El rey de las montañas/V

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V

Los gendarmes

El Rey no parecia muy impresionado. Sin embargo, sus cejas estaban más juntas que de ordinario, y las arrugas de su frente formaban un ángulo agu- do entre las dos orejas. Preguntó al recién llegado:

—¿Por dónde suben?

—Por Castia.

—¿Cuántas compañias?

—Una.

—¿Cuál?

—No sé.

—Aguardemos.

Un segundo mensajero llegó a todo correr para dar la señal de alarma. Hadgi—Stavros le gritó cuando lo vió, aún lejos:

—¿Es la compañía de Pericles?

El bandido respondió:

—No lo sé; no sé leer los números.

A lo lejos sonó un disparo.

—Chiton—dijo el Rey, sacando su reloj.

La asamblea guardó un silencio religioso. Cuatro disparos se sucedieron de minuto en minuto. El último fué seguido de una detonación violenta que parecia una descarga. Hadgi—Stavros volvió, sonriendo, el reloj a su bolsillo.

—Está bien—dijo—; vuelvan los bagajes al depósito y sirvannos vino de Egina. ¡Es la compañia de Pericles!

En el preciso momento de terminar la frase me vió a mí en un rincón y me llamó con tono de zumba.

—Venga usted, señor alemán; no está usted de más. Es bueno levantarse temprano. ¿Tiene usted ya despierta la sed? Beberá un vaso de vino de Egina con nuestros gendarmes.

Cinco minutos más tarde trajeron tres pellejos enormes sacados de algún almacén secreto. Un centinela retrasado vino a decir al Rey:

—¡Buena noticia! ¡Los gendarmes de Pericles!

Algunos bandidos se apresuraron a salir al encuentro de la tropa. El corfiota, hombre de fácil palabra, corrió a arengar al capitán. Pronto se escuchó el tambor, asomó la bandera azul, y sesenta hombres. bien armados, desfilaron en dos filas hasta el gabinete de Hadgi—Stavros. Reconoci al señor Pericles por haberlo admirado en el paseo de Patissia.

Era un joven oficial de treinta y cinco años, moreno, presumido, querido de las mujeres, gran bailador en la corte, y que llevaba con garbo las charreteras de latón. Metió el sable en la vaina, corrió al Rey de las montañas, y lo besó en la boca, diciéndole:

—¡ Buenos días, padrino!

—Buenos días, pequeño—respondió el Rey, acariciándole la mejilla con el dorso de la mano —. ¿Sigues en buena salud?

—Si, gracias; ¿y tú?

—Como ves. ¿Y la familia?

—Mi tío, el obispo, está con fiebres.

—Tráemelo acá: yo lo curaré. El prefecto de policia ¿va mejor?

—Algo; te manda muchas cosas; también el ministro.

—¿Qué hay de nuevo?

—Baile en palacio para el 15. Está decidido: lo dice El Siglo.

¿Sigues, pues, bailando? ¿Y qué se hace en la Bolsa?

—Baja en toda la linea.

—¡Bravo! ¿Tienes cartas para mi?

—Sí; aqui las tienes. Fotini no estaba preparada, Te escribirä por correo.

—Un vaso de vino... ¡A tu salud, pequeño!

—¡Dios te bendiga, padrino! ¿Quién es este franco que nos escucha?

—Nada: un alemán sin importancia. ¿No sabes de alguna cosa que podamos hacer nosotros?

—El pagador general envia 20.000 francos a Argos. Los fondos pasarán mañana a la noche por las rocas escironianas.

—Alli me encontraré. ¿Hace falta mucha gente?

—Si; la caja va escoltada por dos compañías, —¿Buenas o malas?

—Detestables. Gentes capaces de dejarse matar.

—Llevaré a toda mi gente. En mi ausencia guardarás a nuestros prisioneros.

—Con mucho gusto. A propósito. Tengo las órdenes más severas. Tus inglesas han escrito al embajador. Llaman en su socorro al ejército entero.

—¡Y yo soy quien les he dado el papel! ¡Y después tenga usted confianza en las gentes!

—Al dar mi parte habré de tener esto en cuenta.

Les hablaré de una batalla en carnizada.

—Redactaremos esto juntos.

—Si. Esta rez, padrino, soy yo quien me llevo la victoria.

—¡No!

¡Si! Tengo necesidad de ser condecorado.

—Lo serás otro dia. ¡Eres insaciable! ¡No hace más de un año que te he hecho capitán!

—Pero comprende, querido padrino, que tienes interés en dejarte vencer. Cuando se sepa que tu partida queda dispersa, renacerá la confianza, vendrán los viajeros y harás los grandes negocios.

—Si; pero si soy vencido, subirá la Bolsa, y yo juego a la baja.

—Si; no te faltarán cosas que decirme! Por lo menos, deja que te mate una docena de hombres.

—Concedido. Esto no perjudica a nadie. Por tu parte, es preciso que te mate diez.

—¿Cómo? A mi vuelta se verá perfectamente que mi compañía está intacta.

—De ningún modo. Los dejarás aqui; tengo necesidad de reclutas.

—En este caso te recomiendo al pequeño Spiro, mi ayudante. Sale de la escuela de los Evélpides; es instruído e inteligente. El pobre muchacho no cobra más que setenta y ocho francos al mes, y sus padres no viven bien. Si se queda en el ejército, no será subteniente antes de cinco o seis años: las escalas están abarrotadas. Pero si se distingue entre tu gente, procurarán sobornarlo y tendrá su nombramiento dentro de seis meses.

—¡Vaya con el pequeño Spiro! ¿Sabe francés?

— Regular.

— Acaso me quede con él. Si me conviniese, le daría parte en el negocio, seria accionista. Entregarás a quien corresponde la Memoria del año. Doy 82 por 100.

— ¡Bravo! Mis ocho acciones me han producido más que mi sueldo de capitán. ¡Ah, padrino, qué oficio el mio!

¡Qué quieres! Tú serías bandolero a no ser por las ideas de tu madre. Siempre ha pretendido que carecías de vocación. ¡A tu salud! ¡A la de usted, señor alemán! Le presento a mi ahijado, el capitán Pericles, un joven muy simpático que sabe varias lenguas y accede a reemplazarme al lado de ustedes durante mi ausencia. Mi querido Pericles: te presento a este caballero, que es doctor y vale quince mil francos. ¿Puedes creer que este gran doctor, con todo su doctorado, no ha sabido todavia hacerse pagar su rescate por nuestras inglesas? El mundo degenera, pequeño; en mi tiempo valia más.

Dicho esto, se levantó ágilmente y corrió a dar algunas órdenes para la partida. ¿Era el placer de entrar en campaña, o la alegría de haber visto a su ahijado? Parecia completamente rejuvenecido; tenia veinte años menos, reía, bromeaba, sacudia su majestad real. Nunca hubiera supuesto que el único acontecimiento capaz de regocijar a un bandido fuese la llegada de los gendarmes. Sófocles, Basilio, el corfiota y los otros jefes llevaron por todo el campamento las órdenes del Rey. Pronto estuvieron todos dispuestos a partir, gracias a la alarma de la mañana. El joven ayudante Spiro y los nueve hombres elegidos entre los gendarmes cambiaron sus uniformes por el traje pintoresco de los bandidos.

1 Fué un verdadero efecto de teatro. Si el ministro de la Guerra se hubiese encontrado allí, apenas se hu biera percatado de ello. Los nuevos bandidos no manifestaron ninguna nostalgia de su papel anterior.

