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El médico rural: 26

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El médico rural
de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo XV

Capítulo XV

-¡Anda, anda, los literatos! -decía Jacinta al ver que su marido, según volvía a tomar por maña en estas noches, preparábase a salir, apenas llegó Inés y acabaron ellos de cenar-. Pero tú, Esteban, ¿dónde vas?... Este, hija, Inés, nos abandona; cánsase de todo... ¡es una veleta!

-¡Claro, sí! -repuso él, en tanto Inés bajaba ruborosa la cabeza y sonreía-. ¡Como no quieras darme también una aguja y que me ponga con vosotras a coser!

Su compañera de juego y de lectura, Inés, ahora, con las prisas del ajuar, traíase siempre labores y bordados y se ponía a trabajar con las amigas.

Cogió Esteban el sombrero, y se marchó.

Llegó al Casino.

Púsose a jugar al billar con Rómulo.

En un corro estaban Juan Alfonso, su padre y sus parientes.

Perdonado, y más que perdonado, el arisco amante de Evelina, tornaban todos a una paz maravillosa, estupenda, inverosímil..., a base de la amante.

Las cosas habían ido poco a poco, hasta llegar a tal concordia. Primero, un cierto disgusto de Gironza ante aquella completa captación de Evelina y del chalet no sólo por Alfonso, sino también por Macario, a quien su leal amigo presentó, y que se hizo inmediatamente el árbitro de las políticas reuniones, hubo de provocar un medio motín: Evelina, la indiscutible soberana, la siempre diplomática, la todopoderosa, percatada del desvío..., tardó nada en quitar a Gironza de juez y en sustituirle con... ¿quién hubiese de pensarlo?... con el enemigo de ella más irreductible..., más necesitado de algún sueldo, al mismo tiempo, dadas sus barbas apostólicas y sus doce o trece de familia...: ¡con Ramón Guzmán y Márquez Alvarado del Río y Pérez Gil del Castillo!... El nombramiento llevado por Macario, que cada vez le venía notando al «aristócrata» mayor dificultad para sostener dignos sus trajes y los de su comía de muchachos, sublevó al favorecido... (« ¡Oh, ah, de tal tiota!... ¡Él, que ni a sus parientes jamás pidióles nada!»)... Pero, al otro día, domado por la necesidad, y acaso hidalgamente enardecido por las públicas bravatas de Gironza sobre si iba o no a costar sangre arrancarle de su puesto..., se fue al Juzgado como un águila, con Alfonso, con Macario, con Pablo Bonifacio, con dos guardias civiles, y se hizo cargo del bastón...

En la plaza estacionaba un centenar de socialistas fieles a Gironza, que abrieron calle sin gritar, por respeto a los tricornios... Sin embargo, luego, con el juez saliente a la cabeza, le atizaron a las ventanas altas del Casino cuatro o cinco peñascazos que hicieron caer sus restos de cristales...

-Bueno -pidió Ramón-, que se asomen los guardias y que apunten. ¡Fuego, si es preciso! Y les debo advertir a ustedes que acepto a condición de que me pongan aquí inmediatamente una estufa y los cristales, y de que no ha de considerárseme obligado para nada con... esa señora del chalet.

Tres días después, y en grata sustitución de Aguirre, amigo de Gironza, se encontró a Frasco Guzmán de secretario. Cuatro días después, halló el salón reconfortado con vidrios nuevos, con burletes, y con una hermosísima chuvesqui. Deferencias y regalos de Evelina al desdeñoso.

¡Oh, la diplomática! ¡Oh, el conciliador Macario Mefistófeles!... Sintió el friolero hidalgo removérsele todos sus caballerescos sentimientos contra toda su altivez.

Hombre -dijoles a Alfonso y a Macario, contempolando la chuvesqui-, estaba por soltarle a esto un puntapié!...; pero, en fin, si os empeñáis, iré a darle las gracias esta tarde a esa señora.

Fue. No volvió, no obstante la amabilidad exquisita con que quiso ella demostrarle que sabía tratar a sus rendidos.

-¡Es fina, diablo! ¡Fina! ¡Qué caramba! -tuvo el bien nacido Ramón que confesarle en confidencia, a su grande amigo y tío don Indalecio.

