El sabueso de los Baskerville (Costa Álvarez tr.)/V

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

V

TRES HILOS ROTOS

Sherlock Holmes tenía en alto grado la facultad de distraer á voluntad su espíritu. Durante dos horas pareció olvidar totalmente el extraño asunto que nos preocupaba, y se absorbió por completo en el examen de los cuadros de los pintores belgas modernos. Y desde que salimos de allí hasta que llegamos al hotel, no habló sino de arte, sobre el cual tenía las ideas más elementales.

—Sir Enrique Baskerville está esperando á ustedes arriba—dijo el conserje.—Me ha pedido que los hiciera subir en cuanto llegaran.

—Tendría usted inconveniente en que diera un vistazo á su registro?—le preguntó Holmes.

—De ninguna manera.

En el registro aparecían inscriptos dos nombres después del de sir Enrique Baskerville. Uno era: «Teófilo Johnson y familia, de Newcastle ; » ef otro: «Señora Oldmore y sirvienta, de High Lodge, Alton.» —Este es seguramente el mismo Johnson que yo conozco —dijo Holmes, dirigiéndose al conserje. No es un abogado, cojo, de pelo cano?

—No, señor, éste es el señor Johnson, duetto de minas de hulla, un caballero joven y ágil, de la edad de usted, más o menos.

—Probablemente usted se equivoca en cuanto á la profesión del hombre.

—No, señor; hace muchos años que viene á parar á este hotel, y lo conocemos muy bien.

Ah, eso es otra cosa! La señora Oldmore también... creo recordar este nombre. Disculpe mi curiosidad, pero muchas veces cuando uno va á visitar á un amigo, encuentra otro.

—Es una señora enférma, señor. El marido fue una vez alcalde de Gloucester. Se aloja siempre aquí cuando viene á Londres.

Muchas gracias. Temo que no esté tampoco entre mis relaciones. Con estas preguntas hemos dejado sentado un hecho muy importante, Watson—continuó Holmes, en voz baja, mientras subíamos la escalera.—Ahora sabemos que estas personas tan interesado en nuestro amigo no se han establecido en el mismo hotel donde él se aloja.

Lo que quiere decir que aun cuando están, como hemos visto; tan deseosas de vigilarlo, están igualmente deseosas de que él no las vea. Pues bien :

este es un hecho muy significativo.

¿Por qué?

Significa... | Hola, querido amigo! ¿Qué demonios le pasa!

Al llegar á lo alto de la escalera habíamos tropezado con sir Enrique Baskerville en persona.

Tenía el rostro encendido de cólera, y de una de sus manos colgaba un botín viejo y sucio de polvo. Tan furioso estaba que apenas podía articular las palabras, y cuando al fin habló, lo hizo en un dialecto mucho más libre y más yanqui que el que habíamos oído por la mañana.

No parece sino que en este hotel me hubieran tomado por un zopenco 1—exclamó.— Como 69.

se descuiden un poco y sigan jorobando van á saber cuántas son cinco! Ca... ramba! Si no lle1 gan á encontrar el botín perdido les aseguro que va á haber fandango! Sé aguantar las bromas como el mejor, señor Holmes, pero esta vez se han pasado un poco de la raya.

Buscando todavía el botín, eh?

—Sí, señor; y muy resuelto á encontrarlo.

—Pero, ¿no dijo usted que era un botín nuevo amarillo?

—Ese es otro. Ahora se trata de uno viejo y negro.

— Cómo! ¿Quiere usted decir...?

—Lo que quiero decir es esto: Yo no tenía absolutamente más que tres pares en el mundo: el amarillo nuevo, el negro viejo y los dos de charol que tengo puestos. Anoche se llevaron uno de lcs amarillos y hoy me han robado uno de los negros... Vamos á ver, ¿lo ha encontrado ya? ¡Hable, hombre, hable, y no se esté ahí mirando !

Un sirviente alemán, algo agitado, acababa de entrar en escena.

—No, señor; he estado averiguando en todo el hotel, pero nadie ha podido darme la menor noticia.

—Pues bien: ó el botín aparece antes de que el sol se ponga, ó veo al gerente.

—Se encontrará, señor... Le prometo que si el señor tiene un poco de paciencia se encontrará.

—Trate de que sea así, porque ésta será la última cosa que pierda yo en esta cueva de ladrones. Bueno, señor Holmes, discúlpeme que lo esté molestando por semejante bagatela...

