El rey de las montañas/IV

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IV

Hadgi Stavros

Dimitri bajó hacia Atenas; el fraile subió hacia su abejar; nuestros nuevos dueños nos empujaron por un sendero que conducía al campamento de su rey. La señora Simons afirmó su independencia negándose a mover un pie. Los bandidos la amenazaron con llevarla en sus brazos, y ella declaró que no se dejaria llevar. Pero su hija la inclinó a sentimientos más suaves, haciéndola esperar que encontraria la mesa puesta y que almorzaria con Hadgi—Stavros.

Mary—Ann estaba más sorprendida que espantada.

Los bandidos subalternos que acababan de detenernos habian manifestado una cierta cortesía: no habían registrado a nadie, y habian mantenido las manos lejos de sus prisioneras. En lugar de despojarnos, nos habian rogado que nos despojáramos nosotros mismos; no habian notado que las damas llevaban pendientes, y ni siquiera les habian invitado a que se quitasen los guantes. Estábamos, pues, bien lejos de esos bandoleros de España y de Italia que cortan un dedo para coger una sortija, y arrancan el lóbulo de la oreja para conseguir una perla o un diamante. Todas las desgracias que nos amenazaban se reducian al pago de un rescate, y hasta era muy probable que fuésemos puestos en libertad gratis. ¿Cómo suponer que Hadgi—Stavros nos habría de retener impunemente, a cinco leguas de la capital, de la corte, del ejército griego, de un batallón de Su Majestad Británica y de un buque estacionario inglés? Asi razonaba Mary—Ann. En cuanto a mi, pensaba involuntariamente en las muchachitas de Mistra y me sentia dominado por la tristeza. Temia que la señora Simons, por su obstinación patriótica, expusiese a su hija a algún peligro grande y me prometía ilustrarla lo más pronto posible sobre su situación. Marchábamos uno a uno por el sendero estrecho, separados los unos de los otros por nuestros feroces compañeros de viaje. El camino me parecía interminable, y pregunté más de diez veces si no llegariamos pronto. El paisaje era horrible: la roca desnuda dejaba apenas escapar por sus grietas algunos carrascos o algunas matas de tomillo espinoso que se enganchaba en nuestras piernas. Los bandidos misteriosos no manifestaban ninguna alegria, y su marcha triunfal parecía un paseo fúnebre. Fumaban silenciosamente cigarrillos del grueso de un dedo. Ninguno de ellos hablaba con su vecino; uno solo salmodiaba de cuando en cuando una especie de canción nasal. Este pueblo es lúgubre como una ruina.

Hacia las once unos ladridos feroces nos anunciaron la proximidad del campamento. Diez o doce perros enormes, grandes como terneros, rizados como carneros, se arrojaron sobre nosotros enseñando todos sus dientes. Nuestros protectores los recibieron a pedradas, y después de un cuarto de hora de hostilidades, se hizo la paz. Estos monstruos inhospitalarios son los centinelas avanzados del Rey de las montañas. Olfatean a los gendarmes como los perros de los contrabandistas olfatean a los aduaneros. Pero no se limitan a esto: su celo es tan grande, que de vez en cuando muerden a un pastor inofensivo, a un viajero extraviado y hasta a un compañero de Hadgi—Stavros. El Rey de las montañas los alimenta, como los viejos sultanes sostenian a sus genizaros, con el temor continuo de ser devorados.

El campamento del Rey estaba en una meseta de setecientos u ochocientos metros de superficie. En vano buscaba yo las tiendas de nuestros vencedores.

Los baudidos no son sibaritas y duermen al raso el 30 de abril. No vi ni despojos amontonados, ni tesoros extendidos, ni nada de lo que se espera encontrar en los reales de una banda de ladrones. HadgiStavros se encarga de vender el botín; cada hombre recibe su paga en dinero y la emplea a su capricho.

Unos la colocan en el comercio; otros la dan en hipoteca sobre casas de Atenas; otros compran terrenos en sus aldeas; ninguno despilfarra los productos del robo. Nuestra llegada interrumpió el almuerzo de veinticinco o treinta hombres, que acudieron a nosotros con su pan y su queso. El jefe alimenta a sus soldados: se les distribuye todos los dias una ración de pan, de aceite, de vino, de queso, de caviar, de pimientos, de aceitunas amargas y de carne, cuando la religión lo permite. Los golosos que quieren comer malvas u otras hierbas quedan en libertad de cogerlas en la montaña. Los bandidos, como las demás clases del pueblo, encienden rara vez fuego para sus comidas; comen las carnes frias y las legumbres crudas. Observé que todos los que se apretaban en torno nuestro observaban religiosamente la ley de la abstinencia. Estábamos en la vispera de la Ascensión, y estas buenas personas, de los cuales el más inocente tenia por lo menos un hombre sobre la conciencia, no hubiesen querido cargar su estómago con una pata de pollo. Detener dos inglesas en la punta de sus fusiles les parecía un pe. cadillo insignificante; la señora Simons era mucho más culpable por haber comido cordero el miércoles de la Ascensión.

Los hombres de nuestra escolta satisficieron cumplidamente la curiosidad de sus camaradas. Estos los abrumaron a preguntas, y ellos respondieron a todo.

Pusieron de manifiesto el botin que habian hecho, y mi reloj de plata obtuvo por segunda vez un éxito que halagó mi amor propio. La cajita de oro de MaryAnn fué menos celebrada. En esta primera entrevista la consideración pública cayó sobre mi reloj, y algo de ella vino a recaer en mi. A los ojos de estos hombres sencillos, el poseedor de una pieza tan importante no podía ser menos que un milord.

La curiosidad de los bandidos era molesta, pero no insolente. Ninguno de ellos se daba aire de tratarnos como país conquistado. Sabian que nos tenian en sus manos y que tarde o temprano nos cambiarían por cierto número de piezas de oro; pero no pensaban en aprovecharse de esta circunstancia para tratarnos mal o para faltarnos al respeto. El buen sentido, ese genio imperecedero del pueblo griego, les mostraba en nosotros los representantes de una raza diferente y, hasta cierto punto, superior. La barbarie victoriosa rendia un secreto homenaje a la civilización vencida. Varios de entre ellos veian por primera vez un traje europeo, y daban vueltas alrededor de nosotros como los habitantes del Nuevo Mundo alrededor de los españoles de Colón. Palpaban disimuladamente la tela de mi abrigo para saber de qué tejido estaba hecho. Hubiesen querido .

poder quitarme todas mis prendas para examinarlas en detalle. Acaso no les hubiese tampoco parecido mal partirme en dos o tres pedazos, para estudiar la estructura interior de un milord; pero estoy seguro de que no lo hubiesen hecho sin disculparse y pedirme perdón por la excesiva libertad.

La señora Simons no tardó en perder la paciencia.

Le aburria ser examinada tan de cerca por estos comedores de queso, que no le brindaban de almorzar.

No es cosa agradable a todo el mundo ofrecerse como espectáculo. El papel de curiosidad viva disgustaba mucho a la buena señora, aunque hubiese podido desempeñarlo ventajosamente en todos los países del globo. En cuanto a Mary—Ann, se caía de fatiga.

Una carrera de seis horas, el hambre, la emoción, la sorpresa, habian dado en tierra con esta criatura delicada. Figúrese usted una joven miss, educada entre holandas, acostumbrada a andar sobre las alfombras de los salones, o sobre el césped de los más hermosos parques. Sus botas estaban ya destrozadas por las asperezas del camino, y los matorrales habían desgarrado su falda por debajo. La vispera había tomado el te en los salones de la legación de Inglaterra, hojeando los admirables álbumes de mister Wyse; sin transición, se veia transportada en medio de un paisaje horrible y de una horda de salvajes, y no tenía el consuelo de decirse: «Es un sueño; porque no estaba ni acostada, ni sentada, sino de pie, con gran desesperación de sus piececitos.

En esto llegó una nueva tropa, que hizo intolerable nuestra situación. No era una tropa de bandidos, sino algo mucho peor. Los griegos llevan sobre si un ejército de animalitos ágiles. caprichosos, irascibles, que les acompañan dia y noche, les entretienen hasta durante el sueño, y por sus saltos y picaduras aceleran el movimiento del espíritu y la circulación de la sangre. Las pulgas de los bandidos, de las cuales puedo mostrarle a usted algunos ejemplares en mi colección entomológica, son más rústicas, más fuertes y más ágiles que las de los ciudadanos. ¡Tiene tan poderosas virtudes el aire libre! Pero no tardé en darme cuenta de que no estaban contentas de su suerte y que encontraban más gusto en la piel fina de un joven alemán que en el cuero curtido de sus dueños. Una emigración armada se dirigió sobre mis pobres piernas. Senti primero una viva picazón alrededor de los tobillos: era la declaración de guerra. Dos minutos después, una división de vanguardia se dirigió sobre la pantorriIla derecha. Yo llevé a ella vivamente la mano.

Pero, aprovechando esta diversión, el enemigo avanzaba a marchas forzadas hacia mi ala derecha, y tomaba posiciones sobre las alturas de las rodillas. Estaba envuelto, y toda resistencia era ya inútil. Si me hubiese encontrado solo, en un rincón aparte. hubiese intentado, con algún éxito, la guerra de guerrillas. Pero la bella Mary—Ann estaba delante de mí, roja como una cereza, y atormentada acaso también por algún enemigo secreto. No me atrevia ni a quejarme, ni a defenderme; devoraba heroicamente mis dolores, sin alzar la vista sobre miss Simons, y sufria por ella un martirio que nunca me agradecerá. En fin, agotada mi paciencia y decidido a sustraerme por la fuga a la ola ascendente de las invasiones, pedí que me llevasen ante el Rey. Esta palabra recordó su deber a nuestros guías.

Preguntaron dónde estaba Hadgi—Stavros. Les respondieron que trabajaba en sus oficinas.

—Al fin—dijo la señora Simons—, podré sentarme en un sillón.

Tomó mi brazo, ofreció el suyo a la hija y marchó con paso decidido en la dirección por donde la multitud nos conducía. Las oficinas no estaban lejos del campamento, y estuvimos alli en menos de cinco minutos.

Las oficinas del Rey tenian de oficinas lo que el campamento de los bandidos de campamento. En ellas no se veía ni mesa, ni sillas, ni mobiliario de ninguna especie. Hadgi Stavros estaba sentado, con las piernas cruzadas, sobre una alfombra cuadrada, a la sombra de un abeto. A su alrededor se agrupaban cuatro secretarios y dos servidores. Un muchacho de diez y seis a diez y ocho años estaba coutinuamente ocupado en llenar, encender y limpiar el chibuk. Llevaba a la cintura una bolsa de tabaco bordada de oro y perlas finas, y unas tenacillas de plata destinadas a coger la candela. Otro criado se pasaba el día preparando las tazas de café, los vasos de agua y los dulces destinados a refrescar la boca regia. Los secretarios, sentados directamente sobre la roca, escribian sobre sus rodillas con cañas cortadas. Cad uno de ellos tenía al alcance de la mano una larga caja de cobre que contenía las cañas, el cortaplumas y la escribanía. Algunos cilindros de latón, parecidos a esos en que nuestros soldados guardan su licencia, servian como depósitos de los archivos. El papel no era indigena, y por su causa y razón; cada hoja llevaba la palabra BATH en mayúsculas.

El Rey era un gallardo anciano maravillosamente conservado: derecho, delgado, flexible como el acero, l'mpio y reluciente como un sable nuevo. Sus largos bigotes blancos caian sobre la barbilla como dos estalactitas de mármol. El resto del rostro estaba escrupulosamente afeitado. El cráneo, desnudo hasta el occipucio, donde una gran trenza de cabe.

Ilos blancos so arrollaba bajo el bonete. La expresión de sus facciones me pareció reposada y reflexiva. Un par de ojillos azul claro y una barbilla cuadrada anunciaban una voluntad inquebrantable.

