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El piadoso aragonés/Acto II

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Acto I
El piadoso aragonés
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto II

Acto II

Salen CARLOS y DON PEDRO, con espadas desnudas.
CARLOS:

  Brava desdicha.

DON PEDRO:

Parece
que tus intentos, señor,
con cuidados o rigor
el cielo desfavorece,
  puesto que escapar de preso
no admite queja ninguna.

CARLOS:

¿Qué quiere hacer la fortuna
de mí con tales sucesos?
  Otra vez probé la espada
contra el rey, y otra vez salgo
vencido.
 

DON PEDRO:

Carlos, si valgo
por nuestra amistad jurada
  y el amor que has visto en mí,
no esperes en Aragón,
que te ha de vender traición
y el rey vengarse de ti,
  que si te prende otra vez,
habiéndote perdonado,
no te ha de valer airado
tener el padre jüez.
  Dos batallas has perdido
con más gente; pues, ¿qué esperas
si, dejando tus banderas,
sales huyendo vencido?
  Dos veces, Carlos, huistes
de tu fortuna esperiencia,
y en desigual competencia
su disfavor conociste.
  ¿En que tendrás confianza?
 

CARLOS:

Don Pedro, en esta ocasión
ser príncipe de Aragón
puede alentar mi esperanza.
  Nápoles me ha de mirar
como quien presto ha de ser
su rey, y Sicilia hacer
a mis intentos lugar.
  Fuera deso, en Barcelona
también me darán favor
por la inclinación y amor
que muestran a mi persona.
  Necedad es esperar
a que el rey me prenda aquí,
que puesto que adora en mí,
me ha de querer castigar.
  Y para larga prisión,
si le falta la piedad,
mi impaciente libertad
no ha de tener condición.
  Fernandillo está en Navarra,
con bríos de competir;
su madre me ha de seguir,
que es por lo Enríquez bizarra.
  Todo está ya conjurado
contra mí, pero no importa,
que ningún suceso acorta
las riendas de mi cuidado.
  Agora pienso correr
con más furia mi deseo.
 

DON PEDRO:

Pues si no le amainas creo,
Carlos, que te has de perder.
(Tocan.)
  Gente que nos sigue suena.

CARLOS:

¿Quién pudiera despedirse
de Elvira, si permitirse
puede gusto en tanta pena?

DON PEDRO:

  Señor, que te cercan mira.

CARLOS:

Pues adiós, mi prenda amada,
que está la fortuna airada
contra tu hermosura, Elvira.

(Vanse.)
(Músicos, ALCALDE y LAUR[ENCI]A, padrinos, gente del Bautismo.)
(Cantan.)
TODOS:

  Este niño se lleva la flor,
que los otros no.

UNO:

Este niño, ah, tan garrido.

TODOS:

Se lleva la flor.
 

OTRO:

Que es hermoso y bien nacido.

TODOS:

Se lleva la flor.

UNO:

La dama que le ha parida.

TODOS:

Se lleva la flor.

UNO:

Cuando llegue a estar crecido,
ha de ser un gran señor.

TODOS:

Este niño se lleva la flor,
que los otros no.

ALCALDE:

  ¡Pardiez, que pertenecía
para un niño tan horrendo!

LAURENCIA:

No, no, sino reverendo;
hablad con más cortesía.

ALCALDE:

  Pues, ¿qué más tiene?

LAURENCIA:

Callad,
que no han de saber quién es
el muchacho.
 

ALCALDE:

Digo pues
que el mejor de la ciudad
  había de ser padrino.

LAURENCIA:

Vos sois muy bueno, Juan Prieto,
porque ha de ser con secreto.

ALCALDE:

¿Vino ya el cura?

LAURENCIA:

Ya vino.

ALCALDE:

  Mirad si se ha puesto ya
la camisa por de fuera.

LAURENCIA:

Ya con el hisopo espera,
y el niño esperando está.

ALCALDE:

  En habiendo chapuzado
este muchacho en la pila,
tengo de bailar con Cila.

LAURENCIA:

El baile no os dé cuidado,
  cuidad de la colación.

ALCALDE:

Bien conocéis el padrino.

LAURENCIA:

Tendréis tostones y vino.

ALCALDE:

Tengo en arrope un lechón,
  que puede envidiarle el rey.
 

(Sale[n] NUÑO, MENDOZA y soldados.)
MENDOZA:

Por aquí dicen que huyó
Carlos.