-¡Y guapa, concho!, ¡y guapa! -reconoció éste también-. ¡No, lo que es en eso, hay que declarar que se ha calzado mi hijo una real hembra!

Suavizábasele al león cacique, en lo posible, el rencor de su derrota.

La amabilísima exquisita proseguía sembrando sus mercedes. El reparto de consumos se aprobó sin un céntimo de más para los Guzmán, para los Márquez. Mandó arreglar con fondos municipales el pésimo camino de una finca de don Indalecio, cosa a que él mismo no había osado ni en sus épocas de mayor dominación..., y, últimamente, cuando llegó el tiempo de matanzas, encontráronse el ex cacique y otros personajes con que no se les cobraba los arbitrios de degüello. «¡Hombre, hombre!», admiró con su mujer don Indalecio, ya que el pleito estaba siendo de familia; y como no debía ganarle nadie a cortés, al repartir la cachuela, según costumbre, con bandeja de plata le mandaron a Evelina un limpio pucherete y doce solomillos. Evelina les devolvió la bandeja colmada de pasteles.

Empezó lo más selecto del Casino a sorprenderse, y a comentar afablemente tal conducta.

¡Hombre, hombre!..., pero ¿qué se propone ese diablo de mujer..., esa... señora?

Se veía en todo la habilidad y el conciliador talento de Macario; el cual, estrechando las distancias (¡ah, valía un mundo el maestro!), en nombre de Evelina les consultaba al ex cacique y sus parientes los problemas que iban presentando los públicos negocios.

Y entablada así la relación de cortesía, sobrevino un capitalísimo asunto relativo a la contribución territorial y a la ocultación de la riqueza; urgente, porque había llegado un emisario del Gobierno, al que había que despachar untándole las manos... Por consejo de Macario, y previas las invitaciones de Evelina, congregáronse a discutir y resolver, en el chalet, todos los conspicuos...

Desde entonces, el chalet estaba convertido en una suerte de amable club adonde casi diariamente concurrían don Indalecio Márquez, Macario, Ramón Guzmán, Frasquito, Pablo Bonifacio, con el fin de llevar como una seda las cosas de política menuda, y el conclave completo de «señores», a nada que ocurriese algo trascendente, bajo la gentil y bizarra presidencia de Evelina y Juan Alfonso.

Paz octaviana. Gran satisfacción por todas partes, si se descontaba a Gironza el albañil y a sus pobres socialistas. Desierto el Círculo Republicano, que, además, se iba a cerrar de orden del alcalde (Pablo Bonifacio, salvado en los afectos de Evelina), veíase el Casino en plena animación, y habían ido tornando a la buena fe en sus antiguos amos los gañanes, los criados, los pastores... Total, al lado de Gironza: ocho o nueve pelagatos... Circulaba el coche de Evelina, como el de una emperatriz, entre saludos, que contestaban ella y Juan Alfonso, y decíase que éste se iba a casar con ella y que ella iba a sacarle diputado...

Mas no; lo de la boda, al menos, no se confirmaba en forma que se pudiese reputar como indudable. Rumor, tal vez, sin otro origen que un lamento de la madre y de las tías de Alfonso -perplejas frente a una nueva obligación de gratitud-; dos primas de él, Juanita y Nizereta, le vieron una tarde una flor rara en el ojal, una gardenia (nunca vistas en el pueblo)...; bastó que Alfonso le hablase a la amante del agrado de sus primas para que ella les mandara un ramo de gardenias: «¡De parte de doña Evelina, que aquí tienen estas flores!»... Las mimadísimas muchachas lo aceptaron, sonrojadas. Un éxito, las flores -entre todas las demás primas de Juanita y Nizereta-. Evelina repitió, y menudeaba a las otras casas el obsequio -y, en cambio, la agasajaban las señoras con quesos, perrunillas, mantecadas y fruta de sartén-. Mas, ¡ah!, un domingo, hecha una diosa de lujos, la dama del chalet se plantó en misa, nada menos; las damas de Castellar, a la salida, halláronse en un terrible compromiso: la veían parada con los hermanos y maridos en el atrio, de gran conversación, y tenían que saludarla desde lejos, y aun muchas dudaban un momento si acercarse... ¡Horrible! ¡Horrible! Las niñas llevaban sobre el pecho las gardenias...; y en este día fue cuando la madre y las tías de Juan Alfonso, atónitas, en grupo, según se iban de la plaza, comentaron doloridas:

-¡Nos habríamos acercado, y aun podríamos visitarla!...; pero ¡cómo, por favor, con ese niño!... Si siquiera se casasen...

