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El origen del hombre/III

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CAPÍTULO III.

LAS FACULTADES MENTALES DEL HOMBRE Y DE LOS ANIMALES INFERIORES.
(Continuacion.)

Participo enteramente de la opinion de los autores que admiten que, de todas las diferencias existentes entre el hombre y los animales más inferiores, la más importante es el sentido moral ó la conciencia. Este sentido, como observa Mackintosh, «tiene una justa supremacía sobre todos los demás principios que determinan las acciones humanas» y se resume en esta palabra, breve é imperiosa, el deber, cuya significacion es tan elevada. Constituye el atributo más noble del hombre; él hace que arriesgue sin vacilar su vida por la de uno de sus semejantes, ó que la sacrifique tras una breve reflexion en aras de una gran causa, obedeciendo al solo impulso de un profundo sentimiento del derecho ó del deber. Kant exclamaba; «¡Deber! pensamiento maravilloso que no obras ni por insinuacion, ni por lisonja, ni por amenaza, sino sólo haciendo que impere en el alma tu ley desnuda, obligándola á respetarte y obedecerte; ante tí se adormecen todos los apetitos groseros, por rebeldes que sean en secreto; ¿dónde se halla tu orígen?»

Muchos autores de gran mérito han discutido este gran problema, y si sólo me ocupo aquí de él someramente, puede servirme de disculpa el que nadie, que yo sepa, lo ha considerado exclusivamente bajo el punto de vista de la historia natural. Pero, por otra parte, su investigacion ofrece algun interés como tentativa para saber hasta qué punto puede arrojar alguna luz el estudio de los animales inferiores sobre una de las más privilegiadas facultades psíquicas del hombre.

La proposicion siguiente reune en mi concepto muchos grados de probabilidad: un animal cualquiera, dotado de marcados instintos sociales, adquiriria inevitablemente un sentido moral ó una conciencia, desde el momento en que sus facultades intelectuales se hubiesen desarrollado tan bien, ó casi tan bien, como en el hombre. En efecto, primero: los instintos sociales hacen que el animal encuentre grata la sociedad de sus compañeros, que experimente cierta simpatía hácia ellos, y les preste diversos servicios. Pueden ser estos de una clase definida y evidentemente institutiva, ó presentarse sólo como una disposicion ó deseo de ayudarles de una manera genera!, como sucede en los animales sociales superiores. Estos sentimientos y servicios no se extienden de ningun modo á todos los individuos de una misma especie, sino tan sólo á los que componen la misma asociacion. Segundo: una vez desarrolladas en gran manera las facultades intelectuales, cruzan constantemente por el cerebro de cada individuo las imágenes de todas las acciones y causas pasadas, y este sentimiento de disgusto que resulta de la no satisfaccion de un instinto se produciria tan á menudo como el instinto social cediese á algun otro instinto, momentáneamente más poderoso, pero ni permanente por su naturaleza, ni susceptible de dejar una impresion muy viva. Es evidente que gran número de deseos instintivos, tales como el del hambre, son de corta duracion por su naturaleza, y no pueden avivarse, ni voluntaria ni forzosamente, una vez satisfechos. Tercero: adquirida ya la facultad del lenguaje, y pudiendo expresar claramente sus deseos los miembros de una misma asociacion, la opinion comun sobre el modo como cada individuo debe contribuir al bien público convertiríase en el principal guia de todas las acciones. Pero aun entonces los instintos sociales impulsarian la realizacion de actos que redundasen en beneficio de la comunidad, la cual seria fortalecida, dirigida y muchas veces desviada por la opinion pública, cuya fuerza reposa sobre la simpatía instintiva. Finalmente: la costumbre, en el individuo, tomaria definitivamente una parte importante en la direccion de la conducta de cada miembro, porque los impulsos é instintos sociales y todos los demás instintos, como tambien la obediencia á los deseos y á las decisiones de la comunidad, se fortalecerian mucho por el hábito. Pasemos á discutir estas diversas proposiciones subordinadas unas á otras, estudiando detalladamente algunas de ellas.

Sociabilidad.—Existen muchas especies de animales sociables; no faltando especies distintas que viven asociadas, como algunos monos americanos, y las bandadas reunidas de cornejas y estorninos. Todos sabemos cuán tristes se quedan los caballos, perros, carneros, etc., cuando se les separa de sus compañeros, y cuántas pruebas se dan de afecto las dos primeras especies cuando vuelven á estar reunidas. Seria curioso reflexionar sobre los sentimientos que experimentará un perro, que, mientras en la habitacion en que se encuentra está su dueño ó algun individuo de la familia, reposa tranquilamente sin llamar la atencion, pero que prorumpe en ladridos ó aullidos tristes cuando le dejan solo por un momento. El servicio que con más frecuencia se prestan mutuamente los animales superiores consiste en avisarse el peligro, uniendo todos para ello sus sentidos. Los conejos golpean el suelo con sus patas posteriores cuando les amenaza un riesgo; los carneros y los gamos hacen lo mismo, pero con las delanteras, lanzando á la par una especie de silbido. Muchas aves y algunos mamíferos colocan centinelas, que entre las focas son las hembras, segun se asegura. El jefe de un grupo de monos es su vigilante, é indica con gritos el peligro ó la seguridad. Los animales sociables se prestan recíprocamente una infinidad de pequeños servicios; los caballos se mordiscan y las vacas se lamen unas á otras en los sitios donde experimentan alguna comezon; los monos persiguen sobre los cuerpos de otros monos los parásitos externos.

Tambien se prestan auxilios mutuamente los animales más importantes; los lobos cazan en manadas y se ayudan para atacar á sus victimas. Los pelícanos pescan juntos. Los monos hamadrias derriban las piedras buscando insectos, y cuando encuentran una demasiado grande, pónense en su alrededor todos los que se necesitan para levantarla, la vuelcan, y se reparten el botin. Los animales sociables se defienden recíprocamente. Los machos de algunos rumiantes, cuando hay peligro, se colocan al frente del rebaño, y lo defienden con sus astas. Brehm encontró en Abisinia una gran manada de babuinos que atravesaba un valle; parte de ellos habia trepado ya por la montaña, los restantes estaban aun en la llanura. Estos últimos fueron atacados por los perros, pero los machos viejos se precipitaron inmediatamente en socorro de sus compañeros, presentando á los perros un aspecto tan feroz que estos huyeron. Se les azuzó de nuevo contra los monos, pero en el intervalo trascurrido todos los babuinos habian subido ya á la montaña, exceptuando uno solo que apenas tendria seis meses, y que habiéndose encaramado á una roca aislada, estaba sitiado por los perros, y lanzaba lastimeros chillidos. Uno de los mayores machos, verdadero héroe, volvió á descender de la montaña, se encaminó lentamente á donde estaba el otro, lo tranquilizó con su presencia, y se lo llevó triunfalmente.—Los perros estaban demasiado sorprendidos para decidirse á emprender el ataque.