NUÑO:

Carlos acertó
en huir a toda ley,
  que aunque es padre, y enemigo,
para segunda traición
larga y obscura prisión
fuera el pequeño castigo;
  no merece Carlos ya
perdón del rey ofendido,
que dos veces le ha vencido.

MENDOZA:

Con causa enojado está.

NUÑO:

  ¿Qué gente?

LAURENCIA:

¿No veis, soldado,
que vamos a bautizar
un niño?

MENDOZA:

En este lugar
habrá, por ventura, estado.

NUÑO:

  Buenos hombres desta aldea,
¿pasó Carlos por aquí?
 

LAURENCIA:

Dos hombres huyendo vi,
puede ser que alguno sea,
  que en ellos se conocía
que eran hombres de valor.
Agua me pidió el mayor,
mostrele una fuente fría,
  que es término deste valle,
y allá debieron de ir;
no tengo más que decir
de que eran de lindo talle.

(El REY, DON JUAN [DE BEAMONTE] y soldados.)
NUÑO:

  Ya no hay hacer diligencia,
dicha tuvo en escaparse.

REY DON JUAN:

¡Qué mal sabe aprovecharse
de mi piedad y clemencia!

NUÑO:

  Dicen estos labradores
que le vieron por aquí.

REY DON JUAN:

No huyas, Carlos, de mí,
que te aconsejan traidores.
  ¿Dónde va esta gente, Nuño?
 

NUÑO:

Llevan a la Iglesia un niño,
y cáusame admiración
ver un manteo tan rico
entre tanto sayal pardo,
que en tan pobres edificios
no se tejen pasamanos.

DON JUAN DE BEAMONTE:

Habranle acaso traído
de la ciudad.

ALCALDE:

No, a la he,
que aquí los tiene muy lindos
una dama de la corte,
madre del muchacho mismo.

REY DON JUAN:

¿Dama de la corte aquí?

LAURENCIA:

Callad, que estáis sin juicio.

ALCALDE:

Pues, ¿qué importa que lo sepan?
¿No veis que van de camino?

REY DON JUAN:

¿Cómo se llama esta dama?

ALCALDE:

Juan Prieto, señor.
 

REY DON JUAN:

No digo
sino esa dama.

ALCALDE:

¿La dama?
Así, no lo había entendido;
doña Elvira Abarca.

REY DON JUAN:

¡Ay cielos!,
¿no es del príncipe, mi hijo,
esta dama la inquietud?

DON JUAN DE BEAMONTE:

Así en Navarra se ha dicho.

REY DON JUAN:

¿Es suyo el hijo?

ALCALDE:

Pues ¿quién
queréis que le haya parido?

REY DON JUAN:

¿Y qué nombre le ponéis?

ALCALDE:

Juan Prieto, señor.

LAURENCIA:

Al niño
dice su merced.

ALCALDE:

¡Ah, sí!
Al niño, señor, Carlitos.
 

REY DON JUAN:

¿Qué tengo ya que dudar?
Estraño suceso ha sido,
porque camino, don Juan,
siguiendo aquel enemigo
que me debe tanto amor
y tan grandes beneficios,
del primer hijo que tiene
vengo a hallarme en su bautismo,
y sabéis también vosotros
de su padre el apellido.

ALCALDE:

Juan Prieto.

REY DON JUAN:

Su padre digo.

ALCALDE:

Pensé que decía el padrino.
 

DON JUAN DE BEAMONTE:

Señor, la fortuna quiere,
que es lo más cierto ha traído
aquí a Vuestra Majestad,
porque por ningún camino
puedes sujetar a Carlos,
ni tenerle más rendido,
que con tener esta prenda,
que llevándola contigo
donde con guarda se críe
es como tener cautivo
su corazón, y vivir
seguro de su enemigo.
Haga Vuestra Majestad
cuenta que con este anillo
tiene a Carlos en el dedo,
sin que pueda fugitivo
rebelarse contra él;
haga prenda en este niño
alma del príncipe, y crea
que el pensamiento atrevido
de reinar tiene en prisión.

LAURENCIA:

¿Qué habéis dicho? ¿Qué habéis dicho,
Juan Prieto? Que este es el rey.
 

ALCALDE:

¿El rey?

LAURENCIA:

¿Quién hubiera sido
tan bárbaro como vos?

ALCALDE:

Si yo lo hubiera sabido,
no estuviera tan barbado.

LAURENCIA:

Vos estáis en gran peligro,
que el niño quieren prender.

ALCALDE:

Eso no mientras yo vivo;
alcalde soy desta aldea,
y está fuera de las cinco.
 