Los únicos que murmuraron fueron los que se quedaban en filas. Dos o tres bigotes grises decían en voz alta que se entregaba una parte demasiado importante a la elección, y que no se tenia bastante en cuenta la antigüedad. Algunos descontentos se vanagloriaban de sus hojas de servicios, y pretendian haber pasado una temporada de permiso entre los bandidos. El capitán los calmó como mejor pudo, prometiéndoles que ya les llegaría su turno.

Hadgi Stavros, antes de partir, entregó todas las llaves a su suplente. Le enseñó la gruta del vino, la caverna de las harinas, la grieta del queso y el tronco de árbol en que guardaban el café. Le enseñó todas las precauciones que podían impedir nuestra fuga y conservar un capital tan precioso. El apuesto Pericles respondió sonriendo:

¿Qué temes? Soy accionista.

A las siete de la mañana, el Rey se puso en marcha, y sus súbditos desfilaron uno a uno detrás de él. Toda la partida se alejó en dirección Norte, volviendo la espalda a las rocas escironianas. Volvió por un camino bastante largo, pero cómodo, hasta el fondo del barranco que pasaba bajo nuestras habitaciones. Los bandidos cantaban a grito pelado, chap eando en el agua de la cascada. Su marcha guerrera era una canción de cuatro versos, un pecado juvenil de Hadgi Stavros:

Un clefta ojinegro baja a la llanura, su fusil dorado..., etc.

— Usted debe conocer eso: los muchachitos de Atenas no cantan otra cosa cuando van al catecismo.

La señora Simons, que dormía al lado de su hija y que, como siempre, soñaba con los gendarmes, se despertó sobresaltada y corrió a la ventana; es decir, a la cascada. Pero sufrió un cruel desengaño, viendo enemigos donde espcraba ver salvadores.

Reconoció al Rey, al corfiota y a muchos otros. Lo que le asombró fué la importancia y el número de esta expedición mañanera. Contó hasta sesenta mbres que seguian a Hadgi Stavros. «¡Sesenta!—pen só; ¡no quedarán más que veinte para guardarnos!» La idea de una evasión, rechazada la vispera por ella, se presentó de nuevo con alguna autoridad en su fantasía. En medio de estas reflexiones vio desfilar una retaguardia que ella no esperaba. ¡Diez y seis, diez y siete, diez y ocho, diez y nueve, veinte hombres! ¡No quedaba, pues, nadie en el campamento! ¡Estábamos libres!

—¡Mary—Ann! — gritó.

El desfile continuaba. La partida se componía de ochenta bandidos, ¡y alli iban noventa! Una docena de perros cerraban la marcha, pero no se tomó el trabajo de contarlos.

Mary—Ann se levantó al grito de su madre y se precipitó fuera de su tienda.

— ¡Libres! — gritaba la señora Simons—. Se han marchado todos. ¿Qué digo todos? Se han marchado más de los que habia. ¡Corramos, hija mia!

Corrieron a la escalera, y vieron el campamento del Rey ocupado por los gendarmes. La bandera griega flotaba triunfal en la cima del abeto. El sitio de Hadg: Stavros estaba ocupado por el señor Pericles. La señora Simons voló a sus brazos con tal ardor, que a él le costó trabajo evitar que lo abrazase.

—¡Angel divino — le dijo —, los bandoleros se han marchado!

El capitán respondió en inglés:

— Sí, señora.

143 — Usted, sin duda, les ha hecho huir.

— Ciertamente, señora; sin nosotros, estarian aqui todavia.

¡Admirable joven! ¡La batalla ha debido ser terrible!

—No mucho: batalla sin lágrimas. No he tenido más que decir una palabra.

—¡Y somos libres!

— De seguro.

1 —¿Podemos volver a Atenas?

— Cuando usted quiera.

—Pues bien, ¡vamos!

Por el momento, imposible.

¿Qué hacemos aqui?

— Nuestro deber de vencedores: guardarel campo de batalla.

— Mary—Ann, dale la mano a este caballero.

La joven inglesa obedeció.

Caballero continuó la señora Simons—, Dios es quien le envía a usted. Habíamos perdido toda esperanza. Nuestro único defensor era un joven alemán de la clase media, un sabio que recoge hierbas y queria sal varnos por los medios más absurdos. En fin, jaqui estamos! Yo estaba completamente segura de que seriamos libertadas por los gendarmes. ¿No es cierto, Mary—Ann?

Si, mamá.

— Sépa usted, caballero, que estos bandidos son los peores de los hombres. Han comenzado por quitarnos todo lo que llevábamos encima.

¿Todo? preguntó el capitán.

— Todo, excepto mi reloj, que había tenido la precaución de esconder.

Ha hecho usted bien, señora. ¿Y se han guardado lo que le habian cogido?

No; nos han devuelto trescientos francos, un neceser de plata y el reloj de mi hija.

¿Tiene usted todavia estos objetos en su poder?

— Claro que si.

¿Le habrán cogido a usted sus sortijas y sus pendientes?

T No, señor capitán.

Tenga usted la bondad de dårmelos.

— ¿Darle qué?

Sus sortijas, sus pendientes, el neceser de plata, dos relojes y una suma de trescientos francos.

La señora Simons exclamó vivamente:

— ¡Cómo! ¿Quiere usted cogernos de nuevo, caballero, lo que los bandidos nos han devuelto?

El capitán respondió con dignidad:

— Señora, cumplo con mi deber.

¡Y, por lo visto, su deber es despojarnos!

— Mi deber es recoger todas las piezas de convicción necesarias al proceso de Hadgi—Stavros.

—¿Luego lo van a juzgar?

En cuanto lo cojamos.

145 — Me parece que nuestras joyas y nuestro dinero no servirán de nada, y que tienen ustedes suficientes razones para hacerle ahorcar. Ante todo, ha de tenido a dos inglesas: ¿qué más se necesita?

Es preciso, señora, observar las formas de la justicia.

— Pero, querido señor, entre los objetos que usted me pide hay algunos que me interesan mucho.

—Razón de más, señora, para confiármelos.

Pero sin mi reloj no sabré nunca...

—Señora, siempre será para mi un honor decirle qué hora es.

Mary—Ann hizo observar a su vez que le repugnaba abandonar sus pendientes.

—Señorita—replicó el galante capitán—, usted es lo bastante bella para no necesitar de adornos. Mejor podrá usted prescindir de las joyas que las joyas de usted.

— Es usted muy amable, caballero; pero mi neceser de plata es para mi una cosa indispensable. No podria pasarme sin él.

—Tiene usted mil veces razón, señorita. Por eso le suplico que no insista en este punto. No aumente usted el sentimiento que tengo de despojar legalEL REY DE LAS MONTAÑAS 10 mente a dos personas distinguidas. ¡Ay! Señorita, nosotros los militares somos esclavos de la consigna, instrumentos de la ley, hombres del deber. Dignese usted aceptar mi brazo; tendré el honor de conducirla hasta su tienda. Alli procederemos al inventario, si usted me lo permite.

Yo no había perdido una palabra de todo este diálogo, y me habia contenido hasta el fin; pero cuando vi a aquel bribonzuelo de gendarme ofrecer el brazo a Mary—Hann para desvalijarla cortésmente, senti hervir mi sangre y ne dirigí derecho a él para decirle lo que merecia. Debió leer en mis ojos el exordio de mi discurso, porque me lanzó una mirada amenazadora, abandonó a las señoras junto a la escalera de su cuarto, colocó un centinela a la puerta y volvió a mi diciendo:

—¡Entre nosotros dos!

