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El pesimista corregido: 25

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VII

Cierta tarde otoñal, tibia y serena, paseaba Juan por las umbrías alamedas del Retiro, no lejos de la glorieta del Angel caído. Maquinalmente, y cediendo al reflejismo de sus músculos, sentóse a la orilla de un seto, bajo los pinos gigantes y enfrente de un claro del ramaje, especie de locutorio al cual llegaban, vigorosos y vibrantes, el rechinamiento de los carruajes, las conversaciones de los hombres y las argentinas carcajadas de las muchachas.

Declinaba el sol lentamente, enrojeciendo las copas de los árboles, dorando y espiritualizando el rostro de las mujeres. Sentíase llegar poco a poco esa hora melancólica y dulce en que la Naturaleza se obscurece y las ideas se encienden; en que las pomposas frondas del boscaje, engalanadas un instante por el sol, cambian su rico matiz anaranjado verdoso por el azul violáceo; en que la claridad nos abandona como si la tierra cayera en antro profundísimo. De las alturas de la atmósfera, serena e inmóvil, descendía un silencio augusto que parecía apagar el rumor de las hojas y el estridor de los carruajes. A intervalos batían el aire con sus oscuras y mudas alas los murciélagos, semejantes a almas en pena.

Extremadamente sensible al desfallecimiento de las cosas vivas, el espíritu de Juan se puso al unísono con el ambiente, sintiéndose penetrado de esa indefinible melancolía que parece irradiar de la vida vegetal cuando es abandonada del sol, su Dios y su fuerza.

Después de tender nuestro héroe una mirada distraída por el horizonte, a trechos perceptible por entre los troncos de los árboles, fijóse un momento en el cielo, hacia Occidente, maculado por una larga pincelada fuliginosa. Era el humo de una fábrica eléctrica que se disponía a iluminar la ciudad.

Ese humo negro exclamó Juan está ligado a la luz como el dolor al pensamiento. También yo he ansiado luz, mucha luz, y conseguí, sin duda, alumbrar mi inteligencia; pero ¡ay! el humo de la llama entenebreció mi corazón y empañó el cielo de mi dicha...

Poco después emergía por el Oriente el astro de la noche, rojo y amenazador como un espectro trágico. Miróle Juan obstinadamente. Una vez más contempló sus mares desecados, sus montañas abruptas y peladas, sus cráteres vacíos e inertes, sus grietas colosales...

¡He aquí -se dijo- la fiel imagen de nuestro aciago destino! También la pálida luna tuvo un corazón lleno de lava derretida y vivió rebosante de fuerza y de actividad, engalanada con la pompa de la vegetación, animada por el correr de los ríos, ceñida por el cerúleo tul de la atmósfera y embellecida por la dorada diadema de las nubes. Por ley ineluctable de la evolución, hoy la hermosa Diana no es mas que la calavera de un mundo. Sus órbitas gigantes están vueltas a la tierra, a cuya pujanza y vitalidad dirigieron, sin duda, sus últimas y envidiosas miradas. De igual modo nuestras órbitas vacías quedarán también un día orientadas hacia los astros, pero no serán ¡ay! atravesadas por el pincel dorado de la luz...