El sabueso de los Baskerville (Costa Álvarez tr.)/XII

De Wikisource, la biblioteca libre.
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XII

LA MUERTE EN EL PÁRAMO

Por un momento me quedé sin respiración, no pudiendo dar crédito á mis oídos. Al fin recobré los sentidos y la voz, mientras sentía como si me hubieran quitado instantáneamente del alma el peso de una responsabilidad abrumadora. Aquella voz fría, incisiva, irónica, sólo podía ser de un hombre en el mundo.

—¡Holmes!—grité.— ¡Holmes!

—Salga—dijo éste,—y hágame el favor de tener cuidado con el revólver.

Me agaché para pasar por debajo del tosco dintel, y allí fuera estaba él, sentado en una piedra, con sus ojos grises que bailaban de contento al fijarse en mi expresión estupefacta.

Estaba flaco y desencajado, pero sereno y alerta, con su afilada cara bronceada por el sol y curtida por el viento. Parecía, con su traje de lanilla y su sombrero de paño, uno de tantos turistas del páramo; y con ese amor gatuno al aseo personal que era una de sus características, se había dado maña para que su barba estuviera tan suave y su ropa tan planchada como si se hallara en sus aposentos de la calle Baker.

—Nunca en mi vida he sentido tanta alegría al ver á alguno—dije, mientras le estrechaba la mano.

O tanto asombro... ¿eh?

—Si; fuerza es confesarlo.

—Le aseguro, sin embargo, que no ha sido usted solo el sorprendido. Yo no tenía la menor idea de que usted había dado con mi fortuito asilo, y mucho menos que se hallaba dentro de él; sólo lo supe cuando estuve á veinte pasos de aquí.

—Mis pisadas, supongo?

—No, Watson; me parece que no podría llegar á distinguir sus pisadas entre todas las pisadas del mundo. Si usted desea seriamente chasquearme alguna vez, le aconsejo que cambie de cigarrero; porque siempre que vea yo la colilla de un cigarrillo marcado Bradley, calle Oxford, sabré que mi amigo Watson anda por la vecindad. Puede verla usted, allí, junto al sendero. Usted la tiró, seguramente, en el momento supremo, cuando cargó... contra la cabaña desierta.

—Exactamente.

—Pensé todo eso... Y, como conozco su tenacidad admirable, estaba convencido de que usted estaría allí de emboscada, con alguna arma á mano, esperando que volviera el inquilino. ¿De modo que usted pensó, positivamente, que yo era el criminal?

—No. Yo no sabía quién era el que vivía aquí, pero estaba resuelto á averiguarlo.

— Magnifico, Watson! ¿Y cómo pudo localizarme? Me vió, quizás, la noche de la batida que dieron ustedes al prófugo, cuando cometí la imprudencia de dejar que la luna se levantara detrás de mí?

—Sí; lo vi entonces.

—Y seguramente ha andado registrando todas las cabañas hasta llegar á ésta...

No; habían visto á su muchacho, y esto me dió un indicio del sitio que debía registrar.

—El viejo con el anteojo, sin duda. No pude descubrir qué demonios era eso la primera vez que vi reflejarse la luz en el lente; usted, en uno de sus informes, me dió después la clave del enigma.

Holmes se levantó y echó una ojeada dentro de la cabaña.

— Ajá! Veo que Cartwright ha traído provisiones. ¿Qué papel es éste?... Ha estado usted, entonces, en Coombe Tracey, no es eso?

—Si.

—A ver á la señora Laura Lyons?

—Exactamente.

—Muy bien pensado. Veo que nuestras averiguaciones han estado desarrollándose en líneas paralelas; y, cuando unamos nuestros resultados, creo que habremos llegado á un conocimiento perfectamente completo de la cuestión.

—Ojalá!..Me alegro con toda el alma de que usted esté aquí; porque, á la verdad, la responsabilidad y el misterio estaban, haciéndose, una y otro, demasiado para mis nervios. Pero ¿cómo, en nombre del Cielo, ha venido usted aquí, y en qué ha estado ocupado? Lo hacía á usted en Londres, trabajando en aquel caso de chantage.