—Creo que el asunto vale bien la pena de cualquier molestia.

RUBEN A. ENRIQUEZ Cómo! Parece tomarlo usted muy por lo seriocho?

Vamos á ver, ¿cómo se explica usted el he—No intento siquiera explicármelo. Me parece la cosa más desatinada, más rara, que me haya sucedido nunca.

—La más rara quizá—dijo Holmes pensativo.

—¿Y qué piensa usted de ella señor Holmes?

Vea: no puedo decir que la comprenda ya.

Este caso suyo es muy complejo, sir Enrique. Si lo considero ligado al de la muerte de su tío, no creo que, entre los quinientos asuntos de capital importancia que he manejado hasta ahora, haya uno solo tan intrincado como éste. Pero tenemos varios hilos, y lo más probable es que alguno de ellos nos lleve á descubrir la verdad. Puede ser que nos expongamos á perder tiempo siguiendo una pista equivocada, pero tarde mos de dar con la verdaderatemprano heEl lunch fué agradable, durante él poco sc habló del asunto que nos había reunido. Cuando estuvimos en el saloncito particular al que nos retiramos después, Holmes preguntó á sir Enrique qué era lo que había resuelto hacer.

—Ir á Baskerville Hall.

—¿Cuándo?

—A fines de la semana.

—En principio—dijo Holmes,—creo que su resolución es sensata. Tengo la prueba evidente de que lo están siguiendo á usted en Londres, y entre los millones de individuos de esta gran ciudad es difícil descubrir quiénes son ellos, ó cuál es el objeto de su persecución. Si las intenciones que tienen son malas, podrían causarle á usted .

aquí un daño que no nos sería posible prevenir.

¿Sabe usted, doctor Mortimer, que lo siguieron esta mañana al salir de mi casa?

El doctor Mortimer se sorprendió.

A mí! Por qué?—exclamó.

—Desgraciadamente, no sé por qué. ¿Tiene usted entre sus vecinos ó relaciones en Devonshire algún individuo de barba negra, tupida?

—No... Es decir, permítame... es cierto, sí. Barrymore, el mayordomo de Baskerville Hall, tiene la barba negra y tupida.

Ah! ¿Dónde está actualmente Barrymore?

—Está en el Hall, al cuidado de la propiedad.

—Sería bueno averiguar si está allá realmente, ó si, por una contingencia, se encuentra en Londres.

—¿Cómo podría averiguarlo usted?

—Déme un formulario de telegrama. «¿Está todo pronto para sir Enrique ? Esto es bastante.

Dirección: «Señor Barrymore, Baskerville Hall.» ¿Cuál es la oficina de telégrafos más próxima?

«Grimpen:» Muy bien; y enviaremos otro telegrama al administrador de correos y telégrafos de Grimpen: «Telegrama al señor Barrymore, entre»garlo en propias manos; si ausente, sírvase avi»sar por telégrafo á sir Enrique Baskerville. Nortsumberland Hotel.» Esto nos permitirá saber antes de esta noche si Barrymore está en su puesto en el Hall ó no.

—Efectivamente—dijo sir Enrique.—A propóBito, doctor Mortimer, ¿qué clase de hombre es ese Barrymore?

—Es hijo del viejo encargado, que ya murió.

Estos Barrymore están al servicio del Hall desde hace cuatro generaciones. Tengo entendido que él y su mujer son un matrimonio tan respetable como el mejor de la provincia.

—Sin embargo—dijo sir Enrique,—salta á la vista que mientras no esté en el Hall alguno de la familia, esa gente puede disponer de una casa amplia y espléndida, y no tiene nada que hacer.

—Es cierto.

— Favoreció de alguna manera & Barrymore el testamento de sir Carlos?—preguntó Holmes:

—El y su mujer recibieron dos mil quinientos pesos cada uno.

—¡Ah! ¿Sabían ellos que iban á resibi ·legado?

—Sí; sir Carlos era muy amigo de hablar de las disposiciones de su testamento.

—Entonces, la cosa es muy importante—observó Holmes.

—Espero, sin embargo—le dijo el doctor Mortimer, que usted no trará con ojos sospechosos á todos los que hayan reibido algún legado de sir Carlos, porque yo también fuí favorecido con cinco mil pesos.

—¡Hola! Y hubo otros legatarios?

—Muchos particulares con sumas insignificantes, y un gran número de establecimientos de caridad. El resto fué todo para sir Enrique.

Y cuánto era el resto?

—Tres millones setecientos mil pesos.