Me arrastró, sin añadir una palabra, hasta el fondo del gabinete del Rey. Allí se plantó ante mí, me miró entre los ojos y me dijo:

—Caballero, ¿entiende usted el inglés?

Yo confesé mi ciencia. El continuó:

—¿Sabe usted también el griego?

—Si, señor.

—Entonces es usted demasiado sabio. ¿Qué le parece a usted? ¡Mi padrino, que se divierte en contar nuestros negocios delante de usted! Pase todavía para los suyos; no tiene necesidad de ocultarse.

Pero yo, ¡qué diablo!, póngase usted en mi lugar.

Mi posición es delicada y necesito tener cuidado con muchas cosas. Yo no soy rico, no tengo más que mi sueldo, la estimación de mis jefes y la amistad de los bandidos. La indiscreción de un viajero puede hacerme perder los dos tercios de mi fortuna.

—¡Y cuenta usted que guardaré el secreto de sus infamias!

—Cuando yo cuento con algo, caballero, mi confianza se ve rara vez defraudada. No sé si saldrá usted vivo de esta montaña y si su rescate será alguna vez pagado. Si mi padrino ha de cortarle la cabeza, estoy tranquilo, no hablará usted. Si, al contrario, vuelve usted a pasar por Atenas, le aconsejo, como amigo, que se calle acerca de todo lo que ha visto.

Imite usted la discreción de la señora duquesa de Plaisance, que fué detenida por Bibichi, y que murió sin haber contado a nadie los detalles de su aventura. ¿Conoce usted un proverbio que dice: «La lengua corta la cabeza»? Meditelo usted seriamente y no se ponga usted en el caso de comprobar su exactitud.

—Esa amenaza...

—No le amenazo, caballero. Soy hombre demasiado bien educado para llegar hasta las amenazas; sólo le advierto. Si usted charlase, no sería yo quien me vengaria. Pero todos los hombres de mi compañía sienten veneración por su capitán. Toman mis intereses con más calor que yo mismo, y serian implacables con el imprudente que me hubiese causado algún disgusto.

—¿Qué teme usted si tiene tantos complices?

—No temo nada de los griegos, y en tiempo ordinario insistiría menos en mis recomendaciones. Entre nuestros jefes tenemos, ciertamente, algunos insensatos que pretenden que se debe tratar a los bandoleros como a los turcos; pero encontraria también defensores convencidos, si el asunto hubiese de debatirse en familia. Lo malo es que los diplomáticos podrian mezclarse en ello, y que la presencia de un ejército extranjero perjudicaría sin duda al éxito de mi causa. ¡Si por su culpa me sucediese alguna desgracia, vea usted, caballero, a lo que se expondría! No se dan cuatro pasos en el reino sin encontrar un gendarme. El camino de Atenas al Pireo está bajo la vigilancia de estas malas cabezas, y un accidente ocurre con facilidad.

—Está bien, caballero; pensaré en ello.

—¿Me promete usted el secreto?

—Usted no tiene que pedirme nada, ni yo nada que prometerle. Usted me advierte del peligro de las indiscreciones. Yo tomo nota. y me lo tengo por dicho.

—Cuando esté usted en Alemania, puede usted contar todo lo que guste. Hable, escriba, imprima:

nada me importa. Las obras que se publican contra nosotros no hacen daño a nadie, como no sea a sus autores. Queda usted en libertad de tentar la aventura. Si pinta usted fielmente lo que ha visto, las buenas gentes de Europa le acusarán de denigrar un pueblo ilustre y oprimido. Nuestros amigos, y tenemos muchos entre los hombres de sesenta años, le tacharán de ligereza, de capricho y aun de ingratitud. Se le echará en cara que ha quebrantado las leyes de la hospitalidad, después de haberla disfrutado con Hadgi—Stavros y conmigo. Pero lo más gracioso del caso es que no le creerán. El público no presta confianza más que a los embustes verosímiles. ¡Y vaya usted a persuadir a los papanatas de Paris, Londres o Berlín de que ha visto usted a un capitán de gendarmes abrazar a un jefe de bandoleros! ¡Una compañía de tropas escogidas montar la guardia alrededor de los prisioneros de Hadgi—Stavros para darle tiempo de desvalijar la caja del ejército! ¡Los más altos funcionarios del Estado fundar una compañía por acciones para despojar a los viajeros! Seria como contarles que los ratones del Atica han hecho una alianza con los gatos, o que nuestros corderos van a buscar su alimento en la boca de los lobos. ¿Sabe usted lo que nos protege contra el descontento de Europa? Lo inverosímil de nuestra civilización. Afortunadamente para el reino, todo lo que se escriba de verdad contra nosotros será siempre emasiado violento para ser creido. Podría citarle un librito que no contiene elogios para nosotros, aunque sea exacto de un extremo a otro. Ha sido leido en casi todas partes. En Paris lo han encontrado curioso; pero no sé más que de una cindad donde haya parecido que dice la verdad: Atenas. No le prohibo que añada un segundo volumen; pero espere usted a haberse marchado; de otro modo, habria acaso una gota de sangre en la última página.

—Pero—repliqué—si se comete alguna indiscreción antes de mi partida, ¿cómo sabrá usted que proviene de mi?

—Usted es el único que está en el secreto. Las inglesas están persuadidas de que las he librado de Hadgi—Stavros. Yo me encargo de mantenerlas en el error hasta la vuelta del Rey. Es cuestión de dos dias, tres a lo más. Estamos a 40 estadios nuevos (40 kilómetros) de las rocas escironianas. Nuestros amigos llegarán esta noche. Darán el golpe mañana por la noche, y, vencedores o vencidos, estarán aquí el lunes por la mañana. A las prisioneras se les podrá probar que hemos sido sorprendidos. Mientras mi padrino esté ausente, le protegeré a usted contra sí mismo, manteniéndole alejado de las damas. Le tomo prestada su tienda. Ya puede usted ver, caballero, que yo tengo la piel más delicada que el digno Hadgi—Stavros, y que no querría exponer mi tez a la intemperie. ¡Qué dirian el 15, en el baile de la corte, si me viesen tostado como un labriego! Además, es menester que acompañe a esas pobres desconsoladas; es mi deber de libertador. Por su parte, usted se acostará aquí, en medio de mis soldados.

Permitame usted que dé una orden que le interesa.

—¡Yanni! ¡Cabo Yanni! Te confio la guarda de este caballero. Coloca a su alrededor cuatro centinelas que lo vigilen noche y día y lo acompañen a todas partes con el arma al brazo. Los relevarás cada dos horas. ¡Vete!

Me saludó con una cortesia ligeramente irónica, y bajó tarareando la escalera de la señora Simons. El centinela le presentó armas.

Desde este momento comenzó para mí un suplicio del que el espíritu humano no podria formarse idea.

Todo el mundo sabe o adivina lo que puede ser una prisión; ¡pero intente usted imaginarse una prisión viva y ambulante, cuyos cuatro muros van y vienen, se apartan y se acercan, se vuelven y revuelven, se frotan las manos, se rascan, se suenan las narices, se sacuden, se agitan y fijan obstinadamente ocho ojos enormes sobre el prisionero! Intenté pasearme; mi calabozo de ocho patas reguló su paso por el mio. Avancé hasta los limites del campamento: los dos hombres que me precedian se pararon en seco, y me dí de narices contra sus uniformes. Este accidente me explicó una inscripción que habia leido a menudo, sin comprenderla, en la vecindad de las plazas fuertes: Limite de la guarnición. Me volvi:

mis cuatro muros volvieron sobre si mismos como decoraciones de teatro en un cambio a la vista. En fin, cansado de esta manera de andar, me senté. Mi prisión se puso a marchar en derredor mío: me parecia un hombre borracho que ve su casa girar en torno. Cerré los ojos: el ruido acompasado del paso militar me fatigó pronto el timpano. «Al menos, pensé en mi mismo, ¡si estos cuatro guerreros se dignasen hablar conmigo! Voy a hablarles en griego: es un medio de seducción que siempre me ha resultado con los centinelas. » Lo intenté, pero en vano.