Es evidente que los animales asociados tienen un sentimiento de afeccion mútua que no existe en los animales adultos insociables. Difícil es á menudo juzgar si los animales se afligen por los sufrimientos de sus semejantes. ¿Quién puede decir lo que sienten las ovejas cuando rodean y fijan la mirada en una de sus compañeras moribunda ó muerta? La carencia de todo sentimiento de esta clase en los animales es algunas veces indudable, porque se las vé expulsar del rebaño un compañero herido, ó á veces perseguirle hasta darle muerte. Este seria el rasgo más triste de la historia natural, á no ser que resultase cierta la explicacion que dan algunos de este caso, diciendo que el instinto y la raza obliga á los animales á abandonar un individuo herido, por miedo de que las fieras y el hombre vengan en deseos de seguir al rebaño. En tal caso, su conducta no seria mucho más culpable que la de los indios de la América del Norte, los cuales dejan perecer en el campo á sus camaradas débiles, ó los de la Tierra del Fuego que entierran vivos á sus padres ancianos ó enfermos.

A pesar de todo, muchos animales dan pruebas de simpatías recíprocas en circunstancias peligrosas ó apuradas. El capitán Stansbury halló, en un lago salado del Utah, un pelícano viejo y completamente ciego que estaba muy gordo, y que, por lo tanto, debia haber sido, desde hacia mucho tiempo, alimentado perfectamente por sus compañeros. M. Blyth nos informa de que ha visto cuervos indios nutriendo á dos ó tres compañeros ciegos, y ha llegado tambien á mis oidos un hecho análogo ocurrido en un gallo doméstico. Podríamos, á preferirlo así, considerar estos actos como instintivos, pero son demasiado raros los casos citados para que se pueda admitir cualquier desarrollo de instinto especial.

Puede calificarse de demostracion de simpatía hácia su dueño, el furor con que el perro se echa encima del que le acomete. He visto una persona que fingia dar golpes á una señora que tenia en sus rodillas un perrito faldero sumamente tímido. El animalejo se levantó airado, y, acabados los simulados golpes, persistia de una manera conmovedora en lamer la cara de su dueña, como para consolarla. Brehm asegura que cuando se persigue á un babuino cautivo para castigarle, los demás procuran de mil modos protegerle.

Además de la amistad y la simpatía, los animales presentan otras cualidades que en nosotros llamaríamos morales; estoy completamente de acuerdo con Agassiz en reconocer que el perro tiene algo que se parece mucho á la conciencia. Posee ciertamente este animal alguna fuerza de voluntad para mandar sobre sí mismo, que no es en ningún modo resultado del miedo. Como nota Branbach, el perro se abstiene de robar la comida en ausencia de su dueño. Todos los animales que viven en comunidad y se defienden mutuamente ó atacan reunidos á sus enemigos, han de ser fieles uno á otro de algun modo; los que siguen á un jefe deben tambien ser obedientes en cierto grado. Cuando los babuinos van á saquear un jardin en Abisinia, siguen silenciosos á su jefe. Si algun mono jóven é imprudente hace ruido, le dan sus compañeros más próximos una manotada para enseñarle á callar y obedecer; pero tan pronto como están seguros de que no hay peligro alguno, manifiestan ruidosamente su alegria.

Con respecto al impulso que mueve á ciertos animales á asociarse entre sí y á auxiliarse de diversos modos, podemos inferir que en la mayoría de los casos obedece á los mismos sentimientos de satisfaccion ó de placer que experimentan cuando realizan otras acciones instintivas. ¡Cuál no debe ser la energía de satisfaccion necesaria para que el ave, tan llena de actividad, pase dias enteros sin moverse del nido empollando los huevos! Las aves emigrantes quedan afligidas cuando se les impide emprender su viaje anual, y en cambio sin duda sienten gran alegría cuando lo realizan.

La impresion del placer de la sociedad es probablemente una extension de los afectos de familia, que se puede atribuir principalmente á la seleccion natural, y en parte al hábito. Entre los animales para quienes la vida social era ventajosa, los individuos que encontraban mayor placer en estar juntos, podian escapar mejor de diversos peligros; mientras que aquellos que descuidaban más á sus camaradas, y vivian solitarios, debian perecer en mayor número. Es inútil tratar de investigar el orígen de las afecciones paternales y filiales que forman en apariencia la base de las afecciones sociales; pero podemos admitir que han sido adquiridas de una manera importante por seleccion natural.

Entre el amor y la simpatía hay bastante diferencia. La amistad que siente el hombre hácia su perro, como la que éste siente hácia su dueño, se diferencia de la simpatía. Sea cual fuere el modo complejo como ha nacido la simpatía en los primitivos tiempos, ofrece una verdadera importancia para todos los animales que se defienden con reciprocidad; por seleccion natural ha de haberse aumentado precisamente, ya que las comunidades que contuvieran el mayor número de individuos en que hubo de desarrollarse la simpatía, debian vivir mejor y tener una prole más numerosa.

En muchos casos es imposible decidir si ciertos instintos sociales han sido adquiridos por seleccion natural; si resultan indirectamente de otros instintos y facultades, tales como la simpatía, la razon, la experiencia, y una tendencia á la imitación; ó si son simplemente efecto de un hábito continuado mucho tiempo. El notable instinto de apostar centinelas para advertir la comunidad del peligro, apenas puede ser resultado indirecto de ninguna otra facultad: es preciso, por lo tanto, que haya sido adquirido directamente. Por otra parte, la costumbre que tienen los machos de algunos animales sociales de defender la comunidad, y atacar unidos á sus enemigos y á su presa, puede haber nacido de alguna simpatía mútua; pero el valor y, en muchos casos, la fuerza, han debido adquirirse de antemano, y probablemente por seleccion natural.