Holmes alzó las cejas sorprendido.

—No tenía la menor idea de que se tratara de una suma tan colosal—dijo.

—Sir Carlos tenía fama de rico, pero no supimos hasta qué punto lo era sino cuando tuvimos que examinar sus títulos. El valor total de sus bienes era casi de cinco millones de pesos.

Amigo! Es una puesta como para que cualquiera juegue una partida desesperada. Otra pregunta más, doctor Mortimer. En el caso de que le sucediese algo á nuestro joven amigo... perdone usted, sir Enrique, la desagradable hipótesis...

¿quién sería el heredero?

Como Rogelio Baskerville, el hermano menor de sir Carlos, murió soltero, los bienes pasarían á los Desmond, que son primos lejanos. Jaime Desmond es un clérigo anciano de Westmoreland.

Muchas gracias. Todos estos detalles son muy interesantes. Se ha encontrado usted alguna vez con el señor Jaime Desmond?

Sí; en una ocasión en que hizo una visita á sir Carlos. Es una persona de aspecto venerable y de virtuosísimas costumbres. Recuerdo que se negó á aceptar legado alguno de sir Carlos, á pesar de todas las instancias de éste.

Y este hombre tan sencillo sería el heredero de la fortuna de los Baskerville?

—Sería el heredero de la propiedad, porque ésta está vinculada; y heredaría también el dinero, á menos que el propietario actual, que, por supuesto, puede hacer de él lo que quiera, dispusiese las cosas de otro modo en su testamento.

Y ha hecho usted ya su testamento, sir Enrique?

—No, señor Holmes, todavía no. No he tenido tiempo, porque sólo ayer he sabido cómo andaban las cosas. Pero, en todo caso, creo que el dinero debería agregarse al título y á la propiedad. Esto es, por lo menos, lo que ha querido mi pobre tío.

¿Cómo podría restaurar el heredero las glorias de los Baskerville si no tuviera dinero suficiente para conservar la propiedad? La casa, la tierra y los pesos, todo debe de estar juntoniencia de que se marche usted á Devonshire sin mo parecer suyo en lo que se refiere á la conveniencia de que se marche usted á Devonshire sm demora. Sólo tengo que establecer una condición.

La de que usted no debe ir solo, de ninguna manera.

—El doctor Mortimer regresará conmigo.

—Pero el doctor Mortimer tiene que atender su clientela; y, además, la casa de él está á algunas millas de distancia de la de usted. De modo que aun cuando tuviera la mejor buena voluntad del mundo para acompañarlo, podría estar imposibilitado para hacerlo. No, sir Enrique ; debe llevarse usted á alguno especialmente, á una persona de confianza, que esté siempre á su lado.

—No podría venir usted mismo, señor Holmes?

—Si las cosas llegaran á una crisis, trataría de encontrarme allá; pero usted comprenderá que, con una clientela tan vasta como la que tengo aquí, y con las constantes consultas que me llegan de otras partes, me es imposible ausentarme de Londres por tiempo indeterminado. En estos mismos momentos uno de los hombres más respetables de Inglaterra está á punto de ver emporcado su nombre en una tentativa de chantage, y sólo yo puedo impedir un escándalo desastroso.

Verá usted, pues, por esto, cuán imposible me es acompañarlo.

—¿A quién recomendaría usted, entonces?

Holmes asentó su mano sobre mi brazo, —Si mi amigo quisiera encargarse de ello, no podría tener usted en caso de aprieto un hombre mejor que él. Nadie puede afirmar esto con más confianza que yo.

La proposición me tomó completamente desprevenido; pero, sin darme tiempo á que contestara, sir Enrique me tomó la mano y me la estrechó calurosamente.

— — Sí, sí, doctor Watson! ¡Es mucha bondad la suya—me dijo.—Usted ve lo que me pasa, y conoce el asunto tan bien como yo. Si usted viene á Baskerville y me ayuda, me hará un servicio que no olvidaré nunca.

La perspectiva de una aventura ejercía siempre en mí, entonces, una especie de fascinación; y, por otra parte, me sentía halagado por las palabras de Holmes y por la vehemencia con que el baronet me había acogido por compañero.

Iré, con mucho gusto—dije.—En verdad, no sé cómo podría emplear mejor el tiempo.

—Y mándeme informes minuciosos de lo que pueda ocurrir—me dijo Holmes.—Cuando llegue la crisis, que llegará, le indicaré á usted lo que haya que hacer. Supongo que para el sábado todo podrá estar listo...