—Esto era lo que yo quería que usted creyese.

—De modo que usted se sirve de mí, y, sin einbargo, no confía en mí—exclamé con alguna amargura. Creo haberme hecho merecedor de mejor trato, Holmes.

—Mi querido amigo, su ayuda ha sido para mí inapreciable en éste y en muchos otros casos, y le ruego me disculpe si, al parecer, me he burlado de usted. A decir verdad, si lo hice fué, en parte, por su misma seguridad; mis cálculos sobre el pe ligro que usted corría fué lo que me obligó á venir aquí, vigilar las cosas de cerca. Si yo hubiera estado con usted y con sir Enrique, es evidente que mi punto de vista habría sido el mismo de usteres, y que mi presencia habría servido para que nuestros muy formidables enemigos se pusieran en guardia. De este modo, en cambio, he podido desenvolverme como no hubiera llegado á hacerlo, probablemente, si hubiese estado viviendo en el Hall; y sigo siendo siempre un factor desconocido en el asunto, pronto para echar sobre él todo mi peso en el momento crítico.

W —Pero, ¿por qué tenerme á obscuras?

—Porque el que usted supiese las cosas no nos habría favorecido en nada, y probablemente hubiera servido sólo para descubrirme. Usted habría querido decirme algo, ó, dada su bondad, habría querido traerme algunas comodidades, y con esto se hubiera corrido un riesgo innecesario. Traje conmigo & Cartwright se acuerda? aquel muchacho de la oficina de mensajeros... y éste ha estado encargado de satisfacer mis pocas necesidades: un pan y un cuello limpio. ¿Qué más necesita uno?

Me ha suministrado, también, un par de ojos extra sobre un par de piernas muy activas, y una y otra cosa han sido para mí inestimables.

—Entonces, mis informes se han perdido todos?—dije con voz trémula al recordar el trabajo el orgullo con que los había hechoy Holmes sacó del bolsillo un lío de papeles.

—Aquí tiene todos sus informes, mi querido amigo; y bastante ajados, por eierto, á causa de las consultas. Hice un arreglo excelente, gracias al cual sólo han perdido un día en el camino. Tengo que felicitarlo sobre manera, doctor Watson, por el celo y la inteligencia que ha demostrado usted en in caso tan extraordinariamente difícilwat Yo estaba un poco enfurruñado todavía por el engaño de que había sido víctima, pero el calor con que Holmes hizo este elogio alejó de mi espíritu el disgusto. Reconocí, también, en conciencia, que él tenía razón en lo que decía; que, efectivamente, había sido mucho mejor, para nuestro propósito, que yo no hubiera sabido que él estaba en el páramo.

—Así está bien—me dijo, al ver que se disipaban las sombras de mi rostro.—Y ahora, cuénteme el resultado de su visita á la señora Laura Lyons...

No me ha sido difícil adivinar que usted había ido allá sólo para ver á ella, porque sé que ésta es. la única persona de Coombe Tracey que podría sernos útil en el asunto. Tan es así que, si no hubiese ido usted, hoy, con toda seguridad habría ido yo mañana.

El sol se había puesto y la obscuridad se extendía sobre el páramo. El aire estaba helado, y nos metimos en la cabaña en busca de abrigo. Allí, sentados uno al lado del otro, á la luz del crepúsculo, le conté mi conversación con la dama. Tanto interés despertó en Holmes mi relato, que tuve que repetir parte de él una y dos veces para que se diera por satisfecho.

—Esto es muy importante—dijo cuando hube terminado.—Viene á llenar un boquete que yo no había podido cerrar en este asunto tan complejo.

Usted sabe, quizá, que existe una intimidad estrecha entre esta señora y el individuo Stapleton...

No sabía nada de eso.

—No cabe ninguna duda al respecto. Se ven, se escriben, hay una inteligencia completa entre ellos.

Ahora bien estas relaciones ponen en nuestras manos un arma muy poderosa. Si pudiera usarla, aunque sólo fuera para separarlo á él de su mujer....

Nam —De su mujer?