Entre los diversos instintos y hábitos, hay unos que obran con mucha más fuerza que otros. Nosotros mismos tenemos conciencia de que ciertas costumbres son más difíciles de extirpar ó de desechar que otras. Con frecuencia se pueden observar en los animales luchas entre variados instintos, ó entre un instinto y alguna tendencia habitual; así cuando se llama á un perro que persigue una liebre, se detiene, vacila, y ó prosigue en su empeño, ó vuelve lleno de vergüenza á su dueño: el amor maternal de una perra por sus cachorros, pugna con el cariño á su dueño, cuando se vé á la perra esconderse para ir á ver á aquellos, presentándose como avergonzada de no acompañar al segundo. Uno de los casos más curiosos que conozco de un instinto sobreponiéndose á otro, es el del instinto de emigrar venciendo al maternal. El primero está profundamente arraigado; un pájaro enjaulado, en la época de su emigracion anual, hace tan desesperados esfuerzos por recobrar la libertad, que se arranca las plumas del pecho contra los hierros de la jaula, llenándoselo de sangre. La fuerza del instinto maternal impulsa, con no menos vigor, á las aves tímidas á desafiar grandes peligros, aunque no sin vacilaciones y contrariando los impulsos del instinto de conservacion. Con todo, es tan poderoso el de emigrar, que entrado ya el otoño, suelen verse golondrinas que emprenden el viaje abandonando sus polluelos, los cuales mueren miserablemente en sus nidos.

Es posible que un impulso instintivo más ventajoso, en algun modo, á una especie, que un instinto diverso ó contrario, llegue á ser el más poderoso de los dos por seleccion natural, á causa de que los individuos que lo posean en mayor grado deben sobrevivir en más número. Pero esto no podria aplicarse al caso del instinto emigrador comparado con el instinto maternal. La persistencia y la accion sostenida del primero durante todo el dia en ciertas estaciones del año, pueden darle una fuerza preponderante por cierto espacio de tiempo.

El hombre animal sociable.—Es cosa admitida generalmente que el hombre es un sér sociable. Échase de ver en su aversion al aislamiento y en su inclinacion á la sociedad, además de su aficion á la de su propia familia. La reclusion solitaria es uno de los castigos más duros que pueden imponérsele. Algunos autores suponen que el hombre ha vivido en otras épocas en familias separadas; pero en la actualidad aunque hay familias aisladas ó reunidas en pequeños grupos, que recorren las inmensas soledades de algunos países salvajes, viven, segun mis informes, manteniendo relaciones con otras familias que habitan las mismas regiones. Estas familias se reúnen á veces en consejo, asociándose para la defensa comun. Contra el hecho de que el salvaje sea un sér sociable, no se puede invocar el argumento de que las tribus vecinas estén continuamente en guerra, porque los instintos sociales no se extienden jamás á todos los individuos de una misma especie. A juzgar por la analogía con la mayor parte de los cuadrumanos, es probable que fuesen sociales los antecesores primitivos, de apariencia simia, del hombre; pero esto no ofrece para nosotros gran importancia. Aunque el hombre, tal como hoy existe, tiene muy pocos instintos especiales, por haber perdido los que sus primeros ascendientes hubieron de poseer, no hay ningun motivo para dudar que haya conservado, de una época sumamente remota, algun grado de amistad instintiva y de simpatía para con sus semejantes. Hasta nosotros mismos tenemos conciencia de que poseemos efectivamente sentimientos simpáticos de esta naturaleza, pero no sabemos apreciar si son instintivos (ya que su orígen se remonta á una gran antigüedad, como los de los animales inferiores), ó si los hemos adquirido cada uno en particular, en el trascurso de nuestra infancia. Siendo el hombre un animal sociable, ha debido heredar probablemente una tendencia á ser fiel á sus compañeros, cualidad que es comun á la mayor parte de los animales sociables. Podia poseer á la par alguna aptitud para mandarse á sí mismo, y tal vez para obedecer al jefe de la comunidad. Siguiendo una tendencia hereditaria, podia estar dispuesto á defender á sus semejantes con el concurso de los demás, y á ayudarles de un modo que no contrariase su propio bienestar ni sus deseos.

Los animales más inferiores, y en gran parte los más elevados, se dejan guiar exclusivamente por instintos especiales en los auxilios que prestan á los miembros de su comunidad; con todo, tambien en parte les impulsa á ello una amistad y una simpatía recíprocas, apoyadas aparentemente en algun raciocinio. Aunque el hombre no posee instintos especiales que le muevan á ayudar á sus semejantes, tiene cierta propension á practicarlo, y con sus facultades intelectuales perfeccionadas, puede naturalmente guiarse, para este objeto, por la razon y la experiencia. La simpatía instintiva le hará apreciar en mucho la aprobacion de sus semejantes, porque, como ha probado M. Bain, el deseo de los elogios, el poderoso sentimiento de la gloria, y el temor todavía más intenso del desprecio y de la infamia «son un resultado de la influencia de la simpatía.» En el espíritu del hombre influirán por consiguiente mucho el elogio y el vituperio de sus semejantes, expresado por sus ademanes y lenguaje. Los instintos sociales adquiridos por el hombre en un estado muy rudo, ó seguramente por sus primitivos progenitores simios, son aun hoy el móvil de gran parte de sus mejores acciones, pero estas obedecen principalmente á los deseos y opiniones expresados por sus semejantes, y con más frecuencia á sus propios y egoistas deseos. Los sentimientos de amistad y de simpatía, lo propio que la facultad de ejercer imperio sobre sí mismo, se fortalecen á pesar de todo por el hábito, y como la fuerza del raciocinio progresa en lucidez y permite al hombre aquilatar la justicia de la opinion de los demás, llegará un dia en que se verá obligado á seguir ciertas líneas de conducta, prescindiendo del placer ó de la pena que sienta al hacerlo. Entonces podrá decir «yo soy el juez supremo de mi propia conducta,» y repitiendo las palabras de Kant, «no quiero violar en mi persona la dignidad humana.»

Los instintos sociales más duraderos vencen á los ménos persistentes.—Hasta ahora no hemos discutido el punto fundamental sobre que gira toda la cuestion del sentido moral. ¿Por qué siente el hombre que debe obedecer á un deseo instintivo, con preferencia á otro cualquiera? ¿Por qué se arrepiente amargamente de haber cedido al enérgico instinto de su conservacion, no arriesgando su vida por salvar la de un semejante? ¿Por qué sufre remordimientos por haber robado algo con que alimentarse, obligado por el hambre?

