El sabueso de los Baskerville (Costa Álvarez tr.)/XI

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XI

EL HOMBRE DEL PICACHO

El extracto de mi diario particular, que constituye el capítulo precedente, ha llevado mi relato al día 18 de octubre, fecha en la cual estos extraños sucesos empezaron á encaminarse rápidamente á su terrible conclusión. Los incidentes de este día y de los siguientes están grabados de una manera indeleble en mi memoria, y puedo referirlos sin consultar las notas que hice entonces. Tomé, pues, por punto de partida, el día que siguió á aquél en que dejé sentados dos hechos de gran importancia: el de que la señora Laura Lyons, de Coombe Tracey, había escrito á sir Carlos Baskerville dándole una cita en el mismo sitio y á la misma hora en que cayó muerto, y el de que al hombre emboscado en el páramo se le podía encontrar en las cabañas de piedra de las laderas.

Una vez en posesión de estos dos hechos, consideré que mi inteligencia ó mi valor serían muy pobres si no llegaba á hacer yo un poco más de luz en tan sombrío asuntomunk No me fué posible comunicar aquella misma noche al baronet lo que había sabido de la señora Lyons, porque el doctor Mortimer se dejó estar, jugando con él á las cartas, hasta muy tarde. Pero al día siguiente, durante el desayuno, le hice saber lo que había averiguado, y le pregunté si estaba dispuesto á acompañarme á Coombe Tracey.

En seguida se manifestó muy deseoso de ir conmigo; pero, á poco que pensamos en ello, nos pareció á los dos que, si yo iba solo, el resultado podría ser mejor; porque cuanto más ceremoniosa fuera la visita, tanto menos informaciones habríamos de obtener. Dejé, pues, á sir Enrique en la casa, no sin algunos remordimientos de conciencia, y salí en coche á hacer mi pesquisa.

Así que llegamos á Coombe Tracey, dije á Perkins que detuviera los caballos, bajé y empecé á hacer averiguaciones sobre la dama á quien me proponía interrogar. No me fué difícil dar con su departamento, que era central y me había sido bien indicado. Una criada me hizo pasar sin ceremonias; y, al entrar en la sala, una joven que estaba sentada delante de una máquina de escribir, se puso de pie vivamente, con una agradable sonrisa de bienvenida. Pero se le demudó el semblante cuando vió en mi á un extraño; volvió á sentarse y me preguntó el objeto de mi visita.

La primera impresión que causaba la señora Lyons era la que puede provocar la más perfecta belleza. Sus ojos y sus cabellos eran del mismo color, de un precioso color castaño, y sus mejillas, aunque notablemente pecosas, tenían el exquisito matiz rosado de las trigueñas, ese matiz delicadoque asoma apenas en el cáliz de la rosa sulfúrea.

La primera impresión, repito, era de admiración.

Pero la segunda era de crítica. Había en su rostro algo sutilmente inarmónico: cierta tosquedad de expresión, cierta dureza, quizá, en la mirada, cierta soltura en el labio, que hacían imposible la perfecta belleza del conjunto. Pero éstos fueron, por supuesto, pensamientos ulteriores. En aquel instante me di cuenta solamente de que me hallaba en presencia de una mujer muy hermosa, y de que ésta me preguntaba la razón de mi visita. Hasta entonces no había comprendido yo cuán delicada era la misión que me llevaba allí.

—Tengo el gusto—le dije,—de conocer á su padre.

Era una introducción torpe, y ella me lo hizo sentir.

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44—4 —No hay nada común entre mi padre y yo me dijo.—Yo no le debo nada, y sus amigos no son los míos. A no haber sido por el finado sir Carlos Baskerville, y por otros corazones bondadosos, me habría muerto de hambre por lo que dependía de mi padre.

—A propósito de sir Carlos Baskerville. Precisamente es por él por lo que he venido á ver á usted.

Se desvanecieron las pecas en el rostro de la jovenat MANN

—¿Qué puedo decir yo sobre él?—me preguntó, mientras sus dedos jugaban nerviosamente con la tecla de los espacios de su máquina.

—Lo conoció usted, no es cierto?

—He dicho ya que debo muchísimo á sus bondades. Si estoy en condiciones de poder sostenerme sola, en gran parte lo debo al interés que él se tomó por mejorar mi situación desgraciada.