—Amigo Watson, voy á darle ahora algunas informaciones, en cambio de todas las que usted me ha suministrado. La señora que ha pasado hasta aquí por hermana, es, en realidad, la esposa de Stapleton.

Santo Dios, Holmes! ¿Está seguro de lo que dice? ¿Cómo hubiera permitido él, entonces, que sir Enrique se enamorara de ella?

—Lo de que sir Enrique se enamorara no podía hacer daño á nadie, salvo al mismo sir Enrique.

Buen cuidado tuvo el hombre, eso sí, de que sir Enrique no le hiciera el amor á su mujer, como usted mismo lo vió. Repito que esta señora es la esposa y no la hermana de Stapleton.

—Pero, ¿para qué esta superchería tan eluborada?

—Porque Stapleton previó que ella podría serle muchísimo más útil si la presentaba en el carácter de mujer libre.

Todos mis instintos disimulados, todas mis vagas sospechas, tomaron forma de repente y se concentraron sobre el naturalista. En este hombre impasible, descolorido, con su sombrero de paja y su red de cazar mariposas, me parecía ver algo terrible... un ser de infinita paciencia y astucia, de cara sonriente y corazón sanguinario.

1 Este es, entonces, nuestro enemigo?..te es el que nos perseguía en Londres?

—Así descifro yo el enigma.

—Yla prevención... debe haber salido de ella.

¿68.

—Exactamente.

Medio visible, medio conjeturable, se diseñó elfantasma de una monstruosa infamia en medio de las tinieblas que por tanto tiempo me habían rodeado.

—Pero, ¿está seguro, Holmes? ¿Cómo sabe usted que esta mujer és la esposa de Stapleton?

—Vea. La primera vez que se vió con usted, el hombre se olvidó de contarle un fragmento real de autobiografía, que, me atrevo á decirlo, ha de haber lamentado él muchas veces. Este individuo, como usted me lo hizo saber, ha sido maestro de escuela en el Norte de Inglaterra. Ahora bien: no hay rastro más fácil de seguir que el de un maestro de escuela. Existen agencias escolares por medio de las cuales se puede identificar á todo hombre que haya ejercido esta profesión. Una ligera investigación me hizo saber que una escuela se había arruinado en atroces circunstancias, y queel propietario de ella había desaparecido con su mujer.

Todas las señas concordaban, salvo el nombre, que era diferente. Y, cuando supe que el desaparecido había sido aficionado á la entomología, la identificación fué completa.

Las tinieblas se desvanecían, pero las sombras ocultaban mucho todavía.

—Entonces, si el hombre es casado, ¿qué clase de relaciones son las que tiene con él, según usted dice, la señora Laura Lyons?—pregunté.

—Este es uno de los puntos que las pesquisas de usted han puesto en claro. Su entrevista con la señora Lyons ha despejado muchísimo la situación. Yo no sabía nada de que existiera un proyecto de divorcio entre ella y su marido. Ahora bien como la señorá Lyons cree que Stapleton es un hombre libre, espera, sin duda, llegar á ser su esposa.

Y cuando se desengañe?

—Bueno; entonces puede resultar que la dama nos sea útil. Lo primero que tenemos que hacer ahora es verla, los dos juntos, mañana mismo.

Diga, Watson, no cree usted que hace ya bastante rato que está fuera de su puesto? Usted debería estar ahora en Baskerville Hall.

Las últimas bandas rojizas se habían desvanecido en Occidente, y la noche había cerrado sobre el páramo. Unas cuantas estrellas empañadas centelleaban en un cielo color violado.

—La última pregunta, Holmes—dije, levantándome. —Seguramente, no hay ya necesidad de secretos entre usted y yo. ¿Qué significa todo esto?

¿Qué se propone él?

La voz de Holmes se hizo profunda al contestarme.

—Se trata de un crimen, Watson... de un crimen refinado, alevoso, á sangre fría. No me pregunte detalles. Mis redes van estrechándose sobre él, así como las de él están sobre sir Enrique ; y, gracias a usted, ahora ya está casi en mi poder.

