El sabueso de los Baskerville (Costa Álvarez tr.)/I
I
EL SEÑOR SHERLOCK HOLMES
El señor Sherlock Holmes, que generalmente se levantaba muy tarde por la mañana, salvo en las no raras ocasiones en que pasaba en pie toda la noche, estaba sentado á la mesa, tomando su desayuno. Yo, de pie junto á la estufa, examinaba el bastón olvidado por nuestro visitante de la noche anterior. Era un trozo de madera vistoso, grueso, de cabeza bulbiforme. Inmediatamente debajo del puño tenía un ancho aro de plata, de cerca de una pulgada de alto. «A Jaime Mortimer, M. R. C. S.—Sus amigos del C. C. H.,» estaba grabado en él, con la fecha «1884.» Era un bastón tal como el que solía usar el antiguo médico de familia: digno, sólido y confortante.
—Y bien, Watson, qué deduce usted de él?
Holmes me daba en aquel momento la espalda, y yo no le había dicho una sola palabra sobre lo que estaba haciendo.
—¿Cómo ha sabido usted que me ocupaba del bastón? Estoy por creer que usted tiene ojos detrás de la cabeza.
—Tengo en cambio, por delante, una cafetera plateada, bien pulida—dijo Holmes. Pero vamos á ver, Watson, ¿qué deduce usted del bastón de nuestro visitante? Desde que hemos tenido la mala suerte de desencontrarnos con él, quedándonos sin el menor indicio del motivo de su visita, este recuerdo que nos ha dejado por casualidad se hace importante. Veamos un poco cómo reconstruye usted al hombre por el examen del bastón.
—Pienso—dije, siguiendo lo mejor que podía los procedimientos de mi famoso amigo,—que el doctor Mortimer es un médico anciano, afortunado, y querido, puesto que los que lo conocen le hacen esta demostración de aprecio.
—Muy bien!—exclamó Holmes.— Excelente!
—Pienso, también, que lo más probable es que sea un médico rural que hace á pie muchas de sus visitas.
—¿Por qué?
—Porque este bastón, aunque muy bonito cuando nuevo, está ahora tan estropeado que no puedo creer que haya médico urbano que lo use. Tiene muy gastado el grueso regatón de acero, lo que prueba que el hombre ha hecho largas caminatas con él,—Perfectamente sensato!—dijo Holmes.
—Tenemos ahora esto de los «amigos del C. C. H.» Presumo que se trata de algún club; del club de cazadores de H***, á cuyos miembros habrá prestado él tal vez sus servicios de cirujano, por lo que, en señal de agradecimiento, se le ha hecho este pequeño obsequio.
—Realmente, Watson, usted se excede á sí mismodijo Holmes, haciendo retroceder su silla y encendiendo un cigarrillo.—Me considero más que nunca en el deber de declarar que en todos los relatos que usted se ha tomado la molestia de escribir para dar cuenta de mis pequeños triunfos, usted ha estado rebajando sistemáticamente su propia habilidad. Puede ser que usted no sea un astro con luz propia, pero lo cierto es que es buen conductor de la luz. Hay quienes, sin estar dotados de genio precisamente, tienen, sin embargo, notables facultades para estimularlo. Le aseguro, mi querido amigo, que mi deuda con usted es muy grande.
Nunca había dicho Holmes tanto, y debo confesar que sus palabras me causaron un placer muy vivo; porque en otras ocasiones más bien me había picado con su indiferencia respecto á la admiración que me causaban sus procedimientos y á los esfuerzos que hacía yo para dar publicidad á éstos. Me sentía orgulloso, también, al pensar que dominaba ya á tal punto el sistema de mi amigo, que había llegado á aplicarlo en aquel caso en una forma que había merecido su completa aprobación.
Holmes me sacó el bastón de las manos y se puso á examinarlo á simple vista por unos minutos. Después, asumiendo, una expresión de interés, dejó sobre la mesa el cigarrillo, y Mevándose el bastóp á la ventana lo examinó de nuevo con un lente.
—Interesante, aunque sencillo—dijo, yendo á sentarse en su sitio favorito en el sofá.—El bastón ofrece positivamente uno que otro dato. Esto puede servirnos de base para algunas deducciones.
Se me ha escapado algo?—pregunté con cierta presunción. Espero que no será nada de importanciala —Mi querido Watson, mucho me temo mayor parte de sus conclusiones sean erróneasque Al decir hace un momento que usted me servía frecuentemente de estímulo quise manifestar, voy á ser franco, que las equivocaciones de usted me guiaban muchas veces hacia la verdad. No creo que usted se haya equivocado por completo en este caso. Porque el hombre es seguramente un médico rural, y que camina bastante.
—Entonces, yo tenía razón.
—Hasta ese punto solamente.
—¡Pero, si eso fué todo!
—No, no, mi querido Watson, eso no fué todo... Yo presumiría, por ejemplo, que es más probable que un regalo hecho á un médico proceda de un hospital que de un club de cazadores, y presumiría también que, cuando las iniciales «C. C.» preceden á la «H.» de este hospital, las palabras «Charing Cross Hospital» surgen muy naturalmente por sí mismas.