—¿Se escribía usted con él?

La señora Lyons alzó vivamente sus ojos castaños, con un relámpago de cólera en ellos.

Qué se propone usted con sus preguntas?—exclamó en tono áspero.

—Me propongo evitar un escándalo público. Mejor es que las haga aquí, me parece, y no que el asunto tenga que pasar á otras manos.

La señora Lyons guardó silencio, y la palidez de su rostro se acentuó. Después levantó otra vez los ojos y asumió una expresión un tanto inquieta y provocadora.

2 —Está bien: contestaré—me dijo.—¿Cuáles son sus preguntas?

Se escribía usted con sir Carlos?

—Le he escrito, efectivamente, una ó dos veces, para agradecerle su delicadeza y su generosidad.

—¿Tiene usted las fechas de esas cartas?

—No.

—¿Se vió usted con él alguna vez?

—Sí; una ó dos veces; cuando vino á Coombe Tracey. Era un hombre muy modesto, y prefería hacer el bien en secreto.

—Pero si usted lo vió una ó dos veces apenas, y si le ha escrito tan sólo una ó dos cartas, ¿cómo " 171 llegó á conocer él suficientemente los asuntos de usted para poder ayudarla, según dice usted que lo ha hecho?

La señora Lyons afrontó la dificultad con el mayor desembarazo.

—Había varios caballeros que conocían mi trishistoria y que se unieron para ayudarme. Uno de ellos era el señor Stapleton, vecino y amigo intimo de sir Carlos. Este es un hombre excepcionalmente bueno, y por medio de él fué como sir Carlos se enteró de mis asuntos.

Ya sabía yo que sir Carlos Baskerville había hecho al señor Stapleton su limosnero, en varias ocasiones; de modo que esta declaración de la señora Lyons tenía para mí el sello de la verdad.

— Le escribió usted alguna vez á sir Carlos para pedirle que se viera con usted?—continué.

La joven se sonrojó otra vez, irritada.

—A la verdad, señor, que me hace usted una pregunta muy extraordinaria.

—Lo siento, señora, pero insisto en ella.

—Contestaré, entonces... No, seguramente, no.

No? ¿Ni el mismo día de la muerte de sir Carlos?

En un instante desapareció el sonrojo, y tuve delante de mí un rostro mortalmente pálido. Sus labios secos no pudieron expresar el «no» que vi, más bien que oí, que formulaban.

—Su memoria la engaña, seguramente—dije.Hasta puedo citar un pasaje de su carta. Decía usted: «Tenga la bondad de quemar esta carta; »se lo ruego á usted que es un caballero; y no se »olvide de estar en el portillo á las diez.»> Creí que la joven iba á perder el sentido, pero se repuso haciendo un esfuerzo supremo.

          • Hori Ya no hay, entonces, caballeros?

balbució.

—Comete usted una injusticia con sir Carlos.

El quemó la carta. Pero á veces una carta puede ser legible aunque esté quemada. Reconoce usted, pues, que la ha escrito?

¿ AZA

—Sí, la escribí—exclamó, vaciando el alma en un torrente de palabras.—La escribí. ¿Por qué habría de negarlo? No tengo ningún motivo para abochornarme de eso. Quería que él me ayudara.

Estaba segura de que, si podía tener una entrevista con él, conseguiría lo que necesitaba. Por esto le pedí que me viera.

—Pero, ¿por qué á aquella hora?

—Porque acababa de saber que se iba & Londres al día siguiente, y que su ausencia duraría meses. Había también razones que me impedían poder estar allá más temprano.

—Pero, ¿por qué una cita en el parque, en lugar una visita en la casa?

—Cree usted, entonces, que una mujer puede ir sola á una hora como esa á la casa de un soltero?

—Perfectamente. ¿Qué sucedió cuando usted llegó allá?

—No fuí nunca.

—¡ Señora !

—Nunca. Se lo juro por lo que considero más sagrado. No fuí nunca. Ocurrió algo que me impidió ir.

—¿Qué fué?

Esto es un asunto privado. No puedo decirlo.