REY DON JUAN:

  Beamonte, aunque yo pudiera
vengarme de Carlos hoy,
pues no porque abuelo soy
crueldad el prenderle fuera,
nunca Dios permita, y quiera,
que a un ángel ponga en prisión,
pues que los niños lo son,
porque Dios es Rey de Reyes,
y en su cielo nuestras leyes
no tienen juridición,
  que si Dios prendió en el cielo
un ángel, causa le dio,
ingrato se rebeló,
pagó su soberbio celo.
A este inhumano velo
no toca, por inociencia,
del padre la inobediencia,
porque el serme desleal
no es pecado original
que viene por ascendencia.
  Parece cosa incapaz
de mi majestad y nombre
vencer peleando un hombre
y cautivar un rapaz.
¡Bajo triunfo en guerra y paz!
Que si este niño en rigor
imita a Amor, no es honor,
antes puede parecer
triunfo de alguna mujer
que lleva atado al Amor.
  Pareciera cosa impropria,
si fuera en carro triunfante,
llevar un niño delante
hecho de mi sangre propia,
que si de su padre es copia,
y yo le vengo siguiendo,
haz cuenta que al ir corriendo
en el niño tropecé,
y que mientras que le alcé
se me fue su padre huyendo.
 

DON JUAN DE BEAMONTE:

  ¿Quiere Vuestra Majestad
dar licencia a que responda?

REY DON JUAN:

Querré, como corresponda
a mi grandeza y piedad.

DON JUAN DE BEAMONTE:

No es quitar la libertad
a un ángel prenderle aquí,
a su padre sí, que así
es como prenderle a él mismo,
ni es ángel sin el bautismo,
niño sí, y inocente sí.
  Y aun no sé si es inocente,
porque me atrevo a pensar
que le debemos culpar
por hijo de inobediente.
Bien sé que el niño no siente
en lo que puede culparse,
pero no puede escusarse
de que culpa le alcanzó,
pues su padre le engendró
cuando pensó rebelarse.
  Ni es triunfar de un niño hacer
prenda a su seguridad,
ni se ofende tu piedad,
ni la gloria de vencer.
Un diamante viene a ser
en que llevas el valor
de su padre, gran señor,
que aunque saliste a buscalle,
¿cómo habías de alcanzalle,
si tropezaste en su amor?
 

REY DON JUAN:

  Muchas veces he estimado,
Rocaberto, tus consejos.
Esta vez en mi piedad
poco lugar le concedo;
dirás, si volviese Carlos,
que de mi arrepentimiento
nacerían muchos daños.
Yo quiero pasar por ellos.
[...]

LAURENCIA:

Señor,
no negaréis a lo menos
que es vuestro nieto.

ALCALDE:

A la he
que a voces lo está diciendo.

NUÑO:

Pues, ¿en qué os parece a vos
que se parece a su abuelo?

ALCALDE:

En el andar, y en la barba,
pues en el hablar no hay ciego
que no lo echase de ver.
 

REY DON JUAN:

¡Qué rostro! Bendiga el cielo
tu hermosura. Llega, Nuño,
mírale bien, porque quiero
que le alabes a Fernando.

NUÑO:

Más le alabaré tu celo,
que es a un segundo señor
desaire que pica en necio
alabarle los sobrinos,
no siendo después de muertos.

REY DON JUAN:

Ahora bien, yo soy perdido.
Vamos a la iglesia, y luego
le daréis diez mil ducados
para mantillas, diciendo
a su madre que me pida
cuando se acabaren estos,
y que yo no la visito,
no por enojo que tengo,
mas solo porque la iglesia
no sabe que soy su suegro.

NUÑO:

Buen padrino, labradores.

ALCALDE:

¡Voto al sol que hay hinchimiento!
Señor, no le llame Carlos,
porque no le salga avieso,
que son los Carlos dimuños.

REY DON JUAN:

Pues ¿cómo queréis?

ALCALDE:

Juan Prieto.

(Vanse todos.)

 

(Salen DON FERNANDO y DOÑA ANA.)
DON FERNANDO:

  Ya viene a causar donaire,
señora, vuestra porfía.

DOÑA ANA:

En siendo esperanza mía,
la fundaréis en el aire.

DON FERNANDO:

  Pues, ¿no es el pedirme error
que os ratifique, señora,
palabras quien os adora
que son más aire que amor?

