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El saludo de las brujas/Primera parte/IX

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Miraya se insinúa

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Felipe tomó un coche para llegar a su casa sin dilación. Encerrose en el despacho-biblioteca, y apoyando los codos en la mesa escritorio, pensó, discurrió, redactó mentalmente una carta, la trasladó después al papel, y, descontento, pareciéndole que allí no se concentraba bien la médula de su intención, desgarró dos o tres borradores. Al fin sacó uno en limpio, y, cerrado el sobre, lo selló, hincando en el blanco lacre un precioso camafeo griego, engarzado en un mango de oro. Después llenó un petit bleu. Llamó y encargó a Adolfo el pronto despacho de ambas misivas, una que debía entregarse en propia mano, otra telegráfica.

Como medio de entretener su impaciencia y rastrear algo del misterio en que se envolvían los sucesos más recientes, se le había ocurrido llamar a Sebastián Miraya. El hecho era innegable; a pesar de su repulsa, Miraya seguía considerándole candidato al trono. ¿Qué podía hacer Miraya en París sino continuar sus trabajos iniciados, llevar adelante la conspiración felipista?

-Después de todo -se decía Felipe-, en su lugar, acaso hiciese yo otro tanto. No es obstinación, es patriotismo, en ellos, el no desalentarse y, el buscar medio de comprometerme. Miraya recibe, sin duda, instrucciones y recursos de allá... Lo que me extraña es que no hayan intentado volver a verme... ¡Con qué dureza les recibí! -Y la idea de conversar con Miraya causó a Felipe una de esas impresiones de exaltación pasajera y grata que siente: la mujer cuando encuentra en alguna parte, impensadamente, al enamorado que desairó y que la quiere todavía...

A Miraya iba dirigida la esquela-telegrama. Recordaba las señas del hotel del periodista, y con reservada fórmula le señalaba hora para aquella misma noche, y si no para la mañana siguiente. Al dar este paso, Felipe creía, con cierta buena fe, que obedecía únicamente al deseo de interrogar a Miraya sobre la famosa rectificación. Capaz sería de decir que le calumniaba quien asegurase que, al intentar aproximarse a Miraya después de una despedida que parecía definitiva, le arrastraba el imán de un sueño de grandeza, el fiat apagado de la voz que se recata en lo más hondo de nuestra ciega voluntad...

No se equivocó Miraya en este punto al recibir la tarjeta. Una sonrisa de triunfo brilló en su inteligente y plebeya boca.

-Muerde el cebo... -pronunció en alto, con jubilosa entonación. Y cinco minutos antes de la hora señalada, con la puntualidad excesiva que es de rigor en las audiencias, Miraya llamaba a la puerta de Flaviani y decía desenfadadamente: «Anúncieme usted a Su Alteza». Y Adolfo, cogiendo la ocasión por los cabellos, se apresuró anunciar, sin la menor protesta por parte de su amo: «El señor Miraya desea saber si Su Alteza puede recibirle».

Introducido en el fumadero, Miraya aceptó una taza de café exquisito, una regalía y una copa del famoso cognac de naufragio. Peros momentos después de la llegada del periodista, tocó Felipe el timbre de plata y dio a Adolfo esta orden inverosímil: «Si viene por casualidad Yalomitsa... decir que he salido y no dejarle pasar de la puerta». Y Adolfo, criado modelo, no pestañeó al contestar impasible: «Bien está».

Vacías las diminutas tazas, encendidos los tabacos, en el recogimiento de aquel mismo fumadero oriental, en cuyas telas de colorines parecían jugar aún las bravías y estridentes notas arrancadas por el bohemio al violín y el cántico feroz de Ulrico el Rojo, Felipe dijo a Miraya:

-¿Adivina usted la causa de que le haya suplicado que viniese?

-Señor... -contestó Miraya, pesando sus frases-. Mis deseos pueden engañarme, y temo que Vuestra Alteza me despierte de un sueño halagador. ¡Ah! Si Vuestra Alteza me llamase para decirme que, en un momento de abnegación, nos otorga lo que le hemos suplicado, el día de hoy sería una gran efeméride en la historia de Dacia. ¿Y por qué no? Una inteligencia como la de Vuestra Alteza debe de ser el mejor consejero.