En primer lugar es innegable que los impulsos instintivos tienen diversos grados de fuerza en la humanidad. Una madre jóven y tímida arrostrará sin vacilar el mayor peligro por salvar á su hijo, pero no por salvar á un cualquiera. Muchos hombres y aun niños, que jamás han arriesgado su vida por otros, pero que tienen desarrollado el valor y la simpatía, en un momento dado, y despreciando el instinto de propia conservacion, se arrojan á las aguas de un torrente, para salvar á un semejante suyo que se ahoga. En este caso impulsa al hombre el mismo instinto que hemos indicado antes, al hablar de los actos de humanidad de ciertos animales. Tales acciones parecen ser el simple resultado de la mayor preponderancia de los instintos sociales ó materiales sobre los demás, porque se ejecutan harto instantáneamente para que haya tiempo de deliberar; ni tampoco las dicta un sentimiento de placer ó de pena, aunque su no realizacion causa disgusto.

Algunos afirman que los actos realizados bajo la influencia de causas impulsivas como las precedentes, no entran en el dominio del sentido moral, ni pueden por lo tanto llamarse morales. Los que tal dicen limitan esta calificacion á los actos realizados con propósito deliberado, después de un triunfo sobre los deseos contrarios, ó determinados por elevados motivos. Pero es imposible trazar una línea divisoria de este género, por mas que pueda ser real la distincion. Si se trata de motivos de exaltacion, se pueden citar numerosos ejemplos de bárbaros, privados de todo sentimiento amistoso hácia la humanidad, que sin dejarse guiar tampoco por ninguna pasion religiosa, han preferido sacrificar heróicamente su vida á hacer traicion á sus compañeros; esta conducta debe considerarse indudablemente moral. En lo que respecta á la deliberacion, y á la victoria sobre los deseos contrarios, podemos ver cómo fluctúan muchos animales entre instintos opuestos, como cuando acuden al socorro de su progenie ó al de sus semejantes en peligro; y, con todo, sus acciones, aunque practicadas en beneficio de otros individuos, no son nunca calificadas de morales. Más aun; todo acto repetido con frecuencia acaba por realizarse sin dudas ni deliberaciones, y entonces no se diferencia de un instinto; y á pesar de esto nadie se atreverá á decir que el acto deja entonces de ser moral. Xo pudiendo distinguir los motivos que para ellas median, nosotros consideramos todas las acciones de cierta clase como morales, cuando las lleva á cabo un sér moral, dado que este puede comparar sus actos y móviles pasados y futuros, y aprobarlos ó desaprobarlos. No nos asiste ninguna razon para suponer que los animales inferiores posean esta facultad; por consiguiente, cuando un mono desprecia el peligro por salvar á su compañero, ó ampara al que ha quedado huérfano, no llamamos su conducta moral. Pero ciertas acciones del hombre, único sér que puede considerarse ciertamente como moral, llevan la calificacion de morales, ya sean ejecutadas con deliberacion y en lucha con opuestas tendencias, ya dimanen de costumbres adquiridas paulatinamente, ya, en fin, se realicen de una manera impulsiva, por el instinto.

Volviendo á nuestro principal asunto, debemos decir que, aunque algunos instintos sean más poderosos que otros, dando orígen á actos correspondientes, no basta esto para afirmar que los instintos sociales sean ordinariamente más profundos en el hombre ó lo hayan llegado á ser por un hábito continuado, que los instintos por ejemplo, de la conservacion, del hambre, del deseo, de la venganza, etc. ¿Por qué el hombre se arrepiente (aun hallándose en aptitud de ahuyentar los remordimientos) de haber cedido á un impulso con preferencia á otro, y porqué siente al mismo tiempo tener que arrepentirse de su conducta? Bajo este punto de vista, el hombre difiere profundamente de los animales inferiores; sin embargo, creo que podemos hallar una razon que explique esta diferencia.

El hombre no podia eximirse de reflexionar á causa de la actividad de sus facultades mentales; las impresiones é imágenes pasadas surgen de nuevo distintamente, sin cesar, en su imaginacion. Nunca abandonan los instintos sociales á los animales que viven permanentemente asociados, y son persistentes. Hállanse siempre dispuestos á dar la señal de peligro para defender á sus compañeros, y á ayudarlos segun sus costumbres, sin que á ello les estimule ninguna pasion ni deseo especial; experimentan en todo tiempo por sus camaradas algun grado de amistad y simpatía; se quedan afligidos cuando de ellos se les separa, y muéstranse siempre contentos en su compañía. Lo mismo sucede entre nosotros, y el hombre que no presentara asomos de sentimientos parecidos seria considerado como un monstruo. Por otra parte el deseo de satisfacer el hambre, ó una pasion como la venganza, es, por su naturaleza, pasajero, y puede saciarse por algun tiempo. No es tan fácil, mejor dicho, es punto ménos que imposible, evocar en toda su fuerza la sensacion del hambre, por ejemplo, ni, como con frecuencia se ha observado, la de un sufrimiento. Sólo en presencia del peligro se siente el instinto de conservacion, y más de un cobarde se ha creido valiente hasta que se ha encontrado al frente de un enemigo. El deseo de la posesion es tal vez tan persistente como el que más; pero, aun en este caso, la satisfaccion de la posesion real es generalmente una sensacion más débil que la del deseo. Muchos ladrones, que no son de oficio, despues de realizado el robo se quedan sorprendidos de haberlo cometido.

No pudiendo el hombre evitar que las antiguas impresiones despierten continuamente en su espíritu, vese obligado á comparar las del hambre saciada, las de la venganza satisfecha, las del peligro esquivado con el auxilio de los demás, con sus instintos de simpatía ó de benevolencia para con sus semejantes; instintos que tambien están siempre presentes é influyen en algun modo en su pensamiento. Sentirá en su imaginacion que un instinto más fuerte ha cedido á otro que actualmente le parecerá en comparacion más débil, y entonces experimentará sin remedio ese sentimiento de disgusto de que el hombre, como todos los demás animales, está dotado, por obedecer á sus instintos. El caso que antes hemos citado de la golondrina, nos ofrece un ejemplo de diversa índole: el de un instinto pasajero, pero que en un momendo dado persiste enérgicamente, triunfando de otro instinto que habitualmente es el que predomina sobre todos. Cuando ha llegado la estacion, estas aves parecen preocupadas á todas horas por el deseo de emigrar; cambian sus costumbres, muéstranse más agitadas, y se reúnen en bandadas. Mientras la hembra empolla ó alimenta sus polluelos, el instinto maternal tiene probablemente más fuerza que el de la emigración; pero el más tenaz de los dos acaba por triunfar, y, al fin, en un momento en que no ve á sus polluelos, emprende la golondrina el vuelo y los abandona. Llegada al término de su largo viaje ¡cuántos remordimientos no sentiria el ave, si, dotada de una gran actividad mental, estuviese obligada forzosamente á ver pasar sin cesar por su mente la imágen de los pequeños polluelos que ha dejado en el Norte pereciendo de frio y de hambre en el nido!