Su cara era larga, y la disposición de las arrugas la alargaba más todavía. Todos los pliegues de la frente se rompían en el medio, y parecían dirigirse al encuentro de las cejas; dos surcos, anchos y profundos, bajaban perpendicularmente en la comisura de los labios, como si el peso de los bigotes hubiese arrastrado los músculos de la cara. He visto muchos septuagenarios, y hasta he disecado uno que hubiese alcanzado la centena si la diligencia de Osnabruck no le hubiese pasado por encima. Pero no me acuerdo de haber observado una vejez más lozana y más robusta que la de Hadgi Stavros.

Llevaba el traje de Tino y de todas las islas del archipiélago. Su gorro rojo formaba un amplio pliegue en su base en torno de la frente. Tenía la chaqueta de paño negro guarnecida de seda negra; el inmenso pantalón de seda azul que absorbe más de veinte metros de tela, y las grandes botas de cuero de Rusia, flexible y sólido. Lo único rico en su indumentaria era un cinturón de oro y piedras, que podia valer dos o tres mil francos. En sus pliegues iban sujetos una bolsa de cachemira bordada, un cangiar de Damasco en una vaina de plata, una larga pistola montada en oro y rubies y la baqueta correspondiente.

Inmóvil en medio de sus empleados, Hadgi Stavros no movía más que las puntas de los dedos y el extremo de los labios: los labios, para dictar su correspondencia; los dedos, para contar las cuentas de su rosario, uno de esos rosarios de ámbar lechoso que no sirven para seguir oraciones, sino para divertir la ociosidad solemne de los turcos.

Levantó la cabeza al aproximarnos nosotros; adivinó de una ojeada el accidente que nos llevaba allí, y nos dijo con una gravedad que no tenía nada de irónica:

—Sean ustedes bien venidos. Siéntense.

— Señor — gritó la señora Simons—, soy inglesa y...

El interrumpió el discurso haciendo chocar su lengua contra los dientes de la mandíbula superior, dientes verdaderamente soberbios.

—En seguida—dijo—; estoy ocupado.

No entendía más que el griego, y la señora Simons no sabia más que el inglés; pero era tan expresiva la fisonomia del rey, que la buena señora comprendió fácilmente sin ayuda de intérprete.

Tomamos asiento en el polvo. Quince o veinte bandidos se sentaron en cuclillas delante de nos otros, y el rey, que no tenia secretos que ocultar, dictó tranquilamente sus cartas de familia y sus cartas de negocios. El jefe de la tropa que nos habia detenido vino a darle un consejo al oido. El respondió con un tono altivo:

—¿Qué importa que el milord comprenda? No hago daño a nadie, y todo el mundo puede escucharme. Vé a sentarte. Tú, Spiro, escribe: es a mi hija.

Se sono las narices muy diestramente con los dedos, y dictó con una voz grave y dulce:

«Mis queridos ojos (mi querida hija): La maestra del colegio me ha escrito que tu salud se ha afirmado, y que ese maldito catarro se ha marchado con los días de invierno. Pero de tu aplicación no parece tan contenta, y se queja de que no estudias nada desde el principio del mes de abril. La señora Mavros dice que te has vuelto distraida, y que te ven con los codos apoyados en el libro, mirando vagamente como si pensases en otra cosa. Nunca te insistiré demasiado en que es preciso trabajar con asiduidad. Sigue los ejemplos de toda mi vida. Si hubiese permanecido ocioso, como tantos otros, no hubiera llegado al rango que ocupo en la sociedad.

Quiero que tú seas digna de mí, y por eso hago tantos sacrificios por tu educación. Tú sabes que nunca te he negado los maestros o los libros que me has pedido; pero es preciso que mi dinero sirva para, algo.

El Walter Scott ha llegado al Pireo, lo mismo que el Robinson y todos los libros ingleses que has manifestado deseos de leer; haz que nuestros amigos de la calle de Hermes los recojan en la aduana. Recibirás al mismo tiempo el brazalete que pedias y esa máquina de acero para inflar las faldas de tus vestidos. Si tu piano de Viena no es bueno, como me dices, y quieres de todas maneras uno de Pleyel, lo tendrás. Haré dos o tres aldeas después de la venta de las cosechas, y mal han de ir las cosas para que no saque el precio de un bonito piano. Pienso, como tú, que necesitas saber música; pero lo que debes aprender ante todo son las lenguas extranjeras. Emplea los domingos de la manera que te he dicho, y aprovéchate de la complacencia de nuestros amigos.

Es preciso que puedas hablar el francés, el inglés y, sobre todo, el alemán. Pues al fin y al cabo no es posible que tú vivas en este pequeño país ridiculo, y preferiria verte muerta a casada con un griego.

Hija de Rey, tú no puedes casarte más que con un principe. Y no me refiero a un principe de contrabando como todos nuestros Fanariotas, que se jactan de descender de los emperadores de Oriente, y a quienes yo no quisiera tomar de criados, sino de un príncipe reinante y coronado. Los hay muy aceptables en Alemania, y mi fortuna me permite escogerte uno de ellos. Si los aler han podido venir a reinar entre nosotros, no veo por qué tú no irias a reinar entre ellos. Date prisa, pues, aprende su lengua, y dime en la próxima carta que has heEL REY DE LAS MONTAÑAS 6 cho progresos. Con lo cual, querida hija, te beso muy tiernamente, y te envio con el trimestre de tu pensión mis bendiciones paternales.» La señora de Simons se inclinó hacia mi y me dijo al oido:

—¿Es nuestra sentencia lo que dicta a sus bandidos?

Yo respondi:

—No, señora. Escribe a su hija.

¿A proposito de nuestra captura?

— A propósito de piano, de crinolina y de Walter Scott.

—Esto puede durar mucho tiempo. ¿Va a invitarnos a almorzar?

Ah está ya su criado, que os trae refrescos.

El cafedgi del Rey estaba ante nosotros con tres tazas de café, una caja de rahat—lukum y un tarro de dulces. La señora Simons y su hija rechazaron el café con repugnancia, porque estaba preparado a la turca y turbio como papilla. Yo vacié mi taza como verdadero bebedor del Oriente. El dulce, que era sorbete de rosa, no obtuvo más que un éxito mediano, porque tuvimos que comerlo los tres con una sola cuchara,. Los delicados lo pasan mal en un país de costumbres sencillas. Pero el rahat—lukum, cortado en pedazos, halagó el paladar de las damas, sin chocar demasiado con sus costumbres. Se aplicaron con muy buena gana a esta jalea de almidón perfumado, y vaciaron la caja hasta el fondo mientras el rey dictaba la carta siguiente:

«Señores Barley y compañía, 1, Cavendish Square, en Londres.

He visto por su apreciable de 5 de abril y la cuenta corriente que la acompaña, que al presente tengo 22.750 libras esterlinas a mi crédito. Sirvanse colocar estos fondos, una mitad al 3 por 100 inglés, y la otra mitad en acciones del crédito mobiliario antes que el cupón sea cortado. Vendan mis acciones del Banco Real Británico; es un valor que no me inspira ya tanta confianza. Tómenme, en cambio, ómnibus de Londres. Si encuentran ustedes 15.000 libras por mi casa del—Strand en 1852 valía esto—, me comprarán Montaña Vieja por una suma igual. Envien a los hermanos Rhalli 100 guineas—2.645 francs—; es mi Suscripción para la escuela helénica de Liverpoo..

He pensado seriamente la proposición que me han hecho ustedes el honor de presentarme, y después de maduras reflexiones he resuelto persistir en mi linea de conducta y hacer los negocios exclusivamente al contado. Los contratos a plazo tienen un carácter aleatorio que debe inspirar desconfianza a todo buen padre de familia. Sé bien que no expondrian ustedes mis capitales sino con la prudencia que ha sido siempre característica de esa casa; pero aun cuando los beneficios de que ustedes me hablan fueran ciertos, sentiría, lo confieso, cierta repugnancia a legar a mis herederos una fortuna aumentada por el juego.

Reciban, etc.

HADGI STAVROS.

83 Propietario.

—¿Se trata de nosotros?— me dijo Mary—Ann.

—Todavía no, señorita. Su Majestad hace cálculos.

—¿Cálculos aqui? Yo creia que eso se hacía solamente entre nosotros.

— Su señor padre, señorita, ¿no es socio de una casa de banca?

—Si; de la casa Barley y C.ª.

¿Hay dos banqueros de este mismo nombre en Londres?

—No, que yo sepa.

¿Ha oido usted decir que la casa Barley hiciese negocios con Oriente?

—¡Y con el mundo entero!

—Y ustedes ¿viven en Cavendish Square?

— No; allí están sólo las oficinas. Nuestra casa está en Piccadilly.

Gracias, señorita. Permitame usted que escuche lo que sigue. Este viejo tiene una correspondencia de las más interesantes.

El Rey dictaba sin interrupción un largo informe a los accionistas de su banda. Este curioso documento iba dirigido al señor Jorge Micrommati, oficial de órdenes en palacio, para que diese lectura de él en la asamblea general de los interesados.

Memoria de las operaciones de la Compañía Nacional del Rey de las montañas »SEÑORES:

»Ejercicio 1855—56.

»Campamento del Rey, 30 de abril de 1856.

»El gerente que han honrado ustedes con su confianza viene hoy, por 14.a vez, a someter a su aprobación el resumen de sus trabajos del año. Desde el dia en que la escritura constitutiva de nuestra sociedad fué firmada en el despacho del señor Tsappas, notario real de Atenas, nunca ha encontrado más obstáculos nuestra empresa, nunca la marcha de nuestros trabajos ha sido contrariada por dificultades más serias. En presencia de una ocupación extranjera, a la vista de dos ejércitos, si no hostiles, al menos malévolos, ha sido preciso mantener el funcionamiento de una institución eminentemente nacional. El Pireo, invadido militarmente; la frontera de Turquía, vigilada con un cuidado que no tiene precedentes en la historia, han restringido nuestra actividad a un círculo estrecho e impuesto a nuestro celo límites infranqueables. Dentro de esta zona limitada, nuestros recursos resultaban, además, reducidos por la penuria general, la escasez de dinero, la insuficiencia de las cosechas. Los olivos no han cumplido lo que prometian; el rendimiento de los cereales ha sido mediocre, y las viñas no se han librado aún del oidium. En tales circunstancias, era muy difícil aprovechaise de la tolerancia de las autoridades y de la dulzura de un gobierno paternal. Nuestra empresa se halla tan estrechamente ligada a los intereses del país, que no puede florecer más que con la prosperidad general y que se resiente de todas las calamidades públicas, porque a los que nada tienen, nada puede cogérseles, o muy poco.

»Los viajeros extranjeros, cuya curiosidad es tan útil para el reino y para nosotros, han sido muy raros. Los turistas ingleses, que componían antes una rama importante de nuestras rentas, han faltado por completo. Dos jóvenes americanos detenidos en el camino del Pentélico nos han escamoteado su rescate. Un espíritn de desconfianza, alimentado por algunos periódicos de Francia y de Inglaterra, aparta de nosotros a las gentes cuya captura nos sería más útil.

»Y, sin embargo, señores, tal es la vitalidad de nuestra institución, que ha resistido mejor a esta crisis fatal que la agricultura, la industria y el comercio. Los capitales de ustedes confiados a mis manos se han beneficiado, no tanto como yo hubiera querido, pero mucho mejor que nadie podía esperar. No añadiré nada más; dejo que hablen los números. La aritmética es más elocuente que Demóstenes.

»El capital social, limitado en un principio a la modesta cifra de 50.000 francos, se ha elevado a 120.000 por tres emisiones sucesivas de acciones de 500 francos.

»Nuestros ingresos brutos desde el 1.° de mayo de 1855 hasta el 30 de abril de 1856 ascienden a la suma de 261.482 francos.

Nuestros gastos se dividen como sigue:

Diezmo pagado a las iglesias y monasterios...

Interés del capital a la tasa legal del 10 por 100 Sueldo y manutención de 80 hombres a 650 francos cada uno...

Material, armas, etc...