DOÑA ANA:

  ¿No me la disteis de ser
mi esposo cuando seáis
rey de Aragón? ¿Qué dudáis?
El tiempo lo puede hacer;
  el tiempo alarga o ataja
de la vida el mortal velo,
los valles levanta el cielo
y los altos montes baja.
  El tiempo tan vario es
que con igual ligereza
muchos pies hace cabeza,
y muchas cabezas pies;
  desde la corona altiva
al que de pieles se calza,
humildes pechos ensalza,
soberbios pechos derriba.
  ¿Qué imperio el tiempo ha dejado
que pueda permanecer
lo que era adorado ayer
esta mañana olvidado?
  Pues entre tantas mudanzas,
más que la luna y el viento,
¿por qué no tendrán aliento,
Fernando, mis esperanzas?
 

DON FERNANDO:

  Señora, bien sé que el tiempo
muda, deshace y olvida,
y que el mudar nuestra vida
es del tiempo pasatiempo;
  bien sé que no para un punto
y que a ninguno reserva;
bien sé que de polvo y yerba
se cubren Troya y Sagunto;
  que donde muros serían,
hoy se miran soledades,
y que no están mil ciudades
en el lugar que solían;
  y bien sé de sus efetos,
que pudo en breves instantes
hacer que mil ignorantes
nos pareciesen discretos.
  Poderoso el tiempo es;
muros y cetros perdonen,
que no sin causa le ponen
alas en manos y pies.
  Mas, ¿qué puede el tiempo hacer
que anime este bien pensar?
¿Qué montes se han de mudar
para que yo venga a ser
  rey de Aragón? Si por dicha
en estas guerras fundáis
de Carlos lo que esperáis,
también puede mi desdicha
  hacer que salga vencido
el rey, pues, ¿qué hará de mí
quien trata a su padre así?
 

DOÑA ANA:

Fernando, causa he tenido
  para pensar que seréis
rey de Aragón, que algún día
sabréis y de mi porfía
menos culpas me daréis.
  Si me queréis, es rigor
contra mi gusto argüir,
que obedecer y servir
son los dos polos de amor.
  Si yo ser vuestra deseo,
dejadme, si sois servido;
con la palabra que os pido
entretened el deseo.

DON FERNANDO:

  Digo, señora, que yo
seré vuestro si soy rey
de Aragón.

DOÑA ANA:

Pues si la ley
de las nobles se fundó
  en perder antes la vida
que quebrar palabra dada,
yo quedo tan confiada
como estoy agradecida,
  y cuanto a mi pensamiento,
con el laurel de Aragón
Dios os guarde, que no son
todas las palabras viento.

(Vase.)

 

DON FERNANDO:

  Si palabras son viento, si declara
cuanto el humano proceder previene,
que de tan fácil fundamento viene
desde la abarca a la mayor tiara,
si cuanto del poder mortal se armara
es viento que las voces entretiene,
si cuanto aquesta máquina contiene
es viento, en viento vive, en viento para,
el viento viene a ser de grande estima,
porque si el oro y el mayor contento,
la fama y gloria que la vida anima,
tienen en solo el viento el fundamento
y es todo viento cuanto el mundo estima,
lo más precioso viene a ser el viento.

(Sale NUÑO.)
NUÑO:

  ¿Podré besarte la mano?

DON FERNANDO:

¡Oh Nuño, el más bien venido
que amigo o criado ha sido!

NUÑO:

Luego ¿no he venido en vano?
  Que mi tardanza te advierte
que estuve bien ocupado
 

DON FERNANDO:

Notablemente has tardado;
todo lo perdona el verte.
  ¿Qué hay de mi padre y mi hermano?
¿Cómo no me dio licencia?

NUÑO:

Quiere el rey su inobediencia
castigar con propia mano;
  a todo estuve presente,
y aunque te importa, señor,
traigo a tu heroico valor
otra nueva diferente.

DON FERNANDO:

  ¿Nueva de importancia?

NUÑO:

Y mucha,
pero contaré primero
lo que es de Carlos.

DON FERNANDO:

Ya espero
con mis deseos.
 

NUÑO:

Escucha.
  Sacó tu hermano don Carlos,
ya príncipe de Viana,
como agora de Aragón
y de lo mejor de Italia,
con determinado intento
su ejército a la campaña
contra su padre en Aibar,
junto a Estela de Navarra;
puso el rey el suyo enfrente,
y al son de trompas y cajas
parecen Pompeyo y César
en los campos de Farsalia,
aunque aquellos dos reñían
por la majestad romana,
y aquí un hijo con su padre
por solo un jirón de España.
Allí hermanos, aquí amigos,
sacan también las espadas,
que no hay en guerras civiles
sangre ni amistad que valga;
los Agramontes le ayudan,
mas siendo injusta la causa,
Carlos perdió la vitoria
de la sangrienta batalla,
y no solo fue perdella,
que para mayor desgracia
fue preso y traído al rey,
que le halló vuelta la espalda.
 