—Le vendría bien eso al doctor Watson?

—Perfectamente.

—Entonces el sábado, á menos que se le comu:

nique & usted otra cosa, nos encontraremos en la estación Paddington para tomar el tren de las diez y treinta.

Nos habíamos levantado para despedirnos cuando sir Enrique soltó una exclamación de alegría, y precipitándose á uno de los rincones del saloncito se agachó y sacó de debajo de una étagére un botín amarillo.

—¡El botín perdido !—exclamó.

¡Ojalá todas nuestras dificultades se resuelvan con la misma facilidad !—dijo Sherlock Holmes.

—Pues esto es muy singular—observó el doc tor Mortimer.—Yo mismo registré minuciosamente esta pieza antes del lunch.

—Y yo también—dijo sir Enrique.—Palmo á palmo.

—Y en aquel momento no había positivamente ningún botín.

—Entonces el camarero debe haberlo puesto aquí mientras comíamos.

Se mandó buscar al alemán, pero éste declaró que no sabía nada respecto, y ninguna investigaeión ulterior pudo esclarecer el hecho. Con ello venía á agregarse un item más á aquella serie constante, y aparentemente sin objeto, de pequeños misterios que con tanta rapidez se habían sucedido unos á los otros. Haciendo á un lado la siniestra historia de la muerte de sir Carlos, teníamos en el corto espacio de dos días todo un reguero de inexplicables incidentes, que comprendía: el recibo de la carta con los recortes del Times, el espía de barba negra en el cab, la pérdida del botín amarillo, la pérdida del botín negro, y luego, la reaparición del primero de estos dos. Holmes no despegó los labios en el coche, mientras volvíamos á Baker Street, y por sus cejas fruncidas y por su semblante rígido comprendí que su mente estaba absorta, como la mía también, en la empresa de fraguar un plan al cual pudieran ajustarse todos estos episodios extraños y, al parecer, inconexos. Todo aquel día, hasta las últimas horas de la tarde, mi amigo estuvo sentado, inmóvil, perdido en medio de sus pensamientos y del humo del tabaco.

Ibamos á sentarnos á comer cuando llegaron dos telegramas. El primero decía:

«Acabo de saber que Barrymore está en el Hall.

»—Baskerville.

El segundo era éste :

«Visité veintitrés hoteles indicados, pero siento »comunicarle no pude encontrar hoja cortada del »Times.—Cartwright.» —Se rompen dos de mis hilos, Watson. No hay estimulante mejor que el hecho de que todo se vuelva contra uno. Tenemos que ponernos á pensar en otra pista.

—Nos queda aún el cochero del cab.

—Justo. He telegrafiado al Registro Oficial para saber su nombre y domicilio. No me sorprendería que ésta fuera precisamente la respuesta á mi pregunta.

Pero lo que acababa de hacer sonar la campanilla resultó ser algo más satisfactorio aún que una simple respuesta; porque se abrió la puerta y entró un individuo de rudo aspecto, que era evidentemente el mismo cochero.

—Me han mandado avisar de la oficina—dijo,—que un señor con esta dirección ha estado preguntando por el 2704. Hace siete años que manejo mi coche, y nunca he tenido una sola queja. Vengo derechamente de la parada á preguntarle á usted en su cara qué tiene que decir de mí.

—No tengo nada absolutamente que decir de usted, amigo—dijo Holmes. Por el contrario, tengo medio argentino para usted si contesta francamente las preguntas que le haga.

—¡Vaya! Lo que es el día ha sido hoy bastantebueno, no hay duda—dijo el cochero haciendo una mueca.— Qué era lo que tenía que preguntarme, señor?

144 —Ante todo, su nombre y dirección, para el caso de que vuelva á necesitarlo.

—Juan Clayton, calle Turpey, número 3, en el distrito de Borough. Tengo la parada en Shipley's Yard, cerca de la estación Waterloo.

Sherlock Holmes, tomó nota.

—Ahora, Clayton, cuénteme todo lo que se refiera al pasajero que vino á vigilar esta casa esta mañana á las diez, y que después siguió á dos caballeros por la calle de Regent.

El hombre se mostró sorprendido y un tanto perplejo.

— Bah! No ganaría nada con contarle á usted historias, porque parece que usted sabe tanto como yo—dijo.—Aunque la verdad es, que ese señor me dijo que era pesquisante, y que no tenía que decir nada de él á nadie.