— Reconoce usted, entonces, haber pedido una cita á sir Carlos, á la misma hora y en el mismo sitio en que cayó muerto, aun cuando después no haya concurrido usted á ella?

—Así es.

Volví á interrogarla, una vez y otra vez, pero no pude ir más allá de este punto.

—Señora Lyons—le dije, levantándome para dar por terminada esta entrevista tan larga y tan poco decisiva. Usted se echa encima una responsabilidad muy grande, y se coloca en una posición muy falsa, al no hacer una confesión absolutamente franca de todo lo que sabe. Si llego á tener que recurrir á la ayuda de la policía, usted verá cuán seriamente se ha comprometido. Si su posición es inocente, ¿por qué negó usted en primera instancia haber escrito á sir Carlos en aquella fecha ?

—Porque temía que se sacara de ello una conclusión falsa, y que me viera yo envuelta en un escándalo.

—¿Y por qué tenía usted tanto interés en que sir Carlos destruyera su carta?

—Bien lo sabrá usted que ha leído la carta.

—Yo no he dicho que haya leído toda la carta.

—Pero ha citado una parte de ella.

—Cité la posdata. Como le dije á usted, la carta había sido quemada y no estaba en condiciones de poder ser leída, salvo aquella sola parte. Le pregunto una vez más, señora, ¿por qué se afanaba usted tanto porque sir Carlos destruyera la carta que recibió de usted el día de su muerte?

—El asunto es muy reservado.

—Mayor razón todavía para que trate usted de evitar una investigación pública.

—Se lo diré entonces. Si usted ha oído algo de mi desgraciada historia, sabrá que yo hice un ma174 trimonio precipitado y que muy pronto tuve motivos para lamentarlo.

—He oído decir eso.

— —La vida ha sido para mí una persecución incesante, de parte de un marido que aborrezco. La ley está en su favor, y pesa constantemente sobre mí la posibilidad de que llegue á obligarme á vivir con él. Cuando escribi la carta á sir Carlos acababa de saber que podía tener una esperanza de reconquistar mi libertad con tal de que pudiera hacer ciertos gastos. Esto significaba todo para mí... tranquilidad de espíritu, felicidad, dignidad, todo... Entonces, como conocía la generosidad de sir Carlos, pensé que, si él oía las cosas de mis propios labios, seguramente se decidiría á ayudarme.

—Entonces, ¿cómo se explica que no haya ido usted á la cita?

—Porque en el intervalo recibí de otras manos la ayuda que necesitaba.

—Y si fué así, ¿por qué no escribió á sir Carlos explicándole las cosas?

Así lo habría hecho, á no haber visto á la mañana siguiente en el diario, que había muerto.

Las declaraciones de la señora Lyons concordaban entre sí, coherentemente, y todas las preguntas que le hice, para ver si conseguía desvirtuarlas, resultaron infructuosas. Para comprobarlas sólo tenía un medio; averiguar si, efectivamente, había entablado ella una acción de divorcio contra su marido, en aquella ocasión, en los días que siguieron al de la tragedia.

No me parecía fácil que la dama se hubiera atrevido á decirme que no había ido á Baskerville Hall, si realmente hubiera estado allí; porque para hacer este viaje habría necesitado un coche, y, adeA más, no habría podido estar de regreso de Coombe Tracey hasta las primeras horas de la mañana siguiente. Una excursión semejante no podía permanecer mucho tiempo en secreto si había alguien interesado en averiguarla. Lo más probable era, por consiguiente, que me hubiera dicho la verdad; ó, por lo menos, una parte de ella.

Salí de allí chasqueado y descorazonado. Una vez más había ido á estrellarme contra la muralla infranqueable que parecía cerrar todos los caminos que tomaba yo para llenar mi misión. Pero cuanto más pensaba en el rostro de la señora Lyons y en su manera de ser, tanto más me convencía de que algo me había ocultado. ¿Por qué se había puesto tan pálida? ¿Por qué se había resistido á toda confesión, y había hecho necesario que ésta le fuese arrancada? ¿Por qué había guardado tan completo silencio cuando ocurrió la tragedia? La explicación de todo esto no podía ser, por cierto, tan inocente como la que ella había querido hacerme creer. Pero, por el momento, no me era posible adelantar nada en esta dirección; tenía que volver al otro hilo, al que había que buscar entre las cabañas de piedra, en el centro mismo del pá— —m ramo.