Reparación del camino de Tebas, que se había hecho intransitable, y en el que no se encontraban ya viajeros que detener..

Gastos de vigilancia en las carreteras..

Gastos de oficina....

Subvención a algunos periodistas....

Premios a diversos empleados del orden administrativo y judicial..

TOTAL......

Si se resta esta suma de la cifra bruta de nuestros ingresos, se encuentra un beneficio neto de..

Conforme a los estatutos, este excedente es repartido como sigue:

Fondo de reserva depositado en el Banco de Atenas....

26.148 12.000 52.000 7.056 2.540 5.835 11.900 18.000 135.482 126.000 6.000 40.000 80.000 Tercio concedido al gerente.....

Para repartir entre los accionistas..

O sea 333,33 pesetas por acción.

» Añadan ustedes a estas 333,33 pesetas, 50 pesetas de interés y 25 pesetas del fondo de reserva, y tendremos un total de 408,33 pesetas por acción. El dinero de ustedes ha sido, pues, colocado a cerca del 82 por 100.

»Tales son, señores, los resultados de última campaña. ¡Juzguen ahora del porvenir que nos está reservado el día que la ocupación extranjera cese de pesar sobre nuestro país y nuestras operaciones!» El Rey dictó esta respuesta sin consultar notas, sin vacilar en una cifra y sin buscar una palabra. Nunca hubiese podido creer que un viejo de su edad pudiese tener la memoria tan expedita. Puso su sello en la parte inferior de las tres cartas: es su manera de firmar. Lee corrientemente; pero nunca ha tenido tiempo de aprender a escribir. Carlomagno y Alfredo el Grande se hallaban, según se dice, en el mismo caso.

Mientras que los subsecretarios de Estado se ocupaban en transcribir su correspondencia del dia, para depositarla en los archivos, dió audiencia a los oficiales subalternos que habian vuelto con sus destacamentos durante el dia. Cada uno de estos hombres se sentaba delante de él, le saludaba apoyando la mano derecéha en el corazón, y hacia su relato, en pocas palabras, con una concisión respetuosa. Le juro a usted que San Luis, bajo su encina, no inspiraba una veneración más profunda a los habitantes de Vincennes.

El primero que se presentó fué un hombre pequeño y de mala facha; un verdadero tipo de presidio.

Era un isleño de Corfú, perseguido por algunos in1 cendios; le habían recibido muy bien en la partida, y sus méritos le habian hecho subir en graduación.

Pero su jefe y sus soldados le estimaban sólo a medias. Se sospechaba que sustraía en su provecho una parte del botin. Ahora bien, el Rey era intratable en punto a probidad. Cuando cogia a un hombre en esta falta, lo expulsaba ignominiosamente y le decía con ironia aplastante: «¡Vé a hacerte magistrado!»» Hadgi—Stavros preguntó al corfiota: ««¿Qué has hecho?»» — He ido con mis quince hombres al barranco de las Golondrinas, en el camino de Tebas. He encontrado un destacamento de linea: veinticinco soldados.

¿Dónde están sus fusiles?

— Se los he dejado. Todos fusiles de pistón, que no nos hubiesen servido por falta de cartuchos.

Bien; ¿y después?

— Era dia de mercado; he detenido a los que volvian.

1 —¿Cuántos?

— Ciento cuarenta y dos personas.

—¿Y traes...?

89 — Mil seis pesetas con cuarenta y tres céntimos.

— ¡Siete pesetas por cabeza! Es poco.

— Es mucho. ¡Eran aldeanos!

¿No habian, pues, vendido sus géneros?

— Unos habian vendido, otros habian comprado.

El corfiota abrió un pesado saco que llevaba bajo el brazo y extendió el contenido ante los secretarios, que se pusieron a contar la suma. El ingreso se componía de treinta o cuarenta duros mejicanos, de algunos puñados de zwanzigs austriacos y de una enorme cantidad de vellón. En medio de las monedas aparecian algunos papeles arrugados. Eran billetes de Banco de diez francos.

— ¿No traerás alhajas?—preguntó el Rey.

— No.

¿Es que no había mujeres?

— No he encontrado nada que valiese la pena de ser cogido.

¿Qué es eso que te veo en el dedo?

— Una sortija.

— ¿De oro?

O de cobre: no sé bien.

— ¿De dónde procede?

— La he comprado hace dos meses.

— Si la hubieses comprado, sabrías si es de oro o de cobre. ¡Dámela!

El corfiota obedeció de mala gana. La sortija fué encerrada inmediatamente en un pequeño cofre lleno de alhajas.

—Te perdono—dijo el rey—, considerando tu mala educación. Las gentes de tu país deshonran el robo mezclando con él la granujería. Si no tuviese más que jonios en mi tropa, me vería obligado a poner en los caminos aparatos registradores como en las puertas de la exposición de Londres, para contar los viajeros y recibir el dinero. ¡Venga otro!

El que vino después era un muchachote de cara muy simpática. Sus ojos grandes, salientes, respiraban la rectitud y la bondad espontánea. Sus labios entreabiertos dejaban ver, a través de su sonrisa, dos filas de dientes magnificos. Me sedujo a la primera ojeada y pensé para mi que, aunque sin duda se había extraviado entre aquella mala gente, no dejaría un dia u otro de volver al buen camino. Mi aspecto le agradó también, pues me saludó muy atento antes de sentarse ante el rey Hadgi—Stavros.

—¿Qué has hecho, amigo Basilio?

— Llegué ayer tarde con mis seis hombres a Pigadia, la aldea del senador Zimbelis.

— Bien.

— Zimbelis estaba ausente, como siempre; pero sus parientes, sus colonos, estaban todos en sus casas y acostados.

— Bien.

— Entré en el khan; desperté al khangi; le compré veinticinco haces de paja, y como pago, le matė.

— Bien.

— Llevamos la paja al pie de las casas, que son todas de tabla o de mimbre, y prendimos fuego por siete sitios a la vez. Las cerillas eran buenas, el viento venía del Norte: todo ardió.

— Bien.

— Nos retiramos sin ruido hacia los pozos. Toda la aldea se despertó a la vez gritando. Los hombres acudieron con sus cubos de cuero en busca de agua.

Hemos ahogado a cinco que no conociamos; los otros huyeren.

— Bien.

— Volvimos a la aldea. No había nadie más que un niño olvidado por sus padres y que gritaba como un pequeño cuervo caído del nido. Le arrojé en una casa que ardia y no dijo una palabra.

Bien.

Después cogimos tizones y prendimos fuego a los olivares. La cosa tuvo un éxito completo. Nos pusimos en camino de vuelta para el campamento; hemos cenado y dormido a medio camino, y a las nueve hemos llegado, todos en perfecto estado, sin una quemadura.

— Bien. El senado lis no pronunciará otro discurso contra nosotros. ¡Venga otro!

Basilio se retiró, saludándome tan atentamen te como la vez primera; pero yo no le devolvi el saludo.

Le reemplazo inmediatamente el enorme diablo que nos habia detenido. Por un curioso capricho del azar, el primer autor del drama en que yo estaba destinado a desempeñar un papel, se llamaba Sófo cles. En el momento en que comenzó su relación, senti algo frío correr por mis venas. Supliqué a la señora Simons que no arriesgase una palabra imprudente. Ella me respondió que era inglesa y que sabía conducirse. El Rey nos rogó que nos callásemos y que dejásemos la palabra al orador.

Puso primero de manifiesto los bienes de que nos había despojado; después sacó de su cinturón cuarenta ducados de Austria, que formaban una suma de cuatrocientos setenta francos, al cambio de 11,75 francos.

— Los ducados — dijo — provienen de la aldea de Castia; el resto me ha sido dado por los milores. Me habian dicho que diese una batida por los alrededores, y he comenzado por la aldea.

Has hecho mal — respondió el rey —. Las gen tes de Castia son vecinos nuestros. Se les debia haber dejado en paz. ¿Cómo viviremos con seguridad si nos hacemos enemigos a nuestras puertas?

Además, son buenas gentes, que pueden echarnos una mano en caso preciso.

— ¡Oh, no he cogido nada a los carboneros! Han desaparecido en el monte sin darme tiempo a hablarles. Pero el paredro sufría de gota y le he encontrado en su casa.

¿Y qué le has dicho?

— Le he pedido dinero; él ha sostenido que no tenia. Entonces le he encerrado en un saco con su gato; no sé lo que el gato le ha hecho; pero él se ha puesto a gritarme que su tesoro estaba detrás de la casa, bajo una gruesa piedra. Allí es donde he encontrado los ducados.

Has hecho mal. El paredro excitará a toda la aldea contra nosotros.

¡Oh, no! Al abandonarle se me olvidó abrir el saco, y el gato debe de haberle comido los ojos.

— Menos mal. Pero escuchadlo todos bien: no quiero que se inquiete a nuestros vecinos.

Nuestro interrogatorio iba a comenzar. Hadgi.

Stavros, en vez de hacernos comparecer delante de él, se levantó gravemente y vino a sentarse en el suelo a nuestro lado. Esta señal de deferencia nos pareció de buen augurio. La señora Simons se dispuso a interpelarle a sus anchas. En cuanto a mi, previendo perfectamente lo que ella podría decir, y conociendo la intemperancia de su lengua, ofreci al Rey mis servicios en calidad de intérprete. El me dió friamente las gracias y llamó al corfiota, que sabía el inglés.

— Señora —dijo el rey a la señora Simons—, parece que está usted contrariada ¿Tiene usted alguna queja de los hombres que la han traido aqui?

¡Es un horror! — dijo ella. Vuestros granujas me han detenido, me han arrojado en el polvo y, no contentos con despojarme, me han reducido a la extenuación y al hambre.

— Le suplico que acepte mis xcusas. Me veo obligado a emplear hombres sin educación. Créame usted, señora, no se han conducido asi por orden mia.

¿Es usted inglesa?

¡Inglesa de Londres!

Yo he estado en Londres; conozco y estimo a los ingleses. Só que tienen buen apetito, y ya ha podido usted notar que me he apresurado a ofrecerles un refrigerio. Sé que a las señoras de su país no les gusta correr por las rocas, y siento que no le hayan dejado a usted andar a su paso. Sé que las personas de su nación no llevan de viaje más que los efectos que les son necesarios, y no perdonaré a Sófocles que le haya despojado, sobre todo si es usted persona de calidad.

— Pertenezco a la mejor sociedad de Londres.

— Sirvase recoger de aquí el dinero que le pertenece. ¿Es usted rica?

Claro que sí.

— Este neceser ¿no es de su equipaje?

Es de mi hija.

— Recoja nsted también lo que es de la señorita.

¿Es usted muy rica?

Muy rica.

¿No pertenecen estos objetos a su señor hijo?

— El señor no es hijo mío; es un alemán. Puesto que soy inglesa, ¿cómo puedo tener un hijo alemán?

— Nada más exacto. ¿Tendrá usted hasta unos veinte mil francos de renta?

— Más.

—¡Una alfombra para estas señoras! La riqueza de usted asciende, pues, a treinta mil francos de renta.

— Tenemos más de eso.

— Sófocles es un palurdo; ya le sentaré yo las costuras. Logotetos, di que preparen la comida a estas señoras. ¿Seria posible, señora, que fuese usted millonaria?

— Lo soy.

—Señora, me siento avergonzado de la manera como se han conducido con usted. ¿Seguramente tendrá muy buenas relaciones en Atenas?

Conozco al ministro de Inglaterra, ¡y si usted se hubiese permitido...!

¡Oh, señora!... ¿Conoce usted también a comerciantes, a banqueros?

— Mi hermano, que está en Atenas, conoce a varios banqueros de la ciudad.

— Me alegro mucho de saberlo. Sófocles, ¡ven aqui! Pidele perdón a estas señoras.

Sofocles murmuró entre dientes no sé qué excusas.

El Rey continuó:

— Estas damas son inglesas distinguidas; tienen una fortuna de más de un millón; las reciben en la embajada de Inglaterra; su hermano, que está en Atenas, conoce a todos los banqueros de la ciudad.

