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El principo federativo: Conclusiones

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El pueblo francés, falto de una idea, se desmoraliza. Le falta la comprensión de la época y de la situación; no ha conservado sino el orgullo de una iniciativa cuyo principio y fin se le escapan. Ninguno de los sistemas políticos que ha ensayado ha respondido plenamente a sus esperanzas y no imagina ningún otro.

La legitimidad apenas despierta en las masas un sentimiento de piedad; la realeza de julio, una añoranza. ¿Qué importa que las dos dinastías, al fin reconciliadas, se fusionen o no? Ambas no han tenido y no pueden tener para el país más que una sola e igual significación: la monarquía constitucional. Ahora bien: conocemos sobradamente esta monarquía constitucional. La hemos visto actuando y la hemos podido juzgar. Fue una obra de transición de la que se hubiese podido esperar más, pero cuya ruina provino de sí misma. La monarquía constitucional se ha acabado; la prueba está en que carecemos hoy de lo necesario para restablecerla, y, en el caso imposible de que lo lográsemos, se derrumbaría de nuevo, si no por otra cosa, por su propia impotencia.

La monarquía constitucional es, en efecto, el reino de la burguesía, el gobierno del Tercer Estado. Ahora bien: la burguesía ha desaparecido y no existen materiales con que reconstruirla. En el fondo, la burguesía era una creación feudal, al igual que el clero y la nobleza. No tenía significación, y, por tanto, no podría recobrarla sino por la presencia de los dos primeros órdenes: la nobleza y el clero. Como sus hermanos mayores, la burguesía fue afectada por la Revolución de 1789; el establecimiento de la monarquía constitucional ha marcado su común transformación. En lugar de aquella burguesía monárquica, parlamentaria y censitaria, que absorbió los dos órdenes superiores y brilló un momento sobre sus ruinas, tenemos hoy en día la igualdad democrática y su manifestación legítima, el sufragio universal. ¡Tratad, dada esta situación, de rehacer la burguesía!...

Añadamos que, aunque fuese restaurada, la monarquía constitucional sucumbiría ante las tareas de la hora. ¿Con qué reembolsaría la deuda? ¿Disminuiría los impuestos? Pero el incremento de los impuestos pertenece a la esencia del gobierno unitario, y, además, como gasto extraordinario tendríamos los de reinstalación del sistema. ¿Reduciría el ejército? ¿Qué fuerza opondría entonces, como contrapeso, a la democracia?... ¿Ensayaría una liquidación? Pero, precisamente, ¿no advendría para impedir la liquidación? ¿Otorgaría las libertades de prensa, asociación y reunión? ¡No, dos veces no! La forma en que la prensa burguesa ha usado desde hace diez años del privilegio de publicación que le fue conservado por el imperio prueba que lo que la domina no es precisamente el amor a la verdad y a la libertad, y que el régimen de represión contra la democracia social, organizado desde 1835 y desarrollado en 1848 y en 1852, se impondría con ella con la violencia de una fatalidad. La monarquía constitucional restaurada ¿trataría, como en 1849, de restringir el derecho de sufragio? Si así fuese, significaría una declaración de guerra a la plebe y, como consecuencia, el preludio de una revolución. Si no, febrero de 1848 le predice su suerte: más pronto o más tarde moriría; lo que supondría, igualmente, una revolución. Reflexionad un momento; os convenceréis de que la monarquía constitucional, colocada entre dos fatalidades revolucionarias, pertenece ya a la historia y que su restauración en Francia sería una anomalía.

El imperio existe, afirmándose con la autoridad de la masa. Pero ¿quién no ve que el imperio, que alcanzó su tercera manifestación en 1852, está minado a su vez por la fuerza desconocida que modifica continuamente todas las cosas y empuja las instituciones y las sociedades hacia fines desconocidos que superan con mucho las previsiones de los hombres? En lo que le permite su naturaleza, el imperio tiende a aproximarse a formas contractuales. A su regreso de la isla de EIba, Napoleón I se vio obligado a jurar los principios del 89 y a modificar el sistema imperial en un sentido parlamentario; Napoleón III ha modificado ya más de una vez la constitución de 1852 en el mismo sentido. Bien que continúe reprimiendo a la prensa, le deja más latitud que su predecesor imperial. Por mucho que modere la voz de la tribuna, invita a hablar al Senado como si no hubiese suficientes arengas del cuerpo legislativo. ¿Y qué significan estas concesiones, sino que, por encima de las ideas monárquicas y napoleónicas, domina en el país una idea primordial, la idea de un pacto libre otorgado -adivinadlo, ioh príncipes!- por la libertad ... En la larga serie de la historia, todos los Estados se nos aparecen como transiciones más o menos brillantes: el imperio es igualmente una transición. Puedo afirmarlo sin ofender: el imperio de los Napoleones se encuentra en plena metamorfosis.

