El pesimista corregido: 18
¡Lástima que el oído de Juan no corriera parejas con su vista! El espectáculo hubiera sido aún más sorprendente. El ruido de las descomunales gotas de agua al desparramarse en el suelo, el zumbido de los copos al rozar el aire, el de las burbujas al reventar, hubieran producido en sus oídos el efecto de infernal baraúnda, de concierto ensordecedor.
¡Y qué cosa más extraña la gota de agua! Juan creía saber lo que era un líquido. Se lo habían explicado en la clase de Física, donde le hablaron de la tensión superficial, y de esa fuerza de cohesión en cuya virtud la gota tiende a conservar su forma esférica y a mantener incólume su personalidad, rechazando todas las sustancias antipáticas, es decir, no humedecibles. Pero este fenómeno, difícil de comprobar a la simple vista, y poco a propósito por consecuencia para causar honda impresión, mostrábase ahora ante los ojos avizores y telescópicos de Juan con proporciones y claridad incomparables.
A fin de comprender la extrañeza y asombro de nuestro observador, figúrese el lector una colección de enormes vejigas de caucho, semejantes a los globos que sirven de diversión a los niños; imagine algunas de ellas ancladas en una o varias briznas de lana de la ropa a guisa de aeróstato enredado en la copa de un árbol; suponga que al menor choque las citadas pompas gigantes segméntanse, como si fueran seres vivientes, en otras pompas más pequeñas igualmente esféricas...; represéntese todas las extrañas formas de transición (estalactitas, interrogantes, etcétera), adoptadas por la célula líquida, antes de rendirse a la ley de la gravedad y decidirse a abandonar el ansiado soporte; añada, en fin, la brillante imagen del cielo pintada en el curvo espejo de estas proteiformes y espesas capas cristalinas, y tendrá una idea de la impresión que debió experimentar nuestro héroe al contemplar de cerca el reino casi inexplorado de la gota de agua, de las células líquidas.
Al colmo llegó la curiosidad y extrañeza de Juan al vislumbrar en una de tales formidables bolas cierto infeliz animalículo, microbio quizá, que forcejeaba ansiosamente por escapar del líquido elemento, cuyas cristalinas fronteras, inconmovibles a sus ansiosos aleteos, debían parecerle más inexpugnables que muralla de la China. Al fin, el rudo golpe de un copo de hielo arrojó la citada gota al suelo, en donde, por obra de la mojabilidad del granito y el consiguiente desparramamiento del líquido, quedó vencida la tensión superficial y liberado por fin el atribulado náufrago.
No fué ésta la única transformación teatral causada por el agua. El mencionado chaparrón, lavando fachadas y aceras, zócalos y estatuas, expulsando el aire superficial de los objetos, barnizando y puliendo, en fin, la ciudad entera, había dado faz nueva y más prestigiosa y simpática al desdeñado mundo inorgánico. Al través del barniz acuoso semejaban los zócalos de mármol espléndidas obras de orfebrería cuajadas de diamantes, de cuyas facetas arrancaba la luz mágicos y coruscantes reflejos. El prosaico almendrado del granito animóse con inesperados esplendores, luciendo, de mil modos combinados, las entonaciones verdosas y azulencas de la mica, los nacarinos matices del feldespato y los diamantinos fulgores del cuarzo, a cuyas bellas aguas añadíanse, por mayor gala y realce, los delicados cambiantes y vivísimos colores espectrales producidos por la onda luminosa al interferir en las sutilísimas capas de aire interpuestas en la mica. Y estas mágicas irisaciones, invisibles a los ojos vulgares, fulguraban y se eclipsaban, como lluvia de estrellas en el cielo, a cada cambio de posición del espectador. ¡Todo un mundo de belleza abismado y oculto en lo infinitamente pequeño!