-Maldito si he pensado en política, Sebasti -respondió Felipe, sin notar que aquellas palabras evasivas dejaban abierta la puerta a todas las suposiciones que Miraya consideraba halagüeñas-. Crea usted que la política andaba por las nubes cuando se me ha ocurrido molestar a usted.

-Entonces, también adivino -respondió Miraya, apoyando como al descuido en el significativo adverbio-. Apostaría la cabeza a que se trata de cierto eco de La Actualidad. Dauff, cumpliendo un deber, habrá venido a excusarse con Vuestra Alteza...

-Me pinta usted un Dauff visto al través del entusiasmo dacio... No, Miraya... Le tropecé casualmente en el bulevar... y platicamos un poco...

-Plática desagradable -declaró Miraya sencillamente-. La noticia era una impertinencia del género nocivo. ¡Y tan nocivo! Si yo lo dudase, me bastaría la actitud de Nordis...

-Sí, Nordis parece que intervino... Por cierto que no me explico bien su papel...

Sacudiendo la ceniza, Miraya respondió, como si hablase consigo mismo:

-Bien montada tiene la policía el Gran Duque. Ocho horas después de nuestra salida, tomaba el tren para París ese conde de Nordis, que es el brazo derecho y el factotum de nuestro enemigo. La cartera de Nordis venía atestada de letras y billetes, de seguro; porque el Gran Duque sabe que hay momentos en que un franco vale un luis...

-Hágame usted el favor de aclarar todo esto -exclamó Felipe-. ¿Para qué ha traído dinero Nordis? Me parece que el combatir la candidatura de una persona que empieza por renunciar; no exige grandes dispendios...

-Señor, el hermano del Rey, no comprende que Vuestra Alteza haya podido renunciar... Le inquieta el movimiento que se ha iniciado en Dacia. Es pasmoso... digo, no, es natural; porque la idea estaba madura, y sólo faltaba la chispa que inflamase la pólvora... Un ejemplo: el Gran Duque había prohibido la entrada en Dacia de un sólo retrato de Vuestra Alteza. Pero yo revolví todos los taller es de fotografía de París, a caza de un buen cliché. En casa de Nadar descubrí uno soberbio, de busto... lo que se deseaba. Encargo copias... ¡Este París! En pocos días, centenares... Y allá van las copias, y a estas horas las damas de Dacia tendrán en su gabinete la fotografía, adornada con lacitos de los colores nacionales, rojo y blanco... Los lacitos se me ocurrió que fuesen de aquí también. Servirán de divisa a los felipistas... No estoy descontento de la idea. El sorprendente parecido de Vuestra Alteza con el Rey nos da andado la mitad del camino.

-Yo suponía -observó Felipe, dejándose llevar insensiblemente a donde quería Miraya- que en el país no conocían mi existencia...

-Mucho se ha trabajado para que así fuese, pero hemos roto la telaraña. Hoy el pueblo, la nación, la opinión verdadera, y sobre todo los que desean tener una patria independiente, cifran sus esperanzas en Felipe María. El hecho de la coalición es bien significativo. Ni el duque de Moldau puede sufrirnos, ni nosotros resistimos a ese partido fanático y de estrechísimo criterio, que desea volvernos a los tiempos de Ulrico; y, sin embargo, nos hemos aunado sinceramente. El clero católico, temeroso de que Rusia imponga a Dacia su confesión cismática, es en masa de Vuestra Alteza. Y el mismo ejército -el gran baluarte del príncipe Aurelio-, el mismo ejército... no puede adivinar que lo tenemos minado. Por hoy, los felipistas no se dan cuenta de su fuerza; temen y se recatan en la sombra; es nuestro período de las Catacumbas. Ya saldremos al sol, y bien pronto. Con la aquiescencia de Vuestra Alteza...

-No he dicho eso, Miraya -objetó Felipe.

