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El retrato oval (Cano y Cueto tr.)

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XI.

El retrato oval.


El castillo, en el cual mi criado habia pensado entrarme á la fuerza, más bien que dejarme, deplorablemente herido como estaba, pasar una noche al aire libre, era uno de estos edificios, mezcla de grandeza y de melancolía que desde remotos tiempos han levantado sus soberbias frentes en mitad de los Apeninos tan grandes en la realidad como en la imaginacion de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia habia sido y muy recientemente, abandonado.

Nos instalamos en uno de los salones más pequeños y menos suntuosamente amueblados. Estaba situado en una torre separada del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y destrozado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados de numerosos trofeos heráldicos de toda, forma, así como de un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos de oro, de un gusto arabesco.

Me escitaron un profundo interés, y quizás mi delirio, que comenzaba, fuese la causa de ello; me escitaron un profundo interés estas pinturas que estaban colgadas no solamente sobre las principales paredes, sino también en una porcion de escondrijos que la arquitectura caprichosa del castillo hacia inevitables; si bien ordené á Pedro cerrar los pesados postigos del salon., pues ya era hora avanzada; encender un gran candelabro de muchos mecheros, colocado al lado de mi cabecera y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de faralaes que rodeaban el lecho. Deseaba que esto se hiciese así, para que pudiese al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente con la contemplacion de estas pinturas, y por la lectura de un pequeño volúmen que había encontrado sobre la almohada y que contenía su crítica y su análisis.

Leí largo tiempo, largo tiempo; contemplé religiosa, devotamente; las horas huyeron, rápidas y gloriosas, y la profunda media noche llegó. La posicion del candelabro me incomodaba, y estendiendo la mano con dificultad para no turbar á mi adormecido criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.

Pero esta accion produjo un efecto completamente inesperado. La luz de las numerosas bujías (que tenia muchas) cayeron entonces sobre un nicho del salon que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Ví envuelta en viva luz una pintura que no había notado desde luego.

Era el retrato de una jóven, ya formada, casi muger. Miré la pintura rápidamente y cerré los ojos. Porque no lo comprendí bien desde luego: pero mientras que mis ojos permanecieron cerrados analicé rápidamente la razon que me los hacia cerrar así. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y para pensar, para augurarme que mi vista no me habia engañado, para calmar y preparar mi espíritu á una contemplacion más fria y más segura. Al cabo de algunos instantes miré de nuevo la pintura fijamente.

No podía dudar, aun cuando dudar hubiese querido; que no me hubiera allí fijado desde luego; porque el primer destello de la luz sobre este lienzo habia disipado el estupor delirante de que mis sentidos estaban poseídos, y me habia hecho volver repentinamente á la vida real.

El retrato, como ya he dicho, era el de una jóven. Era simplemente un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo, que se llama en lenguage técnico, estilo de viñeta mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas de predileccion. Los brazos, el seno, y en las puntas de sus cabellos radiantes, se perdían intangiblemente en la sombra vaga, pero profunda que servia de fondo al conjunto. El marco era oval, magníficamente dorado y labrado en el gusto morisco. Más bien puede ser que no fuese ni la ejecucion de la obra, ni la inmortal belleza de la fisonomía, quien me impresionó tan repentina y fuertemente. Todavía menos podía yo creer que mi imaginacion al salir de un semisueño, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva.

Ví enseguida que los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, me habian preservado de toda ilusion aun momentánea. Haciendo estas reflexiones, y muy vivamente, quedé medio acostado, medio sentado, casi una hora entera, los ojos fijos en este retrato. Habia adivinado que el encanto de la pintura era una espresion vital absolutamente adecuada á la misma vida, que al principio me había hecho estremecer, y últimamente me habia confundido, subyugado, espantado. Con un terror profundo y respetuoso coloqué el candelabro en su primera posicion. Habiendo así quitado de mi vista la causa de mi profunda agitacion, busqué ansiosamente el volúmen que contenia el análisis de los cuadros y su historia.

Buscando directamente el número que marcaba el retrato oval, leí la vaga y singular reiacion siguiente:

«Era una jóven de belleza nada común, y que no era menos amable que llena de gracia, y maldita fué la hora en que ella vió, amó y se desposó con el pintor.

Él, apasionado, estudioso, austero y habiendo hallado una esposa en su arte; ella, jóven, de rarísima belleza, y no menos amable que llena de gracia, nada más que luz y sonrisas, y la alegría de un cervatillo; y queriéndolo todo; no odiando más que el arte que era su rival; no temiendo más que á la paleta y los pinceles, y demás instrumentos importunos que la privaban del rostro de su adorado. Fué una cosa temible para esta dama oir al pintor hablar del deseo de copiar aún á su jóven esposa. Más era humilde y obediente, y sentóse con dulzura durante largas semanas en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso.

Más el pintor cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de dia en dia.

Y era un hombre apasionado, estraño, pensativo y que se perdía en ensueños; tanto que no queria ver que la luz que casi tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su muger que se consumía visiblemente para todos, escepto para él.

No obstante, ella sonreía más y más, porque veia que el pintor (que tenia un gran renombre) recibia un vivo y abrasador placer en su tarea, y trabajaba de noche y dia para copiar á la que tanto amaba, pero que se ponía de dia en dia más consumida y débil. Y en verdad, aquellos que contemplaban el retrato, hablaban en voz baja de su parecido, como de un poder maravilloso y como una prueba no menos grande del génio del pintor que del profundo amor por aquella que él pintaba tan maravillosamente. Pero á la larga, como el trabajo tocase á su fin, nadie fué admitido en la torre; porque el pintor había llegado á enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su muger. Y no quería ver que los colores que estendía sobre el lienzo, eran sacados de las mejillas de aquella que estaba sentada á su lado. Y cuando muchas semanas hubieron pasado, y no quedaba que hacer más que una cosa muy pequeña, nada más que dar un toque sobre la boca y una veladura sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aun, como la llama en el mechero de una lámpara. Y entonces el toque fué dado, y la veladura también; y durante un momento el pintor quedó en éxtasis ante el trabajo que había hecho; más un minuto después, como lo contemplase todavía, tembló, palideció quedó herido de terror, y gritando con voz terrible:

En verdad que era la vida misma! volvióse bruscamente para mirar á su amada; y... estaba muerta!»