los primeros conquistadores y los misioneros, propalaron sobre todo la especie; pero unos y otros se hallaban harto interesados en glorificar su empresa, para que desperdiciaran detalle tan conmovedor. La ferocidad de los naturales, encarecía el éxito de la conquista.

Algunos autores modernos han pretendido que los indios no eran precisamente caníbales, aunque fueran antropófagos, pues su antropofagia formaba un rito religioso, una verdadera «comunión» en la víctima.

No obstante el cariz visiblemente clerical de la aserción, y lo que hubiera podido servir para demostrar la universalidad de ese cristianismo á la inversa, con que, según los escritores católicos, Satanás anticipó á pesar suyo la Revelación-es curioso que se les escapara á todos los misioneros contemporáneos. En ninguna crónica ni papel de la época, se alude siquiera á la socorrida «comunión»; y eso que los P. P. encontraban rastros evangélicos y bíblicos en casi todos los mitos aborígenes.

Queda en pie únicamente el canibalismo, considerado como muestra de ferocidad; pero abundan las pruebas en contrario.

Así el P. Cardiel, en su célebre «Declaración», pinta á los guaraníes como á seres inocentes é inofensivos, y agrega para demostrarlo, que un ejército de 28.000 indios, por ejemplo, vale tanto ó menos que uno de niños, considerando que sus guerras no pueden ser calificadas ni siquiera de estorbo. A pesar de esto, el P. Lozano los da por guerreros temibles, cuya única ocupación era combatir, y los presenta como antropófagos. Ambas opiniones son á todas luces exageradas, en el primero por las razones que el Capítulo IV dará al lector; en el segundo, para encarecer los méritos de sus hermanos. Pero sea como quiera, lo cierto es que sigue faltando el testimonio ocular. Nadie «vió».

Es igualmente extraño que ninguno de los indios reducidos, intentara reincidir en una costumbre de extirpación muy difícil, cuando es inveterada, puesto que implica para el caníbal la pasión misma de la gula. Los asesinatos de jesuítas, que trataré á su tiempo, fuera de haber sido escasísimos, y en ningún caso muestras de refinada maldad, no presentan ejemplo de que los indios se comieran á ningún padre. Por el contrario, consta en los panegíricos del doctor Xarque, que los hechiceros indios se oponían á la acción religiosa de los jesuítas, presentándolos ante sus compatriotas como comedores de carne humana; y si atribuían á éstos el canibalismo que á ellos se les achacaba, es obvio suponerlos exentos de él.

Los conquistadores, interesados en propalar lo propio, para acrecer su gloria guerrera y cohonestar á la vez sus crueldades, no dejaron de asegurarlo; pero entre ellos tampoco hubo quien ratificara hechos concretos con su testimonio personal.

Cierto es, por el contrario, que Gaboto dió en Los Patos el año 1526, casi once después de la muerte de Solís, con desertores suyos; debiendo considerarse á los charrúas como miembros de la nación guaraní. Al año siguiente, el marinero Puerto, sobreviviente de aquel desastre, fué hallado sobre la costa del Uruguay por el mismo Gaboto; no obstante lo cual, en la leyenda 7 de su planisferio de 1544, éste afirma que los charrúas devoraron á Solís...

Diego Garcfa atribuyó igualmente el canibalismo á los tupíes de San Vicente. La carta de Pedro Ramírez, en lo que se refiere al diario de Gaboto por el Alto Paraná, también habla de la antropofagía guaraní. Schmídel imputa igual costumbre á los carios; pero éstos debían de ser tan poco feroces, que no vacilaron en prestar juramento de fidelidad á Irala, estableciéndose en colonia, y siendo entre todos los indios sojuzgados por dicho conquistador, los únicos que lo hicieron sin oponer resistencia.

Por último, Barco Centenera, para no citar rápsodas, lo afirma también en su fastidiosa crónica rimada (10.752 versos!); pero ella no es sino un tejido de leyendas pedantes y patrañas ridículas, tomadas por historia á falta de otra, y á causa de haber sido testigo presencial el autor. Esto ha bastado con harta frecuencia para dar por buenos los papeles de la conquista, citándolos al montón, sin asomo de crítica. Tal sucede, entre otros, con este autor.

Al honesto arcediano le salían sirenas en los esteros (canto XIII); sus indias se llamaban Liropeyas; daba así mismo como cierta la leyenda de la tremebunda serpiente curiyú (canto III); y si las crueldades de los salvajes le inspiran (canto XV) horrendos detalles sobre empalados y sepultados vivos, en las dos estrofas siguientes (la 36a y 37a) narra la manera como se salvó de sus garras un religioso franciscano, con tal milagrería de pacotilla, que aquello sobra para desautorizar su pretendida veracidad. Pero basta con transcribir la estrofa en que explica el canibalismo precisamente, (canto I) para ver hasta qué punto aquella inocente pedantería falsificaba todo detalle natural:

Que si mirar aquesto bien queremos,
Caribe dice, y suena sepultura
De carne: que en latín caro sabemos
Que carne significa en la lectura.
y en lengua guaraní decir podemos
Ibí, que significa compostura
De tierra, do se encierra carne humana.
Caribe es esta gente tan tirana.

El logogrifo, como se ve, no tiene precio; y ese híbrido de latín y guaraní (!) resulta sencillamente impagable. ¡Hace ochenta años que nuestros historiadores y literatos nos recomiendan, sin leerlo por de contado, tan bárbaro adefesio!