Y los datos que tenía á este respecto eran vagos por demás. Pude convencerme de ello al ver, cuando regresaba en el carruaje, que, unas tras otras, todas las colinas mostraban vestigios de sus antiguos pobladores. La única indicación de Barrymore era que el desconocido vivía en una de estas cabañas abandonadas; pero había centenares de ellas esparcidas en toda la extensión del páramo.

Tenía, sin embargo, mi propia experiencia por guía, desde que ésta me había hecho ver al hombre, de pie en la cima de Picacho Negro. Este había de ser, por lo tanto, el centro de mis pesquisas. Desde allí me pondría á explorar, una por una, todas las cabañas del páramo, hasta dar con la que buscaba. Y si aquel hombre estaba dentro de ella, yo habría de saber de sus propios labios, revólver en mano, si era necesario, quién era y zor qué nos perseguía tan tenazmente. Podía habérsenos escabullido en el tumulto de la calle Regent; pero le costaría mucho hacer lo mismo en el páramo desierto. Y, si al dar con la cabaña no encontraba en ella á su ocupante, me quedaría allí todo el tiempo que fuera necesario hasta que el hombre volviese. A Holmes se le había escapado en Londres: sería para mí un verdadero triunfo atraparlo aquí, en su cueva, cuando mi maestro había fracasado en la empresa.

Smarty Hasta entonces la fortuna nos había sido siempre contraria en toda esta larga pesquisa; pero al fin vino en mi ayuda. Y el heraldo de la buena suerte no fué otro que el señor Frankland, que, con sus patillas grises y su cara arrebatada, estaba de pie junto al portón de su jardín, sobre la carretera por donde yo volvía.

—Buenos días, doctor Watson—gritó con insó—, lito buen humor.—Es verdaderamente necesario que les dé usted un descanso á sus caballos, y que entre á tomar un vaso de vino y á felicitarme.

Después de lo que había oído decir sobre la manera como Frankland trataba á su hija, mis sentimientos hacia él estaban lejos de ser amistosos; pero deseaba despachar á Perkins al break para quedarme solo, y la ocasión era buena. Bajé del carruaje y envié un recado á sir Enrique, haciéndole saber que regresaría á pie, á tiempo para la comida. Después seguí á Frankland hasta el comedor de su casa.

—Hoy es un gran día para mí, señor... Uno de los verdaderos días de fiesta de mi vida—exclamó entre risitas ahogadas.—He llevado á buen término un doble acontecimiento. Quiero enseñarles á los de estos barrios que la ley es ley, y que aquí hay un hombre que no tiene miedo de invocarla.

He conseguido que quede establecido el derecho del fisco á abrir un camino por el centro del parque del viejo Middleton, por el mismo medio de él, señor, á unas cien yardas de la puerta principal de la casa. ¿Qué me dice usted de esto? Yo he de enseñarles á estos potentados que no pueden pisotear, sin más ni más, los derechos del pueblo... Dios los confunda! Y he hecho cerrar el bosque donde los de Fernworthy acostumbraban hacer sus picnics. Esta maldita gente cree, según parece, que el derecho de propiedad no existe, y que pueden meterse donde les plazca, con sus paquetes y con sus botellas. Los dos casos han sido fallados, doctor Watson, y ambos en mi favor.

No había vuelto á tener un día como éste desde que hice condenar á sir John Morland por contravención á causa de haber estado cazando en su propio parque.

—¿Cómo diablos consiguió eso?

—Vea el expediente, señor. Vale la pena leerlo... «Frankland contra Morland, tribunal de Queen's Bench»... Me costó mil pesos pero conseguí la sentencia.

Y qué ha ganado con ella?

—Nada, señor, nada. Tengo la satisfacción de decir que no me guiaba ningún interés particular El Sabueso.—12 Apot 1 en el asunto. Yo procedo siempre en estas cosas pura y sencillamente por un sentimiento de deber público. No tengo la menor duda, por ejemplo, de que los de Fernworthy me quemarán en efigie esta noche. La última vez que lo hicieron, les dije á los de la policía que debían impedir estos vergonzosos espectáculos. La policía de la provincia se halla en un estado escandaloso, señor, y no me ha prestado protección que tengo derecho. El juicio Frankland contra Regina» pondrá este desbarajuste á los ojos del público. Les dije que habían de llegar á arrepentirse de la manera cómo me habían tratado, y mis palabras han resultado ya ciertas.