Una idea nos queda, inexplorada, afirmada de repente por Napoleón III, como fue afirmado el misterio de la redención por el gran sacerdote de Jerusalén al final del reinado de Tiberio; aquella idea es la federación.

Hasta el presente, el federalismo no evocaba en los espíritus más que ideas de desmembración; estaba reservado a nuestra época concebirlo como sistema político.

a) Los grupos que componen la Confederación -lo que se llama el Estado- son ellos mismos Estados, que juzgan, se gobiernan y se administran soberanamente, según sus propias leyes.

b) La Confederación tiene como fin unirlos en un pacto de garantía mutua.

c) En todos los Estados confederados, el gobierno está organizado según el principio de la separación de poderes; la igualdad ante la ley y el sufragio universal son sus bases.

He aquí todo el sistema. En la Confederación, las unidades que forman el cuerpo político no son los individuos, ciudadanos o súbditos; son grupos dados a priori por la naturaleza y cuya extensión media no supera la de una población agrupada sobre un territorio de algunos centenares de leguas cuadradas. Estos grupos constituyen pequeños Estados, organizados democráticamente bajo la protección federal y cuyas unidades son los jefes de familia o ciudadanos.

Así constituida, la Federación resuelve, en la teoría y en la práctica, el problema del concierto de la libertad y de la autoridad, dando a cada una su justa medida, su verdadera competencia y toda su iniciativa. En consecuencia, únicamente ella garantiza, con el respeto inviolable del ciudadano y del Estado, el orden, la justicia, la estabilidad y la paz.

En primer lugar, el poder federal -que es aquí poder central, órgano de la colectividad mayor- ya no puede absorber las libertades individuales, corporativas y locales, que le son anteriores, puesto que ellas le han dado nacimiento y solo ellas le sostienen; lo que es más: le son superiores, por su propia constitución y por la que le han dado . A partir de este momento, ya no hay peligro de ruina; la agitación política no puede conducir más que a un cambio personal, jamás a uno de sistema. Podéis dar libertad a la prensa, a la tribuna, a las asociaciones, a las reuniones; suprimir toda policía política: el Estado no tiene por qué desconfiar de los ciudadanos, ni estos del Estado. La usurpación en este es imposible; la insurrección en aquellos, impotente y sin objeto. El Derecho es el eje de todos los intereses y llega a convertirse en razón de Estado; la verdad es la esencia de la prensa y el pan cotidiano de la opinión.

Tampoco se puede temer nada de la propaganda religiosa, de la agitación clerical, de los desbordamientos del misticismo, del contagio de las sectas. Que las iglesias sean libres como las opiniones, como la fe: el pacto les garantiza la libertad, sin temer sus atentados. La Confederación las envuelve y la libertad las contrapesa: aunque los ciudadanos profesasen la misma creencia y ardiesen con igual celo, su fe no podría alzarse contra su derecho ni su fervor prevalecer contra su libertad. Suponed a Francia organizada federalmente, y toda esta recrudescencia católica de la que somos testigos desaparece instantáneamente. Más aún: el espíritu de la Revolución invade a la Iglesia, obligada a contentarse con la libertad y a confesar que no tiene nada mejor que ofrecer a los hombres.

Con la Federación podéis dar la instrucción superior a todo el pueblo y garantizaros contra la ignorancia de las masas, cosa imposible y aun contradictoria en el sistema unitario.