¡Menos mal! — exclamó la señora Simons.

El Rey prosiguió:

— Tú debías de haber tratado a estas señoras con todos los miramientos debidos a su fortuna.

— ¡Bien! — dijo la señora Simons.

— Conducirlas aquí con cuidado.

¿Para qué? murmuró Mary—Ann.

Y abstenerte de tocar a su equipaje. Cuando se tiene el honor de encontrarse en el monte con dos personas del rango de estas damas, se les saluda con respeto, se les trae al campamento con deferencia, se les guarda con circunspección y se les ofrece cortésmente todas las cosas necesarias para la vida, hasta que su hermano o el embajador nos envie un rescate de cien mil francos.

—¡Pobre señora Simons! ¡Querida Mary—Ann! Ninguna de ellas esperaba esta conclusión. Por mi parte, no me sorprendió. Sabia con qué taimado granuja nos las habiamos. Tomé audazmente la palabra y le dije a quemarropa:

— Puedes guardarte lo que tus hombres me han robado, porque es todo lo que tendrás de mi. Soy pobre, mi padre no tiene nada, mis hermanos comen a menudo su pan a secas, no conozco ni banqueros ni embajadores, y si me alimentas con la esperanza de un rescate, te vas a chasquear: ¡te lo juro!

Un murmullo de incredulidad se elevó en el auditorio; pero el Rey pareció creerme bajo mi palabra.

— Si es asi — me dijo, no cometeré la tonteria de retenerle aqui contra su deseo. Prefiero enviarle de nuevo a la ciudad. La señora le entregará una carta para su señor hermano y partirá usted hoy mismo. Con todo, por si tuviese usted necesidad de permanecer un día o dos en la montaña, le ofrezco mi hospitalidad, pues supongo que no ha venido usted hasta aquí con esa caja grande para mirar el paisaje.

Este discursito me proporcionó un alivio notable.

El Rey, sus secretarios y sus soldados me parecian mucho menos terribles; las rocas vecinas se me figuraban mucho más pintorescas desde que las miraba con los ojos de un huésped y no con los de un prisionero. El desco que tenía de ver Atenas se calmó súbitamente, y me hice a la idea de pasar dos o tres días en la montaña. Sentia que mis consejos no serían inútiles a la madre de Mary—Ann. La buena señora se encontraba en un estado de exaltación que podíia perderla. ¿Y si, por acaso, se obstinaba en negar el rescate? Antes que Inglaterra acudiese en socorro suyo, tenía tiempo de atraer alguna desgracia sobre una cabecita encantadora. No podia alejarme de ella sin contarle, para su gobierno, la historia de las muchachitas de Mistra. ¿Y qué más he de decirle? Usted conoce mi pasión por la botánica. La flora del Parrés es muy interesante a fines Bi. RBY DE LAS MONTAÑA de abril. En esta montaña se encuentran cinco o seis plantas tan raras como célebres, sobre todo una: la boryana variabilis, descubierta y bautizada por M. Bory de Saint Vincent. ¿Debia yo dejar semejante vacío en mi herbario y presentarme en el museo de Hamburgo sin la boryana variabilis?

Respondi al Rey:

Acepto tu hospitalidad, pero con una condi— ción.

¿Cuál?

Que me devolverás mi caja.

—Pues bien, concedido; pero con una condición también.

— ¡Veamos!

Que me dirá usted para qué sirve.

¡Si sólo de eso se trata! Me sirve para guardar las plantas que recojo.

Y ¿por qué busca usted plantas? ¿Para venderlas?

¡De ninguna manera! No soy un comerciante:

soy un sabio.

Me tendió la mano y me dijo con alegria visible:

¡Cuánto me alegro! La ciencia es una cosa bella. Nuestros abuelos eran sabios; acaso lo serán nuestros nietos. En cuanto a nosotros, nos ha faltado tiempo. ¿Se estima mucho a los sabios en el país de usted?

— Muchisimo.

¿Les dan buenos puestos?

A veces.

¿Les pagan bien?

Bastante.

¿Les colocan cintitas sobre el pecho?

— De cuando en cuando.

— ¿Es verdad que las ciudades se los disputan?

— Así ocurre en Alemania.

¿Y que se considera su muerte como una calamidad pública?

— Desde luego.

— Lo que usted dice me llena de satisfacción. Asi, pues, ¿no tiene usted que quejarse de sus conciudadanos?

99 ¡Muy al contrario! Su liberalidad es lo que me ha permitido venir a Grecia.

¿Le pagan a usted los gastos de viaje?

— Desde hace seis meses.

¿Es usted, pues, muy instruido?

— Soy doctor.

¿Existe un grado superior en la ciencia?

No.

—¿Como cuántos doctores hay en la ciudad que usted habita?

— No sé el número exacto; pero no hay tantos doctores en Hamburgo como generales en Atenas.

¡Oh! ¡Oh! No privaré a vuestro pais de un hombre tan raro. Usted volverá a Hamburgo, señor doctor. ¿Qué se diria allá si supiesen que está usted prisionero en nuestras montañas?

— Dirian que es una gran desgracia.

—¡Vamos! Antes que perder un hombre como usted, la ciudad de Hamburgo se impondrá muy bien un sacrificio de quince mil francos. Recoja usted su caja, corra, busque, herborice y prosiga el curso de sus estudios. ¿Por qué no mete usted en su bolsillo este dinero? Es de usted, y yo respeto demasiado a los sabios para despojarlos. Pero el pais de usted es lo bastante rico para pagar su gloria. ¡Afortunado joven! ¡Hoy reconoce usted cuánto valor añade a su persona el titulo de doctor! Yo no hubiese pedido ni un céntimo de rescate si hubiera usted sido un ignorante como yo.

El Rey no escuchó ni mis objeciones ni las interjecciones de la señora Simons. Levantó la sesión y nos mostró con el dedo nuestro comedor. La señora Simons bajó a ól protestando de que devoraría la comida, pero que nunca pagaria la cuenta. Mari—Ann parecia muy abatida; pero tal es la movilidad de la juventud, que lanzó un grito de alegria al ver el lugar ameno en que nuestra mesa estaba puesta.

Era un rinconcito de verdura engastado en la piedra gris. Una hierba fina y apretada formaba la alfombra; algunos macizos de alheñas y laureles servian de tapices y ocultaban las murallas a pico. Una hermosa bóveda azul se extendía sobre nuestras cabezas; dos buitres de largo cuello, que se cernian en el aire, parecían haber sido suspendidos para encantode los ojos. En un rincón de la sala, un manantial, limpido como el diamante, colmaba en silencio su copa rústica, se derramaba sobre los bordes y se precipitaba en cinta argentada, por la vertiente resbaladiza de la montaña. Por este lado la vista se extendia hasta lo infinito hacia el frontón del Pentélico, el gran palacio blanco que reina sobre Atenas, los bosques de olivos sombríos, la llanura polvorienta, el lomo agrisado del Himeto, curvado como la espalda de un anciano, y ese admirable golfo Sarónico, tan azul que se diria un jirón caido del cielo.

Seguramente la señora Simons no tenía el espiritu dispuesto a la admiración, y, sin embargo, confesó que el alquiler de una vista tan hermosa costaria caro en Londres o en Paris.

La mesa estaba servida con una sencillez heroica.

Un pan moreno, cocido en el horno de campaña, humeaba sobre el césped y embargaba el olfato por su olor penetrante. La leche cuajada temblaba en un gran cuenco de madera. Las gruesas aceitunas y los pimientos verdes se amontonaban sobre tablillas mal desbastadas. Un pellejo velludo hinchaba su amplia panza al lado de una copa de cobre rojo ingenuamente cincelada. Un queso de oveja descansaba sobre el lienzo con que se le habia apretado, y cuya huella conservaba todavia. Cinco o seis lechugas apetitosas nos ofrecían una hermosa ensalada, pero sin ningún aderczo. El rey habia puesto a nuestra disposición su vajilla de campaña, que consistia en cucharas esculpidas con el cuchillo, y disponíamos además, lujo desmedido, del tenedor de nuestros cinco dedos. La tolerancia no habia sido llevada hasta el punto de servirnos carne; pero, en cambio, el tabaco dorado de Almyros me prometia una admirable digestión.

Un oficial del Rey se había encargado de servirnos y de escucharnos. Era el repugnante corfiota, el hombre de la sortija de oro, que sabia el inglés.

Cortó el pan con su puñal, y nos distribuyó de todo a manos llenas, recomendándonos que no nos quedasemos cortos. La señora Simons, sin interrumpir su labor manducatoria, le lanzó algunas altivas preguntas.

— Buen hombre, ¿acaso su amo ha creido seriamente que le pagaríamos un rescate de cien mil francos?

Está seguro de ello, señora.

Es que no conoce a la nación inglesa.

— La conoce muy bien, señora, y yo también. En Corfú he tratado a muchos ingleses distinguidos:

¡eran jueces!

— Le felicito a usted por ello; pero digale a ese Stavros que se arme de paciencia, porque esperará largo tiempo los cien mil francos que se ha prometido.

— Me ha encargado que les diga que esperará hasta el 15 de mayo, a las doce en punto.

—¿Y si no hemos pagado el 15 de mayo, a las doce?

—Tendrá el sentimiento de cortarle el pescuezo, lo mismo que a la señorita.

Mary—Ann dejó caer el pan que se llevaba a la boca.

Déme usted un poco de vino — — dijo.

El bandido le tendió la copa llena; pero apenas hubo ella humedecido sus labios, dejó escapar un grito de repu gnancia y espanto. La pobre criatura se imaginó que el vino estaba envenenado. Yo la tranquilicé vaciando la copa de un trago.

No tema usted nada — le dije —; es la resina.

¿Qué resina?

— El vino no se conservaría en los pellejos si no se le añadiese una cierta cantidad de resina, que impide que se corrompa. Esta mezela no lo hace agradable, pero ya ve usted que se le puede beber sin peligro.

A pesar de mi ejemplo, Mary—Ann y su madre se hicieron servir agua. El bandido corrió a la fuente y volvió en tres zancadas.

Ya comprenderán ustedes, señoras — dijo sonriendo, que el Rey no haria la tonteria de envenenar a personas tan caras como ustedes.

Y añadió, dirigiéndose a mí:

— A usted, señor doctor, tengo orden de hacerle saber que tiene usted treinta días para terminar sus estudios y pagar la suma. Le proporcionaré a usted, lo mismo que a estas señoras, recado de escribir.

— Gracias —dijo la señora Simons. Pensaremos en ello, dentro de ocho dias si no somos libertadas.

—¿Y por quién, señora?

¡Por Inglaterra!

— Está lejos.

— O por la gendarmeria.

— Es lo que yo le deseo. Mientras tanto, ¿desean ustedes algo que yo pueda darles?

— Ante todo, quiero una habitación para acostarme.

— Cerca de aquí tenemos unas grutas llamadas Los Establos. Pero estarían ustedes mal en ellas; durante el invierno se han encerrado allí los corderos, y el olor persiste todavía. Mandaré coger dos tiendas a los pastores de allá abajo, y acamparán ustedes aqui... hasta la llegada de los gendarmes.

—Quiero una doncella.

— Nada más fácil. Nuestros hombres bajarán a la llanura y detendrán a la primera campesina que pase... si es que la gendarmeria lo permite.

—Me hacen falta vestidos, ropa blanca, toallas, jabón, un espejo, peines, perfumes, un bastidor de bordar, un...

—Son muchas cosas, señora, y para proporcionarle a usted todo eso nos veríamos obligados a tomar Atenas. Pero se hará lo que se pueda. Cuente usted conmigo y no cuente usted demasiado con los gendarmes.

—¡Que Dios se compadezca de nosotros! — dijo Mary Ann.

Un eco vigoroso respondió: ¡Kyrie Eleyson! Era el buen viejo, que venia a hacernos una visita, y que cantaba según iba andando para animarse. Nos saludó cordialmente, depositó sobre la hierba una vasija llena de miel, y se sentó a nuestro lado.