NUÑO:

Pero como es la piedad
virtud en el rey tan alta
que Aníbal, Antonio Pío,
que Lucio y Emilo igualan,
al falso arrepentimiento
de la venerable cara,
volvió el aspecto real,
y con modestas palabras
perdona a Carlos, que apenas
se vio libre cuando trata
de rebelarse otra vez,
y vuelve a tomar las armas;
vuélvele a vencer su padre,
y cuando le sigue pasa
por una pequeña aldea
donde bautizando estaban
un hijo natural suyo
y de doña Elvira Abarca,
que allí parió de secreto
y fue en Pamplona su dama.
Aconsejaban al rey,
y no mal le aconsejaban,
que hiciese prenda del niño
como segura fianza
para la quietud de Carlos,
pero su piedad es tanta,
que quiso ser su padrino
al darle el agua sagrada.
 

NUÑO:

Sin esto, liberalmente
le dio para su crianza
diez mil escudos, en tanto
que Carlos vuelve a Navarra;
Carlos, pues, con estas nuevas,
que a ser de materia humana
se hiciera aquel pecho
donde está Nerón por alma,
en vez de rendirse al rey,
viendo la piedad más rara
que se refiere en historia
ni guarda en bronce la fama,
dándole los catalanes
favor con mucha arrogancia,
tercera vez vuelve a ser
la destrucción de su patria.
Este es, Fernando, el estado
en que tu padre se halla
a esta sazón, perseguido
de un hijo que tanto amaba,
pero, como otro David,
parece que a todos manda
guardar de Absalón la vida,
que el mismo fin le amenaza.
 

NUÑO:

La nueva que prometí,
y que por ventura aguardas,
es de Castilla; está atento,
que esto ha de ser de importancia.
Hizo el cardenal veneno,
como legado de España,
del Papa las amistades
del rey Enrique y su hermana
en los toros de Guisando.
Se ven los dos y se abrazan,
juran princesa a Isabel
de Castilla, hermosa infanta,
y para que no haya estorbo,
a la reina doña Juana
prendieron, y el arzobispo
de Sevilla quedó en guarda,
pero arrepentido el rey,
y para echar de su casa
a Isabel, trata en efeto
con don Alonso casarla,
rey de Portugal, y viendo
que este novio ya le agrada
porque debe de entender
que de Castilla le aparta,
trata ponerla en prisión,
pero ella discreta escapa
del rigor del rey, huyendo
donde algún tiempo la ampara
Ávila siempre leal,
y otra valiente Numancia.
 

NUÑO:

Su hermano del rey Luis
por el cardenal de Francia
la pide, pero no quiere
la nobleza castellana
bodas con guerras forzosas,
y así le parece darla
a quien merezca en Castilla
su señora proprietaria.
Van al duque de Segorbe,
que sabiendo que llegaban
por él, a besar les dio
la mano con arrogancia.
«¡Qué buenas manos», le dijo
un castellano, «y qué blancas,
que tiene Vueseñoría!»,
y dio la vuelta a la raya,
que como rey y compadre
los castellanos buscaban,
no querían que tan presto
les enseñase las garras.
Van luego por el Girón,
maestre de Calatrava,
y muere junto a Madrid
por ciertas locas palabras,
que dicen que dijo al cielo,
que pienso se las levantan,
que ningún cuerdo dijera
agravios, debiendo gracias.
 

NUÑO:

Con esto, de ti se acuerdan,
Fernando, y con justa causa
toman los votos del mundo,
que en Citra, en Persia, en Arabia,
dirán que solo Fernando
de Aragón puede llevarla,
con excesos de virtud,
de glorias y de esperanzas,
la cátedra de Isabel.
Tú, cuando vengan, no hagas
lo que hicieron los que dije;
humilde, indigno te llama,
no des a besar las manos,
no te digan que son blancas,
que con la menor cometa
tiembla a los reyes la barba;
haz lo que los gatos suelen,
que con humildad aguardan
puestas las manos dos horas
a que el ratoncillo salga,
pero encajando las uñas,
por esos tejados saltan;
humíllate hasta pescar
a Isabel, y si la agarras,
tú serás rey de Castilla
con la moza más gallarda,
de más ingenio y más brío,
más hermosa, más bizarra,
más cazadora, más fuerte,
más belicosa, más franca,
de más donaire y buen gusto
que esta edad ni la pasada
vieron jamás en el mundo.
 