Sólo la Federación puede dar satisfacción a las necesidades y a los derechos de las clases laboriosas, resolver el problema del concierto entre el capital y el trabajo, el de la asociación, los del impuesto, el crédito, la propiedad, el salario, etc. La experiencia demuestra que la ley de la caridad, el precepto de las buenas obras y todas las instituciones filantrópicas son, en este campo, radicalmente impotentes. Sólo queda el recurso a la Justicia, igualmente soberana en las cuestiones de economía política como en las de gobierno; queda el contrato sinalagmático y conmutativo. Ahora bien: ¿qué nos dice, qué nos manda la Justicia, expresada por el contrato? Nos manda reemplazar el principio de monopolio por el de mutualidad en todos los casos en que se trata de garantía industrial, de crédito, de aseguramiento, de servicio público; cosa fácil en un régimen federal, pero que repugna a los gobiernos unitarios. Así, la reducción e igualación del impuesto no pueden alcanzarse bajo un poder con muchas competencias, puesto que para reducir e igualar el impuesto habría que comenzar por descentralizarlo; así, la deuda pública no se liquidará jamás, antes al contrario, aumentará siempre más o menos rápidamente, tanto bajo una República unitaria como bajo una monarquía burguesa; de la misma forma, el comercio exterior, que debería proporcionar a la nación un suplemento de riqueza, es anulado por la restricción del mercado interior, restricción causada por la enormidad de los impuestos ; de igual modo, los valores, precios y salarios no se regularizan jamás en un medio antagónico, donde la especulación, el tráfico y el comercio, la banca y la usura, dominan cada vez más sobre el trabajo. Finalmente, la asociación obrera continuará siendo una utopía en tanto que el gobierno no comprenda que los servicios públicos no deben ser ni prestados por él mismo ni entregados a empresas privadas y anónimas, sino confiados en arrendamiento por un tanto alzado a compañías de obreros solidarios y responsables. Basta ya de intromisiones del poder en el trabajo y en los negocios, de protección al comercio y a la industria, de subvenciones y concesiones, de préstamos y empréstitos; cesen los sobornos a los funcionarios, las rentas industriales o de cualquier otro tipo, el agio. Pero ¿de qué sistema podéis esperar estas reformas sino del federativo?

La Federación da amplia satisfacción a las aspiraciones democráticas y a los sentimientos conservadores burgueses, dos elementos en todas partes irreconciliables. ¿Cómo se obtiene esto? Precisamente gracias a esta garantía político-económica, que es la expresión más alta del federalismo. Francia, devuelta a su ley, que es la mediana propiedad, la honesta mediocridad, el nivel cada vez más cercano de las fortunas, la igualdad; Francia, dando libre rienda a su genio y a sus costumbres, constituida en un haz de soberanías mutuamente garantizadas, no tiene nada que temer ni del diluvio comunista ni de las invasiones dinásticas. La multitud, impotente de ahora en adelante para aplastar las libertades públicas, lo es igualmente para confiscar o apoderarse de las propiedades. Más y mejor, se convierte en la barrera más fuerte contra la feudalización de la tierra y de los capitales, a la cual tiende fatalmente todo el poder unitario. Mientras que el hombre de las ciudades no ama la propiedad sino por la renta que le proporciona, el campesino cultivador la estima por sí misma. Por eso la propiedad no es nunca más completa y está mejor garantizada que cuando, por una división continua y bien ordenada, se aproxima a la igualdad, a la federación. No más burguesía, no más democracia: únicamente ciudadanos, como nosotros lo predicamos en 1848. ¿No es acaso esta la última palabra de la revolución? ¿Y dónde encontrar la realización de este ideal, sino en el federalismo? Ciertamente, a pesar de lo que se dijo en 1793, riada hay menos aristocrático ni menos del pasado que la federación; pero -hay que confesarlo- nada, igualmente, menos vulgar.

Bajo una autoridad federal, la política de un gran pueblo es tan sencilla como su destino. En el interior, hacer reinar la libertad, procurar a todos trabajo y bienestar, cultivar las inteligencias, fortificar las conciencias; en el exterior, dar ejemplo: Un pueblo confederado es un pueblo organizado para la paz: con las armas ¿qué haría? Todo el servicio militar se reduce a la gendarmería, a los empleados del Estado Mayor y a los encargados de la vigilancia de los arsenales y fortalezas. No hay ninguna necesidad de alianzas, ni tampoco de tratados de comercio: entre naciones libres, basta con el derecho común. En materia de transacciones, libertad de comercio, sin perjuicio de las deducciones fiscales, y en ciertos casos debatidos en el Consejo federal, una tasa de compensación. En lo que respecta a las personas, libertad de circulación y residencia, dentro del respeto debido a las leyes de cada país, en espera de llegar a la comunidad de patria.