En el preciso momento de la accion, el hombre puede obedecer al móvil más poderoso, y, aunque está circunstancia le estimule á veces á realizar los más nobles actos, le encaminará más comunmente á satisfacer sus propios deseos, á costa de sus semejantes. Pero trascurrido el goce, cuando compare las impresiones pasadas y ya débiles, con los instintos sociales y duraderos, encontrará su compensacion. Se sentirá disgustado de sí mismo, y tomará la resolucion, con más ó ménos vigor, de portarse de otro modo en lo venidero. Tal es la conciencia, que mira atrás juzgando los hechos consumados, y produce esa especie de descontento interior, que, al sentirlo débilmente, llamamos arrepentimiento, y si con más fuerza y severidad, remordimiento.

Estas sensaciones no se parecen sin duda á las que dimanan de no poder saciar otros instintos ó deseos; pero todo instinto no satisfecho tiene su propia sensacion determinante, lo cual vemos claramente en el hambre, la sed, etc. Atraido el hombre por opuestas tendencias, después de habituarse mucho á ello, podrá llegar á adquirir bastante imperio sobre sí mismo para que sus pasiones y deseos cedan ante sus simpatías sociales, poniendo fin á tanta lucha interna; aun teniendo hambre, no pensará ya en robar el alimento, ni el que sea rencoroso tratará de saciar su venganza. Es posible, y más adelante veremos que hasta es probable, que la costumbre de dominarse á sí mismo sea hereditaria como las otras. De este modo el hombre llega á comprender, por costumbre adquirida ó hereditaria, que le conviene obedecer con preferencia á sus instintos más persistentes. La imperiosa palabra deber parece implicar tan sólo la conciencia de la existencia de un instinto persistente, innato ó adquirido en parte, que sirve de guia, por más que pueda ser ignorado, y por lo tanto, no atendido. Nosotros nos servimos de la palabra deber en un sentido apenas metafórico, cuando decimos que los galgos corredores deben correr, que los perros cobradores deben traer la caza. Si no lo hacen así, incurren en culpa, y faltan á su deber.

Si acomete al hombre un deseo ó instinto que le conduce á atentar contra el bienestar ajeno, cuando lo recuerda en su imaginacion, con tanta ó más fuerza que su instinto social, no experimentará ningún arrepentimiento de haberlo seguido; pero comprenderá que si sus semejantes llegasen á conocer su conducta la desaprobarian altamente, y hay pocos hombres tan faltos de sentimientos simpáticos, que no se afecten desagradablemente ante este resultado. Si el individuo no conoce tales sentimientos, si los instintos sociales persistentes no avasallan en lo sucesivo los deseos violentos que le impulsaron una vez á cometer malas acciones, entonces será un hombre perverso; y el único móvil que lo puede enfrenar es el miedo del castigo, y la conviccion de que á la larga es preferible, por su propio y egoista interés, guiarse por el bien del prójimo antes que por el suyo propio.

Es evidente que, teniendo una conciencia flexible, cada cual puede satisfacer sus deseos, si no contradicen sus instintos sociales, esto es, el bienestar ajeno; pero para vivir al abrigo de sus propios reproches, ó á lo ménos de una horrible ansiedad, es necesario evitar la censura de sus semejantes, sea ó nó justa. No es menester para esto que rompa con las costumbres de su vida, sobre todo cuando están basadas en la razon, porque si lo hiciere tambien se sentiria de seguro descontento. Es necesario, al propio tiempo, que evite la reprobacion del Dios ó de los dioses en quienes crea, segun le dicten sus conocimientos ó supersticiones; pero, en este caso, puede intervenir á menudo en sus actos el miedo de un castigo divino.

Las virtudes puramente sociales consideradas aisladamente. Este rápido exámen del primer orígen y la naturaleza del sentido moral que nos advierte lo que debemos hacer, y de la conciencia que nos censura si desobedecemos, se enlaza bien con lo que podemos alcanzar del estado antiguo y poco desarrollado de esta facultad en la humanidad. Aun hoy se reconocen como las más importantes las virtudes cuya práctica es generalmente indispensable para que los hombres salvajes puedan asociarse. Pero practícanse casi siempre exclusivamente entre hombres de la propia tribu; su infraccion respecto á los ajenos á esta no constituye de ningún modo un crímen. Ninguna tribu podria subsistir si el asesinato, la traicion, el robo, etc., fuesen habituales en ella; por consiguiente, estos crímenes llevan el estigma de una infamia eterna dentro de los límites de una tribu, fuera de la cual no excitan ya los mismos sentimientos. Un indio de la América del Norte está satisfecho de sí mismo, y es tenido en mucho por los demás, cuando ha arrancado la piel del cráneo de un indio de otra tribu; un Djak corta la cabeza á una persona inocente, y la pone á secar para convertirla en un trofeo. El infanticidio ha sido casi general en el mundo, en grande escala, sin suscitar protestas. Antiguamente no era considerado el suicidio como un crímen, sino más bien como un acto honroso, á causa del valor que probaba; aun hoy se practica sin causar vergüenza en algunas naciones semi-civilizadas, porque una nacion no se resiente de la pérdida de un individuo solo. Sea cual fuere la explicacion que se quiera dar de este caso, lo cierto es que los suicidios son raros entre los salvajes inferiores, exceptuando los negros de la costa occidental del Africa, segun me indica W. Reade. En un estado de civilizacion atrasada, el robar á los extranjeros es generalmente hasta considerado como honroso.