—¿Cómo?—pregunté.

El anciano adoptó un aire de muy, entendido.

—Yo les podría decir lo que ellos se están muriendo por saber; pero nada podrá inducirme & ayudar en ninguna forma á osos pícaros.

Hasta aquel momento yo había estado buscando á mi alrededor alguna excusa para poder librarme de la charla del viejo pleitista; pero entonces empecé á sentir deseos de oirlo. Conocía bastante la naturaleza contradictoria del viejo pecador para comprender que la menor muestra de interés sería el medio más seguro de cortar sus confidencias.

—¿Algún cazador furtivo, tal vez?—dije en tono indiferente.

Ja, ja! mi amigo... algo muchísimo más importante que eso! ¿Qué me dice del prófugo que está en el páramo?

Me estremecí.

—¿Quiere usted decir que sabe dónde está ?—pregunté.

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? 179 —Puedo no saber exactamente dónde está, pero estoy completamente seguro de que podría ayudar á que la policía le echara el guante. ¿Nunca se le ocurrió á usted que el mejor medio de dar con ese hombre era descubrir dónde conseguía su alimento, y seguirle entonces la pista?

Frankland iba acercándose á la verdad, de una manera bastante desagradable.

—Sin duda—dije;—pero, ¿cómo sabe usted que está en alguna parte del páramo?

J und —Lo sé porque he visto con mis propios ojos al mensajero que le lleva la comida.

Se me oprimió el corazón pensando en Barrymore. Era asunto serio verse en las manos de este viejo entrometido y perverso. Pero lo que dijo en seguida me quitó un gran peso de encima.

—Le ha de causar á usted sorpresa el saber que el que le lleva la comida es un muchacho. Lo veo todos los días con el catalejo que tengo en la azotea. Pasa siempre por el mismo camino y á la misma hora; y á quién habría de ir á ver sino al prófugo?

¡Esta sí que era suerte! Pero reprimí toda demostración de interés. Un muchacho! Barrymo1 re había dicho que nuestro desconocido era servido por un muchacho. Con la pista de éste, y no con la del prófugo, era con lo que había tropezado Frankland. De modo que, si conseguía averiguar lo que el viejo sabía, me evitaría una larga y fatigosa pesquisa. Pero la incredulidad y la indiferencia eran, evidentemente, mis cartas más fuertes en el juego.

Me parece que es, tal vez, mucho más probable que se trate en este caso del hijo de alguno de los pastores del páramo, que le lleva la comida á bu padre.

El más pequeño indicio de contradicción hacía saltar chispas del viejo autócrata. Sus ojos me miraron de una manera perversa, y las patillas grises se le erizaron como á un gato irritado, —De veras, señor?—me dijo, y agrego señalando la extensión del páramo:—Ve usted allá arriba el Picacho Negro? Bueno. ¿Ve usted más allá aquella colina baja, con un matorral de espi nos en la cumbre? Pues esa es la parte más pe dregosa de todo el páramo. ¿Y cree usted que eso sea un sitio adecuado para que vaya á estacionarse en él un pastor? Su conjetura, señor, es entera mente absurda.

Pave Le dije, suavemente, que reconocía haber ha blado sin estar en posesión de todos los hechos.

Mi sumisión le agradó y lo llevó á hacerme nuevas confidencias.

Puede usted estar seguro, señor, de que tengo siempre muy buenas razones en que apoyarmecuando llego á una conclusión. He visto al muchacho, una vez y otra vez, siempre con su atado, Todos los días, y, en ocasiones, dos veces por día; ne podido... pero espere un momento. Me engañan mis ojos, ó se está moviendo algo en este instante en la falda de aquella colina?

La colina indicada estaba á algunas millas de distancia, pero pude ver distintamente un pequeño punto negro sobre el fondo verde obscuro.

—Venga, señor, venga!—me gritó Frankland, lanzándose escalera arriba.—Verá usted las cosas por sus propios ojos y podrá juzgar por sí mismo.