Los muros tenían acaso oidos, pero el uso de la voz les estaba vedado: ¡no se habla estando en armas!

Intenté el soborno. Saqué del bolsillo el dinero que Hadgi—Stavros me había devuelto, y que el capitán se habia olvidado recoger. Lo distribuí a los cuatro puntos cardinales de mi alojamiento. Los muros sombrios y ceñudos tomaron una fisonomía sonriente, y mi calabozo quedó iluminado como por un rayo de sol. Pero, cinco minutos más tarde, el cabo vino a relevar a los centinelas. ¡llacia justamente dos horas que estaba preso! El dia me pareció largo; la noche, eterna. El capitán se habia adjudicado al mismo tiempo mi cuarto y mi cama, y la roca que me servia de lecho no era, ciertamente, tan blanda como la pluma. Una llovizna penetrante como un ácido me hizo sentir cruelmente que las tejas son un útil invento y que los tejeros prestan verdaderos servicios a la sociedad. Si a veces, a pesar de los rigores del cielo, conseguia dormirme, el cabo Yanni se encargaba de despertarme al dar la consigna. En fin, ¿he de decirselo? Despierto y dormido creia ver a Mary—Ann y a su respetable madre estrechar las manos de su libertador. ¡Ah, señor, cómo principié a hacer justicia al buen Rey de las montañas! ¡Cómo retiré las maldiciones que habia lanzado contra él!

¡Cómo eché de menos su gobierno dulce y paternal!

¡Cómo suspiré por su retorno! ¡Con qué calor lo encomendé en mis oraciones. «¡Dios mio—decia con fervor , concede la victoria a tu servidor HadgiStavros! ¡Haz que ante él caigan todos los soldados del reino! ¡Pon en sus manos la caja y hasta el último escudo de este ejército infernal! ¡Y envianos los bandoleros para que nos veamos libres de los gendarmes!»» Acababa yo esta oración, cuando se escuchó en medio del campo un fuego graneado. Esta sorpresa se renovó varias veces en el curso, del día y de la noche siguiente. Era otra martingala del señor Pericles. Para engañar mejor a la señora Simons y persuadirla de que la defendia contra un ejército de bandidos, mandaba de vez en cuando un ejercicio de tiro.

Esta fantasía estuvo a punto de costarle cara. Al regresar los bandoleros al campamento el lunes muy de mañana, creyeron habérselas con verdaderos enemigos, y respondieron con algunas balas, que afortunadamente no alcanzaron a nadie.

Yo no había visto nunca un ejército en derrota, cuando asistí a la vuelta del Rey de las montañas.

Este espectáculo tuvo, pues, para mi todo el atractivo de una primera representación. El cielo se habia mostrado sordo a mis oraciones. Los soldados griegos se habían defendido con tanto furor, que el combate se había prolongado hasta la noche. Formados en cuadro alrededor de los dos mulos que llevaban la caja, respondieron, primero, con un fuego regular a los tiradores de Hadgi Stavros. El viejo palikaro, desesperado de matar, uno a uno, ciento veinte hombres que no retrocedian, les atacó al arma blanca. Sus compañeros nos aseguraron que habia hecho maravillas, y la sangre de que estaba cubierto mostraba claramente que no habia escatimado su persona. Pero la bayoneta dijo la última palabra.

La tropa habia matado catorce bandidos, entre ellos un perro. Una bala de calibre había detenido los ascensos del joven Spiro, ¡el oficial de tanto porvenir!

Vi llegar unos sesenta hombres molidos de fatiga, polvorientos, llenos de sangre, contusionados y heridos. Sófocles tenia una bala en la espalda, y era conducido en brazos. El corfiota y algunos otros se habían quedado por el camino, quién en una aldea, quién sobre la roca pelada, al borde de un camino.

Toda la partida estaba sombria y desalentada.

Sofocles aullaba de dolor. Oi algunos murmullos contra la imprudencia del Rey, que exponía la vida de sus compañeros por una miserable suma, en vez de despojar tranquilamente a los viajeros ricos y apacibles.

El más entero, el más reposado, el más contento, el más animoso de la tropa, era el Rey. Sobre su rostro se leía la orgullosa satisfacción del deber cumplido. Me reconoció en seguida en medio de mis cuatro hombres y me tendió cordialmente la mano.

—Querido prisionero—me dijo—, aquí tiene usted un Rey bastante maltrecho. Esos perros de soldados no han querido dejarnos la caja. Era su dinero: por cosas ajenas no se hubiesen dejado matar. Mi paseo a las rocas escironianas no me ha producido nada y me ha costado catorce combatientes, sin contar algunos heridos que no curarán. Pero no importa: me he batido bien. Esos granujas eran más que nosotros y tenian bayonetas. ¡Sin eso!... Vamos, esta jornada me ha rejuvenecido, me he probado a mí mismo que tengo todavía sangre en las venas.

Y tarareó el primer verso de su canción favorita:

—Un clefta ojinegro...—prosiguió — ¡Por Júpiter!

—como decía lord Byron—, no hubiese querido por otros veinte mil francos haberme quedado aqui desde el sábado. En mi historia pondrán también esto. Dirán que con más de setenta años me he arrojado entre las bayonetas repartiendo sablazos; que he rajado tres o cuatro soldados por mi propia mano, y que he andado diez leguas a pie por la montaña para volver aquí a tomar una taza de café. Cafedgi, hijo mío, cumple con tu deber: yo he cumplido con el mio. Pero ¿dónde diablos está Pericles?» El apuesto capitán descansaba todavía bajo su tienda. Yanni corrió a buscarle y lo condujo todo dormido, los bigotes desrizados, la cabeza cuidadosamente envuelta en un pañuelo. No conozco nada para despertar a un hombre como un jarro de agua fría o una mala noticia. Cuando el señor Pericles supo que el pequeño Spiro y otros dos gendarmes habían quedado sobre el terreno, dió el espectáculo de una nueva derrota. Se arrancó su pañuelo, y, sin el tierno respeto que tenia para su persona, se hubiese arrancado el pelo.

—¡Estoy perdido!—gritaba—. ¿Cómo explicar la presencia de estos dos hombres entre vosotros? ¡Y, además, en trajes de bandidos! Los habrán reconocido: ¡los otros han quedado dueños del campo de batalla! ¿Diré que han desertado para pasarse a vosotros? Me preguntarán por qué no había hablado de ello. Te esperaba para redactar mi parte extenso. He escrito ayer por la noche que te apretaopa de cerca sobre el Parnés, y que todos nuestros hombres se portaban admirablemente. ¡Virgen santa! ¡No me atreveré a mostrarme el domingo en Patissia! ¿Qué van a decir el 15 en el baile de la corte? Todo el cuerpo diplomático se ocupará de mi. Se reunirá el Consejo. Y me invitarán siquiera?

¿Al Consejo?—preguntó el bandido.

— ¡No; al baile de la corte!

