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El saludo de las brujas/Primera parte/IV

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Los cuatro elementos

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Nada se parece a un estudio de pintor como otro estudio de pintor. Son siempre los mismos trapos vetustos, los mismos vargueños, los mismos monigotes japoneses, las mismas armaduras poco auténticas, los mismos macacos bizantinos o góticos; y Jorge Viodal, cansado de esta monotonía que se disfraza de capricho, se había propuesto algo nuevo, distinto de todo lo conocido hasta entonces. No en vano pasaba por pintor cerebral, más atiborrado de ideas estéticas que rico en pinceladas magistrales.

Era en efecto Viodal un inventor, sólo a fuerza de un pensador; y soñaba con hallazgos no debidos a esa fuerza espontánea e inconsciente que se llama inspiración, sino a la labor paciente del que investiga series de combinaciones posibles hasta acertar con una original y caprichosa. Cuando empezó a tratar a Felipe Flaviani, y estrecharon una amistad enfriada después, le arregló la casa con distinción: dirigió la sala amarilla y plata, de tan suave armonía de tonos, el comedor y su decoración de loza de Palissy, con mariscos de relieve sobre un fondo verde mar, obtenido por medio de gruesos vidrios que recordaban el matiz de las olas. En su taller o estudio fue donde echó el resto Viodal. Se hablaba mucho en París del tal estudio, y los extranjeros lo visitaban a título de curiosidad o rareza artística.

Empezó Viodal por alquilar el local más grande que encontró, algo lejos del centro de París, a fin de que costase barato el alquiler. Era un salón inmenso que cogía la altura de los pisos tercero y cuarto; debajo, en el segundo, instaló el pintor su vivienda. Recibía el hall luz vivísima de un frente casi todo de cristales; cortinas hábilmente arregladas permitían graduar la claridad según conviniese.

Llenaba este frente de cristales las dos terceras partes de la altura total de la pared; y la restante la cubría una intrincada espesura de arbustos, plantas raras y flores de invernáculo, agrupadas con tal arte y tan bien cuidadas en verano y en invierno, que remedaban, en su gracioso y estudiado desorden, un rincón de comarca paradisiaca. Las geométricas araucarias descollaban entre las libres enredaderas; las gloxinias florecían bajo las palmeras lustrosas; los helechos flotaban a guisa de verdes plumajes, flexibles y recortados por una tijera fina; los hibiscos de la China abrían sus cálices rojos como heridas enormes; los heliotropos embalsamaban el aire; y los tulipanes holandeses erguían su copa esmaltada de colores duros. Del centro del macizo surgía un obelisco de bronce y lapislázuli, rematando en un globo de porcelana que representaba el mundo, con las montañas en relieve. Ese costado del taller se llamaba la tierra.

A la derecha aparecía el agua. Adelantando el tabique todo lo necesario, se había formado una especie de gruta, cerrada por vidrio enorme, y alumbrada por poderoso foco eléctrico. Arenas y rocas daban fondo natural al acuario, y se distribuían a sus dos lados lindos arrecifes de madrépora y coral, graderías de algas y focos. Nacaradas conchas se entreabrían sobre la arena blanca; peces brillantes cruzaban rápidos como saetas, para volver a repetir sin cesar la misma maniobra y el deslumbramiento de su paso, que era un relámpago de plata; las estrellas de mar y las anémonas se plegaban suavemente o se desplegaban con la magnificencia de una flor extraña y radiante, sin tallo ni hojas; y dos o tres crustáceos, de monstruosa figura, adelantaban dando paladas con sus tenazas enormes, enfermos de vivir a tan poca profundidad, y ansiosos de devorar a las ágiles doradas y a las ondulosas anguilas. La gruta concluía en bóveda, y bajo esta bóveda se cobijaba, recostada en las rocas, dominando y señoreando el acuario, una cuello de mármol, de tamaño natural.