El gran crímen de la esclavitud ha sido casi universal, y casi siempre se ha tratado á los esclavos de la manera mas infame. No haciendo ningún caso de la opinion de sus mujeres, los salvajes las suelen considerar como esclavas. Casi todos ellos son indiferentes por completo á los sufrimientos de los extranjeros, y hasta se complacen en presenciarlos. Sabido es que entre los indios de la América del Norte las mujeres y los niños ayudan á torturar á sus enemigos. Algunos salvajes gozan ejecutando crueldades en los animales, siendo para ellos la compasion una virtud desconocida. Con todo, los sentimientos de simpatía y benevolencia son comunes, sobre todo durante las enfermedades entre individuos de una misma tribu; á veces se extienden fuera de ella. Nadie ignora el conmovedor relato de la bondad con que trataron á Mungo Park las mujeres negras del interior. Podrian citarse muchos ejemplos de la noble fidelidad que guardan los salvajes entre sí, pero nunca con los extranjeros, y la experiencia comun justifica la máxima del español «no hay que fiar nunca en el indio.» La base de la fidelidad es la verdad, y esta virtud fundamental no es rara entre los miembros de una misma tribu; Mungo Park ha oido á las mujeres negras enseñar á sus hijos á amar la verdad. Es esta además una virtud que echa tan profundas raíces en el ánimo, que algunas veces llegan á practicarla los salvajes, hasta respecto de los extranjeros, aun á costa de algun sacrificio; pero esto no es general, y rara vez se considera como un crímen el mentir á un enemigo, como claramente lo prueba la historia de la diplomacia moderna. Desde que una tribu reconoce un jefe, la desobediencia se convierte en crímen, y la sumision ciega en sagrada virtud.

El valor personal ha sido universalmente colocado en primer término entre las buenas cualidades del hombre, ya que el que no la posee no puede ser útil ni fiel á su tribu en los momentos de peligro; y aunque en los países civilizados un hombre bueno, pero tímido, pueda ser mucho más útil á la comunidad que un valiente, instintivamente nos inclinamos á tener en más á este que á aquel. La prudencia, cuando no la dicta el bien ajeno, aunque es una virtud muy útil, nunca ha sido muy considerada. Como ningun hombre puede practicar las virtudes necesarias para el bienestar de su tribu, sin sacrificarse, sin dominarse á sí mismo y sin tener paciencia, todas estas cualidades han sido principal y justamente apreciadas en todas épocas. No podemos dejar de admirar al salvaje americano que se somete voluntariamente, sin exhalar un grito, á las torturas más horribles, para probar y aumentar su fuerza de alma y su valor, lo propio que al fakir de la India que, con un insensato fin religioso, se balancea suspendido en un hierro corvo, cuya punta atraviesa sus músculos.

Las demás virtudes individuales que no afectan de una manera aparente (aunque en realidad pueda suceder así) al bienestar de la tribu, no han sido jamás apreciadas por los salvajes, por más que en la actualidad lo sean en alto grado por las naciones civilizadas. Para los salvajes no es una cosa vergonzosa la intemperancia más excesiva. Sus costumbres son licenciosas y obscenas hasta un extremo repugnante. Pero tan pronto como el matrimonio, polígamo ó monógamo, se propaga, los celos desarrollan la virtud femenina, que, honrada por todos, tiende á propagarse entre las doncellas. Aun hoy podemos ver cuán poco comun es la castidad en el sexo masculino. Esta virtud exige mucha fuerza de voluntad para dominarse á sí mismo, y tanto es así, que desde época muy remota ha sido honrada en la historia moral del hombre civilizado. Como consecuencia extremada de este hecho, tambien desde una remota antigüedad se ha considerado como una virtud la práctica del celibato. Tan natural nos parece la repugnancia con que se vé la obscenidad, que llegamos á creerla innata, lo cual, no obstante, esta base esencial de la castidad es una virtud moderna que pertenece exclusivamente, conforme lo hace observar sir G. Staunton, á la vida civilizada. Prueban tambien la verdad de este aserto los antiguos ritos religiosos de diversas naciones, las pinturas de las paredes de Pompeya, y las prácticas groseras de muchos salvajes.

Acabamos de ver que estos, y probablemente lo mismo sucedió con los hombres primitivos, no juzgan buenas ó malas las acciones, sino en cuanto afectan de una manera aparente el bienestar de la tribu, no el de la especie, ni el del hombre considerado como miembro individual de la tribu. Esta conclusion viene perfectamente con la creencia de que el sentido llamado moral se deriva primitivamente de los instintos sociales, ya que los dos se enlazan en su orígen con la comunidad exclusivamente. Las principales causas de la poca moralidad de los salvajes, apreciada bajo nuestro punto de vista, son, primero, la limitacion de la simpatía á la sola tribu; segundo, una insuficiente fuerza de raciocinio, que no permite calcular la trascendencia que puede tener para el bien general de la tribu el ejercicio de muchas virtudes, sobre todo de las individuales. Los salvajes no pueden formarse una idea de la infinidad de males que produce la intemperancia, el libertinaje, etc. Tercero, un débil poder sobre sí mismo, ya que esta aptitud no ha sido fortalecida en ellos por la accion continuada, y tal vez hereditaria, del hábito, la instruccion y la religion.

Me he extendido en los detalles que preceden acerca de la inmoralidad de los salvajes, porque algunos autores han considerado recientemente con miras un tanto elevadas su naturaleza moral, ó atribuido la mayor parte de sus crímenes á una benevolencia mal dirigida. Estos autores apoyan sus asertos en el hecho de que los salvajes poseen, y á menudo en alto grado, lo cual es sin duda cierto, las virtudes que son útiles y hasta necesarias para la existencia de una comunidad ó tribu.

Observaciones finales. Los filósofos de la escuela derivativa de moral admitieron en otro tiempo que el fundamento de la moralidad descansaba en una forma de egoismo, y, más recientemente, en el principio de la mayor felicidad. De lo que antes hemos dicho podemos deducir que el sentimiento moral es fundamentalmente idéntico á los instintos sociales, y por lo que respecta á los animales inferiores seria absurdo considerar estos instintos como nacidos del egoismo ó desarrollados para la dicha de la comunidad. Y con todo, sin duda han sido desarrollados para el bien general. La expresion «bien general» puede definirse diciendo que es el medio por el cual el mayor número posible de individuos pueden ser producidos en plena salud y vigor con todas sus facultades perfectas, en las condiciones á que están sometidos. Habiéndose desarrollado con arreglo á un mismo plan los instintos sociales, tanto del hombre como de los animales inferiores, convendria, á ser posible, emplear en ambos casos la misma definicion, y considerar como carácter de la moralidad el bien general ó la prosperidad de la comunidad, con preferencia á la felicidad general; pero esta definicion tendria tal vez que limitarse en cuanto á la moral política.