Sólo un peligro puede amenazarnos. El de que él dé el golpe antes de que nosotros estemos en situación de hacer lo mismo. Un día más, dos cuando mucho, y mi caso estará completo; pero, hasta entonces, cuide á su protegido tan solícitamente como una madre amorosa vela por su hijo El Sabueso.—13 194 enfermo. Su salida de hoy está justificada; y, ein embargo, casi desearía que no se hubiera usted de él... ¡Oiga!

separado Un grito terrible... un prolongado alarido de terror y angustia, surgió de repente del páramo silencioso. Fué un grito horroroso, que me heló la sangre en las venas.

¡Oh, Dios mío—exclamé con voz ahogada.

—¿Qué es eso? ¿Qué significa?

Holmes se había puesto de, pie en un salto, y vi su silueta, negra y atlética, á la entrada de la cabaña, con los hombros agachados, la cabeza estirada hacia adelante, sondeando la obscuridad.

— Silencio —murmuró.— Silencio!

FOULAR

El grito había sido estridente á causa de su vehemencia, pero parecía haber salido de algún sitio lejano en la sombría llanura. De pronto volvió á resonar en nuestros ofdos, más cerca, más fuerte, más desesperado que antes.

—¿Dónde es?—susurró Holmes, y por la vibración de su voz me di cuenta de que él también, el hombre de hierro, temblaba como una hoja.¿Dónde es, Watson?

—Allá, creo—dije, señalando un sitio en la obscuridad.

—No, allá más bien.

Otra vez, el grito de agonía cruzó los aires de la noche, mucho más fuerte y más próximo que nunca. Y un nuevo ruido se unió entonces á él: un gruñido profundo, ahogado, musical, y, sin embargo, amenazante, que crecía y decrecía como el murmullo sordo y constante del mar agitado.

—El sabueso!—gritó Holmes.— Venga, Watson, venga! ¡Gran Dios! Si será ya demasiado tarde !:

1 Holmes había echado á correr velozmente por el páramo, y yo lo seguía, pegado á sus talones.

Y entonces, de algún sitio en el terreno quebrado que teníamos delante, partió un grito desgarrador, un clamor postrero, y en seguida resonó un golpe sordo, pesado. Nos paramos y escuchamos.

Ningún otro ruido rompió el silencio opresivo de aquella noche sin viento.

Vi que Holmes se llevaba la mano á la frente, como si se sintiera trastornado. Luego dió con el pie un golpe en el suelo.

Nos ha vencido, Watson! ¡ Llegamos demasiado tarde!

— No, no! Seguramente no!

Qué loco he sido al no haber obrado! Y usted, Watson, ¡ vea 1 lo que sucede por estar su puesto abandonado! Pero por Dios! que si ha sucedido lo peor, nosotros hemos de vengarlo.

Echamos á correr ciegamente á través de la obscuridad, chocando contra las peñas, abriéndonos paso por entre las retamas espinosas, jadeando af subir las lomas, precipitándonos por las pendientes, siempre en dirección al sitio de donde habían salido los terribles alaridos. Toda vez que liegábamos á una altura, Holmes miraba ansiosamente á su alrededor: pero las sombras eran densas, y nada se agitaba sobre la tétrica superficie del páramo.

Ve usted algo?

—Nada.

—Pero, oiga... ¿qué es eso?

Un quejido ahogado acababa de herir nuestros oídos. De pronto lo sentimos otra vez... á nuestra izquierda. En esta parte, una loma peñascosa venía á terminar bruscamente en una escarpa, rasa y alta, que dominaba una meseta sembradade guijarros. Sobre el suelo escabroso de esta meseta se veía un bulto negro, irregular. Corrimos hacia él, y sus vagos contornos se delinearon en una forma precisa. Era un hombre, caído de bruces, con la cara contra el suelo, la cabeza doblada debajo del pecho formando un ángulo horrible, la espalda arqueada y el cuerpo apelotonado como si fuera á dar un salto mortal. Tan grotesca era esta actitud que por un momento no me di cuenta de que, en el quejido aquel, el infeliz había exhalado su alma. Ni un murmullo, ni un susurro salía ya del bulto sombrío sobre el cual nos inclinábamos. Holmes le puso la mano encima, y la retiró en seguida con una exclamación de horror. La trémula luz del fósforo que encendió entonces iluminó sus dedos llenos de coágulos y el horrible charco que iba ensanchándose poco á poco debajo del cráneo aplastado de la víctima. E iluminó también algo más que nos paralizó el corazón é hizo bambolear nuestras cabezas... ¡el cuerpo de sir Enrique Baskerville!

