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El saludo de las brujas/Primera parte/III

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Gregorio Yalomitsa

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Felipe María, al verse solo, rompió a pasear agitadamente por el estrecho ámbito de la sala, fijando de tiempo en tiempo los ojos en el retrato de su madre. Después se detuvo ante la chimenea, y tendió las manos a la llama que moría en los troncos desmoronados. Una voz mesurada anunció que estaba servido el almuerzo. Recordó: no tenía apetito, aunque debía de pasar bastante de la hora acostumbrada. Al punto en que se sentaba a la mesa y destapaba el bol de plata que contenía el consumado, inclinose hacia su amo el servidor, y dijo, en ese acento que lleva sordina, el tono del respeto exagerado de la domesticidad contemporánea.

-¿Deberé dar al señor en lo sucesivo su tratamiento de Alteza?...

Felipe se turbó. Parecía que el ayuda de cámara había leído en su pensamiento. Precisamente estaba rumiando el efecto singular que produce oírse llamar Alteza por más de una hora... «El periodista me trató de Majestad...». Y era involuntario: el eco de aquellas dos palabras «Vuestra Majestad...» resonaba siempre en su oído, como vuelve porfiadamente el ritornelo de una melodía de las que se pegara... Con vehemencia, cual si rechaza se una agresión, entre el vaho del consumado que le envolvía el rostro, lanzó estas palabras:

-No; ¿de dónde sacas?... ¡Guárdate de ponerme en ridículo!

Al punto mismo sonó la campanilla de la puerta a rebato, y poco después se precipitó en el comedor un hombre que gesticulaba abriendo los brazos y mostrando querer abrazar a Felipe. Tanta familiaridad, habitual sin duda, debió de molestar, en aquel momento, al que era objeto de ella; avanzó las manos como para defenderse, señaló la silla y el cubierto puesto al recién entrado, y dijo en tono agridulce:

-Vamos, Gregorio, para que llegues tú un día en tiempo oportuno de almorzar, preciso ha sido que me retrase yo... Ea, siéntate... y almuerza con sentido común, en orden, una vez siquiera en tu perra vida.

Sentose Gregorio sin más ceremonias, y mientras el criado, impasible, le presentaba otro bol, lleno de un caldo concentrado capaz de resucitar a un muerto, suplicó en voz resquebrajada y ronca:

-Adolfo, hijo, un dedito de cognac... un dedito puesto en pie... Necesito calentarme el alma... Traigo en ella el frío de la muerte... ¡Acabo de ver a las aves de mal agüero! Iban dos, acurrucadas en un coche...

Mirole sorprendido Felipe, mientras Yalomitsa, desdeñando el caldo sustancioso, contemplaba con deleite, al través de la diáfana copa, el color de venturina del rancio cognac, un cognac de naufragio, el contenido de una barrica viejísima, arrojada por el mar a las playas de Bretaña -oro y fuego líquidos-. La luz, entrando por alta vidriera, que caía a un jardín despojado por el invierno, se combinaba con los reflejos movedizos de la chimenea, y los ayudaba a hacer resaltar el tipo extraño de Gregorio Yalomitsa. Era pequeño de estatura, con enorme cabezón; enorme no tanto por las dimensiones del cráneo, como por una melena leonina, especie de zalea, que se esparcía indómita a uno y otro lado del rostro. De un negro azul, no rizada ni crespa, pero de mechones caprichosos, elásticos y enroscados como sierpes, parecía la de Yalomitsa la cabellera de Medusa. La cara, de un moreno anaranjado, que alumbraban dos grandes ojos oblicuos, de blanquísima córnea y sombría pupila, semejaba una moneda de cobre caída entre el plumaje de un cuervo. La nariz era chata, salientes los pómulos, el bigote péndulo: una fisonomía de esas que los antropólogos llaman mongoloides. El vestir de Yalomitsa no revelaba pobreza, sino extravagancia y abandono; un gabán nuevo, forrado de pieles, hecho para otro cuerpo, descubría un chaleco de terciopelo verde, roto y falto de dos botones; un pantalón azul, de rico paño inglés, se escondía en unas botas altas, arrugadas, de vaca, salpicadas de barro. La corbata era de lazo, de color rabioso, flotante; de reloj y cadena, ni señal.