Cuando un hombre arriesga su vida por salvar la de uno de sus semejantes, parece más justo decir que obra en favor del bienestar general, que en el de la felicidad de la especie humana. El bienestar y la felicidad del individuo coinciden sin duda habitualmente, y una tribu feliz y contenta prosperará mejor que otra que no lo sea. Hemos visto que en los primeros períodos de la historia del hombre los deseos expresados por la comunidad han de haber naturalmente influido en alto grado en la conducta de cada uno de sus miembros, y buscando todos la felicidad, el principio de «la felicidad mayor» habrá llegado á ser un guia y un fin secundarios importantes. De este modo no hay necesidad de colocaren el vil principio del egoismo los fundamentos de lo que hay de más noble en nuestra naturaleza, á no ser que se califique de egoismo la satisfaccion que experimenta todo animal cuando obedece á sus propios instintos, y el disgusto que siente cuando no puede realizarlos.

La expresion de los deseos y del juicio de los individuos de la misma comunidad, primero por el lenguaje oral, y despues por la escritura, constituye una norma de conducta secundaria, pero muy importante, que á veces ayuda á los instintos sociales, aunque otras esté en oposicion con ellos. Preséntanos un ejemplo de esto último la ley del honor, es decir, la ley de la opinion de nuestros iguales y no la de todos nuestros compatriotas. Toda infraccion de esta ley, aunque fuese reconocida como conforme con la verdadera moralidad, causa á muchos hombres más disgustos que un crímen real. La misma influencia reconocemos en la amarga sensacion de vergüenza que podemos experimentar, aun despues de trascurridos muchos años, al acordarnos de alguna infraccion accidental de una regla insignificante, pero sancionada de etiqueta. Alguna grosera experiencia de lo que con el tiempo conviene más á todos sus individuos, guiará generalmente la opinion de la comunidad; opinion que, por otra parte, se extraviará á menudo por ignorancia ó por debilidad de raciocinio. Vemos ejemplos de esto en el horror que siente el habitante del Indostan que reniega de su casta; en la vergüenza de la mujer árabe que deja ver su rostro, y en muchos otros casos. Seria muy difícil distinguir el remordimiento que experimenta el hijo del Ganges que ha probado un alimento impuro, del que le causaria cometer un robo: probablemente que el primero seria más agudo.

No sabemos cómo han tenido orígen tantas absurdas reglas de conducta, tantas ridículas creencias religiosas, ni cómo han podido grabarse tan profundamente en el ánimo del hombre en todas las partes del globo; pero es digno de notar que una creencia constantemente inculcada en los primeros años de la vida, cuando el cerebro es más impresionable, parece adquirir casi la naturaleza de un instinto. Sabido es que la verdadera esencia del instinto consiste en que le sigue independientemente de la razon. Tampoco podemos explicar por qué unas tribus hacen más aprecio que otras de ciertas virtudes admirables, como el amor á la verdad, ni por qué prevalecen, hasta en las naciones civilizadas, diferencias por el estilo. Sabiendo cuántas costumbres y supersticiones extrañas han podido arraigarse sólidamente, no debemos sorprendernos de que las virtudes personales nos parezcan, en la actualidad, tan naturales (apoyadas, como lo están, en la razón) que llegamos á creerlas innatas, por más que en sus condiciones primitivas el hambre no hiciese de ellas caso alguno. A pesar de muchas causas de duda, el hombre puede generalmente distinguir sin vacilar las reglas morales superiores de las inferiores. Básanse las primeras en los instintos sociales, y se refieren á la prosperidad de los demás; están apoyadas en la aprobacion de nuestros semejantes y en la razon. Las inferiores, aunque apenas merecen esta calificacion, cuando inducen á hacer un sacrificio personal se enlazan principalmente con el individuo en sí, y deben su orígen á la opinion pública, cultivada por la experiencia, ya que no las practican las tribus poco civilizadas.

Adelantando el hombre en civilizacion, y reuniéndose las pequeñas tribus en comunidades más grandes, la simple razon indica á cada individuo que debe extender sus instintos sociales y su simpatía á todos los miembros de la misma nacion, aunque los desconozca personalmente. Llegado á este punto, solo una valla artificial se opone á que sus simpatías se hagan extensivas á los hombres de todas las naciones y razas. Desgraciadamente la experiencia nos demuestra cuánto tiempo se necesita para que lleguemos á considerar como semejantes nuestros á los hombres de otras razas, que presentan con la nuestra una inmensa diferencia de aspecto y de costumbres. La simpatía que traspasa los límites de la que nos inspira el hombre, es decir la compasion por los animales, parece ser una de las adquisiciones morales más recientes; compasion que desconocen los salvajes, excepcion hecha de la que sienten por sus animales favoritos. Los abominables espectáculos de los circos prueban cuán poco desarrollado tenian los antiguos romanos este sentimiento. En cuanto he podido observar por mí mismo, casi todos los Gauchos de las Pampas carecen de la más leve idea de humanidad. Esta virtud, una de las más superiores del hombre, parece ser resultado accidental del progreso de nuestras simpatías, que, haciéndose más sensibles cuanto más se extienden, acaban por aplicarse á todos los séres vivientes. Una vez honrada y cultivada por algunos hombres, se propaga mediante la instruccion y el ejemplo entre los jóvenes, y se divulga luego en la opinion pública.

El mayor grado de cultura moral que podemos alcanzar, es aquel en que reconocemos que deberíamos ser dueños absolutos de nuestros pensamientos y «no soñar de nuevo, ni aun en nuestro fuero interno, en los pecados que han hecho agradable nuestro pasado» segun dice Tennyson. Todo lo que familiariza el espíritu con una mala accion, hace mucho más fácil su ejecucion; y como dijo Marco Aurelio há ya algunos siglos: «Segun sean tus pensamientos ordinarios, así será el carácter de tu espíritu; porque el alma es el reflejo de los pensamientos.»

Nuestro gran filósofo, Herperto Spencer, ha emitido recientemente su opinion sobre el sentimiento moral diciendo: «Creo que las experiencias de utilidad, organizadas y fortalecidas á través de todas las generaciones pasadas de la raza humana, han producido modificaciones correspondientes, que, por transmision y acumulacion contínuas, han llegado á convertirse para nosotros en ciertas facultades de intuicion moral, en ciertas emociones correspondientes á una conducta justa ó falsa, que no tienen ninguna base aparente en las experiencias de utilidad individual.» A mi modo de ver no ofrece la menor improbabilidad el hecho de que las tendencias virtuosas sean hereditarias, con mayor ó menor fuerza; porque, sin mencionar las disposiciones y hábitos variados transmitidos en muchos animales domésticos, he oido hablar de casos en que la inclinacion al robo y á la mentira parecen existir en familias que acupan una posicion desahogada, y como el robo es un crímen muy raro entre las clases acomodadas, es difícil atribuir á una coincidencia accidental la manifestacion de la misma tendencia en dos ó tres miembros de una familia. Si son transmisibles las malas inclinaciones, es probable que pase lo mismo con las buenas. Sólo por el principio de la transmision de las tendencias morales, podemos darnos cuenta de las diferencias que segun se cree existen, en este concepto, entre las diversas razas de la humanidad. Con todo, hasta ahora no tenemos documentos suficientes para juzgar de ello con completa seguridad.