No tendría otro fundamento que tal honesto dicho de las damas honorables honradísimas, aquello de la boda.

Y el reloj de cuco del Casino cantó las once.

Esteban, terminada su partida, y que desde hacía un rato lo miraba y comprobaba con el suyo, dejó inmediatamente la tertulia.

Caminó despacio por las calles. Saboreaba su cigarro y la ansiedad de su ventura. Había jugado al billar por distraerse de la obsesión feliz de aquella que tanto pensaría en él mientras bordaba... -los dos esperando por tercera vez, por tercera noche, la hora deliciosa. Él, en realidad, no se había opuesto nunca a la boda de su Inés (¡Oh, sí, mi Inés!, ¡qué mía!); fue ella la que ni le habló más del tonto repugnante y desdichado, en su instinto de delicadezas excesivas-. Pero Curra tenía razón, y el amante acabó por persuadir a la rebelde, a la dulcísima gitana, a la enamorada virgen... que al dejar de serlo reclamó aún con todos los imperios de su carne en gloria estremecida: «¡Tuya, tuya!, ¡de mi Esteban, siempre!... ¡y nada más!»... Sí, sí, en el fondo de aquel abismo de inmensas confianzas en que halláronse los dos, él pudo convencerla, al fin, sin más que hacerla saber lo que únicamente ella ignoraba: la imposibilidad del pobre imbécil para ser físicamente su marido. «¡Tu marido lo soy yo; lo seré yo..., y para nosotros será el ajuar que debes empezar... de nuestra boda!» A esto Inés le impuso rápida, en réplica vehemente: «¡Bien, de nuestra boda!... Entonces, júrame una cosa: que en la iglesia, cuando el cura nos pregunte a él y a mí, tú y yo seremos quienes, con el corazón y con los ojos, nos vayamos respondiendo!» ¡Divina ingenuidad! Él lo juró besando contra la boca de ella la cruz familiar de coral y oro que se posaba entre sus pechos.

No pasaban ya, pues, juntos las veladas con el libro o el ajedrez, y ¡qué compensación de hechicería en aquellas breves horas infinitas del sueño de los otros! Curra había vuelto a arreglar para la hija el cuarto coquetón, dispuesto sin duda para ella por la madre en otros tiempos. Curra la llevaba a través del misterio de la noche y de los huertos; amparábala él de sus rubores de chiquilla entre los brazos..., y al dejarlos Curra al fuego del hogar, donde les tenía también puesta a hervir la cafetera, y no lejos una mesa con pasteles y jamón («¡Ah, está mi niña tan endeble!... «). Inés pedíale a él con el primer beso de su amor y de su susto: « ¡Ven siempre, por Dios, antes que nosotras; me mataría la vergüenza si tuviese que estar aquí esperándote con Curra!...»; y cuando ésta volvía a la una en punto a recogerla, él tenía que ayudar a vestirse a escape a la nuevamente avergonzada, azoradísima, sorprendida de la fugacidad del tiempo en mitad de los embelesos de su amor, y sólo preocupada de que la Curra complaciente e impaciente, que apresurándola sería capaz de entrar, pudiese verla allí en la cama, tan desnuda...

Llegó a la callejuela, profundamente sumida en el silencio de la noche y en las sombras de la ermita de Jesús. En el cielo brillaban los luceros. Graznaban las lechuzas y el viento volteaba chirriando las veletas.

Fumó, miró el reloj a la lumbre del cigarro; faltaban seis minutos para el cuarto. Los que dentro esperaría, sentándose a la lumbre y reposando su emoción.

Sacó la llave, abrió, entró..., volvió a cerrar.



En el cielo seguían brillando impasiblemente eternos los luceros, y en las tapias seguían graznando siniestramente las lechuzas.

Nadie en la noche negra y fría, rato después, al pasar, pudiera imaginarse que allí, tan cerca, se moría de muertes deshechas e inmortales de la vida la señorita Inés, tan famosa de rubores en el pueblo.