-¡Maldito! -murmuró, sonriendo a pesar suyo Felipe, a quien solía divertir la peregrina facha de su amigo-. Me estás dando fin de la barrica del cognac, y es único: ninguna bodega de París se honra con otro igual.

-Tampoco nadie aprecia en París el mérito de este cognac como yo -respondió el bohemio, trasegando a su estómago otra copa-. Así que me lo echo al coleto, me nacen dentro flores... ¡Flores y estrellas del cielo! No te vuelvas avaro, Lipe... o creeré que te han pegado la lepra esos que he visto subir al coche.

Felipe frunció las cejas. Le sonaba a indiscreción tal modo de hablar. Con ojeada severa recordó a su amigo que los criados podían oír; Gregorio cambió de conversación instantáneamente.

-Ayer -dijo- pasé toda la tarde en el taller de Viodal. ¿Tampoco gusta esta tocata? -añadió, observando una contracción involuntaria en la frente de Felipe-. Antes eras del corro de admiradores del genio... ¿Cuántos días hace que no pones allí los pies?

-Iré... tal vez hoy mismo -contestó fríamente Felipe.

-¡Bravo! A ver si a Rosario se le alegran los ojos... Viodal lleva muy adelantado su cuadro para el salón... y ha emprendido otro, que aún no es más que un boceto: la Samaritana.

-Ese no le conocía -declaró con displicencia Felipe-. Veo que le da por los asuntos evangélicos... Quién le ha servido de modelo para la Samaritana?

-Rosario, naturalmente... ¡Qué postura... y qué sentimiento el de la cabeza! ¡Un poema! El otro cuadro, sin embargo, es más estudiado, más razonado, más intenso... Gana todos los días. Al pronto no entendía yo la psicología del asunto... por que la tiene... ¡y estupenda! Es el momento de clavar a Cristo en la cruz; sólo que los sayones, en vez de soldados romanos o tagarotes judíos, son gente de hoy, generales, políticos, banqueros, ¿comprendes?, de los que codeamos por ahí, en los teatros y en los salones..., y vestidos como tú..., y las caras, en vez de la expresión que tienen en sociedad, presentan la de su alma vista por dentro... Almas que nos enseñan el forro... ¡Vaya un forro más horrible! No es como el de este gabán que me ha regalado mi amigo Flaviani... ¡Oh, gran Flaviani, mi Providencia! Dame la mano... ¿Qué es eso? ¿La tiendes de mala gana? Parece que la siento tiesa, fría...

-Es que el día es de prueba -contestó impaciente Felipe- y además, tú has traído frío de la calle...

-Si vieses -continuó Yalomitsa, engullendo distraídamente huevos revueltos con trufas- ¡qué gestos, qué muecas, qué miradas! Hay un tío viejo, idéntico al barón Weider, que le tira a Cristo del brazo para que se lo puedan clavar en la cruz... ¡Qué tío! ¡Dan ganas de crucificarle a él!... ¡Más antipático!

Como empezase el bohemio a hablar de arte, no se le acababa tan pronto la cuerda. Ni sabía lo que tragaba, engolfado en su entusiasta descripción. Tomó la ampolleta comparando la factura de Viodal y la de otros pintores impresionistas, luministas, borronistas y puntillistas, a los cuales puso como hoja de perejil. Calificó a Viodal de «socialista satírico»; sus cuadros siempre exponían en la picota a las altas clases, especialmente a la plutocracia o burguesía adinerada.

-A fe que se va poniendo pesado con ese tema -observó Felipe, dejándose en el plato un jugoso rumpsteack.

El bohemio protestó:

-¡Al contrario! Viodal sube. Su nombre ya era respetado en Europa: ahora le encargan de los Estados Unidos dos grandes lienzos para el local de la Working Association. (Unión del trabajo).