A pesar de todo, los mismos que trataban de caníbal y salvaje al guaraní, sostuvieron relaciones con él sin mayores inconvenientes. Gaboto, que en su relación lo describe sanguinario y cruel, poco tuvo de qué quejarse á su respecto durante la navegación del Paraná; pues el desastre acaecido á la tripulación del bergantín explorador del Bermejo, debe imputarse á su propia codicia, desde que su tripulación fué persuadida á descender entre los indios, con cebo de plata y oro. Esto demuestra que los tales le conocían el lado flaco, á costa de extorsiones y sevicias con toda seguridad. El episodio romancesco de Lucía Miranda, es una excepción, que cabe, por otra parte, en cualquier raza.

Puede imputarse igualmente á la crueldad conquistadora la catástrofe de la expedición de Mendoza. Los indios se entendieron bien desde el primer momento con los fundadores de Buenos Aires, vendiéndoles las vituallas que necesitaban. Los malos tratos que se les infligió después, ocasionaron la guerra. Baste saber que muchos de esos conquistadores habían pertenecido, así como su jefe, á las hordas del condestable de Borbón; y si por un asunto de salario [4] asaltaron la Ciudad Eterna, violando monjas sobre los altares de las iglesias, con detalles de sadismo espantoso, y pillando con desenfreno tal que horrorizó á la misma Europa de hierro-puede inferirse su conducta entre salvajes desamparados, con toda la exasperación de apetitos que supone en semejantes lobos una larga navegación.

No mostraron los indios menor suavidad ante las empresas terrestres, siendo esto más notable aún por lo directo de su contacto con los expedicionarios. Alvar Núñez, en su larga travesía desde la Cananea á la Asunción, tuvo en ellos una ayuda eficaz, pues le proporcionaron de buen grado víveres y canoas. Igual le sucedió en la expedición para buscar el camino del Perú, con la única excepción de los guararapes.

En la antecedente á ésta, y en las que emprendió posteriormente con objeto igual, Irala tuvo menos de qué quejarse; y la verdad es que los españoles, durante toda la conquista, atravesaron aquellas regiones á su antojo, casi sin otros obstáculos que los naturales.

Tampoco hubo nada que lamentar en la expedición de los Césares-cuyo somero detalle podrá ver el lector en el Capítulo siguiente-á pesar de su inmensa marcha; ni las diversas con que se intentó comunicar al Paraguay con el Tucumán á través del Chaco, desde la de Diego Pacheco que lo atravesó dos veces con sólo cuarenta hombres, sin perder uno.

En todas las grandes incursiones de Chaves, se manifestaron así mismo tratables, aconteciendo á propósito un hecho elocuente: Cuando fué enviado á fundar la ciudad de Santa Cruz, quedóse con sesenta hombres únicamente, mientras regresaban á la Asunción sus compañeros descontentos, sin que el escaso número de las fuerzas incitara desmán alguno; y á los que después de fundada aquélla, navegaron el Mamoré y el Marañón hasta salir al Altántico, expedición enorme que puede parangonarse dignamente con la célebre de Pizarro y Orellana por el Amazonas-tampoco les ocurrió percance bélico.

Por último, Felipe Cáceres en su viaje de ida y vuelta al Perú, anduvo cerca de un año por tan vastas selvas sin soportar hostilidad alguna.

Si Ortiz de Vergara se vió obligado á reprimir sangrientamente la rebelión general de los guaraníes, que estalló en los comienzos de su gobierno, ello debe atribuirse á la extraordinaria dureza con que los trató su antecesor Mendoza. Por lo demás, la defensa del suelo nativo es un movimiento natural, que no denuncia en quien lo ejecuta una maldad ingénita; y en cuanto á la nación guaraní, los hechos citados bastan, me parece, para demostrar su buena índole.

De este modo, el habitante y el suelo no oponían á la conquista sino un obstáculo pasivo. Uno y otro requerían tan solo empresas organizadas para rendir pingües ganancias, en proporción, naturalmente, del ingenio con que se explotara sus condiciones.

La gran variedad de los productos, garantía desde luego un sistema de trabajos en rotación, que suponía la vida completa bajo todas sus fases. Las tribus dispersas por la extensión de la selva, nada podían hacer, pues para ellas no existía tal variedad, limitada su vida á pegujares estrechos y adventicios. El escaso número de sus miembros, así como su permanente estado de guerra, imposibilitaban por completo cualquier idea de explotación sedentaria; pero habían conservado virgen también el terreno, preparando más opimo rendimiento al conquistador que lo avasallara con miras de engrandecerse, y con la unidad de acción requerida por toda empresa eficaz.


  1. A las diez de la mañana siguiente de una noche lluviosa, el caminante ve levantarse, casi bajo sus pies, densos vapores en todos los sitios descubiertos.
  2. Se ha pretendido restaurarlo en el Paraguay; pero la gente del pueblo cree allá, que quien planta yerba muere al año siguiente, y todo fracasó. El ocio tropical tiene un incentivo hasta en las leyendas.
  3. Habrían servido mejor las tobas de que hablé en otro lugar; mas no hay señal de que se las empleara tampoco.
  4. Sabido es que la política del Emperador, consistió en dejar obrar á la necesidad sobre las tropas que sitiaban á Roma, siendo el asalto para éstas una cuestión de hambre. Así salvaba su responsabilidad, y podía dirigirse luego al Papa pidiéndole perdón por su victoria ...