—Tomen y coman; mis abejas les ofrecen el postre.

Yo le estreché la mano; la señora Simons y su hija se apartaron con repugnancia, pues se obstinaban en ver en él un cómplice de los bandidos. El pobre hombrecillo no tenía tantá malicia. No sabía más que cantar sus oraciones, cuidar sus animalitos, vender su cosecha, cobrar las rentas del convento y vivir en paz con todo el mundo. Su inteligencia era limitada; su ciencia, nula; su conducia, inocente como la de una máquina bien arreglada. No creo que supiese distinguir claramente el bien del mal, y que viese una gran diferencia entre un ladrón y una persona decente. Su sabiduria se cifraba en hacer cuatro comidas diarias y en mantenerse prudentemente entre dos vinos, como el pez entre dos aguas. Era, por lo demás, uno de los mejores monjes de su orden.

Yo hice honor al obsequio que nos habia llevado.

Esta miel semisalvaje se parece a la que ustedes comen en Francia como la carne de un corzo a la de un cabrito. Se hubiese dieho que las abejas habían destilado en un alambique invisible todos los perfumes de la montaña. Mientras comia mi rebanada, se me fué de la memoria que tenia un mes para encontrar quince mil francos o morir.

El monje, a su vez, nos pidió permiso para reparar las fuerzas un poco; sin esperar respuesta, cogió la copa, la colmó y bebió sucesivamente a la salud de cada uno de nosotros. Cinco o seis bandidos, atraidos por la curiosidad, se deslizaron en la sala.

El los interpeló por su nombre y bebió a la salud de cada uno de ellos, por espiritu de justicia. No tardė en maldecir su visita. Una hora después de su llegada, la mitad de la partida estaba sentada en círculo alrededor de nuestra mesa. Ausente el Rey, que dormia la siesta en su gabinete, los bandidos venían, uno a uno, a cultivar nuestra amistad. Uno nos ofrecía sus servicios, otro nos llevaba algo, otro se introducía sin pretexto alguno y sin turbarse, como hombre que se siente en su casa. Los más familiares me rogaban amistosamente que les contase nuestra historia; los más tímidos se mantenian detrás de sus compañeros, y los empujaban insensiblemente hacia nosotros. Algunos, después de haberse hartado de vernos, se tumbaban sobre la hierba y roncaban sin reparo delante de Mary—Ann. Y las pulgas continuaban subiendo, y la presencia de sus primeros amos las hacía tan atrevidas, que sorprendi tres o cuatro sobre el dorso de mi mano. Imposible disputarles el derecho de pasto; yo no era un hombre, sino un prado comunal. En este momento hubiese dado las tres plantas más hermosas de mi herbario por un cuarto de hora de soledad. La señora Simons y su hija eran emasiado iscretas para participarme sus impresiones; pero por algunos so bresaltos involuntarios probaban que estábamos en comunidad de ideas. Hasta sorprendi entre ellas una mirada de desesperación, que significaba claramente: los gendarmes nos librarán de los ladrones; pero ¿quién nos defenderá de las pulgas? Esta queja muda despertó en mi corazón un sentimiento caballeresco.

Yo estaba resignado a sufrir; pero ver el martirio de Mary Ann era cosa superior a mis fuerzas. Me levanté resueltamente, y dije a los importunos:

—¡Fuera todo el mundo! El Rey nos ha colocado aquí para vivir tranquilos hasta la llegada de nuestro rescate. El alquiler es lo bastante caro para que tengamos el derecho de quedarnos solos. ¿No les da vergüenza amontonarse alrededor de una mesa como perros hambrientos? Aqui no tienen ustedes nada que hacer. No los necesitamos; lo que necesitamos es que se marchen. ¿Creen ustedes que podemos escaparnos? ¿Por dónde? ¿Por la cascada? ¿O por el gabinete del Rey? Déjennos, pues, en paz.

Corfiota, échalos, y yo te ayudaré, si quieres.

Dicho y hecho. Empujé a los rezagados, desperté a los dormidos, sacudi al monje, obligué al corfiota a que me ayudase, y pronto el rebaño de los bandidos, rebaño armado de puñales y pistolas, abandonó el terreno con docilidad de ovejas, aunque procurando desobedecer, marchando a pasitos cortos, resistiendo con la espalda y volviendo la cabeza a la manera de escolares que, al sonar el fin del recreo, van empujados hacia la sala de estudios.

Por fin estábamos solos con el corfiota. Dije a mistress Simons:

Señora, ya estamos tranquilos. ¿Le parece a usted que separemos en dos nuestro departamento? A mi no me hace falta más que un rinconcito para levantar mi tienda. Detrás de estos árboles no me encontraría mal, y el resto quedaria para usted. Tendrá usted a mano la fuente, sin que le moleste su vecindad, puesto que el agua va a caer en cascada por la falda de la montaña.

Mis ofrecimientos fueron aceptados de bastante mala gana. Estas señoras hubieran querido guardárselo todo para ellas y mandarme a dormir en medio de los bandidos. Verdad es que el cant británico hubiese ganado algo con esta separación, pero yo hubiese perdido de vista a Mary—Ann. Y, además, estaba muy decidido a acostarme lejos de las pulgas. El corfiota apoyó mi proposición, que hacía más fácil su vigilancia. Tenia la orden de vigilarnos noche y día. Quedó convenido que dormiría al lado de mi tienda. Y yo exigi que hubiese entre nosotros una distancia de seis pies ingleses.

Cerrado el trato, me retiré a un rincón para dedicarme a la caza de mis bestezuelas domésticas. Pero apenas la había comenzado, cuando los curiosos reaparecieron en el horizonte, so pretexto de traernos las tiendas. La señora Simons puso el grito en el cielo al ver que su casa se componía de una simple banda de fieltro grosero, plegada por el medio, fija a tierra por los extremos y abierta al viento por los dos lados. El corfiota juraba que quedariamos alojados como principes, salvo caso de lluvia.o de mucho viento. La tropa entera se puso a plantar las estacas, a disponer nuestras camas y traer las mantas.

Cada cama se componía de una alfombra cubierta con una capa de piel de cabra. A las seis el Rey vino a comprobar por sí mismo que no nos faltaba nada.

La señora Simons, más furiosa que nunca, dijo que a ella le faltaba todo. Y yo pedi formalmente la exelusión de todos los visitantes inútiles. El rey estableció un reglamento que no fué nunca cumplido.

Disciplina es una palabra muy dificil de traducir en griego.

El Rey y sus súbditos se retiraron a las siete, y 'se nos sirvió la cena. Cuatro antorchas de madera resinosa alumbraban la mesa. Su luz roja y ahumada coloreaba de un modo extraño el rostro un poco pálido de la señorita Simons. Sus ojos parecian apagarse y encenderse en el fondo de sus órbitas, como los faros de luz alternativa. Su voz, quebrada por la fatiga, recobraba a intervalos una vibración singular. Al escucharla, mi espíritu se perdia en un mundo sobrenatural, y acudian a mi memoria yo no sé qué reminiscencias de cuentos fantásticos. Cantóun ruiseñor, y me pareció ver su canción argentina revoloteando en los labios de Mary—Ann. La jornadahabía sido ruda para todos, y yo mismo, que le he dado a usted pruebas decisivas de mi apetito, reconocí bien pronto que no tenia hambre más que de sueño. Les di las buenas noches a las damas, y me retiré a mi tienda. Allí olvidé en un instante el ruiseñor, el peligro, el rescate, las picaduras; cerré los ojus con doble llave y me dormi.

Un tiroteo espantoso me despertó sobresaltado.

Me levanté tan bruscamente, que me di con la cabeza contra una de las estacas de mi tienda. En el mismo instante, of dos voces de mujeres que gritaban:

—¡Estamos salvadas! ¡Los gendarmes!

Vi a dos o tres fantasmas correr confusamente a través de la obscuridad. En mi alegria, en mi turbación, le di un beso a la primera sombra que pasó ami alcance: era el corfiota.

—¡Alto!—gritó — ¿Quiere usted decirme adónde va tan de prisa?

—Perro ladrón—respondi limpiándome la boca—, voy a ver si los gendarmes acaban pronto de fusilar a tus compañerosmi voz, La señora Simons y su hija, guiadas llegaron a nuestro lado. El corfiota nos dijo:

—Los gendarmes no viajan hoy. Es la Ascensión y el primero de mayo: doble fiesta. El ruido que han escuchado ustedes es la señal de las diversiones, Son más de las doce; hasta mañana a la misma hora nuestros compañeros van a beber vino, a comer carne, a bailar la Romaica y a quemar pólvora. Si ustedes quisieran ver este hermoso espectáculo, me darían una alegría. Les vigilaria más agradablemente alrededor del asado que al borde de la fuente.

— ¡Usted miente! —dijo la señora Simons—. ¡Son los gendarmes!

—Vamos a ver—añadió Mary—Ann.

Yo les segui. El estruendo era tan grande que debíamos renunciar a dormir. Nuestro guía nos hizo atravesar el gabinete del Rey y nos mostró el campamento de los ladrones, alumbrado como por un incendio. De trecho en trecho ardian pinos enteros.

Cinco o seis grupos, sentados en torno del fuego, asaban cabritos ensartados en palos. En medio de la multitud, una fila de bailarines serpenteaba lentamente al sonido de una música espantosa. Los tiros partían en todas las direcciones. Uno vino en la nuestra, y oi silbar una bala a algunas pulgadas de mi oido. Supliqué a las damas que apretaran el paso, esperando que al lado del Rey estaríamos más lejos del peligro. El Rey, sentado sobre su eterna alfombra, presidia con solemnidad las diversiones de su pueblo. En torno suyo, los pellejos se vaciaban como simples botellas; los cabritos se cortaban como perdices; cada convidado tomaba una pata o un lomo y se lo llevaba en la mano. La orquesta estaba formada por un tamboril sordo y un flautin chillón; el tamboril se habia vuelto sordo a fuerza de oir chillar al flautin. Los bailarines se habian quitado los zapatos para estar mâs ligeros. Se agitaban sin cambiar de sitio, y hacian crujir sus huesos, poco más o menos, al compás. De cuando en cuando, uno de ellos abandonaba el baile, bebia una copa de vinc, mordia un pedazo de carne, disparaba un tiro y volvía al baile. Todos estos hombres, excepto el Rey, bebian, comían, daban alaridos y saltaban; no oi reir a uno solo.

Hadgi—Stavros se disculpó galantemente de habernos despertado.

—No tengo yo la culpa, sino la costumbre. Si el 1.º de mayo pasase sin tiros, estas buenas gentes no creerían en el retorno de la primavera. Yo no tengo aquí más que criaturas sencillas, criadas en el campo y apegadas a los viejos usos del pais. Los educo lo mejor que puedo; pero me moriré antes de haberlos hecho finos. Los hombres no se funden de nuevo en un día, como los cubiertos de plata. Yo mismo, aqui donde ustedes me ven, he encontrado gusto en estas diversiones groseras: he bebido y bailado como otro cualquiera. No conocía aún la civilización europea: ¿por qué me habré puesto tan tarde a viajar?

Daria mucho por ser joven y no tener más que cincuenta años. Tengo ideas de reforma que no serán nunca realizadas, porque me veo, como Alejandro, sin un heredero digno de mi. Sueño con una organización nueva del bandolerismo sin desorden, sin turbulencias y sin ruido. Pero no me secundan. Debería tener el censo exacto de todos los habitantes del reino con el estado aproximativo de sus bienes, muebles e inmuebles. En cuanto a los extranjeros que desembarquen en nuestro pais, un agente establecido en cada puerto me informaría de sus nombres, su itinerario y, hasta donde fuese posible, de su fortuna. De esta manera sabria lo que cada uno puede darme, y no estaria expuesto a pedir demasiado o demasiado poco. Estableceria en cada camino un puesto de empleados limpios, bien educados y bien vestidos, porque, al fin y al cabo, ¿para qué espantar a los clientes con un traje chocante y una cara avinagrada? En Francia e Inglaterra he visto ladrones elegantes hasta la geración; ¿hacian por eso peor sus negocios?