¡Vaya con el bailarin!

¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Quién sabe lo que va a ocurrir? Si no se tratase más que de estas inglesas, no me preocuparia nada. Confesaria todo al ministro de la Guerra. ¡Inglesas! Hay de sobra. Pero ¡prestar mis soldados para atacar la caja del ejército!

¡Enviar a Spiro contra la tropa de linea! ¡Me señalarán con el dedo! ¡No volveré a bailar!

¿Quién se frotaba las manos durante este monólogo? Era el hijo de mi padre entre sus cuatro soldados.

— A Hadgi—Stavros, tranquilamente sentado, saboreaba su café a pequeños sorbos. Dijo a su ahijado:

—¡Muy confundido estás! Quédate con nosotros.

Te aseguro un minimum de diez mil francos por año y alisto a tus hombres. Tomaremos el desquite juntos.

El ofrecimiento era seductor. Dos dias antes hubiese conquistado muchos votos entre los gendarmes. Pero entonces pareció satisfacer medianamente a los gendarmes, y nada al capitan. Los soldados no decian una palabra; miraban a sus antiguos camaradas; clavaban los ojos en la herida de Sófocles, y, pensando en los muertos de la vispera, alargában la nariz en la dirección de Atenas como para olfatear más de cerca el olor suculento del cuartel En cuanto al señor Pericles, respondió con visible turbación:

—Te doy las gracias; pero tengo necesidad de reflexionar. Mis costumbres están en la ciudad; mi salud es delicada; los inviernos deben ser rudos en la montaña: ya estoy acatarrado. Mi ausencia seria advertida en todas las reuniones; soy muy solicitado por alli; a menudo me han propuesto excelentes matrimonios. Por lo demás, acaso el daño no sea tan grande como creemos. ¿Quién sabe si esos tres torpes habrån sido identificados? La noticia del hecho allegará antes que nosotros? Iré ante todo al Ministerio; olfatearé lo que haya por el negociado. Nadie vendrá a contradecirme, puesto que las dos compañías prosiguen su marcha hacia Argos... Decididamente, es menester que me encuentre alli; debo afrontar el peligro. Cuida de los heridos... ¡Adiós!

Hadgi Stavros se levantó; vino a colocarse delante de mi con su ahijado, al cual llevaba la cabeza, y me dijo:

—Caballero, aqui tiene usted a un griego de hoy; yo soy un griego de antaño. ¡Y pretenden los periódicos que vamos progresando!

Al redoble del tambor, los muros de mi prisión se separaron como las murallas de Jericó. Dos minutos después estaba yo ante la tienda de Mary—Ann. La madre y la hija se despertaron sobresaltadas. La señora Simons fué la primera en verme, y me gritó:

—¿Qué, partimos?

—¡Ay, señora, estamos muy lejos de eso!

—¿Qué ocurre, pues? El capitán nos ha dado su palabra para esta mañana.

—¿Qué le ha parecido a usted el capitán?

—¡Galante, distinguido, simpático! Acaso demasiado esclavo de la disciplina. Es su único defecto.

¡Granuja y bribón, cobarde y fanfarrón, embustero y ladrón! Estos son sus verdaderos adjetivos, señora, y se lo probaré a usted.

—¡Ay, caballero!, ¿qué le han hecho a usted los gendarmes?

—¿Qué me han hecho, señora? Sirvase usted venir conmigo aunque no sea más que hasta lo alto de la escalera, La señora Simons llegó en el preciso momento en en que los soldados desfilaban con el tambor a la cabeza, dejando a los bandoleros en el puesto que habian ocupado, y el capitán y el Rey se daban en la boca el beso de despedida. La sorpresa fué demasiado fuerte. No tuve cuidado de preparar a la buena señora, y sufrí el castigo que merecía, pues se desmayó cuan larga era, hasta romperme casi el brazo.

La llevé hasta la fuente; Mary—Ann le golpeó las manos; yo le arrojé un poco de agua por la cara. Pero creo que el furor fué lo que le hizo volver en si.

—¡Miserable!—gritó.

—Las ha desvalijado a ustedes, ¿no es cierto? ¿Les ha robado los relojes y el dinero?

— No siento mis joyas, ¡que se las guarde! Pero daria diez mil francos por recobrar los apretones de mano que le he dado. ¡Soy inglesa y no doy la mano a todo el mundo!

Esta pena de la señora Simons me arrancó un profundo suspiro. Ella continuó con más animación, y arrojó sobre mi todo el peso de su cólera.

—La culpa es de usted—me dijo—. ¿No podía usted haberme advertido? ¡Hubiera debido decirme que los bandidos eran unos santitos comparados con los gendarmes!

—Pero, señora, le habia prevenido de que no habia que contar con ellos.

— No ha sabido usted decirmelo; me lo ha dicho de un modo blando, torpe, flemático. ¿Podia yo creerle? ¿Podia yo creer que este hombre no era más que el carcelero de Stavros? ¿Que nos retenia aquí para dar a los bandidos tiempo de volver? ¿Que nos asustaba con peligros imaginarios? ¿Que se decia sitiado para hacerse admirar por nosotras? ¿Que simulaba ataques nocturnos para dárselas de que nos defendia? Ahora lo adivino todo: ¡pero no diga usted ahora que me ha advertido de algo!

—¡Por Dios, señora!; he dicho lo que sabia; he hecho lo que podia.

— Pero ¿qué alemán es usted? ¡Un inglés, en el puesto de usted, se hubiese dejado matar por nosotras, y yo le hubiese dado la mano de mi hija!

Las amapolas son bastante rojas; pero yo me puse más al oir la exclamación de la señora Simons. Me sentí tan azorado, que no me atrevía ni a levantar los ojos, ni a responder, ni a preguntar a la querida señora lo que entendia por estas palabras. Porque, en fin, ¿cómo una persona tan tiesa había llegado a hablar de tal modo delante de su hija y delante de mí? ¿Por qué resquicio esta idea del matrimonio habia podido entrar en su espiritu? ¿Era la señora Simons mujer capaz de conceder su hija, como honrada recompensa, al primer libertador que viniese?

Las apariencias no parecian ser esas. ¿No era más bien una sangrienta ironia dirigida a mis pensamientos más intimos?

Recogiéndome dentro de mi mismo, comprobaba con legitimo orgullo la tibieza inocente de todos mis sentimientos, y me hacia la justicia de que el fuego de las pasiones no había hecho subir en un grado la temperatura de mi corazón. A cada instante del dia, para sondearme a mí mismo, me ejercitaba pensando en Mary—Ann. Me complacia en hacer castillos en el aire, de los cuales ella era la castellana. Fabricaba novelas donde ella era la heroina y yo el héroe.

Suponía a capricho las circunstancias más absurdas.

Imaginaba sucesos tan inverosimiles como la historia de la princesa Ipsoff y del teniente Reynauld.

Llegaba hasta a representarme a la linda inglesa sentada a mi derecha en el fondo de una silla de posta, y pasando su hermoso brazo alrededor de mi largo cuello. Todas estas suposiciones halagüeñas, que hubiesen agitado profundamente un alma menos filosófica que la mia, dejaban impertérrita mi serenidad. No experimentaba esas alternativas de temor y esperanza que son los sintomas caracteristicos del amor. Nunca, absolutamente nunca, habia sentido esas grandes convulsiones del corazón, de que se habla en las novelas. No amaba, pues, a Mary—Ann; nada podia reprocharme, y podía marchar con la cabeza muy alta. Pero la señora Simons, que no había leido en mi pensamiento, era muy capaz de engañarse sobre la naturaleza de mi abnegación. ¿Quién sabe si no tenía la sospecha de que yo estaba enamorado de su hija, si no habia interpretado en mal sentido mi turbación y mi timidez, si no había pronunciado la palabra matrimonio para obligarme a dejar traslucir mis pensamientos? Mi orgullo se sublevó contra una sospecha tan injusta, y le respondí con voz firme, sin mirarla, sin embargo, a la cara:

—Señora, si tuviese la fortuna de sacarla a usted de aqui, le juro que no seria para casarme con la señorita.