Frente al agua, a la izquierda del espectador, se veía la dorada reja de una pajarera, donde no faltaba ni su tazón de alabastro para que bebiesen las aves, ni sus arbolillos para que se posasen y colgasen el nido si querían. Sólo la gran extensión y altura del hall podían hacer que la algazara de los pájaros no fue se molesta; pero el pintor había cuidado de proscribir las especies parleras y cantoras, los insoportables jilgueros y canarios, prefiriendo las de pluma multicolor, los pájaros moscas, las golondrinas javanesas, los periquitos y las palomas y tórtolas. La maravilla del jaulón era un menurio o pájaro lira, ave rarísima de Oceanía, semifabulosa, traída por un marino y conservada a fuerza de cuidados. Para tener aseada y limpia la región del aire, venía todas las mañanas un empleado del próximo Jardín de Plantas, lo cual le costaba a Viodal un ojo de la cara al cabo del año. Todo lo valía la pajarera, su incesante movimiento, el encanto poético de sus palomas de tornasolado cuello bebiendo en el alabastrino pilón, procedente de Pompeya.

El fuego, cuarto elemento, desempeñaba en el estudio del pintor un papel de notoria utilidad. Representábalo, en la pared que hacía frente a la vidriera, gigantesca chimenea gótica, que el artista, durante su viaje por España, había descubierto en un arruinado castillo en las montañas de Jaca, y adquirido mediante algunos duros: hoy, se la envidiaban todos sus colegas, porque la chimenea era una joya única.

La fértil fantasía de algún imaginero del siglo XV había mezclado con los arrogantes blasones y las jactanciosas divisas nobiliarias inscritas en caracteres de exquisita elegancia sobre complicadas y sinuosas banderolas, los mil caprichos de la fauna y la flora del gótico flamígero; monstruos y quimeras, grifos y endriagos, demonios muequeros, que parecían geniecillos de la llama; pelícanos asomando entre airosa hojarasca, ricas cenefas caladas y treboladas, y, por último, en el ancho dosel que coronaba la chimenea, una cacería, gentes de sayo, venablo y ballesta, persiguiendo a cerdosos jabalíes y a ligeros gamos: un episodio de la vida real en aquellas ásperas sierras, donde en tan espléndida chimenea ardió leña por primera vez. El lienzo de pared en que campeaba la chimenea, lo cubrían tapices góticos también, soberbios: otro hallazgo de Viodal en casa de un anticuario de Madrid. Su asunto, la creación del mundo; sus tonos amortiguados, calientes aún, parecían láminas miniadas de códices viejos, vistas por gruesa lente. El mismo hormiguero de cabezas menudas, las mismas alimañas de ingenuo dibujo, iguales teorías de ángeles de alas simétricamente alineadas -el sueño de un prerrafaelista.

Otra singularidad del taller de Viodal, era carecer de escalera, haberla condenado enteramente. Desde la antesala del piso inferior se subía por un ascensor hidráulico, de caja acolchada de raso, que depositaba su carga en el mismo centro del hall. Sostenía el pintor que así ganaba el efecto del taller, y era mayor la sorpresa de los que por primera vez se hallaban entre los «cuatro elementos». La verdadera razón era que con el ascensor se evitaba la familiaridad de los importunos. Un criado ducho y antiguo sabía perfectamente a quién debía dar subida y a quién convenía despedir bajo pretexto de que el mecanismo no funcionaba, o de que Viodal, al salir a la calle, se había llevado la llave consigo. En el estudio de Viodal no encontraríais jamás a esa gente equívoca y ociosa, a esos vagos que, a pretexto de admiración, infestan los talleres, buscando pasar la tarde a gusto, abrigados en invierno, frescos en verano, Y en todo tiempo de palique. Si algún bohemio conseguía el sésamo, era que, como Yalomitsa, disfrutaba los privilegios de la amistad y la fama de tener olfato artístico.

Viodal, que instintivamente detestaba a los intrusos y a los matadores de tiempo, aún tenía otro motivo para dificultar la entrada. Proponíase evitar a su sobrina Rosario, que vivía a su lado desde la niñez, el roce con la heterogénea sociedad que en los talleres se reúne.