»Exigiría a todos mis subordinados modales exquisitos, sobre todo a los empleados en el departamento de las detenciones. Tendria para los prisioneros de calidad, como ustedes, alojamientos cómodos, bien aireados y con jardines. Y no crean ustedes que les costaria más caro; ¡al revés! Si todos los que viajan por el reino cayeran necesariamente en mis manos, podria imponer al excursionista una suma insignificante. Que cada indigena y cada extranjero me dé tan sólo un cuarto por ciento, según la cifra de su fortuna: mis beneficios estarán en la can—tidad. Entonces el bandolerismo no será más que un impuesto sobre la circulación; impuesto justo, porque se impondrá proporcionalmente; impuesto normal, porque se la ha venido percibiendo desde los tiempos heroicos. Lo simplificaremos, si es preciso, por abonos anuales. Mediante el pago de tal suma.

se obtendrá un salvoconducto para los indigenas, un refrendo en el pasaporte de los extranjeros. Me dirá usted que, según los términos de la Constitución, no puede establecerse ningún impuesto sin la aprobación de las Cámaras. ¡Ah, señor, si yo tuviese tiempo! Compraría a todo el Senado, nombraría una Cámara de diputados completamente a mi disposición. La ley pasaria sin obstáculos; se crearía en caso necesario un Ministerio de las carreteras. Esto me costaría dos o tres millones al principio; pero en cuatro años recobraría todos mis gastos..., y además de todo eso conservaría los caminos.» Suspiró solemnemente y prosiguió: «Ya ve usted con qué confianza le refiero a usted mis negocios. Es una vieja costumbre que nunca me abandonará.

Siempre he vivido, no sólo al aire libre, sino a plena luz del sol. Nuestra profesión seria vergonzosa si se ejerciese clandestinamente. Yo no me oculto porque no tengo miedo a nadie. Cuando lea usted en los periódicos que me buscan, piense sin dudarlo, que es una farsa parlamentaria: siempre saben dónde estoy.

No temo ni a los ministros, ni al ejército, ni a los tribunales. Los ministros saben todos que de un gesto puedo cambiar el gabinete. El ejército está por mi; él es el que me proporciona reclutas cuando tengo necesidad de ellos. Le tomo soldados, y le devuelvo oficiales. En cuanto a los señores jueces, ya conocen mis sentimientos con respecto a ellos. No los estimo; pero los compadezco. Pobres y mal pagados, no se les podría pedir que fuesen integros. A unos los mantengo; a otros los visto; he ahorcado a muy pocos EL REY DE LAS MONTAÑAS 8 en mi vida: soy, pues, el bienhechor de la magistratura.» Me mostró, con un ademán magnifico, el cielo, el mar, el pais.

—Todo eso—me dijo—me pertenece. Todo lo que respira en el reino me está sometido por el miedo, la amistad o la admiración. He hecho llorar a muchos ojos, y, sin embargo, no hay una madre que no quisiese tener un hijo como Hadgi—Stavros. Vendrá un dia en que los doctores como usted escriban mi historia, y en que las islas del archipiélago se disputen el honor de haberme visto nacer. Mi retrato estará en las cabañas, con las imágenes sagradas que compran en el monte Athos. En ese tiempo, los nietos de mi hija, aunque sean principes soberanos, hablarán con orgullo de su antecesor, el Rey de las montañas!

Acaso va usted a reírse de mi sencillez germánica; pero un discurso tan extraño me conmovió profundamente. Admiraba, sin poderlo remediar, esta grandeza en el crimen. No habia tenido todavía ocasión de tropezarme con un granuja majestuoso.

Aquei aiapio ae nomore, que aepia cortarme ei nescuezo a fin de mes, inspirábame casi respeto. Su gran rostro de mármol, sereno en medio de la orgia, se me aparecia como la máscara inflexible del destino. No pude menos de responderle:

—«Si; verdaderamente es usted Rey.» Respondió sonriendo:

—Y es verdad, sin duda, puesto que tengo aduladores aun entre mis enemigos. ¡No se asombre usted! Sé leer en los rostros, y esta mañana me ha mirado usted como hombre a quien se quiere ver colgado.

— Puesto que usted me invita a la franqueza, le confieso que he tenido un impulso de mal humor.

Me ha pedido usted un rescate absurdo. Que exija usted cien mil francos a estas señoras, que los tienen, es cosa natural y que entra en su oficio; pero que me exija usted quince mil francos a mi, que no tengo nada, es lo que no admitiré nunca.

—Sin embargo, nada más sencillo. Todos los extranjeros que vienen a nuestro país son ricos, porque el viaje cuesta caro. Usted pretende que no viaja a st costa; lo creeré, Pero los que le han enviado aquí le dan por lo menos tres o cuatro mil francos al año. Si hacen este gasto, será con su cuenta y razón, pues no se hace nada inútilmente. Usted representa, pues, a sus ojos un capital de sesenta a ochenta mil francos. Por lo tanto, al rescatarle por quince mil, ganan.

— Pero el establecimiento que me paga no tiene capital; no tiene más que rentas. El presupuesto del Jardin de Plintas es votado todos los años por el Senado; sus recursos son reducidos; nunca se ha previsto un ceso semejante; no sé cómo explicarle...

Usted no 7 uede comprender...

—Y aun cuando comprendiese—replicó con un tono allivo—, ¿eree usted que me retractaria de lo dicho? Mis palabras son leyes; si quiero que sean respetadas, no debo violarlas yo mismo. Tengo e czecho a ser injusto; pero no a ser débil, Mis injusticias no perjudican que a los demás; una debilidad me perdería. Si supiesen que soy blando, misprisioneros buscarian súplicas para vencerme, en lugar de buscar dinero para pagarme. No soy uno de vuestros bandidos de Europa que presentan unamezcla de rigor y de generosidad, de especulación y de imprudencia, de crueldad sin causa y de enternecimiento sin disculpa, para terminar tontamente en la horca. He dicho delante de testigos que tendría quince mil francos o su cabeza. Arréglese usted como pueda; pero de una manera o de otra serė pagado. Escuche usted: en 1854 he condenado a dos muchachitas que tenían la edad de mi pequeña Fotini. Me tendian sus brazos llorando, y sus gritos desgarraban mi corazón de padre. Basilio, que las mató, tuvo que dar varios golpes; su mano temblaba. Y, sin embargo, he sido inflexible porque no me habian pagado el rescate. ¿Cree usted que después de esto voy a perdonarle? ¿De qué me serviria haber matado a las pobres criaturas, si se supiese que le he soltado a usted de balde?

Bajé la cabeza, sin encontrar una palabra que respouder. Yo tenía mil veces razón; pero no podiaoponer nada a la lógica implacable del viejo verdugo. El me sacó de mis reflexiones por un golpecito amistoso en el hombro.

—Valor—me dijo—. He visto la muerte más cercaque usted, y estoy más fuerte que un roble. Durante la guerra de la Independencia, Ibrahim me hizo fusilar por siete egipcios. Seis balas se perdieron; la séptima me dió en la frente, sin entrar. Cuando los turcos vinieron a recoger mi cadáver, había desaparecido yo como el humo. Acaso tiene usted más vida por delante de lo que piensa. Escriba a todos sus amigos de Hamburgo. Usted ha sido bien educado; un doctor debe tener amigos por más de quince mil francos. Por mi parte, es lo que deseo. No le odio; jamás me ha hecho usted nada; su muerte no me proporcionaria ningún contento, y me complazco en creer que encontrará usted el medio de pagarme ese dinero.

Mientras tanto, váyase usted a descansar con estas señoras. Mis gentes han bebido unos tragos demás y miran a las inglesas con ojos que no prometen nada bueno. Estos pobres diablos están condenados a una vida austera, y no tienen setenta años como yo. En tiempo ordinario se les doma por la fatiga; pero dentro de una hora, si la señorita continuase ahí, no respondería de nada.

En efecto, un circulo amenazador se formaba alrededor de Mary—Ann, que examinaba estas figuras extrañas con inocente curiosidad. Los bandidos, sentados en cuclillas delante de ella, se hablaban alto al oido y la elogiaban en términos que, por fortuna, ella no comprendía. El corfiota, que habia recobrado el tiempo perdido, le tendió una copa de vino, que ella rechazó orgullosamente, y que roció a la concurrencia. Cinco o seis bebedores, más inflamados que los demás, se empujaban, se golpeaban y cambiaban grandes puñetazos, como para calentarse animarse a otras hazañas. Hice una señal a la señora Simons, y ella se levantó con su hija. Pero en el momento en que yo ofrecia el brazo a MaryAnn, Basilio, rojo por el vino, avanzó vacilante e hizo ademán de cogerla por la cintura. Ante esto, senti que un vapor de cólera se me subia a la cabeza. Salté sobre el miserable,'y le hice una corbata con mis diez dedos. El se llevó la mano a la cintura y buscó, tanteando, la vaina de un cuchillo; pero antes de que la hubiese encontrado lo vi arrancado de mis manos y lanzado diez pasos atrás por la gran mano poderosa del viejo Rey. Un murmullo resonó en las profundidades de la asamblea. Hadgi—Stavros levantó su voz por encima del ruido y gritó:

—¡Callaos, mostrad que sois helenos y no albaneses! En voz baja continuó—: Nosotros marchemos de prisa; corfiota, no me abandones; señor alemán, digale a las señoras que me acostaré a la puerta de su cuarto.

Partió con nosotros, precedido del chiboudgi, que no le abandonaba ni de dia ni de noche. Dos o tres borrachos parecieron querer seguirle: él los rechazó rudamente. No estábamos a cien pasos de la multitud, cuando una bala de fusil pasó silbando en medio de nosotros. El viejo palikaro no se dignó siquiera volver la cabeza. Me miró sonriendo, y me dijo a media voz:

—Hay que tener indulgencia; es el día de la Ascensión.

Por el camino me aproveché de las distracciones del corfiota, que tropezaba a cada paso, para pedir a la señora Simons una conversación particular.

—Tengo—le dijo—un secreto importante que comunicarle. Permitame usted que me deslice hasta su tienda, mientras que nuestro espía duerme el sueño de Noé..

No sé si esta comparación biblica le pareció irreverente; pero me respondió con un tono seco que no sabia que tuviese secretos que comunicar conmigo.

Yo insisti, pero ella se mantuvo en sus trece. Le dije que había encontrado el medio de salvarnos todossin aflojar la bolsa, y me lanzó una mirada de desconfianza; consultó a su hija, y acabó por conceder lo que yo le pedia. Hadgi—Stavros favoreció nuestra cita reteniendo al corfiota a su lado. Hizo llevar su alfombra a lo alto de la escalera rústica que conducia a nuestro campamento, colocó sus armas al alcance de su mano, dijo al chiboudgi que se acostase a su derecha y el corfiota a su izquierda, y se despidió deseándonos sueños dorados.

Yo me mantuve prudentemente bajo mi tienda hasta el momento en que tres ronquidos claros me dieron la seguridad de que nuestros guardianes estaban dormidos. El ruido de la fiesta iba extinguiéndose sensiblemente. Dos o tres fusiles retrasados turbaban de cuando en cuando el silencio de la noche. Nuestro vecino el ruiseñor proseguía tranquilamente su canción comenzada. Me deslicé a lo largo de los árboles hasta la tienda de la señora Simons.

La madre y la hija me esperaban sobre la tierra húmeda: las costumbres inglesas me impedían la entrada en su alcoba.

—Hable usted, caballero—me dijo la señora Simons—; pero de prisa. Ya sabe usted la necesidad de descanso que tenemos.

Respondi con aplomo:

—Señora, lo que tengo que decirles vale la pena de privarse de una hora de sueño. ¿Quieren ustedes estar en libertad dentro de tres dias?