—Tal vez tenga usted razón.
—Todas las probabilidades apuntan en esa dirección. Ahora bien: si consideramos aceptable esta hipótesis, tendremos en ella un nuevo punto de partida para la reconstrucción de nuestro desconocido visitante.
Bueno. Suponiendo que lo de «C. C. H.» represente efectivamente «Charing Cross Hospital, ¿qué otras inferencias podemos hacer?
No se sugieren acaso por sí mismas? Usted conoce mis procedimientos. Aplíquelos.
—Sólo se me ocurre la obvia conclusión de que el hombre ha de haber estado ejerciendo su profesión en Londres antes de marcharse al campo.
—Creo que podríamos aventurarnos un poco más lejos todavía. Vea las cosas bajo esta luz:
¿en qué ocasión es más probable que se haya hecho un regalo como éste? ¿En qué ocasión es más probable que se hayan puesto de acuerdo estos señores de un hospital para ofrecer á un amigo una muestra de sus simpatías? Claro está que en la ocasión en que el doctor Mortimer dejaba el servicio del hospital para empezar á ejercer suprofesión por cuenta propia. Sabemos, pues, que ha habido un regalo, y suponemos que se ha producido un cambio: de un hospital urbano á una clientela rural. ¿Sería, entonces, llevar demasiado lejos nuestra inferencia el decir que el obsequio fué hecho en ocasión del cambio?
—Efectivamente, esto parece lo más probable.
Ahora bien: usted convendrá en que el hombre no puede haber pertenecido al estado mayor» de ese hospital, desde que una posición como esta, sólo la puede ocupar un médico bien establecido con clientela en Londres, médico que, estando en tales condiciones, no habría de marchar89 al campo. ¿Qué ha sido él allí, entonces? Si estaba en un hospital y no formaba parte del personal directivo, sólo puede haber sido un cirujano interno ó un médico interno, es decir, poco más que un estudiante de último año. Y salió de li hace cinco años... la fecha está en el bastón.
De modo que el médico de familia que pintaba usted, grave, maduro, se desvanece en el aire, mi querido Watson; y en su lugar surge un joven de menos de treinta años, afable, sin ambiciones, distraído, y dueño de un perro mimado, que podría describir, en bruto, como más grande que un raposero y más pequeño que un mastín.
Yo me reí, incrédulo, mientras Sherlock Holmes se retrepaba en el sofá y lanzaba al cielo raso pequeñas coronas temblorosas de humo.
—Por lo que se refiere á la última parte, no tengo datos para contradecirlo—le dije;—pero, en cambio, no es difícil encontrar informaciones sobre la edad y la carrera profesional del hombre.
Bajé de mi pequeña estantería científica la «Guía Médica» y busqué en ella el nombre. Había varios Mortimer, pero sólo uno de ellos podía ser nuestro visitante. Leí en voz alta su referencia:
Mortimer Jaime, M. R. C. S., 1882, Grimpen, Dartmoor, Devon. Cirujano interno de 1882 á 1884, en el hospital de Charing Cross. Ganador del premio «Jackson» en Patología Comparada, con un escrito titulado: «Es una Reversión la Enfermedad?» Miembro correspondiente de la Sociedad Patológica Sueca. Autor de «Algunos Caprichos del Atavismo» (Lancet, 1882). «Progresamos?» (Journal of Psychology, marzo 1883). Médico oficial de las parroquias de Grimpen, Thorley y Cerro Alto.
Ni señales de aquel club de cazadores, Wat son— —dijo Holmes con pérfida sonrisa;—pero si de un médico rural, como observó usted con tanta perspicacia. Veo que mis inferencias han quedado plenamente comprobadas. En cuanto á los adjetivos, dije, si mal no recuerdo, afable, sin ambiciones y distraído. Sé, por experiencia, que en este mundo sólo un hombre afable, recibe regalos; que sólo uno que no tiene ambiciones abandona su carrera en Londres por otra en el campo, que sólo un distraído deja su bastón en vez de su tarjeta en casa de la persona que ha ido á ver y que no ha encontrado.
—¿Y lo del perro?
—El perro ha tenido la costumbre de llevar el bastón de su dueño, siguiendo tal vez los pasos de éste. Como el bastón es pesado, el perro lo aseguraba por el medio, y las señales de sus dientes están bien claras. La boca de este perro, á juzgar por la distancia entre las señales, es demasiado ancha, á mi juicio, para un raposero y no lo es bastante para un mastín. Puede que sea..sí, por Júpiter!... es un podenco.
Holmes se había levantado hacía un momento y hablaba paseándose por el cuarto. En una de sus vueltas había ido á detenerse en el hueco de la ventana. Allí estaba cuando dijo estas últimas palabras, con tal acento de convicción que alcé los ojos sorprendido.
—¿Cómo puede usted estar tan seguro de que es un podenco, mi querido amigo?