El catalejo, un formidable anteojo montado sobre un trípode, estaba sobre el techo de zinc liso de la casa. Frankland aplicó el ojo á él, y dió un grito de alegría.

— Pronto, doctor Watson, pronto, antes de que pase al otro lado!

Efectivamente, se veía un chicuelo con un atado al hombro, que subía lenta y trabajosamente la colina. Cuando llegó á la cima vi destacarse por un momento su figura andrajosa y extraña contra el cielo azul frío. El muchacho echó una mirada á su alrededor, con expresión furtiva y disimulada, como quien teme ser seguido, y desapareció del otro lado..

Y...? Tenía razón yo?

—Seguramente; este muchacho parece estar desempeñando una comisión secreta.

Y qué clase de misión es la que desempeña, esto lo podría adivinar hasta un comisario de policía de los que tenemos por acá. Pero por mí no han de saber ellos una sola palabra; y lo comprometo á que guarde el secreto usted también, doctor Watson. Ni una palabra. Entiende?

—Haré como usted quiera.

—Se han portado conmigo de una manera vergonzosa... vergonzosa. Cuando salgan á luz los hechos en el juicio «Frankland contra Regina», me atrevo á decir que el país se estremecerá indignado. Nada podría inducirme á ayudar en ninguna forma á la policía. Por ellos, bien podía haber sido mi persona y no mi efigie lo que aquellos pillos quemaron en la hoguera. ¡Usted no se marcha ya, por cierto! Tiene que acompañarme á vaciar un vaso en honor de este gran día.

Pero me resistí á todas sus solicitaciones, y logré disuadirlo también de su propósito de acompañarme á casa. Mientras él me estuvo mirando desde el portón de su jardín, me mantuve en el camino; pero después salí de él, para cortar á través del páramo, hacia la colina pedregosa detrás de la cual había desaparecido la figura del muchacho.

Todo parecía obrar entonces en favor de mis propósitos, y juré que no sería por falta de energía ó de perseverancia por lo que podría desaprovechar yo la ocasión que la fortuna acababa de ponerme en el camino.

La tarde caía ya cuando llegué á la cumbre de la colina, y las dilatadas pendientes que se extendían á mis pies presentaban de un lado un tinte verde dorado, y una sombra gris del otro. Una:

niebla baja se extendía sobre el lejano horizonte, de la que surgían las fantásticas sombras de Belliver y del Picacho de la Zorra. No se notaba un solo rumor, un solo movimiento en toda la vasta extensión del páramo. Un gran pájaro gris, una gaviota ó chorlito, se cernía allá arriba, en el cielo azul. Este pájaro y yo parecíamos ser allí, bajo la inmensa bóveda, los únicos seres vivientes.

La inutilidad de mi visita, la sensación de aquella soledad, y el misterio y la urgencia de mi tarca, todo esto me hizo palpitar ansiosamente el corazón. El muchacho no aparecía por ninguna parte.

Pero & mis pies, en una garganta entre las colinas había un círculo de cabañas de piedra, y en médio de ellas surgía una con techo suficiente todavía para servir de abrigo contra el tiempo. Esta debía ser la madriguera donde se agazapaba el desconocido. Al fin tenía el pie en el umbral de su escondrijo!... ¡al fin tenía en el puño su secreto!

Al acercarme á la cabaña, andando tan cautelosamente como lo habría hecho Stapleton al llegar con su red lista junto á una mariposa parada, pude ver que, efectivamente, aquel sitio había sido aprovechado para habitación. Un sendero borroso entre los guijarrros llevaba á la arruinada abertura que servía de entrada á la cabaña. Todo estaba en silencio dentro de ella. El desconocido podía estar allí emboscado, ó podía andar vagando por el páramo. Se me excitaron los nervios con la sensación de la aventura. Tirando á un lado el cigarrillo, puse la mano en la culata de mi revolver, y, avanzando rápidamente, hasta la puerta, miré al interior. La cabaña estaba vacía.

Pero había en ella claros indicios de que no seguía yo una pista falsa. Allí era, positivamente, donde vivía el hombre. Varias frazadas envueltas en un capote impermeable yacían sobre aquellas mismas losas donde en otro tiempo había dormitado el hombre de la edad de piedra. Las cenizas de un fuego se amontonaban en un tosco brasero.