¡Pero, caballero, si mañana lo estaremos, o Inglaterra habrá dejado de ser Inglaterra! Dimitri ha debido advertir a mi hermano hacia las cinco: mi hermano ha visto a nuestro representante a la hora de comer; se han dado órdenes antes de la noche; los gendarmes están en camino, por más que diga el corfiota, y quedaremos en libertad por la mañana para el desayuno.

No nos hagamos ilusiones: el tiempo apremia.

No cuento con la gendarmeria; nuestros vencedores hablan de ella con demasiada despreocupación para temerla. Siempre he oído decir que, en esta tierra, cazador y caza, gendarmes y bandidos, formaban entre si una familia bien avenida. Supongo, a lo más, que envien algunos hombres en socorro nuestro. Hadgi—Stavros los verá venir y nos arrastrará, por caminos extraviados, a otra guarida. Tiene la comarca en la punta de los dedos; todas las rocas son cómplices suyos; todos los matorrales, aliados; todos los barrancos, encubridores. El Parnés está por él, contra nosotros: ¡es el Rey de las montañas!

¡Bravo, caballero! Hadgi—Stavros es Dios y usted es su profeta. Se sentiría conmovido si escucha se con qué admiración habla usted de él. Ya habia yo adivinado que era usted amigo suyo, viendo cómo le daba a usted 'golpecitos en el hombro y con qué .confianza le hablaba. ¿No es él quien le ha sugerido el plan de evasión que viene usted a proponernos?

— Si, señora, es él, o más bien, es su correspondencia. Esta mañana, mientras dictaba su correspondencia, he encontrado el medio infalible de ver nos en libertad gratis. Sirvase escribir a su señor hermano que junte una suma de ciento quince mil francos, ciento para el rescate de ustedes y quince mil para el mio, y los envie aquí con un hombre seguro, con Dimitri.

121 ¿Con su amigo Dimitri a su amigo el Rey de las montañas? ¡Muchas gracias, querido señor! ¡Y a este precio dice usted que seremos libertados de balde!

Si, señora; Dimitri no es amigo mío, y HadgiStavros no sentiría escrúpulos en cortarme la cabeza. Pero continúo: en cambio del dinero exigirán ustedes que el Rey les firme un recibo.

—¡Vaya un papelito que tendremos!

Con ese papelito recobrarán ustedes sus ciento quince mil francos, sin perder un céntimo, y voy a mostrarles cómo.

Buenas noches, caballero. No se tome el trabajo de hablar más. Desde que hemos desembarcado en este bendito pais, hemos sido robadas por todo el mundo. En la aduana del Pireo nos han robado; el cochero que nos condujo a Atenas nos ha robado; nuestro guía, que no es amigo de usted, nos ha puesto entre las manos de los ladrones; hemos encontrado un monje respetable que se repartia nuestros despojos con los ladrones; todos esos caballeros que beben ahí arriba son ladrones; los que duermen a nuestra puerta para protegernos son ladrones; usted es el único hombre honrado que hemos encontrado en Grecia, y sus consejos son los mejores del mundo; pero, buenas noches, caballero; buenas noches!

— ¡Por favor, señora!... No voy a justificarme; piense usted de mí lo que quiera. Déjeme usted tan sólo decirle cómo recobraria usted su dinero.

—¿Y cómo quiere usted que lo recobre si toda la gendarmeria del reino no puede recobrarnos a nosotros mismos? ¿No es ya el Rey de las montañas Hadgi—Stavros? ¿No conoce ya los caminos extraviados? ¿No son ya encubridores y cómplices suyos los barrancos, los matorrales, las rocas? Buenas noches, caballero; daré testimonio de su celo; diré a los bandidos que ha hecho usted su encargo; pero, de una vez para siempre, ¡buenas noches!

La buena señora me empujó por detrás gritando buenas noches en tono tan destemplado, que yo temblaba temiendo que despertase a nuestros guardianes, y me escabulli tristemente hasta mi tienda.

¡Qué jornada, amigo mio! Me dediqué a recapitular todos los incidentes que habian llovido sobre mi cabeza, desde el momento en que parti de Atenas en persecución de la boryana variabilis. El encuentro con las inglesas, los bellos ojos de Mary—Ann, los fusiles de los bandidos, los perros, las pulgas, HadgiStavros, quince mil francos para mi rescate, la orgia de la Ascensión, las balas silbando a mis oidos, la cara enrojecida de Basilio y, para remate de fiesta, ¡las i usticias de la señora Simons! ¡Sólo me faltaba, después de tantas pruebas, que me tomasen a mi mismo por un ladrón! El sueño, que consuela de todo, no acudió en auxilio mio. Los acontecimientos me habian fatigado excesivamente y estaba sin fuerzas para dormir. Amaneció el día sobre mis meditaciones dolorosas. Segui con mirada långuida la subida del sol en el horizonte. Ruidos confusos sucedieron al silencio de la noche. Me sentía sin valor para mirar la hora en mi reloj y para volver la cabeza y ver lo que pasaba a mi alrededor. Todos mis sentidos estaban embotados por la fatiga y el desaliento.

Creo que si me hubiesen echado a rodar por la montaña abajo, no hubiese tendido las manos para sujetarme. En este anonadamiento de mis facultades, tuve una visión que participaba del sueño y de la alucinación, pues no estaba ni despierto ni dormido, y mis ojos no se hallaban ni abiertos ni cerrados.

Me pareció que me habian enterrado vivo; que mi tienda de fieltro era un catafa leo adornado de flores y que cantaban sobre mi cabeza el oficio de difuntos. El miedo se apode ró de mi; quise gritar; mi voz se detuvo en mi garganta, o fué ahogada por los cantos de los oficiantes. Oía lo bastante claro versiculos y responsos para reconocer que mis funerales se celebraban en grie go. Hice un violento esfuerzo para mover mi brazo derecho, pero era de plomo. Extendi el brazo izquierdo: cedió fácilmente, chocó contra la tienda y derribó algo que se parecia a un ramillete. Me froto los ojos, me siento sobre el suelo, examino estas flores caidas del cielo, y reconozco en la masa un ejemplar soberbio de 1 boryana variabilis. ¡Era ella indudablemente! Tocaba sus hojas lobuladas, su cáliz gamosépalo, su corola compuesta de cinco pétalos oblicuos reunidos en la base por un hilillo estaminal, sus diez estambres, su ovario de cinco celdillas; tenia en mi mano la reina de las malváceas. Pero ¿por qué azar la habia llevado al fondo de mi tumba? ¿Y cómo enviarla desde tan lejos al Jardin de Plantas de Hamburgo?

En este momento un vivo dolor hizo que me fijase en mi brazo derecho. Parecía como si en él hubiese hecho presa un hormiguero de animalitos invisibles. Lo sacudi con la mano izquierda, y poco a poco volvió a su estado normal. Habia sostenido mi cabeza durante muchas horas, y la presión lo habia adormecido. ¡Seguia, pues, vivo, puesto que el dolor es uno de los privilegios de la vida! Pero entonces, ¿qué significaba aquella canción fúnebre que seguia zumbando obstinadamente en mis oídos? Me levanté. Nuestras habitaciones estaban en el mismo estado que la vispera por la noche. La señora Simons y Mary—Ann dormian profundamente. Un grueso ramillete, parecido al mio, estaba colocado en la cima de su tienda. Al fin recordé que los griegos tenían la costumbre de adornar sus habitaciones la noche del 1.º de mayo. Estos ramilletes y la boryana variabilis provenian, pues, de la munificencia del Rey. La canción fúnebre continuaba persiguiéndomė. Subi la escalera que conducia al gabinete de Hadgi—Stavros y divisé un espectáculo más curioso que todo lo que la vispera me habia asombrado. Bajo el abeto del Rey se alzaba un altar. El monje, revestido de ornamentos magníficos, celebraba con una dignidad imponente el oficio divino.

Nuestros bebedores de la noche, unos de pie, otros arrodillados en el polvo, religiosamente descubiertos, se habían transformado en unos santitos; el uno besaba devotamente una imagen pintada en madera; el otro se persignaba de continuo como quien hace un trabajo; los más fervorosos daban golpes en tierra con la frente y barrian el suelo con sus cabellos. El joven chiboudgi del Rey se paseaba entre las filas con una bandeja diciendo:

—¡Den una limosna! Quién da a la iglesia, presta a Dios.

Y los céntimos llovian a su paso, y el tintineo del cobre al caer servía de acompañamiento a la voz del sacerdote y a las oraciones de los asistentes. Cuando entré en la asamblea de los fieles, cada uno de ellos me saludó con una cordialidad discreta que recordaba los primeros tiempos de la iglesia. HadgiStavros, de pie cerca del altar, me hizo sitio a su lado. Tenia un libro grande en la mano, y considere usted mi sorpresa cuando vi que salmodiaba las oraciones en alta voz. ¡El bandido ayudaba a los oficios! En su juventud había recibido la segunda de las órdenes menores, y era lector o anagnosta ¡Con un grado más hubiese sido exorcista, revestido con el poder de expulsar los demonios! De seguro, señor, yo no soy de esos viajeros que se asombran de todo, y practico con bastante energia el nihil admirari; pero me quedé completamente estupefacto y atónito ante esta extraña ceremonia. Al ver las genuflexiones, al escuchar las plegarias, se hubiera podido suponer que los actores de la ceremonia pecaban tan sólo por un poco de idolatría. Su fe parecía viva y su convicción profunda; pero yo, que los había visto en sus tareas y sabía lo poco cristianos que eran en los actos, no podia menos de decirme a mí mismo: «¿A quién se engaña aquí?

Los oficios duraron hasta las doce y algunos minutos. Un hora después, el altar habia desaparecido, los bandoleros reanudaban sus libaciones y el buen viejo alternaba con ellos.

Hadgi—Stavros me llevó aparte y me preguntó s!

había escrito. Le prometi ponerme a ello en e mismo instante, y mandó que me diesen cañas, tinta y papel. Escribi a John Harris, a Cristódulo y a mi padre. Supliqué a Cristódulo que intercediese por mí con su antiguo compañero y que le dije se hasta qué punto era yo incapaz de encontrar quince mil francos. Me encomendé al valor y a la imaginación de Harris, que no era hombre para dejar a un amigo en la estacada. «Si alguien puede salvarme — le dije — es usted. No sé cómo se las arreglară, pero tengo en usted una firme esperanza: ¡s usted tan loco! No cuento con que encuentre quince mil francos para rescatarme; sería preciso pedirselos al se.

ñor Mérinay, y éste no presta. Por lo demás, es usted demasiado americano para consentir semciante trato. Obre usted como le parezca; prenda fuego al reino: lo apruebo todo de antemano; pero no pierda el tiempo. Siento que mi cabeza está débil y que mi razón podria emigrar antes de fin de mes.» En cuanto a mi desgraciado padre, me guardė bien de decirle el hotel en que estaba hospedado.

¿Para qué proporcionarle una inquietud mortal mcstrándole peligros a los cuales no podía sustraerme?

Le escribi, como el primero de cada mes, que me encontraba bien y que deseaba que mi carta hallase a la familia en buena salud. Añadi que viajaba por la montaña, que había descubierto la boryana variabilis y a una joven inglesa más bella y más rica que la princesa Ipsoff, de novelesca memoria. No habia conseguido todavía inspirarle amor por falta de circunstancias favorables; pero pronto, acaso, encontraria la ocasión de prestarle algún gran servicio o de mostrarme ante ella en el traje irresistible de mi tio Rosenthaler. «Sin embargo, añadia con un sen timiento de tristeza invencible, ¡quién sabe si no moriré soltero! Entonces correspondería a Frantz o a Juan Nicolás luchar por la suerte de la familia. De salud estoy mejor que nunca y me siento lleno de fuerzas; pero Grecia es un pais traidor que acaba con los hombres más vigorosos. Si me viese condenado a no ver de nuevo a Alemania y a acabar aqui, por algún accidente imprevisto. crea usted firmemente, querido y excelente padre, que mi última pena seria extinguirme lejes de mi familia, y mi último pensamiento volaria hacia ustedes.» Hadgi—Stavros se presentó en el momento en que me secaba una lågrima, y creo que esta señal de debilidad me perjudicó a sus ojos.