La tarde del día siguiente a aquel en que Felipe recibió a los enviados de Dacia, a eso de las cinco, no estaba muy concurrido el fantástico hall. Tres hombres se agrupaban delante de la famosa Crucifixión socialista; y otro, sentado en el gran sitial hecho de una silla de coro, daba conversación a una mujer recostada en flexible hamaca, muy cerca de la tierra. Próximo al fuego, un melenudo, que no era sino Yalomitsa, arrancaba al armonio los acordes de una sonata de Mozart. En la chimenea, la rota llama de los troncos, al iluminar caprichosamente las figuras de piedra y los simbólicos tapices, dejaba casi en sombra el resto de la habitación; en la enorme vidriera, la luz de una tarde de enero que empezaba a morir tendía ya el velo de tul ceniza del crepúsculo.

Cuando el ascensor subió en silencio y depositó en mitad del hall a Felipe María, sólo se veía del famoso cuadro la mancha blanca del desnudo cuerpo del Salvador. La mirada de Felipe se fijó, no en el grupo de inteligentes que discutía la obra de Viodal, sino en el hombre del sitial y la mujer de la hamaca. De la mujer adivinábase, por la postura, la bonita línea del cuerpo reclinado, la masa sombría del pelo, los dos tenebrosos toques de los ojos en el óvalo claro de la faz. Las conversaciones apenas eran apagado cuchicheo; los pájaros, en la obscuridad creciente, callaban, y la queja del armonio era más religiosa, más melancólica, llenando de solemnidad el recinto. Volviéndose de pronto Viodal, hizo girar una llave oculta por el follaje de la tierra, y el hall se iluminó, surgiendo aquí y allí, en el techo, entre las plantas, sobre la pajarera, intensos focos eléctricos.

La mujer de la hamaca saltó al suelo gentilmente, y dirigiéndose a Felipe, exclamó con acento meloso:

-Buenas noches, señor Flaviani... Creíamos que nos abandonaba ya. ¡Cuántos días! Venga usted, está adelantadísimo el cuadro... y deseamos saber su opinión.

-¿Habla usted del de la Samaritana? -preguntó Felipe, fi jando a la mujer con insistencia.

-¡Ese no es más que un boceto! El tío Jorge lo ha tapado, porque no le gusta que lo vean hasta que esté en planta... No, se trata del cuadro del Salón, ¡del grande!

Viodal se apartaba, con una cortesía exagerada tal vez, con precipitación nerviosa, para dejar a Felipe que contemplase el cuadro. Era este un vasto lienzo, y las figuras de tamaño natural; Felipe haciendo como que se alejaba para ver mejor, retrocedió y se situó sin afectación detrás de todos y enteramente al lado de la mujer, que no era sino Rosario, la sobrina de Viodal; y bajando el brazo paralelamente al de la joven, tocó su mano, avisó con un golpecillo, y deslizó en ella un enrollado billete. Mientras Rosario, palpitante de emoción, cerraba el puño y alzaba la diestra disimulando en el seno, por la abertura del traje, la misiva, Felipe, sosegado, hacía con los dedos anteojo para aislar el cuadro, y lo encontraba aprisa: muy bien, energía rembranesca, valentía en las actitudes. ¡Con qué crueldad estira el brazo derecho de Cristo ese que tanto se parece a Abraham Weider, el banquero israelita!

Viodal callaba. No era de los que beben ávidamente el elogio: al contrario, solía sufrir mucho cuando este le parecía inexacto, aventurado, o vulgar. Sólo una alabanza justa, fundada, razonadísima y, además, vehemente, le producía halagüeño cosquilleo en el alma. Al oír a Felipe se cubrió de arrugas su frente desnuda por las sienes. La voz de Felipe, cuando ensalzaba la Crucifixión, carecía de calor simpático: delataba violencia y un apresuramiento compasivo, que hería.

Los tres aficionados que ya comentaban el cuadro al llegar Felipe, objetaron algo a lo que este decía; entablábase discusión; pero impensadamente, Viodal corrió una cortina pendiente de unas varillas de hierro, y tapó su obra.

-Cuando oigo hablar de él -dijo con voz metálica-, cuando disputan sobre lo que significa, pierdo la fe; empieza a parecerme detestable. Lo haría pedazos. ¡Qué fastidio, ser tan nervioso!