— Y ¿por qué? — jo con tono picado—. ¿Es que mi hija no lo merece? ¡Está usted gracioso de veras!

¿No es bastante bonita, o bastante rica, o de bastante buena familia? ¿La he educado mal? ¿Puede usted decir algo contra ella? Casarse con la señorita Simons, jcaballeríto!, es un hermoso sueño, y el más exigente se sentiría satisfecho.

—¡Ay, señora!—respondi—, me ha comprendido usted muy mal. Confieso que la señorita es perfecta, y que sin su presencia, que me hace timido, le diría qué admiración apasionada me ha inspirado desde el primer día. Precisamente por eso, no tengo la impertinencia de pensar que ningún azar pueda elevarme hasta ella.

Esperaba que mi humildad doblegaría a aquella madre fulminante. Pero su cólera no bajó ni de medio tono.

— ¿Por qué? — replicó—. ¿Por qué no merece usted a mi hija? ¡Respóndame!

— Pero, señora, yo no tengo ni fortuna ni posición.

EL REY DE LAS MONTAÑAS 11 ¡Vaya una cosa! ¡No tiene posición! ¡La tendria usted si se casase con mi hija! Ser mi yerno ¿no es una posición? ¡No tiene usted fortuna! ¿Acaso alguna vez le hemos pedido dinero? ¿No tenemos el suficiente para nosotros, para usted y para muchos otros? Además, el hombre que nos saque de aqui ¿no nos hará un regalo de cien mil francos? Es poco, convengo en ello; pero es algo. ¿Dirá usted que cien mil francos es una suma despreciable? Entonces, ¿por qué no merece usted casarse con mi hija?

—Señora, yo no soy...

—Vamos, ¿qué es lo que no es usted? ¡No es inglés!

—¡Oh!, de ninguna manera.

—Pues bien, ¿me cree usted lo bastante ridicula para considerar un crimen su nacimiento? ¡Ah, caballero!, yo sé bien que no a todo el mundo es dado ser inglés. La tierra entera no puede ser inglesa...; por lo menos, antes de algunos años. Pero se puede ser un hombre honrado y de talento sin haber nacido positivamente en Inglaterra.

—Por lo que hace a la probidad, es un bien que nos transmitimos de padres a hijos. Talento tengo justamente el necesario para ser doctor. Pero, desgraciadamente, no me hago ilusiones sobre los defeetos de mi persona física.

—¿Quiere usted decir que es feo, no es eso? No, caballero; no es usted feo. Tiene usted una fisonomia inteligente. Mary—Ann, ¿no tiene este señor una fisonomia inteligente?

Si, mamá—dijo Mary—Ann. Si se ruborizó, su madre lo veria mejor que yo, porque mis ojos estaban obstinadamente clavados en tierra.

— Además— añadió la señora Simons—, aunque fuese usted diez veces más feo, no lo seria usted tanto como mi difunto marido. Y, sin embargo, puede usted creer que yo era tan bonita como mi hija el dia que le di mi mano. ¿Qué me responde usted a esto?

—Nada, señora, sino que usted me abruma, y que no será culpa mía si no están ustedes mañana en camino para Atenas.

—¿Qué piensa usted hacer? Esta vez trate usted de encontrar un expediente menos ridiculo que el del otro día.

Espero que usted quedará satisfecha de mi, siempre que consienta en escucharme hasta el fin.

—Si, señor.

—Sin interrumpirme.

—No le interrumpirẻ. ¿Le he interrumpido alguna vez?

—SI.

—No.

—Si, señora.

—¿Cuándo?

—Nunca, señora. Hadgi—Stavros tiene todos sus fondos colocados en casa de los señores Barley y Compañía.

—¡En nuestra casa!

—Cavendish—Square, 31, en Londres. El miércoles último ha dictado una carta de negocios dirigida al señor Barley.

¡Y no me ha dicho usted esto antes!

—No me ha dejado usted tiempo de decirlo.

— ¡Pero es monstruoso! ¡Su conducta es inexplicable! ¡Estariamos en libertad desde hace seis días!

Hubiese ido en seguida a él; le hubiese dicho nuestras relaciones.

—¡Y él le hubiese pedido a usted doscientos o trescientos mil francos! Lo mejor es no decirle absolutamente nada. Pague usted su rescate; obtenga usted un recibo, y quince días después enviele una cuenta corriente con este capitulo:

«Item, 100.000 francos entregados personalmente por la señora Simons mediante recibo.» De esta manera recobrará usted su dinero sin auxilio de la gendarmeria. ¿Está claro?

Levante los ojos y vi la linda sonrisa de Mary—Ann radiante de reconocimiento. La señora Simons movia furiosamente los hombros y no parecia conmovida más que de despecho.

—Verdaderamente—me dijo, es usted un hombre sorprendente. ¡Ha venido usted a proponernos una evasión acrobática cuando teniamos un medio tan sencillo de escaparnos! ¡Y usted sabe eso desde el miércoles por la mañana! No le perdonaré nunca que no nos lo haya dicho el primer dia.

—Pero, señora, hágame el favor recordar mis indicaciones para que le escribiese a su señor hermano y le pidiese ciento quince mil francos.

—¿Por qué ciento quince mil?

—Quiero decir cien mil.

—No; ciento quince. Es muy justo. ¿Está usted muy seguro de que Hadgi—Stavros no nos detendrá aqui cuando haya recibido el dinero?

—Le respondo a usted de ello. Los bandidos son los únicos griegos que no faltan jamás a su palabra.

Comprenda usted que si una sola vez guardasen los prisioneros después de haber recibido el rescate, nadie más se rescataria.

—Es verdad. Pero qué extraño alemán es usted.

¡No haber hablado antes!

—Siempre me ha cortado usted la palabra.

—Era preciso hablar, a pesar de todo.

¡Pero, señora!

—¡Callese usted! Y condúzcanos ante ese maldito Stavros.

El Rey estaba almorzando un asado de palomas bajo su árbol de justicia, con los oficiales que no habian sido heridos. Se habia arreglado lavándose la sangre de las manos y cambiándose de traje. Buscaba con sus convidados el medio más expeditivo de llenar los vacíos que la muerte había producido en sus filas. Basilio, que era de Janina, ofrecia ir al Epiro y alistar treinta hombres, pues allí la vigilancia de las autoridades turcas ha impuesto el retiro a más de mil bandoleros. Un laconio queria que se adquiriese a buen dinero contante la pequeña partida del espartano Pavlos, que explotaba la provincia del Magne en las proximidades de Calamata. El Rey, siempre imbuido de las ideas inglesas, pensaba en organizar el reclutamiento forzoso y en raptar todos los pastores del Atica. Este sistema parecia ta::to más ventajoso cuanto que no exigia ningún desembolso, y que, además, se hacia una requisa de los ganados.