-Pues yo te aseguro -afirmó secamente Felipe- que Viodal cansa; y es que pinta con el cerebro. Vengan los que pintan con la inspiración y con la maestría adquirida, como Bonnat. ¿Qué tiene ideas? ¡Sabe Dios si son suyas! El cuadro del Salón, sé dónde lo pescó Viodal... Cerca de Madrid, en El Escorial, hay un Bosco muy raro, Cristo cargado con la cruz: Cristo es el mismo pintor, y los sayones que le van empujando, sus acreedores, sus usureros, sus judíos, sus ingleses. ¡Me lo ha dicho Rosario! Cuando Viodal y ella estuvieron en España, el pintor se pasó dos horas en éxtasis ante el Bosco, y hasta se trajo una fotografía... Vosotros, los que tenéis el prurito de asombraros y de descubrir un genio cada mañana, poseéis también unas tragaderas envidiables...

Esta discusión terminó al vaciarse las tazas de té ruso. Pasaron los dos amigos al fumadero, no sin que Yalomitsa, a espaldas de Felipe, hiciese una seña a Adolfo, que la entendió y siguió al bohemio llevando una bandejita con la botella y las copas de cognac. Sobre ochavado velador morisco esperaban los papelitos españoles de Felipe y la pipa de madera de Gregorio, atestada de rubio tabaco. Mas antes de que el bohemio la acercase al mechero encendido, Felipe, ya recostado en el diván, tendió la mano imperiosamente.

-Gregorio, ¡un poco de música! Tocando no disparatas como hablando... ¡Las canciones... de tu país!... ¡Los aires lacios! Sin objeción, el bohemio obedeció a aquel capricho, que parecía mandato regio. Sobre el diván yacía el violín; apoderose de él con una especie de transporte, empuñando el arco y estrechando contra el pecho el instrumento, sobre cuyo árbol recostó amorosamente la mejilla, sacudiendo hacia atrás la melena serpentina, que radió y formó aureola. Al primer roce del arco sobre las cuerdas, cuya afinación no se tomó el trabajo de probar, el violín exhaló un quejido breve, intenso, espasmódico. Los dedos de Yalomitsa, largos y flexibles, de curvas uñas ambarinas, medio dislocados, se adherían al arco transmitiéndole una eléctrica corriente de sentimiento, y volaban las notas, llorosas, irónicas, ensoñadoras, rientes; rumores sutiles y misteriosos como el susurro del follaje, o quejas reprimidas como las que arranca un dolor oculto; violentas exclamaciones de ira, orgullosas protestas, melancólicas frases de resignación... El violín reía con risa del infierno; suspiraba con ansia infinita: y de pronto, sonoro y marcial, lanzaba un himno guerrero, que terminaban estridentes gritos de triunfo.

-¿Cómo se llama eso, Gregorio?

-El canto de Ulrico... Uno de tus abuelos, Flaviani... ¡Un tirano!

-Ulrico el flojo... Ya sé. ¡Cómo revela ese canto el desprecio de la vida!

-Ahora tocaré lo que bailan las aldeanas, y lo que las dicen sus enamorados, y las coplas del molino...

Y como si el violín se bañase en auras de primavera, brotó de él una melodía fresca, húmeda de rocío, oliente a flores campestres, entrecortada por ingenuas risas y requiebros candorosos. Una inocencia maliciosa, idílica, tierna, rebosaba de las estrofas del villancico, y el ritmo del agua al hacer girar la rueda del molino acompañaba con originalidad el amoroso diálogo... Felipe escuchaba absorto. Gregorio, fatigado, echando atrás los mechones que le comían los ojos, pidió tregua.

-Lipe, déjame fumar.

-Descansa y fuma, y bebe... aunque eso no lo pides.

Encendió la pipa, se puso cognac, paladeó un sorbo, y se recostó en el diván, sacando una bocanada de humo que lanzó al techo, cubierto de telas japonesas plegadas en figura de gigantesca sombrilla. De pronto, volviose hacia Felipe, como quien recuerda algo importante.

-Ahora que no nos oyen... ¿Qué te querían esas aves de rapiña?