Junto á éste se veían varios utensilios de cocina y un cubo de agua casi lleno. Un montón de cajas de lata, vacías, indicaba que el sitio estaba ocupado hacía ya tiempo; y, cuando mis ojos se hubieron adaptado á la luz confusa, vi en un rincón un vasito de hojalata, y una botella de aguardiente con un resto todavía.

Una piedra lisa, en el centro de la cabaña, hacía las veces de mesa, y sobre ella había un pequeño bulto atado con un lienzo... el mismo bulto, quizá, que había visto yo, por medio del anteojo, sobre el hombro del muchacho. Contenía un pan entero, una lengua en lata y dos cajas de duraznos en conserva. Cuando volví á dejar el atado en su sitio, después de este examen, el corazón me dió un salto al ver, debajo de él, una carilla de papel escrita. La levanté, y he aquí lo que leí en ella, toscamente garabateado con lápiz:

«El doctor Watson ha ido á Coombe Tracey.» Por un momento me quedé con el papel en la mano, tratando de conjeturar la razón de aquel breve mensaje. Era yo, entonces, y no sir Enrique, el que estaba siendo objeto de la persecución de este hombre desconocido! Por lo que veía, aquel día, por lo menos, no me había seguido él mismo, sino que había puesto un agente... el muchacho, quizás... sobre mi rastro; y ahí estaba el informe de éste. Probablemente no había dado yo un paso, desde que estaba en el páramo, que no hubiera sido observado y comunicado. Siempre esta misma sensación de una fuerza invisible, de una red sutil echada sobre nosotros con infinita destreza y cuidado; tan sutil y tan tenue, que sólo en algún momento supremo era cuando uno se daba cuenta de que estaba realmente envuelto en sus mallas!

Si había un informe, éste no sería seguramente ni el primero ni el único; de modo que oché una ojeada por la cabaña, buscando otros. Pero no vi señales de nada de esto, ni pude descubrir tampooo nada que me indicara la indole ó las intenciones del hombre que vivía en tan singular paraje; salvo que debía ser de costumbres espartanas, y que se preocupaba poco de las comodidades de la vida. Al ver el techo todo agrietado, y pensando en las fuertes lluvias, comprendí cuán firme é inmutable debía ser el propósito que lo retenía en tan inhospitalario refugio. ¿Era éste nuestro perverso enemigo, ó era, por ventura, nuestro ángel guardián? Juré que no saldría de allí hasta no saber á qué atenerme.

Afuera, el sol se ocultaba ya, y el Poniente resplandecía de escarlata y oro. Su reflejo reverberaba con parches sangrientos en las lejanas charcas de la Gran Ciénaga. Allí estaban las dos torres de la mansión de los Baskerville, y un distante borrón de humo que indicaba la aldea de Grimpen. Entre estos dos puntos, y detrás de la colina, estaba la casa de los Stapleton. Todo era dulce y blando y apacible á la dorada luz de la tarde; sin embargo, al contemplar el cuadro, mi alma no compartía la paz de la Naturaleza: se estremecía ante la vaguedad y el terror de aquella entrevista, que cada instante que pasaba iba trayendo cada vez más cerca. Con los nervios excitados, pero firme en mi resolución, fuí á sentarme dentro de la cabaña, y esperé con sombría paciencia la llegada de su ocupante.

Y, entonces, al fin, lo oí. Llegó desde lejos hasta mí el débil rumor del tacón de una bota al golpear contra una piedra. Luego of otro golpe, y después otro y otro, cada vez más cerca. Retrocedí al rincón más obscuro, y amartillé el revólver dentro del bolsillo, resuelto á no descubrirme hasta que no hubiera podido ver algo del desconocido.

Se produjo una larga pausa que me demostró que el hombre se había parado. Luego, otra vez fueron aproximándose las pisadas; y en seguida, delante de mí, se dibujó en el suelo una sombra, a través de la entrada de la cabaña.

—La tarde es muy hermosa, mi querido Watson of decir á una voz bien conocida.—Creo firmemente que estará usted más cómodo aquí fuera,