NUÑO:

Aunque entren Dido y Cleopatra,
¿qué es Cleopatra, ni qué es Dido?
Digo que aunque entre mi dama,
porque con estar sin seso
quiero que les rinda parias.

DON FERNANDO:

  Nuño, estrañas nuevas son;
la de mi hermano de pena,
y la de Castilla llena
de deseo y confusión:
  de deseo, por llegar
a ser de Castilla rey,
por confusión, por la ley
que a un noble debe obligar.
  Di la palabra a doña Ana
de ser su esposo, y la debo
amor, con que no me atrevo
a darla a la castellana,
  aunque es tan dichoso empleo.

NUÑO:

Vive Dios que si pensara
que en ti tal respuesta hallara
me fuera a volver guineo,
  aunque no era menester
gente rubia, ¡vive Dios!,
que estoy...
 

DON FERNANDO:

Sabiendo los dos
que más se debe a mujer
  guardar la palabra dada,
¿que a los hombres dices eso?

NUÑO:

¿Qué palabra fuera exceso
de culpa, ni aun fuera nada,
  por ser de Castilla rey?
Aunque se la hubieras dado
al Turco, estás obligado
a ti por más justa ley.
  Hoy es gran servicio a Dios
poner en paz a Castilla,
que no puede reducilla
si no es casándoos los dos.
  Ya tu abuelo el Almirante,
trata de venir por ti,
no hay que replicar aquí
más ignorante que amante.

DON FERNANDO:

  Nuño, mi ventura es llana;
escribir quiero a mi padre.

NUÑO:

No dijera una comadre:
«Di la palabra a doña Ana».
  ¡Cuerpo de tal!, ¿qué la debes
para que dejes de ser
rey de Castilla?
 

DON FERNANDO:

Es mujer,
Nuño, de favores breves,
  que no hay quien los labios abra
a decir lo que no hay.

NUÑO:

Pues ¿qué holanda, o qué cambray,
te dio sobre esa palabra?
  El santero que traía
la imagen que a besar daba
al que no daba y besaba,
«Oye, hermano», le decía,
  como si no la besase.

DON FERNANDO:

No sé que haya obligación
fuera de mi condición.

NUÑO:

¿No dio limosna? Pues pase,
  y para que algo me des,
si sales de ser infante
de Navarra, Dios mediante,
que quien da los reinos es,
  toma este bello retrato
de Isabel, que no le diera
a quien su esposo no fuera.

DON FERNANDO:

No te seré, Nuño, ingrato
  como de envidias me salve.
¡Qué celestial maravilla!
¡Salve, reina de Castilla!
 

NUÑO:

¿Que rezaste alguna Salve?

DON FERNANDO:

  Por Dios, que es bella señora.

NUÑO:

No la ve más bella el sol
desde que el orbe español
viene en brazos de la aurora.

NUÑO:

  Suyo soy, venga conmigo,
señor, Vuestra Majestad.

DON FERNANDO:

¡Ay Dios, si fuera verdad!

NUÑO:

Verdad es, pues yo lo digo,
  y anímate.

DON FERNANDO:

¿En mil razones
no lo ves?

NUÑO:

Yo las alabo,
que un rubio, si sale bravo,
es más que cien mil leones.

(Vanse.)

 

(Sale[n] DOÑA ELVIRA y LAURENCIA.)
DOÑA ELVIRA:

  Tanta liberalidad
no merece ingratitud.
¡Qué soberana virtud
la magnánima piedad!
  Muero de pensar, Laurencia,
que Carlos, tan obligado,
vuelva otra vez obstinado
a seguir su inobediencia.
  ¿Tan buen padre merecía,
por tan heroica piedad,
pagarle en tanta crueldad,
desobediencia y porfía?
  Que en ser rebelde no cesa.

LAURENCIA:

Dicen que los catalanes
oro, gente y capitanes
le han dado para esta empresa.
  Si vieras, señora mía,
cómo de mozos y viejos
no admitía en los consejos
que le dieron aquel día
  para poner en prisión
su nieto, y tu hijo, hicieras
más sentimiento, y si vieras
con qué gusto y afición
  sacó el muchacho de pila,
no dudo que aborrecieras
a Carlos.
 