Era imposible que Holmes y yo no reconociéramos aquel traje de lanilla particularmente rojiza... el mismo que vestía el baronet el día que vino á vernos en nuestro departamento de la calle Baker. No hicimos más que vislumbrarlo apenas, y, en seguida, el fósforo formó pábilo y se apagó, tal como se había apagado la esperanza de nuestros corazones. Holmes soltó un gruñido, y su cara se destacó blanca entre las sombras.

—¡Ah, bestia, bestia!—grité con los puños apretados. ¡Oh, Holmes! ¡Nunca me perdonaré el haber abandonado á nuestro amigo á su suerte!

—Yo soy más culpable que usted, Watson. Para tener la acusación bien completa y redondeada he comprometido la vida de mi cliente. Este es el golpe más rudo que haya sufrido en mi carrera. Pero ¿cómo podía creer?... ¿cómo podía creer que arriesgaría su vida saliendo solo al páramo, pesar de todas mis prevenciones?

Que hayamos oído sus gritos!... ¡Dios mío, qué gritos!... ¡y que no nos haya sido posible salvarlo! ¿Dónde está el sabueso, esa bestia infernal que le ha causado la muerte? Quién sabe si 1 no se ha puesto á acecharnos emboscado entre estas rocas Y Stapleton, dónde está? ¡Ha de pagar esta infamia I —Sí, la pagará. Yo me cuidaré de eso. Tío y sobrino han sido asesinados... uno, mortalmente horrorizado al ver á una bestia que creyó sobrenatural, el otro, estrellado aquí, en su desesperada carrera para huir también de ella. Pero ¿cómo probar ahora la complicidad del hombre y de la bestia? Salvo por el gruñido que hemos oído, no podríamos jurar la existencia de esta última, puesto que sir Enrique ha muerto, evidentemente, á consecuencia de la caída. Pero juro á Dios que, por astuto que sea, el individuo ha de estar en mis manos dentro de veinticuatro horas.

Estábamos de pie, uno á cada lado del cadáver destrozado, con el corazón lleno de amargura, agobiados por aquel desastre repentino é irreparable que había llevado á un fin tan lamentable todos nuestros largos y fatigosos esfuerzos. A poco salió la luna; entonces trepamos á la cresta de la escarpa de donde se había precipitado nuestro pobre amigo, y desde esta altura contemplamos el páramo lleno de sombras en parte plateado, en parte lóbrego. Allá lejos, á muchas millas de distancia, del lado de Grimpen, brillaba una luz fija y amarillenta. Sólo podía proceder de la solitaria vivienda de los Stapleton. Al verla, solté una maldición tremenda y sacudí el puño en dirección á ella.

M K—A —Por qué no nos apoderamos de él ahora mismo?

—Nuestra acusación no está completa. El individuo es precavido y astuto hasta el último extremo. No basta que sepamos, sino que podamos probar. Y si darnos un paso en falso, el canalla puede escapársenos.

¿Qué haremos entonces?

—Eso, lo veremos mañana; habrá tarea de sobra. Esta noche, lo único que tenemos que hacer es cumplir los últimos deberes con nuestro pobre amigo.

Bajamos juntos por la pendiente casi á plomo, y nos acercamos al cadáver, cuyo bulto negro se destacaba netamente sobre los plateados guijarros.

La agonía de aquellos miembros retorcidos me causó un espasmo de dolor y llenó mis ojos de lágrimas.

.* —Convendría ir á buscar gente, Holmes. Nosotros solos no podemos llevarlo todo el camino hasta la casa... Santa Dios!... ¿está usted loco?