-No hace falta decir: basta no oponerse abiertamente -se apresuró a declarar Miraya-. El no oponerse es en Vuestra Alteza un deber de conciencia... Perdón si me expreso con tanta libertad. No le pedimos que alce la bandera; ¡pero no nos la arranque de las manos! Nosotros la tremolaremos; nosotros se la entregaremos triunfante.

-Otro pero, Miraya... y no se exalte usted; ahora, a sangre fría, debe usted comprender que yo tengo razones poderosas...

-Señor, razones no... ¿Se me permite hablar atrevidamente? Pues lo que tiene Vuestra Alteza son sentimientos, son heridas del alma, son quemaduras de agravios, son tristes recuerdos de la niñez y de la primera juventud... Cosas individuales... En cambio, los intereses que representa Vuestra Alteza, son colectivos, generales: el porvenir de un pueblo noble y ansioso de progreso. ¡Ah! ¡Y Vuestra Alteza lo comprende!... ¡Si una... persona... muy desgraciada... pudiese volver a la vida... aconsejaría a Vuestra Alteza el olvido y el perdón!

-Le ruego a usted -exclamó Felipe rehuyendo por segunda vez una contestación explícita, que era cuanto anhelaba el insinuante orador-, que dejemos eso. No me siento en vena de pensar en nada colectivo... como usted dice... Tiempo hay de hablar largo y tendido de política...

-Lo habría, señor -insistió Miraya-, si Vuestra Alteza no cerrase la puerta a su más adicto partidario... Mal podemos hablar, si no me es permitido ver a Vuestra Alteza. ¡Y qué interesante va a ser ahora la política de Dacia! Aquello está en punto de caramelo fino. Permítame que venga alguna vez... o mejor dicho, que nos encontremos por ahí, lo cual sería preferible, a causa de la bien montada policía de Nordis. ¡Convendría tanto que creyese ese hombre que Vuestra Alteza ignora lo que se trabaja allá!

-Usted decía -preguntó Felipe volviendo al punto de partida de sus preocupaciones- que Nordis, en la cuestión de La Actualidad...

-El papel de Nordis en todo estor es más claro que la luz. Las circunstancias no le han permitido emplear su sistema cauteloso de otras veces. Dauff, que es un parlanchín, me ha puesto a mí sobre la pista. Parece que estaban los dos en el taller del pintor Viodal, o, como aquí dicen, en los Cuatro elementos, cuando el pintor, no se sabe por qué, anunció que su sobrina...

-Se casaba conmigo -añadió Felipe.

-Justo... ¡Figúrese Vuestra Alteza el regocijo de Nordis! Como que la noticia le hacía a él la jugada... Ya veía nuestro partido en Dacia hundido, disuelto, y la candidatura felipista desechada como tantas soluciones efímeras... Al salir de allí no tuvo Nordis más que soplar sobre la natural ligereza de ese Dauff, que es un botarate de raza sajona, un botarate pesado, es decir, botarate dos veces... ¡A trompetear la nueva, a lanzarla a los cuatro vientos! Y Nordis se retiró frotándose las manos y dando gracias a la suerte caprichosa: como que había encontrado en Vuestra Alteza el mejor auxiliar, y ya consideraba la batalla ganada definitivamente, y podía pedir la cuenta en el hotel, echar las correas a la valija y decirle al Gran Duque: «A dormir a pierna suelta, esperando que el Rey cierre el ojo».

Felipe mordió ligeramente su bigote rubio. Empezaba a trabajar en él ese sentimiento singular, pero tan humano, que nos impulsa a dirigir nuestra conducta, no por el móvil del propio gusto, sino por el del disgusto de nuestros enemigos.