Riéronse los circunstantes. Todos ellos formaban parte de esa aristocracia intelectual de París, ni más ilustrada ni más respetable que la del resto del mundo, pero que se alza sobre mejor pedestal y, respira un ambiente más favorable que ninguna. Dauff era el cronista diario de un periódico de gran circulación y autoridad; alemán de nación, mal estilista francés por consiguiente, creíanle sin embargo depositario del ingenio chispeante y la reticencia conceptuosa que se aprecia en el bulevar. Loriesse, el crítico de arte minucioso y maniático, el censor antojadizo, solía llevar la contraria al público, y, a fuerza de tratarle de ignorante e imbécil, le extirpaba sus entusiasmos y sus convicciones, determinando esos cambios radicales del gusto, que se advierten con sorpresa cada cinco o seis años en las muchedumbres, sin que se adivine su causa -pues el crítico, al parecer, vive aislado, lejos de la turba-. Distinguíase Loriesse por su afición a descubrir planetas nuevos; gustaba de romper hoy el ídolo de ayer, y a veces divinizaba cosas tan extrañas, que no faltaba quien le acusase de burlarse del público. Era Loriesse el que había impulsado a Viodal por el camino de la pintura religiosa con simbolismo social y humanitario; y los que conocían las mañas del crítico, se apiadaban del pintor, comprendiendo que después de anunciarle al mundo a campana herida como apóstol del ideal en el arte moderno, ya estaba Loriesse preparando las perfidias y desdenes que seguían siempre a sus pasajeros arrobos: como que empezaba a delirar por un español que traía un estilo nuevo y caprichoso, una pintura decorativa y galante, alegre y sensual; una fiesta para los ojos, hastiados del colorido severo y las figuras siniestras o ascéticas del autor de la Crucifixión.

El tercero del grupo se llamaba Lapamelle; un señor de edad, con larga y grasienta cabellera gris: en el ojal del inconmensurable gabán, la eterna cintita roja; el vientre prominente; los ojos miopes bajo las gafas de oro, los guantes forrados y descosidos, y bajo el brazo una cartera que no quería soltar, porque contenía unas estampas curiosísimas, antes de la letra, a toda margen, adquiridas en no sé qué tenducho, y las guardaba como un perro guarda un hueso, pronto a morder si alguien se acerca. Alardeaba de su hallazgo, y lo ponía en las nubes, modo indirecto de desdeñar el arte moderno, del cual acostumbraba decir pestes. Lapamelle era del Instituto, y aun cuando entre sus colegas había escritores jóvenes, corifeos de las nuevas escuelas literarias, él no se creía un carácter sino viviendo en otro siglo. En arte prefería el XVIII; adoraba los pintores almizclados. Erudito y mordaz, tenía frases picantes y donosas para ridiculizar las escuelas contemporáneas, que sin duda se prestan a ello. Así y todo, frecuentaba los talleres, y se le recibía en palmas, con copas de Oporto y galletitas; era sabroso oírle desollar a los demás, y justamente por lo intransigente y descontentadizo, su presencia adornaba un estudio de pintor. Viodal era de los contados modernos a quienes Lapamelle reconocía talento, aunque afirmando que el pobre iba descarriado, ¡descarriadísimo! -Compadecer a un artista porque derrocha o malgasta sus facultades, es una especie de elogio.

La persona que dialogaba con Rosario desde el sitial había intentado escabullirse cuando entró Felipe, y no lo consiguió, por que Viodal iluminó de repente el taller. Hubo de resignarse a que Felipe le viese, le reconociese, y le dirigiese un ligero saludo, que revelaba alguna extrañeza. ¿Desde cuándo se encontraba en París; y qué hacía en el estudio aquel conde de Nordis, encargado en otro tiempo por el Gobierno de Dacia de ofrecer una pensión a la Flaviani para que renunciase voluntariamente sus derechos de esposa? Y que era él, no podía dudarlo Felipe. Aunque diez años labran huella en un rostro, no bastan a cambiarlo, sobre todo, si son la década de treinta y cinco a cuarenta y cinco. En la edad viril, declinando a la madurez, Nordis conservaba su pelo ensortijado, su bigote retorcido de finas guías, su color mate, sus facciones correctas, su tipo de tenor italiano, guapo, insinuante, y que sería atractivo sin lo receloso del mirar, que ocultaban los lentes de concha, y sin cierta dulzura pegajosa y frisa de la voz y del gesto, Ubaldo Nordis era, ¿pero qué viento le traía? Y con la ceguedad del instinto celoso, al pronto Felipe pensó en Rosario, con quien departía Nordis momentos antes...