Holmes había proferido un grito al inclinarse sobre el cadáver. Luego se había puesto á brincar y á reir de la manera más desatinada, y precipitándose hacia mí me estrechaba frenéticamente la mano. ¿Podía ser aquel Sherlock Holmes, siempre tan severo, tan dueño de sí mismo? ¿Quién hubiera creído posible llegar á verlo en semejante estado?

La barba !... ¡La barba !... El hombre tiene barba !...

1 —¿Barba?

Cam —¡No es el baronet!... Es... mi vecino el presidiario !...

Con precipitación febril dimos vuelta al cadáver, y la barba pringosa apuntó hacia arriba, á la luz clara y fría de la luna. No podía haber error posible en la identificación de aquella frente combada, de aquellos ojos de animal, hundidos. Era, positivamente, la misma cara que yo había visJumbrado á la luz de la vela entre las rocas... la cara de Selden, el criminal.

Entonces, instantáneamente, todo se hizo claro para mí. Recordé que el Baronet había regalado á Barrymore sus ropas viejas. Y Barrymore había dispuesto de ellas, evidentemente, para ayudar á Selden en su fuga. Botines, camisa, gorra... todo era de sir Enrique. La causa que había determinado esta tragedia estaba bastante obscura todavía; pero, al fin al cabo, el hombre se había hecho acreedor á la pena de muerte, según las leyes de su país. Con el corazón rebosando de gratitud y júbilo recordé á Holmes el regalo del baronet & Barrymore.

—Entonces, las ropas han sido la causa de la muerte de este infeliz—dijo Holmes.—Se ve bastante claro que el sabueso ha sido puesto sobre la pista por medio de algún objeto de sir Enrique..así se explica quizá que el animal haya perseguido á este hombre. Pero la cosa es muy extraña, á pesar de todo; ¿cómo pudo saber Selden, en la obscuridad, que el sabueso estaba sobre su rastro?

—Lo habrá oído.

El simple hecho de oir el ladrido de un perro de prea en el páramo no puede haber llevado á un hombre endurecido como éste á un paroxismo tal de terror que lo hiciera pedir socorro á gritos!

desesperados, corriendo el riesgo de ser capturado.

A juzgar por sus gritos, ha debido correr largo trecho desde el momento que supo que el animal lo olfateaba. ¿Cómo pudo saber esto?

—Mayor misterio me parece á mí el de que el sabueso, suponiendo que todas nuestras conjeturas sean correctas...

—Yo no supongo nada.

—Bueno, entonces... que el sabueso estuviera suelto esta noche. Creo que no andará siempre vagando por el páramo. Stapleton no lo habría soltado, me parece, á menos que tuviera razones para pensar que sir Enrique había salido de la casa.

—La dificultad que yo veo es más importante la que suya; porque creo que muy pronto hemos de tener la explicación de ésta, mientras que la mía puede permanecer eternamente en el misterio. La cuestión, ahora, es resolver qué hay que hacer con el cadáver de este pobre desgraciado.

No podemos abandonarlo aquí á los zorros y á los cuervos.

—Opino que lo depositemos en alguna de las cabañas hasta que podamos dar aviso á la policía.

—Muy bien pensado. Creo que los dos solos podremos llevarlo hasta allá... ¡Hola, Watson!

¿qué es esto?... ¡Pues no es el individuo en cuerpo y alma! Por vida de lo más audaz y portentoso que hay en el mundo!... ¡No diga, Watson; una palabra que revele nuestras sospechas!... ¡ni una palabra, o todos mis planes se irán al suelo!

Un bulto iba aproximándose hacia nosotros á

201 través del páramo, y vi el fulgor rojizo de un cigarro. La luz de la luna dió sobre él, y entonces reconocí la figura animada y el paso airoso del naturalista. Al vernos se detuvo, pero en seguida continuó andando.

— Cómo, doctor Watson! ¿es usted, no? | La última persona que hubiera esperado ver yo en el páramo á estas horas de la noche! Pero, amigo, ¿qué es esto? ¿Algún herido? No... no me digan que es nuestro amigo sir Enrique !...