-Ofrecerme el trono de Dacia -respondió al punto Felipe, cual si esperase la pregunta.

-Lo sabía -gruñó Yalomitsa, ahumando a más y mejor-. Las cosas andan revueltas por allá. Aurelio Leonato es impopular, porque ha vendido el alma a los rusos; y el intrigante de Stereadi aprovecha esa corriente para poner un rey de su mano. Necesita un maniquí para reinar en su nombre, y ha olido que Aurelio, cuando suba al trono, es muy capaz de cortarle la cabeza. ¿Te asombras de que sepa tanto Gregorio? Pues es que a Gregorio, aquí donde le ves, le han querido chapuzar en el estiércol de la política... Stereadi me ofrece el oro y el moro si te decido a hacer porquerías... ¡Oro a mí! Si al menos me hubiesen ofrecido una barrica de esta gloria celestial...

-¿Es de veras, Gregorio?

-Como lo oyes... ¡Pero les canté las verdades! El chalán -uno de los buitres, ese escribidor que se llama Miraya- se largó con las orejas mas gachas. Le solté lo que verás. «Entérate, belitre, de que si tengo hambre, no me falta un faisán en las mesas de los amigos... Entérate de que el frío me lo paso junto a las chimeneas ajenas... Entérate de que visto como un príncipe, y voy más decente que tú con las sobras del glorioso Flaviani... Entérate de que este gabán de pieles me lo ha dado él... Ya ves; yo tengo gabán de pieles y él puede regalarlos; no nos sobornas... Entérate además de que si me das dinero hoy de noche, no tengo una mota mañana por la mañana... Para lo que me había de durar, vaya enhoramala el dinero... El incorruptible has hallado; soy Catón. Llevaré una carta amorosa, pero no me hagas tercero de reinos». Me rogó que guardase reserva... Bien; soy magnánimo: lo prometí. Bastante tiene con la retahíla que le soplé... y con las calabazas que tú le regalaste.

-Te equivocas -declaró intencionadamente Felipe-. ¿Qué te creías tú? Nadie rehúsa un trono.

Yalomitsa pegó un salto brusco, dejando caer la pipa, que derramó su carga. Precipitose a recoger el fuego, y juró al sentir que le quemaba los dedos.

-¡Mala centella! Déjate de bromas. ¿Has aceptado?

-¿Qué querías que hiciese?

-¿Qué quería? Darles un puntillón... echarles por la ventana, ¡centellas y rayos! ¿Qué quería? Soltarles un perro rabioso... ¡El infierno te confunda! ¡Has aceptado! ¿Era por eso por lo que me dabas antes una mano tan rígida? ¿Era por eso, condenado, por lo que mandabas con tanto imperio que tocase en vez de fumar? Qué, ¿ya soñabas tener esclavo, bufón, enarco, mico, músico de cámara? ¡Mala uña te pele! ¿Por eso me pedías el canto de Ulrico el Rojo, de aquel facineroso, de aquel verdugo? ¡Anda y que te canten el funeral! Aunque te pusieses de rodillas, con tu corona y tu cetro en la mano, y me limpiases las botas, ¿ves como las tengo de lodo? Con tu manto de armiño, no volverás a oír otra vez, ¡antes me abrasen las pajarillas cien renegadas centellas!, una nota del violín de Gregorio Yalomitsa.

-Me pasaré sin él tan ricamente. Formaré una orquesta de los mejores profesores, para mi recreo. A los reyes nunca les falta quien les dé música, hijo.

No replicó Gregorio, pero su vívida melena ondeaba, sus ojos oblicuos giraban espantados, y sus manos descoyuntadas se crispaban de furor. Repentinamente cambió de actitud y se arrojó a los pies de Felipe, abrazando sus rodillas.