Tal es la idea federalista y tal su deducción. Añadid que la transición puede ser tan insensible como se quiera. El despotismo es de difícil construcción, de conservación peligrosa; es siempre fácil, útil y legal volver a la libertad.

La nación francesa está perfectamente preparada para esta reforma. Está tan acostumbrada a sufrir desde tiempo inmemorial pesadas cargas y cadenas de todas clases, que es poco exigente: estará dispuesta a esperar diez años la conclusión del edificio, con tal que vea levantar un piso cada año. La tradición no es contraria a esa reforma: quitad de la antigua monarquía la distinción de castas y los derechos feudales. Francia, con sus asambleas provinciales, sus diversos derechos consuetudinarios y sus burguesías provinciales, no es más que una vasta confederación; el Rey de Francia, un presidente federal. Fueron las luchas revolucionarias las que nos trajeron la centralización. Bajo este régimen, la igualdad se ha mantenido, por lo menos, en las costumbres; la libertad se ha debilitado progresivamente. Desde el punto de vista geográfico, el país ofrece no menos posibilidades: perfectamente agrupado y delimitado en su circunscripción general, de una maravillosa aptitud para la unidad, como no ha cesado de mostrarse, felizmente no es menos propicio a la federación por la independencia de sus cuencas, cuyos ríos vierten en tres mares. Corresponde a las provincias hacer oír su voz las primeras. París, transformándose de capital en ciudad federal, no tiene nada que perder en este cambio; encontraría, al contrario, una vida nueva y mejor. La absorción que ejerce sobre la provincia la congestiona, si puedo expresarme así: pesando menos, menos apoplética, París sería más libre, ganaría y daría más. La riqueza y la actividad de las provincias, asegurando a sus productos un mercado superior al de todas las Américas, recobraría en negocios reales todo lo que hubiese perdido con la disminución del parasitismo; la fortuna y seguridad de sus habitantes no conocerían más intermitencias.

Cualquiera que sea el poder encargado de los destinos de Francia, me atrevo a decir que no hay para él otra política a seguir, otro camino de salvación, otra idea. Que dé, pues, la señal de las federaciones europeas; que se erija en el aliado, el jefe y el modelo, y su gloria será tanto más grande cuanto que coronará todas las glorias.

Notas

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  • La relación entre el poder central o federal y los poderes locales o federados se expresa por la distribución del presupuesto. En Suiza, el presupuesto federal cubre apenas el tercio del total de las contribuciones; los otros dos tercios quedan en manos de las autoridades cantónales. En Francia, por el contrario, es el poder central el que dispone de la casi totalidad de los recursos del país; es él, el que reglamenta los ingresos y los gastos; igualmente él, el que se encarga de administrar las grandes ciudades como París, cuyas municipalidades son así puramente nominales; es finalmente él, el depositario de los fondos municipales y el que vigila su empleo.
  • Francia produce una media anual de 30 a 35 millones de hectolitros de vinos. Esta cantidad, unida a las de las sidras y cervezas, no superaría en mucho el consumo de sus treinta y ocho millones de habitantes, si todo el mundo pudiese beber su parte alícuota de vino, cerveza o sidra. Entonces, ¿por qué buscar fuera un mercado que tenemos en casa? Pero sucede algo peor: estando cerrado el mercado interior, debido a los impuestos estatales, los gastos de transporte, los arbitrios municipales de puertas, etc., se creyó encontrar un mercado en el extranjero. Pero el extranjero no compra más que vinos de lujo, rechaza los vinos ordinarios, de los que gusta poco o que le saldrían demasiado caros; tanto, que el productor se queda sin comprador interior ni exterior para su mercancía. La Gironda había contado con el tratado de Comercio con Inglaterra para dar salida a sus vinos; grandes cantidades fueron expedidas a Inglaterra: han quedado invendidas en los almacenes. Investigad y veréis que esta anomalía, tantas veces denunciada, se debe a una serie de causas que se resuelven en última instancia en una sola: el sistema unitario (véase mi Teoría del impuesto, 1861).