Interrumpido en medio de la deliberación, HadgiStavros dispensó a sus prisioneras una acogida glacial. No ofreció siquiera un vaso de agua a la señora Simons, y como ésta se hallaba todavia sin desayunarse, fué muy sensible a este olvido de las conveniencias. Yo tomé la palabra en nombre de las inglesas, y la ausencia del corfiota obligó al rey a que me aceptase como intermediario. Le dije que después del desastre de la vispera le agradaria conocer la determinación de la señora Simons; que ésta habia resuelto pagar su rescate y el mio; que los fondos serían entregados el dia siguiente, ya en el Banco de Atenas, ya en cualquier otro lugar que quisiese, mediante un recibo.

—Me alegro—dijo—que estas mujeres hayan renunciado a llamar al ejército griego en su auxilio.

Digales que se les dará por segunda vez recado de escribir; ¡pero que no abusen más de mi confianza!

¡Que no me atraigan los soldados aqui! Al primer uniforme que vea en la montaña les mando cortar la cabeza. ¡Lo juro por la Virgen del Megaspileon, que fué esculpida de mano del mismo San Lucas!

—No tenga usted ninguna duda. Empeño la palabra de estas señoras y la mia. ¿Dónde quiere usted que se depositen los fondos?

—En el Banco nacional de Grecia. Es el único que no ha hecho todavia bancarrota.

—¿Tiene usted un hombre de confianza para llevar la carta?

Tengo al buen viejo. Ahora lo llamarán. ¿Qué hora es? Las nueve de la mañana. El reverendo no ha bebido todavía lo bastante para estar achispado.

—¡Aceptado el monje! Cuando el hermano de la señora Simons haya entregado la suma y tomado su recibo, el monje vendrá a traernos la noticia.

—¿Qué recibo? ¿Por qué un recibo? Nunca los he dado. Cuando todos ustedes estén en libertad se verá que me han pagado lo que me debian.

—Yo creia que un hombre como usted debía llevar los negocios a la moda de Europa. En buena administración...

—Yo llevo los negocios a mi manera, y soy demasiado viejo para cambiar de método.

—Como usted guste. Le pediía esto en interés de la señora Simons. Es tutora de su hija menor, y le deberá cuenta de la totalidad de su fortuna.

—¡Que se arregle como pueda! Me preocupo tanto de sus intereses como ella de los mios. ¿Es una desgracia que tenga que pagar por su hija? Nunca he sentido lo que he desembolsado por Fotini. Aquí tiene usted papel, tinta, cañas, Tenga usted la bondad de vigilar la redacción de la carta. Le va a usted también en ello la cabeza.

Me levanté todo confuso y segui a las señoras, que adivinaban mi turbación, sin saber su causa. Pero una inspiración súbita me hizo volver sobre mis pasos. Dije al Rey:

—Evidentemente, ha hecho usted muy bien en negar el recibo, y yo he hecho mal en pedirselo. Es usted más precavido que yo; la juventud es imprudente.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Le digo que tiene usted razón. Es preciso estar en todo. ¿Quién sabe si no sufrirá usted una segunda derrota más terrible que la primera? Como no siempre ha de tener usted las piernas de los veinte años, podría usted caer vivo en manos de los soldados.

—¿Yo?

— Entonces le incoarian a usted proceso como a un simple malhechor; los magistrados no le temerian ya. En tales circunstancias, un recibo de ciento quince mil francos seria una prueba abrumadora.

No dé usted armas a la justicia contra usted mismo.

Acaso la misma señera Simons o sus herederos serian partes en el proceso para reivindicar lo que les ha sido tomado. ¡No firme usted recibos nunca!

Con voz tonante respondió:

—¡Los firmaré! ¡Y mejor dos que uno! ¡Firmaré tantos como se quiera! Los firmaré siempre y a todo el mundo. ¡Ah! Los soldados se imaginan que me someterán sin dificultad porque el azar y el número les han dado una vez la ventaja! ¡Yo caer vivo entre sus manos! ¡Mi brazo está a prueba de la fatiga, y mi cabeza a prueba de las balas! ¡Yo ir a sentarme a un banco delante de un juez como un aldeano que ha robado coles! Joven, usted no conoce todavía a Hadgi—Stavros. Sería más fácil arrancar de raiz el Parnés y plantarlo sobre la cima del Taigeto que arrancarme de mis montañas y arrojarme en el banco de un tribunal. ¡Escriba usted en griego el nombre de la señora Simons! Bien. ¡Ahora, el de usted también!» —No es necesario, y...

—Escriba usted; usted sabe mi nombre y estoy seguro de que no se le olvidará. Quiero tener el de usted para acordarme.

Emborroné mi nombre como pude en la armoniosa lengua de Platón. Los tenientes del Rey aplaudieron su firmeza, sin prever que le costaba ciento quince mil francos. Yo corri, satisfecho de mi, y con el corazón libre de un gran peso, a la tienda de la señora Simons. Le conté que su dinero había escapado por muy poco, y ella se dignó sonreir al saber cómo me las habia arreglado para robar a nuestros ladrones.

Media hora después, sometió a mi aprobación la carta siguiente:

«Desde el Parnés, en medio de los demonios de este Stavros.

»Mi querido hermano:

»Los gendarmes que enviaste en nuestro auxilio nos han traicionado y robado de una manera indigna. Te recomiendo que los hagas colgar. Haría falta una horca de cien pies de alto para su capitán Pericles. Me quejaré de él particularmente en el despacho que pienso enviar a lord Palmerston, y le consagraré todo un párrafo en la carta que escriba al editor de The Times en cuanto nos hayas puesto en libertad. Inútil esperar nada de las autoridades locales. Todos los del país se entienden contra nosotros, y al día siguiente de nuestra partida el pueblo griego se reunirá en algún rincón para repartirse nuestros despojos. Por fortuna, les quedará poco. He sabido por un joven alemán, que al principio tomé por un espía, y que es un caballero muy honrado, que este Stavros, conocido por Hadgi—Stavros, tenía sus capitales colocados en nuestra casa. Te ruego que compruebes el hecho; y si es exacto, no hay inconveniente en pagar el rescate que exigen de nosotros. Entrega en el Banco de Grecia 115.000 francos (4.600 libras esterlinas) a cambio de un recibo en buena forma, sellado con el sello ordinario de este Stavros. Se le pondrá la suma en cuenta, y hemos terminado. Nuestra salud es buena, aunque la vida de montaña diste mucho de ser cómoda. Es monstruoso que dos inglesas, ciudadanas del más grande imperio del mundo, estén reducidas a comer su asado sin mostaza y sin pickles, y beber agua clara como el último de los peces.

Esperando que no tardarás en volvernos a nuestras costumbres, soy, querido hermano, muy sinceramente tuya, Lunes, 5 de mayo de 1856.» REBECA SIMONS.

Yo mismo llevé al Rey el autógrafo de la buena señora. El lo tomó con desconfianza y lo examinó con mirada tan penetrante, que yo temblaba, temeroso de que trasluciese su sentido, aunque estaba muy seguro de que no conocía una palabra de inglés. Pero aquel diablo de hombre me inspiraba un terror supersticioso, y le creía capaz de milagros.

No pareció satisfecho hasta que llegó a la cifra de 4.600 libras esterlinas. Entonces vió bien que no se trataba de gendarmes. La carta fué depositada con otros papeles en un cilindro de latón. Trajeron al buen viejo, que no habia tomado más vino que el necesario para aligerarse las piernas, y el Rey le dió la caja de las cartas con instrucciones precisas.

Se puso en camino, y mi corazón corrió con él hasta el término del viaje. Horacio no siguió con mirada más tierna la nave que llevaba a Virgilio.