-Lipe, por Dios, por amor de todos los santos de la letanía... Lipe, vuélvete atrás, no quieras echar sobre tu alma tan gran pecado. Mira que es una locura, que vas a ser muy infeliz. ¿Sabes lo que vale la libertad? ¿Comprendes la dicha inmensa de no deberse a nada ni a nadie en el mundo? ¿De poder llevar el corazón a donde se nos antoje y el cuerpo a donde nos lo pida? ¿Sabes tú lo que es el sueño tranquilo, la vida segura, las acciones a compás del deseo, el amor a capricho, los amigos a voluntad? ¿Y el arte, Lipe? ¿Dónde me lo dejas? ¿Hay nada como vivir para agotar el goce de la belleza artística, la embriaguez de las líneas, de los sonidos, de las formas? ¿Crees que un rey puede ser artista? En arte, un rey es necesariamente un besugo.

-Calla, bobo... Me haces reír, aunque no tenía ganas -dijo Felipe agarrándose a la bravía cabellera para alzar al bohemio, que seguía arrodillado.

-No me levanto: no se me antoja... hasta que me otorgues un don... Mira que este desastrado que te implora, es el mejor amigo tuyo, el leal, el can, el que te ama por ti, por ti mismo, no porque le resuelves una combinación ambiciosa... Te devolveré el gabán de pieles, no beberé más cognac... ¡para que veas!... pero renuncia a ese trono ridículo, sin demora, irrevocablemente. Lipe, ¿qué, ya no tienes conciencia? ¿Has olvidado las injurias que te inferían cuando eras un niño y no podías vengarlas? Entonces te declararon bastardo, ¡bastardo! ¡Qué risa! ¿Por qué te legitiman hoy? También Yalomitsa sabe lo que es honor, lo que es dignidad. Nada me importa que me harten de puntapiés, si respetan a mi madre. ¡A mi madre, que no la toquen ni con un ramo de flores! ¡Centella y recentelleo! ¡A mi madre!

Mientras el bohemio desbarraba, el rostro de Felipe se entenebrecía, al modo del cielo cuando va a llover. Sus pupilas azuladas parecían oscurecerse, como si se les hubiese metido dentro toda la humareda de la pipa de Yalomitsa. Sus cejas se reunieron, señalando en la frente blanca un pliegue profundo.

-Así me gusta ver tu hocico -exclamó Gregorio, levantándose y echándole un brazo al cuello-: Ahora sí que me pareces un rey... ¡Viva Su Majestad el rey de sí mismo! Ahora eres un rey hombre, rey en tu interior, por la nobleza y la independencia de tus resoluciones. ¡Rompe la cadena! ¡Sacude el yugo! Sé rey, Lipe, de tu alma, de tu destino, de tu felicidad...

El bohemio, con la cabellera agitada, la cobriza faz arrebatada de alegría, acariciando a su amigo, estaba hermoso a su manera. Felipe murmuró:

-La suerte está echada... Tengo que ser por fuerza rey de los dacios, pero no temas: serás mi primer ministro.

-¡Era broma! -chilló Yalomitsa, saltando loco de júbilo-. ¡Ya me parecía a mí! ¡No podías jugar tan infame partida, ni a Rosario, ni a Gregorio!

-Pues ya se ve, borrego -respondió Felipe, atusando los viperinos mechones del bohemio, como si fuesen las lanas de un perro favorito.

-¡Qué peso me has quitado de encima! -exclamó él, buscando en los trofeos de la pared otra pipa, y cargándola atropelladamente-. ¡Por la santa Virgen! A ver, cuenta eso, cuenta... ¡Voy a gozar más! Cuenta cómo le soltaste el puntapié a su trono desvencijado, comido de polilla, relleno de nidos de ratones... ¡Con qué estrépito rodaría el armatoste maldito! ¡Por eso iban tan rostrituertos! ¡El viejo sobre todo! ¡Rabia, viejo chiflado! ¿Creías que no había más que llegar y quitarme a Felipe? ¡Menudas despachaderas te han dado, a ti y a tu frac forrado de murciélago! ¿No sabías eso, Lipe? ¡El Duque, que es muy friolero, y al mismo tiempo presume de joven y de talle fino, se ha mandado hacer un frac entretelado de pieles de murciélago, y así va abrigado y no pierde la esbeltez! ¡El murciélago! ¡Simbolismo puro!