DOÑA ELVIRA:

Carlos, ¿qué esperas?
Que tu valor aniquila
  el ser a tu padre, ingrato,
que si merece castigo
serlo a un amigo, ¿qué amigo
te sufriera tan mal trato?
  No sé qué pueda esperar;
si vence es vitoria infame,
por más justa que la llame
loca ambición de reinar,
  pero si sale vencido,
¿qué será de mí, Laurencia?

(Salen CARLOS y DON PEDRO.)
CARLOS:

Esta vez con más licencia
te puedo hablar atrevido.

DOÑA ELVIRA:

  ¡Jesús! ¿Eres tú, señor?

CARLOS:

Yo soy, no temas Elvira,
y si temes, vuelve, y mira
donde pierdas el temor.
Escucha tanto rumor
de trompetas y de cajas,
que esta vez con más ventajas
vuelvo contra el rey cruel.

DOÑA ELVIRA:

Como del cielo Luzbel,
destos altos montes bajas.
 

CARLOS:

  No lo creas, que hoy verás
a Carlos rey de Aragón,
y no puede mi razón
sufrir más, ni aguardar más.
¿Cómo disculpa le das
a ochenta años? ¿Hasta cuándo
quiere el rey vivir reinando?
Dice que me tiene amor;
así se quiere en rigor,
pues me trae peregrinando.
  Artajerjes a Darío,
su hijo, el reino le dio;
Pitio a su mujer dejó
tanto imperio y señorío,
y aunque es gentil desvarío,
su hija muerta adorar
hizo un rey de Egipto dar,
metida en un buey de oro,
como a Dios ara y decoro,
sacrificio, honor y altar.
  ¿Estos son padres, Elvira?
¿Este es amor paternal?
No tratar los hijos mal,
que amar, y hacer mal, mentira.
 

CARLOS:

Si la obligación te admira
de no haber preso a su nieto,
páguesela su respeto,
que él no lo hizo por mí,
que si bien su padre fui,
él fue su primer conceto.
  Si le di a tu Carlos ser,
aquel fue que a mí me dio,
luego el ser que le di yo
es ser de su mismo ser.
Pues, ¿qué le puedo deber,
de que libre le ha dejado?
Si el muchacho ha perdonado,
es a su ser tan igual,
que yo de su original
le saqué para traslado.
  Quererme a mí perseguir,
y dejarle libre a él,
es que está mirando en él
lo que ha llegado a vivir;
debe de temer morir,
y como él mucho vivió,
dijo: «¿Aquí mi edad llegó?
Pues no quebréis, ni hagáis daños,
al espejo de mis años,
Elvira, y míreme yo.»
 

DOÑA ELVIRA:

  ¡Ay Carlos, qué sinrazones
te enseña la pretensión
de algunos, que a la ambición
hallan injustas razones!
Que si bien los escuadrones
del persa Jerjes retrato,
tanto marcial aparato,
por la tierra y por la mar,
que no se puede lograr
quien es a su padre ingrato.
  Los que a sus hijos dejaron
reinos, coronas, imperios,
no afrentas, no vituperios,
virtud y obediencia hallaron,
que muchos los castigaron
con la pena merecida,
que el hijo que es parricida
y rebelde a su piedad
no espere, que es necedad,
que Dios le alargue la vida.
  ¿Qué importa que tan galanes
soldados pretendan glorias?
Porque Dios da las vitorias,
no espadas ni catalanes,
caballeros capitanes,
así mozos como viejos,
haced oficios de espejos,
y fidedignos testigos,
que no son buenos amigos
los que dan malos consejos.
 

DON PEDRO:

  Señora, ninguno ignora
que en esta guerra hace mal.

DOÑA ELVIRA:

Ayudarle en caso igual
es obediencia traidora.

DON PEDRO:

Nadie aconseja, señora,
al príncipe.

CARLOS:

Si de ti
hubiera pensado aquí
que esto, Elvira, me dijeras,
bien sé yo que no me vieras.

DOÑA ELVIRA:

Oye.

CARLOS:

No más.

DOÑA ELVIRA:

Oye.

CARLOS:

Di.

DOÑA ELVIRA:

  Ven a ver tu hijo, y mira
de más cerca lo que vio
tu padre.

CARLOS:

No quiero yo
ser afeminado, Elvira.
 

DOÑA ELVIRA:

Tu crueldad, Carlos, me admira.

CARLOS:

Como a mí tu necedad.

DOÑA ELVIRA:

¿Qué sientes?

CARLOS:

¡Qué libertad
de que con ella me hables!