Pasó precipitadamente por delante de mí, y se agachó sobre el cadáver. Sentí que hacía una fuerte aspiración, y el cigarro se desprendió de sus dedos.

Quién... quién es éste?—tartamudeó.

—Es Selden, el presidiario que se escapó de Princetown.

Stapleton volvió hacia nosotros su cara, la cara de un espectro; pero, haciendo un esfuerzo sobrehumano, dominó en un instante su sorpresa y su decepción. Sus miradas penetrantes se clavaban en Holmes y en mi.

Santo Dios! ¡Qué espectáculo tan horrible!

¿Cómo ha muerto?

—Parece que se quebró la nuca al caer de estas rocas. Mi amigo y yo nos paseábamos por el páramo cuando oímos un grito.

—Yo también oí un grito. Eso fué lo que me hizo salir de casa. Estaba intranquilo por sir Enrique.

—¿Por qué precisamente por sir Enrique ?—no pude dejar de preguntarle.

—Porque yo lo había invitado á venir á casa.

Estaba extrañando su tardanza, y, naturalmente, me alarmé al pensar en él cuando oí gritos en el páramo. A propósito—agregó,—clavando otra vez los ojos en mí y en Holmes, sucesivamente ;oyeron ustedes alguna otra cosa además del grito?

43 —No—dijo Holmes ;—; y usted?

—Tampoco.

¿A qué se refiere, entonces?

—Oh! Ustedes conocen las fábulas que cuentan los campesinos respecto á un sabueso fantasma y todo lo demás. Dicen que se le che en el páramo. Y yo me preguntaba si habría oye de nohabido señales de una cosa así esta noche.

—No hemos oído nada de eso—dije.

—Y cuál es su teoría sobre la muerte de este pobre hombre?—me preguntó Stapleton.

—No tengo la menor duda de que su ansiedad y el peligro que corría le han hecho perder la cabeza. Se ha puesto á correr por el páramo en un estado de locura, y por accidente se ha precipitado aquí, quebrándose la nuca.

—Esta parece ser la teoría más razonable—dijo Stapleton, y dió un suspiro que tomé por señal * de alivio. Y usted, qué piensa al respecto, sefor Sherlock Holmes?

Mi amigo se inclinó haciendo un saludo.

—Es usted rápido para reconocer á las personas —le dijo.

—Naturalmente, puesto que estamos esperando á usted por aquí desde que llegó el doctor Watson. Ha llegado usted á tiempo de ver una tragedia.

—Así es... Pues yo no tengo la menor duda de que la teoría de mi amigo explica perfectamente lo sucedido. Tendré que llevarme mañana este recuerdo desagradable al volver á Londres.

Ah! Se marcha usted mañana?

¿ —Esa es mi intención.

Pata ALAT

Espero, sin embargo, que su visita habrá hecho alguna luz sobre estos sucesos que nos tienen intrigados.

Holmes se encogió de hombros.

—Uno no puede tener siempre el buen éxito que espera. Un investigador necesita hechos, no leyendas ni rumores. Este no ha sido para mí un ca satisfactorio.

Mi amigo hablaba en el tono más franco y despreocupado. Stapleton seguía mirándolo fijamente. Después se volvió á mí.

—Yo estaría porque llevásemos este pobre hombre á mi casa, pero el verlo le causaría seguramente tal susto á mi hermana, que no me animo á proponer este recurso. Creo que, si le cubriésemos la cara con algo, podrá estar seguro aquí hasta el día.

Y así se hizo. Resistiéndose luego al ofrecimiento de hospitalidad que le hizo Stapleton, Holmes se dirigió conmigo á Baskerville Hall, dejando al naturalista que regresara solo. Mirando hacia atrás, vimos la figura de éste que se alejaba leu#mente por el vasto páramo; y detrás de ella, aquel borrón negro sobre la plateada meseta, que revelaba el sitio donde yacía el hombre que tan horrible fin había tenido.