-Sale la noticia y cae en Dacia como una bomba el telegrama de la Agencia... Empiezo a recibir telegramas yo también, con preguntas veladas; Stereadi me escribe, en cifra convenida, una carta que parte el corazón... Aquí la tengo; se la leeré a Vuestra Alteza después... Yo, a la verdad, no sabía qué hacer ni qué decir... A la ventura me voy a ver a Dauff, y, ¡cuál sería mi gozo al oír de sus labios que el mismo Viodal desmentía, y con obstinación y empeño, el canard... que ya le podemos llamar así! Entonces... como sobre ruedas, señor; no había más que rectificar, nos traía ventajas el mismo error, porque en Dacia lo atribuían a manejos de nuestros enemigos... Pero habíamos contado sin la huéspeda... La huéspeda es Nordis... Se ha metido en el despacho del director de La Actualidad... y al salir de allí el agente del Príncipe, el director se negaba terminantemente a la rectificación... Esto es un mal; por mucho que yo desmienta escribiendo allá, nada equivale a la palinodia del mismo periódico.

-¿Y cómo ha conseguido Nordis?...

Miraya se rio alto, de un modo bien poco cortesano y hasta poco cortés, y haciendo un ademán expresivo, frotó el índice contra el pulgar.

-Ya les he dicho a Stereadi y a los otros, a los antiguos, a la gente adinerada y sólida, que no sean tacaños... pero hasta hoy lo han sido... Y el que quiere conseguir algo, tiene que aflojar... Que reciba yo mañana el trigo que me anuncian, y verá Nordis si puede sostener el embuste. ¡Ah, señor! -continuó con efusión casi lírica y variando de tono-. ¡No temo yo a Nordis, y hasta creo que le venzo sin recursos, con tal que Vuestra Alteza no me lo impida! Fuerte contra todos, débil contra uno solo...

Felipe no respondió más que ofreciendo al periodista otra copa y un puñado de cigarros. No quería enterarle de nada que a Rosario se refiriese; no sospechaba que Miraya había seguido a la chilena el día de la entrevista en el jardín, ni menos que la hubiese escrito aquel anónimo, en el cual creía el periodista adivinar la razón secreta de que Viodal desmintiese la noticia divulgada por él mismo... Mientras Felipe, a pesar suyo, sufre la influencia de esas simpatías y de esos odios que desde un lejano país vienen a buscarle, Miraya ve en su camino un obstáculo: una mujer morena, de inmensos y ardientes ojos, de silueta airosa y perturbadora... ¡Ya lo había adivinado él! Barco que no sigue la corriente...

-No crea Vuestra Alteza -indicó, mientras echaba sueltos en el bolsillo los exquisitos cigarros-, que en Dacia se han forjado la ilusión de que sea un santo el príncipe heredero. Puede que los del partido antiguo -aunque por cuenta propia no dan el ejemplo más edificante- se asustasen de cualquier futesa... Lo que es los nuestros, casi creo que se alegrarían de saber que Vuestra Alteza... en fin... es como los demás débiles mortales... ¡No faltaría otra cosa! Las cuestiones de mujeres..., ¡pch!.... no tienen...

Detúvose Miraya, porque había visto a Felipe fruncir el ceño, y comprendió que estaba en terreno resbaladizo y peligroso.

-¡Un matrimonio, en cambio, es tan grave! -añadió suspirando, como si le apenase la severidad del deber-. ¿Y qué se le figura a Vuestra Alteza? ¿Que los dacios no habían soñado ya con algo que sería un golpe decisivo? En Vlasta se venderán pronto retratos de la princesa de Albania, al par que los de Vuestra Alteza, con sus correspondientes lacitos blancos y rojos... Albania, sostenida por Austria e Italia, desde hace años, contra Rusia, es para nosotros el símbolo de la independencia. Unir el principado de Albania a la corona de Dacia constituye parte de nuestro sueño nacional. Con el enlace albanés, ni dos meses resiste el partido de Aurelio; habríamos consolidado el triunfo... En fin, ya sé, señor, que, por desgracia, somos unos locos, unos ilusos, a quienes extravía el amor de la patria... ¿Me permitirá Vuestra Alteza el consuelo de hablarle algunas veces... o me expulsa ya para siempre?

-¿Tiene usted teléfono en el hotel, Miraya?

-Sí, señor -respondió el periodista, estremeciéndose de gozo-. Y esperaré todas las mañanas... hasta la una... las órdenes de mi Príncipe. En cuanto a la rectificación de La Actualidad... o mucho me engaño... o ya veremos si de esta vez me río de Nordis.