Finalmente, los instintos sociales que el hombre, lo mismo que los animales inferiores han adquirido sin duda para el bien de la comunidad, habrán originado en él algun deseo de ayudar á sus semejantes y desarrollado cierto sentimiento de simpatía. Este género de impresiones le habrán servido, en un principio, de grosera regla de derecho. Pero á medida que haya progresado en fuerza intelectual, llegando á ser capaz de presumir las más remotas consecuencias de sus acciones; que haya adquirido bastantes conocimientos para desechar costumbres y supersticiones funestas; que fije más su ambicion en el bienestar y la dicha de sus semejantes; que el hábito que resulta de la experiencia, de la instruccion y del ejemplo, haya desarrollado y extendido sus simpatías á los hombres de todas las razas, á los enfermos, á los idiotas, á los miembros inútiles de la sociedad, y, en fin, hasta á los animales; conforme que haya ido realizando tantos progresos, se elevará más y más el nivel de su moralidad. Los naturalistas de la escuela derivativa, y algunos partidarios del sistema de la intuicion, admiten que el nivel de la moralidad se habia elevado ya en un período precoz de la historia de la humanidad.

Así como á veces se entablan luchas entre los diversos instintos de los animales inferiores, no nos sorprende que pueda haber tambien en el hombre una lucha de los instintos sociales y virtudes que de ellos proceden, contra sus impulsos ó deseos de órden inferior, que sean por un momento más fuertes que aquellos. Este hecho segun la Observacion de M. Galton, no tiene nada de notable, ya que el hombre no ha salido de un período de barbarie, sino á partir de una época relativamente reciente. Después de haber cedido á alguna tentacion, experimentamos un sentimiento de disgusto, que llamamos conciencia, análogo al que acompaña á la no satisfaccion de los demás instintos; porque no podemos impedir que acudan contínuamente á nuestro ánimo las impresiones é imágenes pasadas; no nos es posible dejar de compararlas, al verlas ya debilitadas, con los instintos sociales siempre presentes ó con hábitos contraidos desde la infancia, y fortalecidos durante toda la vida: hereditarios tal vez, y que han llegado de este modo á ser casi enérgicos como los instintos. Al pensar en las generaciones futuras, no hay ningun motivo para temer que en ellas se debiliten los instintos sociales, y podemos admitir que los hábitos de virtud adquirirán mayor fuerza fijándose por la herencia. En este caso la lucha entre nuestros impulsos más elevados y los inferiores será menos enconada y la virtud triunfará.

Resúmen de los dos últimos capítulos.—No puede caber duda alguna en que no existe una diferencia inmensa entre el espíritu del hombre más inferior y el del animal más elevado. Si á un mono antropomorfo le fuese posible considerarse á si mismo de una manera imparcial, podria convenir en que, aun siendo capaz de combinar un plan ingenioso para saquear un jardin, ó de servirse de piedras para combatir ó para romper nueces, su inteligencia no alcanza á elaborar el pensamiento de trabajar una piedra para convertirla en herramienta. Aun le seria más difícil hacer un razonamiento metafísico, resolver un problema matemático, reflexionar sobre Dios, ó admirar una imponente escena de la Naturaleza. Con todo (siguiendo la suposicion) algunos monos declararian probablemente que pueden admirar, y que efectivamente admiran, la belleza del color de sus compañeros. Convendrían en que, aunque llegan á expresar en sus gritos á otros monos algunas de sus percepciones ó de sus más simples necesidades, nunca les ha pasado por la cabeza la noción de expresar ideas definidas con sonidos determinados. Podrían afirmar que están prontos á ayudar á sus compañeros del mismo grupo, de diversas maneras, hasta arriesgando su vida por ellos, y encargándose de sus huérfanos; pero se verían obligados á reconocer que está muy lejos de su comprensión ese amor desinteresado para todas las criaturas vivientes, que constituye el más noble atributo del hombre.

Sin embargo, por considerable que sea la diferencia entre el espíritu del hombre y el de los animales más elevados, redúcese tan sólo á una diferencia de grado y no de especie. Hemos visto que ciertos sentimientos é intuiciones, diversas emociones y facultades tales como la amistad, la memoria, la atencion, la curiosidad, la imitacion, el raciocinio, etc., de que el hombre se enorgullece, pueden observarse en un estado naciente, y aun algunas veces bastante desarrollado, en los animales inferiores. Son tambien susceptibles de algunos perfeccionamientos hereditarios, conforme lo prueba la comparacion de un perro doméstico con un lobo ó un chacal. Si se quiere sostener que ciertas facultades, como la conciencia de sí mismo, la abstraccion, son peculiares al hombre, es fácil tambien que sean resultados accesorios de otras facultades intelectuales muy adelantadas, que, á su vez, dimanen principalmente del uso contínuo de un lenguaje que haya alcanzado un alto grado de desarrollo. ¿A qué edad adquiere el niño recien-nacido la facultad de abstraccion, ó empieza á tener conciencia de sí mismo, y á reflexionar sobre su propia existencia? Tan difícil es resolver esta cuestion en este caso, como en la escala orgánica ascendente. La levantada creencia en un Dios no es universal en la raza humana, y la creencia en agentes espirituales activos resulta naturalmente de sus otras facultades mentales. La mejor y la más profunda distincion entre el hombre y los demás animales, consiste tal vez en el sentido moral, pero no necesito añadir nada sobre este particular, ya que acabo de tratar de demostrar que los instintos sociales—principio fundamental de la constitucion moral del hombre—ayudados por las fuerzas intelectuales activas y los efectos del hábito, conducen naturalmente á la regla; «Haz á los hombres lo que quieras que ellos hagan contigo,» principio sobre el que reposa toda la moral.

En un capítulo posterior haré algunas observaciones sobre las vias y medios probables merced á los cuales se han abierto paso y desarrollado las diversas facultades morales y mentales del hombre. No se puede negar, por lo ménos, que esto sea posible, ya que todos los dias contemplamos semejante evolucion en cada niño, y podemos establecer una gradacion perfecta entre las facultades del último idiota, que están muy debajo de las del animal más inferior, y la inteligencia de un Newton.