—Amigo, este es un asunto muy serio, y le advierto que se pondría en muy mal lugar si tratara de ocultarme algo. ¿Dice usted que su pasajero le dijo que era pesquisante?

—Sí, me dijo eso.

—Cuándo se lo dijo?

—Cuándo me despachó.

& Y le dijo algo más?

—Me dijo cómo se llamaba.

Holmes me dirigió una mirada de triunfo.

—Ah! Le dijo cómo se llamaba, no? ¡Era imprudencia! ¿Y que nombre le dió?

—El nombre—dijo el cochero,—era «Señor Sherlock Holmes.» Nunca he visto á mi amigo tan positivamente confundido como en aquella ocasión, al oir la res1 puesta que le dió el cochero. Por un instante no despegó los labios, estupefacto. Después se echó á reir cordialmente.

— Tocado, Watson!—exclamó.—El golpe es indiscutible. Reconozco que la hoja de mi adversario es tan rápida y tan flexible como la mía. Me ha alcanzado lindamente esta vez. De modo que se llamaba Sherlock Holmes, no?

—Sí, señor, así se llamaba.

—Excelente! Dígame ahora dónde lo tomó usted, y qué fué todo lo que pasó.

—Me llamó & las nueve y media en la plaza de Trafalgar. Dijo que era pesquisante y me ofreció dos argentinos si hacía todo el día lo que él me dijera, sin discutir nada. Acepté en seguida.

Primeramente fuimos al Northumberland Hotel y esperamos allí hasta que salieron dos caballeros, que tomaron un coche de la fila. Seguimos al coche hasta que se paró en una casa cerca de aquí.

—En esta misma puerta—dijo Holmes.

—Puede ser. Yo no podría asegurarlo, pero me parece que mi pasajero ha de saberlo. Nos paramos á mitad del camino en esta calle y esperamos una hora y media. Después, los dos caballeros pasaron por junto á nosotros, á pie, y los seguimos por la calle Baker y por...

—Ya lo sé—interrumpió Holmes.

—Habíamos andado ya unas tres cuartas partes de la calle Regent cuando el pasajero levantó el postiguillo y me gritó que fuera directamente á la estación Waterloo lo más ligero que pudiese.

Castigué la yegua, y llegamos en diez minutos.

Entonces me pagó los dos argentinos, como buena persona que era, y se metió en la estación. Se iba ya cuando dió media vuelta y me dijo: «Tal vez »le interese saber que su pasajero ha sido el señor »Sherlock Holmes.» Por eso es que sé cómo se llamaba.

14 —Ya lo veo. Y no lo volvió á ver más?

—No, desde que entró en la estación.

Y cómo describiría usted al señor Sherlock Holmes?

El cochero se rascó la cabeza.

—Vea: no era, á la verdad, un señor fácil de describir. Yo le daría unos cuarenta años de edad; era de mediana estatura, como dos ó tres pulgadas más bajo que usted, señor. Estaba muy bien vestido, y tenía una barba negra, cuadrada, y la cara pálida. Es todo lo que puedo decir.

2 Y el color de los ojos?

—No, no sé.

No recuerda nada más?

—No, señor; nada más.

—Bueno; aquí tiene, entonces, su medio argontino. Y le espera otro si puede traer algún dato más. Buenas noches :

▾ —Buenas noches, señor, y gracias.

Juan Clayton se marchó muy contento, y Holmes se volvió hacia mí, encogiéndose de hombros y sonriéndose tristemente.

—Se ha reventado el tercer hilo, y concluímos por estar lo mismo que cuando empezamos—dijo.

¡Astuto bribón! Conocía nuestra casa, y supo que sir Enrique Baskerville había venido á vermę; me reconoció en la calle Regent, presintió que yo recordaría el número del cub y que pondría mis manos sobre el cochero, y por esto me envió su audaz mensaje. Le digo, Watson, que esta vez tenemos que habérnoslas con un adversario digno de nuestro acero. Me han dado jaque mate en pleno Londres. No me queda más que desearle á usted mejor suerte en Devonshire. Pero no las tengo todas conmigo, al respecto.

—¿Respecto á qué?

—Respecto á que sea usted el que vaya. Es un negocio muy feo, Watson; un negocio muy feo, muy peligroso, y cuanto más lo considero tanto menos me gusta. Sí, mi querido amigo; puede usted reir, pero le doy mi palabra de que me alegraré mucho cuando lo vea volver sano salvo á esta casa.