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El pesimista corregido: 30

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IX

Habían transcurrido dos años más. Juan era ya otro hombre. Trocada su psicología, corregida su conducta, el fruto no se hizo esperar.

Ganó por oposición una plaza de la Beneficencia provincial. La clientela, de cada vez más copiosa, rendíale pingües beneficios. Sus amigos, ahora muy numerosos y sinceros, rodeábanle con amor y se hacían lenguas de su bondad, discreción y talento, y hasta de sus simpáticas flaquezas y defectos. Porque Juan, de acuerdo con la sentencia de Gracián: "Ten veniales descuidos y defectos para que la envidia se cebe en ellos y no se atreva a lo mejor", fué por primera vez en su vida jovial, incorrecto, desaliñado, abandonando cierta solemne tiesura de la dicción y del gesto, así como cierto nimio y meticuloso cuidado de la sintaxis, que, sobre darle un aire de pedantismo enfadoso, robaban a sus palabras la espontaneidad y la gracia, la afabilidad y la llaneza, encanto y primor de la conversación familiar.

Nadie se acordaba ahora de sus antiguas extravagancias y locuras, que las gentes, piadosamente pensando, atribuyeron al tremendo choque moral producido por la muerte de sus padres idolatrados.

Y como cerebro y corazón sanos y tranquilos constituyen los mejores tónicos de la nutrición, nuestro desengañado filósofo mejoró también de naturaleza fisica. Era a la sazón un apuesto mozo de treinta y dos años, alto, fornido, elegante, con aire bondadoso e inteligente.

Elvira, la equilibrada y seria Elvira, no se había casado aún. Deseaba don Lucas unirla en matrimonio con cierto rico comerciante amigo suyo, joven y enamorado, aunque sin cultura ni talento; pero la avisada doncella no daba fácilmente su brazo a torcer. El pretendiente distaba mucho de realizar el tipo del intelectual, de voluntad firme y claro talento, que ella anhelaba para guía y amparo de su vida y prudente freno de su femenil nervosidad. El Lohengrin esperado debía reunir las cualidades que un célebre autor diputaba indispensables en el hombre de genio: el espíritu soñador, la cultura y altruismo de Don Quijote, y la serenidad, robustez y positivismo de Sancho, y hasta entonces el vigía del corazón no había columbrado el misterioso y encantado esquife.

Por fortuna, la avisada Elvira topó un día con su antiguo novio, el loco y doliente Juan, el joven ojeroso y pálido, a quien más de una vez sorprendió paseando sus melancolías por las umbrías del Retiro. Y quedó, al contemplarlo, agradabilísimamente sorprendida y, más que sorprendida, subyugada. Un fuerte aldabonazo del corazón anunció a la alborozada doncella que había, por fin, pisado la tierra de promisión.