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El sabio (Domador de Pulgas)

De Wikisource, la biblioteca libre.
El domador de pulgas (1936)
de Max Jiménez
El sabio

EL SABIO


E

L domador era ya como una máscara de cartón, de color amarillo verdoso, las pupilas muy negras como dos pozos inmensos, y en la visión parecía guardar el terror de los que mueren asesinados, que conservan una copia en los ojos, del trágico momento.

El domador ignoraba cuántos años llevaba de existencia, lo habían secado tanto las pulgas, que vivía con vida de árbol que ha sombreado siglos y siglos.

Aquel hombre en verdad ya parecía un cuento de vecindario, que había pasado de generación en generación, una leyenda en una buardilla, con la ventana llena de telarañas, y la existencia de un tal domador de pulgas, fantasma al cual se le había ocurrido, redimir pulgas, y había creado una generación, de la cual, si acaso se sabía algo, era solamente el parecido de los hombres y las pulgas. Como el hombre se parece al perro, al buey, al gato, al asno, al gavilán y a la lora.

Un día, los días son asunto personal, un día muy importante para el domador, porque sintió que se le terminaba la vida, con un resto de fuerzas se asomó a la ventanilla quitando las telarañas y el polvo. Y dió unos gritos, como podrían ser los gritos que se han acumulado durante siglos; a uno de los temerosos transeúntes le pareció que aquel desgraciado entre sus alaridos pedía un médico. Los periódicos llenaron sus páginas; se hablaba por lo bajo; con el temor de lo que pudieran oír los fantasmas que no vemos, y corrió la voz de que el domador quería un médico.

Los señores galenos no parecían decidirse, hasta que un verdadero científico, un sabio, de barba muy larga, y cabeza cana, con mil trabajos y crugir de maderas antiquísimas, llegó hasta el domador de pulgas. Debe advertirse que los sabios son menos miedosos que el resto de los hombres, especialmente si están acostumbrados a tratar con la física, que pide explicaciones naturales.

Habló el sabio:

—Usted es el domador de pulgas, usted es el que se metió a redimir pulgas, usted porque daba su sangre tuvo la osadía de sentirse un redentor, fue usted el que lanzó unas humildes pulgas, que eran felices, a la misma miseria de la humanidad. El sabio se pasaba la mano por la cara como si fuera una pata.

Usted miserable, continuaba el sabio, convirtió un mundo tranquilo, que lo único que hacía era procurarse la vida, y para quienes la vida, por esa simple razón, tenía especial e inmensa importancia, al más amargo e insondable de los precipicios. Tal vez usted aquí dentro de su encierro cobarde, no sepa que el mundo de las pulgas, actualmente se asesina y se denigra, por ambición de mando y por dinero, que también lleva en sí el deseo de mandar. Casi no existe pulga que se haya medio instruido, que no tenga ambición política, pulgas que siendo igual o muy parecidas a las otras pulgas, viven con la desesperación de gobernar. Ese terrible vicio del mundo, sostenido entre calumnias y crímenes. Ya el sabio daba unos brincos terribles impulsado por las piernas.

El domador aterrado decía:

—Un Redentor... un Redentor...

El sabio fuera de sí continuó:

—Un Redentor? Miserable, no ha sido eso lo que usted ha hecho, no sabe usted que el mundo por las miserias humanas se ha convertido en un fracaso, y que aun confesándolo y reconociéndolo, no se puede volver atrás; no sabe usted que las voluntades y las ideas siguen rodando y que de nebulosas se convierten en mundos.

No sabe usted que se vive para arrebatarse las cosas, y que las pulgas mejores tienen que resignarse a pasar la vida solamente buscando un modo de vivir, vivir solamente para comer y mantener una familia, ya que el espíritu no cuenta, y que se aumentan más y más la miseria y las necesidades, dentro del adelanto, dentro del llamado progreso, dentro de mayor producción la gente se muere de hambre. Oiga usted, no se muera usted todavía, oiga usted, ayer fui llamado para reconocer una mujer que había muerto, frente a un teatro de diversiones elegantes, en donde ella pedía limosna; en los regazos se movía un niño, ella tenía el pecho muerto fuera de la blusa andrajosa, el chiquillo lloraba porque se le había interrumpido el alimento.

El sabio, tomaba un aspecto terrible, la barba se le convertía en unas terribles ponzoñas, la cabeza se le disminuía, y se le aumentaba el tórax como un fuelle vacío, y ya lanzaba gritos agudísimos: ¿No me reconoce usted? ¿No reconoce usted en mí a la pulga que se ha hecho hombre? Y de un salto, veinte veces más grande que su cuerpo, cayó sobre el domador. Y le chupaba la sangre, y se inflaba rojo el inmenso vientre del sabio, y en el borbotar, una voz agónica se apagaba:

Un Redentor. . . un Redentor...

FIN