—¡Vamos, joven— me dijo—, tenga valor! Todavía no es tiempo de que se llore usted a si mismo.

¡Qué diablo! ¡Cualquiera diria que acompaña usted a su entierro! La señora inglesa acaba de escribir una carta de ocho páginas y no ha dejado caer una lágrima en el tintero. Vaya usted a hacerle un poco de compañia; tiene necesidad de distraerse. ¡Ah si, usted fuese un hombre de mi temple! Le juro que a su edad y en su sitio, no hubiese estado mucho tiempo preso. Me hubiesen pagado el rescate en dos días, y yo sé bien de dónde hubiesen salido los fondos. ¿No está usted casado?

—No.

—Entonces, ¿no comprende usted? ¡Vuelva a sus habitaciones, y sea amable! Le he proporcionado una hermosa ocasión de hacer fortuna. ¡Si usted no la aprovecha será un torpe, y si no me coloca entre sus bienhechores será un ingrato!

Encontré a Mary—Ann y a su madre sentadas al lado de la fuente. Mientras esperaban a la doncella que les habian prometido, estaban trabajando ellas mismas en acortar sus trajes de amazonas. Los bandidos les habían dado hilo, o más bien bramante, y agujas a propósito para coser lienzo de velas. De tiempo en tiempo interrumpian su tarea para arrojar una mirada melancólica sobre las casas de Atenas. ¡Era duro ver la ciudad tau cerca, y tener que pagar cien mil francos para trasladarse a ella! Les pregunté cómo habian dormido. La sequedad de su respuesta me probó que se hubiesen pasado perfectamente sin mi conversación. En este momento fué cuando noté por primera vez el pelo de MaryAnn; estaba con la cabeza descubierta, y después de haberse lavado ampliamente en el arroyo dejaba secar su cabellera al sol. Sus largos cabellos castaños caían a lo largo de las mejillas y por detrás de las espaldas. Pero no pendían sosamente como los de todas las mujeres que salen del baño, sino que se curvaban en ondas apretadas, como la superficie de un pequeño lago rizado por el viento. La luz, deslizándose a través de este bosque vivo, lo coloreaba con un brillo suave y aterciopelado, y en este marco, su rostro aparecía con todos los rasgos de una rosa de cien hojas. Ya le he dicho a usted, caballero, que nunca habia amado a nadie, y, ciertamente, no hubiese comenzado por una muchacha que me tomaba por un ladrón. Pero puedo confesar, sin contradecirme, que hubiese querido, a costa de mi vida, salvar estos hermosos cabellos de las garras de Hadgi—Stavros. Concebí, sobre el terreno, un plan de evasión atrevida, pero no imposible. Nuestro departamento tenia dos salidas: daba al gabinete del Rey y a un precipicio. Huir por el gabinete de Hadgi—Stavros era absurdo: hubiese sido preciso atravesar el campamento de los ladrones y la segunda linea de defensa guardada por los perros. Quedaba el precipicio. Inclinándome sobre el abismo, adverti que la roca, casi perpendicular, ofrecía bastantes an fractuosidades, mechones de hierba, pequeños arbustos y accidentes de todo género para que se pudiese bajar sin destrozarse. Lo que hacía peligrosa la huida por este lado era la cas cada. El arroyo que salía de nuestra habitación formaba en el costado de la montaña una capa extraordinariamente resbaladiza Por otra parte, era difícil conservar la sangre fría y bajar en equilibrio con semejante ducha sobre la cabeza.

EL REY DE LAS MONTAÑAS 9 Pero, ¿no habia ningún medio de desviar el torrente? Acaso. Examinando de más cerca el departamento en que nos habíamos alojado, adverti que las aguas lo habían ocupado antes que nosotros.

Nuestra habitación no era más que un estanque desecado. Levanté un pico de la alfombra extendida bajo nuestros pies, y descubri un sedimento es peso depositado por el agua de la fuente. Un dia, ya porque los terremotos, tan frecuentes en estas montañas, rompiesen el dique por un sitio, ya que una vena de roca, más blanda que las demás, hubiese dado paso a la corriente, toda la masa líquida se había arrojado fuera de su lecho. Un canal de diez pies de largo por tres de ancho la conducia hasta la falda de la montaña. Para cerrar esta esclusa, abierta desde hacia años, sobraban dos horas de trabajo. Una hora, a lo más, bastaba para que las rocas húmedas se enjugasen; la brisa de la mañana secaria pronto el camino. Nuestra fuga, asi preparada, no exigiria más de veinticinco minutos. Una vez llegados al pie de la montaña, teniamos a Atenas delante de nosotros; las estrellas podian servirnos de guías; los caminos eran detestables; pero no corriamos riesgo de encontrar en ellos un bandido. Cuando el Rey viniese por la mañana a hacernos su visita para saber cómo habiamos pasado la noche, veria que la habiamos pasado corriendo; y como a cualquier edad puede uno instruirse, aprenderia a su costa que no se puede contar más que con uno mismo, y que una cascada no sirve para guardar los prisioneros.

Este proyecto me pareció tan maravilloso, que se .

lo comuniqué inmediatamente a la que me lo habia inspirado. Mary—Ann y la señora Simons me escucharon al principio como los conspiradores prudentes escuchan a un agente provocador. Sin embargo, la joven inglesa midió, sin temblar, la profundidad del barranco.

—Se podria bajar—dijo—. No sola; pero si con la ayuda de un brazo sólido. ¿Es usted fuerte, caballero?

Yo respondi, sin saber por qué:

—Lo seria si tuviese usted confianza en mi.

Estas palabras, en las cuales no puse yo ninguna intención particular, encerraban, sin duda, alguna tontería, porque ella se ruborizó, volviendo la cabeza.

—Caballero—replicó—, acaso le hayamos juzgado mal: la desgracia agria el carácter. Creo, desde luego, que es usted un valiente.

Hubiera, sin duda, podido decirme algo más amable; pero me deslizó este cumplide a medias, con voz tan dulce y mirada tan penetrante, que me conmovió hasta el fondo del alma. Tan cierto es, señor, que la música hace que no nos fijemos en la letra.

Me tendió su mano encantadora, y yo alargaba ya mis cinco dedos para cogerla, cuando de repente cambió de propósito, y dijo golpeándose la frente:

Dónde encontrará usted materiales para un dique?

—Bajo mis pies: ¡el césped!

—El agua acabará por arrastrarlo.

—Pero no antes de dos horas. Después de nosotros, el diluvio.

—¡Bien!—dijo.

Esta vez ella me entregó su mano, y yo la aproximé a mis labios. Pero esta mano caprichosa se retiro bruscamente.

—Estamos guardados noche y dia; ¿ha pensado usted en ello?

No había pensado un instante; pero había ido ya demasiado lejos para retroceder ante ningún obstáculo, y respondi con una resolución que me asombro a mí mismo:

—¿El corfiota? Me encargo de él. Lo ataré al pie de un árbol.

—Gritará.

—Le mataré.

—¿Y las armas?

—Las robaré.

Robar, matar; todo esto me parecia natural, desde que había estado a punto de besarle la mano.

¡Juzgue usted, señor, de lo que seria capaz si alguna vez llegara a enamorarme!

La señora Simons me escuchaba con cierta benevolencia, y creí notar que me aprobaba con la mirada y con el gesto.

—Querido señor—me dijo—, su segunda idea vale más que la primera, infinitamente más. Jamás hubiera yo consentido en pagar un rescate, aun estando segura de recobrarlo en seguida. Haga usted, pues, el favor de repetirme todo lo que piensa hacer para salvarnos.

—Respondo de todo, señora. Hoy mismo me procuro un puñal. Los bandoleros se acostarán temprano esta noche, y tendrán el sueño pesado. Yo me levanto a las diez, agarroto a nuestro guardián, le amordazo y, en caso necesario, le mato. No es un asesinato, es una ejecución justiciera: merece veinte muertes por una. A las diez y media arranco cincuenta pies cuadrados de césped. Ustedes lo llevan al borde del arroyo, yo construyo el dique total, hora y media. Serán las doce. Trabajaremos en consolidar la obra, mientras el viento seca nuestro camino. Suena la una; yo tomo a la señorita bajo mi brazo izquierdo; nos deslizamos juntos hasta esa grieta, nos sujetamos a esos dos manojos de hierbas, ganamos ese cabrahigo, descansamos contra ese roble, nos escurrimos a lo largo de ese saliente hasta el grupo de rocas rojas, saltamos en el barranco, y ¡estamos libres!

—¡Bien! ¿Y yo?

Este «yo» cayó sobre mi entusiasmo como un cubo de agua helada. No está uno nunca en todo, y a mi se me había ido de la cabeza el salvamento de la señora Simons. En volver a cogerla no había que pensar. La ascensión era imposible sin escalas. La pobre señora se dió cuenta de mi confusión. Con más piedad que despecho, me dijo:

— Ya ve usted, pobre señor, que los proyectos novelescos tienen siempre algún punto flaco. Permitame que persista en mi primer pensamiento y confie en la gendarmería. Soy inglesa, y es en mi una vieja costumbre poner mi confianza en la ley.

Por lo demás, conozco a los gendarmes de Atenas; los he visto desfilar por la plaza del Palacio. Son tipos arrogantes y bastante limpios para ser griegos. Tienen largos bigotes y fusiles de pistón. Ellos son, créamelo usted, los que nos sacarán de aqui.

El corfiota se presentó oportunamenente para ahorrarme la respuesta. Traia a la doncella de las damas. Era una albanesa bastante guapa, a pesar de su nariz chata. Dos bandidos que vagaban por la montaña la habían cogido cuando iba muy peripuesta entre su madre y su novio. Chillaba como para partir las piedras; pero la consolaron prometiéndole soltarla dentro de quince dias y pagarla. Ella aceptó la situación valerosamente y se alegró casi de una desgracia que debía acrecentar su dote. ¡Afortunado pais donde las heridas del corazón se curau con duros! Esta filosófica sirviente no fué de gran utilidad a la señora Simons: de todos los trabajos de su sexo no conocia más que la labranza. En cuanto a mi, me hizo la vida insoportable por la costumbre que tenia de mascar, por golosina y por coqueteria, un diente de ajo, como las señoras de Hamburgo se divierten comiendo bombones.

El dia acabó sin otro accidente. El siguiente nos pareció a todos de una longitud intolerable. El corfiota no se alejaba de nosotros un paso. Mary—Ann.y su madre buscaban a los gendarmes por el horizonte y no veian venir a nadie. Yo, que estoy acostumbrado a una vida activa, me consumía en la ociosidad.

Hubiese podido vagar por la montaña y herborizar, bien custodiado. Pero cierto no sé qué me retenia cerca de las damas. Por la noche dormia mal; mi proyecto de evasión brotaba obstinadamente en mi cabeza. Había advertido el sitio en que el corfiota guardaba su puñal antes de acostarse; pero hubiera creído cometer una traición salvándome sin Mary-Ann.

El sábado por la mañana, entre las cinco y las seis, un ruido inusitado me atrajo hacia el gabinete del Rey. No necesité perder tiempo en vestirme: me echaba en la cama completamente vestido.

Hadgi Stavros, de pic en medio de su tropa, presidía un consejo tumultuoso. Todos los bandidos estaban en pic de guerra, armados hasta los dientes.

Diez o doce cajas, que nunca había yo advertido, descansaban sobre parihuelas. Adiviné que contenian los bagajes y que nuestros dueños se preparaban a levantar el campamento. El corfiota, Basilio y Sofocles deliberaban a grito pelado y hablaban todos a la vez. A lo lejos se oia ladrar a los centinelas avanzados. Un correo andrajoso corrió hacia el Reygritando:

—¡Los gendarmes!