DOÑA ELVIRA:

¡Qué dos ejemplos notables
de crueldad y de piedad!

(Vanse todos.)
(Sale[n] el REY, el ALMIRANTE y DON BERNARDO.)
ALMIRANTE:

  Lo que he tratado con vos,
no nace de ser mi yerno
de lo mejor de Castilla;
don Juan, ha sido decreto,
y pues Dios no ha permitido
que de tantos casamientos
alguno se ejecutase,
el de Fernando, mi nieto,
debe de tener guardado
para mayores sucesos.
Nuestra reina ha de ser suya,
y si algún voto diverso
desta opinión se declara,
ni hace opinión, ni es defeto.
 

REY DON JUAN:

Almirante de Castilla,
vos sois de Fernando abuelo;
claro está que estimaréis
darle de Castilla el cetro,
no tengo yo que deciros,
ni es mi intento encareceros
las virtudes de Fernando,
dignas de tan alto premio.
No se sepa en Aragón
que va a ser rey de aquel reino,
por Dios, que yo enviaré
a mi Fernando a su tiempo,
porque si nos ven tratar
estas cosas, estoy cierto
que ha de haber algún estorbo,
y es imposible el secreto.

ALMIRANTE:

Guárdeos el cielo, don Juan,
para que veáis los reinos
de Castilla y de León
en vuestro hijo, y mi nieto.

(Vase.)

 

REY DON JUAN:

No quiero yo de mi vida
mejor fin, guárdeos el cielo.
¡Oh alegre y dichoso día,
nunca de mayor contento
se vistieran mis sentidos!
Si Carlos, como deseo,
reducido a mi obediencia
dejara los pensamientos
de quitarme la corona,
de que sospecho que presto
fuera mi heredero en paz,
que si vivo es porque creo
que el cielo alarga mi vida
para castigar su intento.

(Sale DON JUAN DE BEAMONTE.)
DON JUAN DE BEAMONTE:

¿Está aquí el rey?

REY DON JUAN:

¿Qué hay, d[on] Juan?

DON JUAN DE BEAMONTE:

No quisiera ser correo
de nuevas que te han de dar
tanta pena y sentimiento.

REY DON JUAN:

¿Vive Carlos?
 

DON JUAN DE BEAMONTE:

Carlos vive.

REY DON JUAN:

Pues no puede haber suceso
que me dé pena.

DON JUAN DE BEAMONTE:

Sí hará,
pues con ejército nuevo,
que ayudan los catalanes
te viene a quitar el reino.

REY DON JUAN:

¿Es posible?

DON JUAN DE BEAMONTE:

Sí, señor.

REY DON JUAN:

Bien dijiste; agora apruebo
el sentimiento, y tan grande
de ver su rigor le tengo
que, o sea por mucha edad,
o por ser tanto su exceso,
rompiendo la presa al alma
vienen por mis ojos tiernos
dos tempestades de llanto.
Ingrato hijo, ¿qué es esto?
¿Tres veces contra tu padre,
que no han de tener sosiego
tus crueldades, Carlos mío?
 

DON BERNARDO:

¿Llora el rey?

DON JUAN DE BEAMONTE:

Está muy viejo.

DON BERNARDO:

El lienzo pone en los ojos.

DON JUAN DE BEAMONTE:

Tal dolor le oprime.

REY DON JUAN:

¡Ay, cielos!
¡Ay, Beamonte! ¡Ay, don Bernardo!
¡Ay, hijo Carlos!, ¿qué es esto?

DON JUAN DE BEAMONTE:

¿Qué tienes, rey y señor?

REY DON JUAN:

De tal manera acudieron
lágrimas, o humor helado,
a los ojos, que no veo.

DON BERNARDO:

¿Cómo no? Vuelve, señor.

REY DON JUAN:

¿Qué lo dudáis? Estoy ciego.

DON JUAN DE BEAMONTE:

Estraño caso.

REY DON JUAN:

Esto pudo
Carlos, esto a Carlos debo.
 

DON BERNARDO:

Debe de ser el humor
que debe de andar revuelto,
sosiega un poco en la cama.

REY DON JUAN:

Carlos, que acertaste es cierto
a cegarme con tus penas,
porque sin duda que viendo
tu cara fuera imposible
castigar tu mal deseo;
tenlo por mala señal,
que debe de ser que el cielo,
para que no te perdone,
quiere que te mire ciego,
mas no sé cómo ha de ser
no perdonar tus excesos,
que si hay ojos en el alma,
ya con el alma te veo.