—Por la razón muy sencilla de que estoy viendo el perro en el mismo umbral de nuestra puerta de calle; y el dueño de él es el que acaba de hacer sonar la campanilla. Hágame el favor de no irse, Watson. Se trata de un colega suyo... y quién sabe! la presencia de usted puede serme útil. Estos son momentos dramáticos de la suerte, Watson... cuando se oyen en la escalera pasos que entran en la vida de uno, y no se sabe si ello es para bien ó para mal de uno. ¿Qué es lo que viene á pedir el doctor Jaime Mortimer, hombre de ciencia, á Sherlock Holmes, especialista en críma nes?... ¡Adelante!
El aspecto de nuestro visitante fué para mí una sorpresa, pues yo esperaba ver un médico rural típico. El recién llegado era un hombre muy alto y delgado, con una nariz larga como un pico, que se destacaba entre dos ojos grises, perspicaces, muy juntos uno del otro, chispeando vívidamente detrás de un par de anteojos de oro. Vestía el traje profesional, pero con cierto desaliño, pues la levita estaba manchada y los pantalones rozados. Aunque era joven tenía la alta espalda encorvada, y al andar echaba para adelante la cabeza. La expresión que predominaba en su semblante era de curiosidad benévola. Al entrar, sus miradas dieron en el bastón que Holmes conservaba en la mano, y el hombre se abalanzó hacia su prenda, soltando una exclamación de gozo.
—¡Cuánto me alegro !—dijo.—No sabía con seguridad si lo había dejado aquí ó en la agencia marítima. Por nada del mundo perdería yo este bastón.
—Veo que es un regalo—dijo Holmes.
—Sí, señor.
—¿Del hospital de Charing Cross?
—De unos amigos de allí, con motivo de mi casamiento.
— Hola, hola! Esto sí que es malo dijo Holmes meneando la cabeza.
El doctor Mortimer pestañeó detrás de sus anteojos, con expresión de suave asombro.
—¿Por qué malo?—preguntó.
—Me refiero á que ha desconcertado usted nues tras pequeñas deducciones. ¿Dice usted que se casó?
Sí, señor. Me casé, y por eso dejé el hospital, con él todas mis esperanzas de abrir un consultorio. Ante todo tenía que formarme un hogarmt —¡ Vaya, vaya! Después de todo no hemos andado tan descaminados—dijo Holmes.— Y bien, doctor Jaime Mortimer?...
—Señor solamente, señor... un humilde Miembro del Colegio Real de Cirujanos.
—Y hombre de inteligencia precisa, evidentemente.
—Un chapucero de la ciencia, señor, un pescador de conchas en las playas del gran océano desconocido. Supongo que es con el señor Sherlock Holmes con quien estoy hablando; ó quizá el señor...
—No; el señor es mi amigo, el doctor Watson.
—Me alegro de conocerlo, doctor. He oído mencionar el nombre de usted junto con el de su ami— go. Usted me interesa mucho, señor Holmes. No me lo había figurado con un cráneo tan dodicocéfalo, ni con un desarrollo supraorbital tan marcado. Tendría usted inconveniente en que le pasara el dedo por la grieta parietal? Un molde de su cráneo, señor Holmes, mientras no se pueda disponer del original, sería una joya en cualquier museo antropológico. No es mi intención fastidiarlo con ponderaciones excesivas, señor, pero le confieso que codicio su cráneo.
Sherlock Holmes indicó una silla á nuestra extraña visita.
—Veo, señor, que es usted un entusiasta por su género de estudios, como yo lo soy por el mío—le dijo. Su dedo índice me dice que usted mismo se hace los cigarrillos. No tenga, pues, escrúpulos para encender uno.
El hombre sacó papel y tabaco, y lió su cigarrillo con sorprendente destreza. Sus dedos eran largos y nerviosos, tan ágiles é inquietos como las antenas de un insecto.
Holmes guardaba silencio, pero sus miraditas penetrantes me revelaban el interés que le inspiraba tan original cliente.
—Supongo, señor—dijo al fin á éste, que no ha sid simplemente para examinarme el cráneo para lo que me ha hecho usted el honor de venir aquí anoche y hoy también.
—No señor, no; aunque celebro mucho haber tenido la oportunidad de hacer también eso. Vengo á verlo, señor Holmes, porque me considero un hombre muy poco práctico, y me encuentro de repente ante un problema de los más serios y extraordinarios. Reconociendo, como reconozco, que usted es el segundo de los más grandes especialistas de Europa...
—¡Hola, señor! ¿Y puedo preguntar quién tiene el honor de ser el primero?—interrumpió Holmes con alguna aspereza.
—Al hombre de espíritu estrictamente cientifico ha de atraerlo siempre, decididamente, la obra de monsieur Bertillon.
—Entonces no sería mejor que lo consultase usted á él?
—He dicho, señor, que monsieur Bertillon interesa á los espíritus estrictamente científicos. Pero, como hombre práctico, de acción, es bien sabido, señor, que usted es único. Espero, señor, que no habré sin querer...
—Un poco apenas—se anticipó Holmes.—Me parece, doctor Mortimer, que obraría usted cuerdamente si, sin más alharacas, tuviera la bondad de decirme sencillamente cuál es la exacta naturaleza del problema para cuya solución ha venido usted á pedirme ayuda.