El Rey se dulcificó mucho cuando pudo considerar este negocio como terminado. Ordenó para nosotros un verdadero festin; mandó distribuir doble ración de vino a sus hombres; fué a ver a los heridos y a extraer con sus propias manos la bala de Sofocles.

Se dió orden a todos los bandidos de que nos trataran con los miramientos debidos a nuestro dinero.

El almuerzo que hice sin testigos, en compañía de las damas, es una de las más alegres comidas que recuerdo. ¡Todos mis males habian acabado! Después de dos días de dulce cautiverio, quedaria en libertad. ¡Y acaso al salir de las manos de HadgiStavros, una cadena adorable...! me sentía poeta a la manera de Gessner. Comí con tan buen ánimo como la señora Simons, y bebi seguramente con más gana. Caí sobre el vino blanco de Egina como en otro tiempo sobre el de Santorin. Bebi a la salud de Mary—Ann, a la salud de su madre, a la salud de mis buenos padres y de la princesa Ipsoff. La señora Simons quiso escuchar la historia de esta noble extranjera, y yo me apresuré a contársela con todos los detalles. Los buenos ejemplos no son nunca demasiado conocidos. Mary—Ann prestó a mi relato la atención más simpática y opinó que la princesa habia hecho bien, y que una mujer debe coger su dicha donde la encuentra. ¡Hermosas palabras! Los proverbios son la sabiduria de las naciones, y algunas veces su felicidad. Me hallaba lanzado por la pendiente de todas las prosperidades, y me sentia rodar hacia no sé qué paraíso terrestre. ¡Oh MaryAnn, los marinos que navegan por el Océano, no han tenido nunca por guia dos estrellas como tus ojos!

Estaba sentado delante de ella. Al pasarle un ala de pollo me acerqué tanto, que vi mi imagen reflejarse dos veces entre sus pestañas negras. Por primera vez en mi vida me encontraba guapo, señor mio. ¡El marco realzaba tanto el cuadro! Una idea extraña me cruzó por el pensamiento. Crei sorprender en este incidente una decisión del destino. Me pareció que la hermosa Mary—Ann tenía en el fondo del corazón la imagen que yo descubria en sus ojos.

Todo esto no era amor, bien lo sé, y no quiero adornarme con un sentimiento que nunca he experimentado, ni acusarme de haberlo tenido; pero era una amistad sólida que basta, me parece, para el hombre que debe constituir un hogar. Ninguna emoción turbulenta agitaba las fibras de mi corami interior me iba fundienzón; pero sentía que do lentamente, como un panal de cera al calor de un sol tibio.

Bajo la influencia de este éxtasis razonable, conté a Mary—Ann y a su madre toda mi vida, desde el primer día. Les pinté la casa paterna, la gran cocina en que comíamos todos juntos, las cacerolas de cobre colgadas en la pared por orden de tamaño, las guirnaldas de jamones y salchichas que se desarrollaban en el interior de la chimenea, nuestra existencia modesta y tan a menudo trabajosa, el porvenir de cada uno de mis hermanos: Enrique debe suceder a papá; Federico aprende el oficio de sastre; Frantz y Juan Nicolás han sentado plaza a los diez y ocho años: el uno es cabo de caballeria, y el otro tiene ya los galones de sargento. Les referi mis estudios, mis exámenes, los pequeños éxitos que habia obtenido en la universidad, el hermoso porvenir de profesor a que podía aspirar, con tres mil francos de sueldo por lo menos. No sé hasta qué punto les interesó mi relato; pero a mi me causaba un gran placer y de cuando en cuando llenaba mi vaso.

La señora Simons no volvió a hablarme de nuestros proyectos de matrimonio, y me alegré que no lo hiciese. Era preferible no decir de ello una palabra que charlar inútilmente cuando nos conociamos tan poco. El día se deslizó para mi como una hora; quiero decir, como una hora de placer. A la señora Simons le pareció el día siguiente un poco largo; por mi parte, hubiese querido detener el sol en su carrera. Enseñé los primeros elementos de botánica a Mary—Ann. ¡Ah, caballero, la gente no sabe todos los sentimientos tiernos y delicados que pueden expresarse en una lección de botanica!

Por fin, el miércoles por la mañana el monje apareció en el horizonte. Después de todo, este frailelecillo era un excelente sujeto. Antes de amanecer se habia levantado para traernos la libertad en el bolsillo. Entregó al Rey una carta del gobernador del Banco, y a la señora Simons, otra de su hermano. Hadgi—Stavros dijo a la señora Simons:

—Queda usted en libertad, señora, y puede llevarse consigo a la señorita. Deseo que no se lleven de nuestras rocas un recuerdo demasiado malo. Les hemos ofrecido a ustedes todo lo que teniamos; si el lecho y la mesa no han sido dignos de ustedes, culpa es de las circunstancias. Esta mañana he tenido un moinento de vivacidad que les ruego olviden; hay que perdonar algo a un general vencido. Si me atreviese a ofrecer un regalito a la señorita, le suplicaría que aceptase un anillo antiguo que podrá estrechar a la medida de su dedo. No proviene del bandidaje; se lo he comprado a un comerciante de Nauplia. La señorita enseñará esta joya en Inglaterra, al contar su visita a la corte del Rey de las montañas.

Traduje fielmente este pequeño discurso, y yo mismo deslicé el anillo del Rey en el dedo de MaryAnn.

—Y yo — pregunté al buen Hadgi—Stavros, ¿no me llevaré ningún recuerdo de usted?

—¿Usted, querido señor? Pero si usted se queda.

Su rescate no ha sido pagado.

Me volví a la señora Simons, que me tendió la carta siguiente:

Querida hermana:

»Una vez comprobado lo que me indicabas, he dado las 4.000 libras esterlinas a cambio de recibo. No he podido entregar las otras 600 porque el recibo no estaba a tu nombre, y hubies › sido imposible recobrarlas. Esperando impaciente tu llegada, queda todo tuyo EDWARD SHARPER.» Yo le había predicado demasiado bien a HadgiStavros. ¡En buena administración, había creído deber enviar dos recibos!

La señora Simons me dijo al oido:

¡Parece usted muy apenado! ¿Hay motivos para torcer el gesto de esa manera? Muestre usted que es un hombre y deje esa cara de pollo mojado.

Lo más fuerte ha pasado, puesto que mi hija y yo estamos salvadas, sin que nos cueste un céntimo. En cuanto a usted, estoy tranquila, ya sabrá evadirse.

Su primer plan, que no servia para dos mujeres, resulta admirable estando usted solo. Vamos a ver, ¿qué día esperamos su visita?

Lé di cordialmente las gracias. ¡Me ofrecía una ocasión tan hermosa de poner de manifiesto mis cualidades personales y de entrar a viva fuerza en la estimación de Mary—Ann!

— Si, señora — le dije —, cuente usted conmigo.

Saldré de aqui como hombre de corazón, y mejor si corro un poco de peligro. Me alegro de que mi rescate no haya sido pagado, y le agradezco a su señor hermano lo que ha hecho por mí. Verá usted si un alemán no puede salir de apuros. ¡Si, pronto tendrá usted noticias mias!

Una vez que haya usted salido de aquí, no deje usted de presentarse por nuestra casa.

¡Oh, señora!

Y ahora ruegue usted a ese Stavros que nos dé una escolta de cinco o seis bandidos.

— ¿Para qué, Dios mío?

—¡Pues para protegernos contra los gendarmes!