Bien podía justificar los más exaltados celos la belleza de la sobrina de Viodal. No era, sin embargo, Rosario Quiñones una perfecta hermosura, pero bien sabéis que estas escasean. Si sois algo artistas, y sobre todo, si tentéis ocasión de estudiar y comparar beldades femeninas, os convenceréis de que siempre caben objeciones y reparos. De la misma Elena, esposa de Menelao, por quien los viejas de Troya comprendían que se perdiese la ciudad, dudo que se pudiese decir que era intachable. Si no es en el rostro será en el talle, y si no en los pies, y si no en el andar, y si no en el cabello: defecto ha de existir, cuando no existan varios.

Lo que necesita una mujer para presumir de hermosa es realizar un tipo, y Rosario lo realizaba: aunque no nacida en España, ni de españoles, la citaban en París coma cifra y compendio del hechizo especial de la raza hispana en el Mediodía. La hermana mayor de Viodal se había casado con un chileno, Ramón de Quiñones, descendiente de conquistadores, pudiente y, señalado en su tierra. Quebrantos en la hacienda causados por los disturbios de Chile y por la oposición de Quiñones al presidente Errazúriz, mermaron el caudal del padre de Rosario, que al fin fue muerto a bayonetazos en una asonada. Su mujer huyó a Europa con la niña, refugiándose al lado de su hermano, ya entonces pintor famoso: venía herida por la pena, y no tardó mucho en sucumbir, confiando a Viodal la criatura. Rosario creció en el taller, educada libre y caprichosamente, mimada, admirada como se admira un objeto de arte, una flor más preciosa y rara que las otras; y era deleitable verla desarrollarse fuerte e impetuosa, con la doble juventud de sus años y de su raza. Por que Rosario, la santiagueña, era joven de todas maneras: étnicamente también. En su tísico prevalecía, sobre el tipo de la familia Viodal, el del padre: de Viodal sólo tenía la estatura aventajada, las prolongadas piernas y el largo cuello; pero la tez mate y pálida, que descubre la frescura de la sangre; pero todo lo que traduce el alma -los ojos, la boca- eran bien hispano-americanos, llenos de fuego, de voluntad, de languidez y de pasión. Los ojos, sobre todo, habían valido a Rosario fama de hermosa. Teníalos muy grandes, y, sin embargo, expresivos, límpidos, insaciables y misteriosos como los de los niños pequeños; llenos de humedad y de calor; dos ojos que se imponían, y dejaban en segundo término a las demás facciones de la cara, reduciéndolas a acompañar y corear, por decirlo así, la magnificencia de tan claros luceros. Y sin embargo merecían fijar la atención la carnosa boca, fresca y encendida como un clavel, y el abundoso pelo negro, algo crespo, a pesar de la pureza de la raza ibérica de que partía alardear Rosario. El pie y la mano, españoles y aristocráticos, combado aquel y diminuto, esta delgada y de dedos afilados como los de las damas que retrata Moro, eran de esas detalles de belleza que si al pronto no saltan a la vista, a la larga refuerzan el atractivo físico de una mujer hasta hacerlo invencible. Para un jaez severo, podrían ser defectos de proporción anatómica lo fino del talle contrastando con lo pronunciado y redondo de las caderas y del busto; pero esta forma prestaba al andar y a los movimientos de Rosario la gracia voluptuosa y el salero perturbador de las figuras goyescas.

En los dos o tres bailes de trajes a que había asistido; en el que dio Viodal para inaugurar sus cuatro elementos, Rosario puso raya luciendo trajes españoles; ya el de Rosina en el Barbero, ya el de la que llaman duquesa de Alba en los tapices de Goya, ya el de la infanta Sánchez Coello, ya el picante calañés y la chaquetilla torera de terciopelo guinda que en sus juventudes ostentara Eugenia de Montijo... Vistiendo este último atavío la conoció Felipe el día de la inauguración del hall, a que asistió con papeleta de convite obtenida por Yalomitsa. La impresión fue profunda; quedaron subyugados los sentidos y la imaginación, puertas de oro del alma.