Ya estamos, al fin, cuerpo á cuerpo !—dijo Holmes, mientras cruzábamos el páramo.— Qué nervios los del individuo! ¡Cómo pudo conservar su entereza ante lo que debe haber sido para él un golpe fulminante: el ver que la víctima de sus maquinaciones era otro hombre! Se lo dije á usted en Londres, Watson, y se lo repito ahora: nunca hemos tenido un adversario más digno de nuestro acero.

—Siento que él lo haya visto á usted.

—Yo también lo sentí al principio. Pero no había medio de evitarlo.

M w wwall — Qué efecto cree usted que puede tener en los planes del individuo el hecho de que él sepa que usted está aquí?

—Esto puede obligarlo á ser más precavido, como también puede llevarlo á tomar en seguida medidas desesperadas. Como la mayor parte de los criminales inteligentes, éste ha de confiar demasiado en su propia habilidad y ha de imaginarse que nos ha engañado por completo.

—Por qué no lo hacemos arrestar ahora mismo?

—Mi querido Watson, usted ha nacido para ser hombre de acción. Su instinto es siempre hacer algo enérgico. Pero, suponiendo por un momento que lo hiciéramos arrestar esta noche, ¿qué demonios adelantaríamos con ello? No podemos probar nada contra él. En esto estriba toda su diabólica astucia! Si el hombre estuviera sirviéndose de un instrumento humano, podríamos conseguir alguna prueba contra él; pero si tenemos que sacar al perro á la luz del día, éste no nos ayudará á poner á su amo la soga al cuello.

Pero hay lugar á la acusación, positivamente.

—No tenemos ni la sombra de un fundamento...

No hay más que sospechas y conjeturas. Nos echarían del tribunal á carcajadas si nos presentásemos con semejante historia y con semejantes pruebas.

Tenemos la muerte de sir Carlos.

Que apareció muerto, sin una señal en el cuerpo. Usted y yo sabemos que murió de terror simplemente, y sabemos también qué fué lo que le aterrorizó; pero, ¿cómo podríamos conseguir que doce estólidos jurados lo supieran? ¿Qué rastros hay de tal sabueso? ¿Dónde están las señales de sus colmillos? Todo el mundo sabe, por supuesto, que un perro de presa no muerde á un cadáver; y á nosotros nos consta que sir Carlos había muerto antes de que el animal lo alcanzara. Pero tenemos que probar todo esto, y no estamos todavía en condiciones de poder hacerlo.

—Perfectamente. ¿Y lo de esta noche?

—No estamos mejor, tampoco, con lo de esta noche. Una vez más, no hay relación directa entre el sabueso y la muerte del hombre. No llegamos siquiera á ver al sabueso. Lo oímos, pero no podríamos probar que corría sobre el rastro del infeliz. Habría una falta absoluta de motivo para esto. No, mi querido amigo; hay que resignarse con el hecho de que no tenemos hasta ahora en qué fundar la acusación, y pensar que este caso vale bien la pena de que corramos cualquier riesgo para poder establecerla.

Y qué se propone usted hacer para esto?

—Tengo muchas esperanzas en lo que la señora Laura Lyons puede hacer por nosotros cuando se le explique el verdadero estado de cosas. Y aparte de esto, tengo mi propio plan. Bastante trabajo dará mañana toda esta infamia; pero espero que, antes de que termine el día, habré conseguido, al fin, ponerle el pie sobre el cuello al muy canalla.

No pude sacarle nada más á Holmes, que, desde aquel instante, se absorbió en sus pensamientos, hasta las mismas puertas de Baskerville Hall.

—¿Va á subir?

—Sí; ya no hay razón alguna para que me oculte. Pero... oiga mi última palabra, Watson. No diga nada á sir Enrique respecto al sabueso. Déjelo que piense que la muerte de Selden ha ocurrido tal como Stapleton ha querido hacernos creer. El hombre tendrá así mejores nervios para las ordalías por que tendrá que pasar mañana, día en que, si recuerdo bien el informe de usted, se ha comprometido á comer con aquella gente.

—Y yo también.

—Entonces, usted debe excusarse y dejar que él vaya solo. Esto se arreglará fácilmente. Y ahora, aunque hayamos llegado demasiado tarde para comer, me parece que ésta no es una razón para que no tengamos ganas de cenar.