El saludo de las brujas/Primera parte/X
Tormenta
[editar]El criado de Felipe tenía orden de no volver de casa de Rosario sin respuesta a la carta que llevaba. A fin de evitar que le dijesen que la sobrina de Viodal había salido, escogió la hora de la mañana para entregar la misiva. Volvió poco antes de las doce y entró, asaz mohíno, en el despacho donde Felipe tenía abierto un libro, pero no leía. Y a la afanosa pregunta de su amo, respondió con visible temor de ser reprendido:
-La señorita Rosario dice... que ya contestará.
-¿No te ha dado nada? ¿Es que no has aguardado?
-He aguardado más de una hora... Y el viejo del ascensor es el que vino dos veces a decirme que era inútil esperar, que ya mandarían aquí la respuesta...
-Bien, vete...
Una exasperación violenta se apoderó de Felipe; una ola de ira le inundó el cerebro, quitándole la razón. Quedábale el discernimiento suficiente para comprender que estaba loco, pero no la fuerza de voluntad para dominar el acceso de esa locura. No podía explicarse la conducta de la chilena, y el misterio y el silencio le sacaban de quicio. En aquel momento no pensaba en Dacia, ni en los manejos de Nordis, ni en los centenares de retratos con lazo blanco y rojo, retratos suyos emparejados con los de una princesa a quien sólo había visto, Hacía dos o tres años, en un grabado de Ilustración... Borrose este espejismo, y en cambio se alzó la pasión irritada por las contrariedades y los recelos, como león a quien le falta la pitanza.
La imagen seductora de Rosario le visitó, en forma de obsesión de los sentidos y la voluntad, y por un momento, creyéndose solo, Felipe María, presa de una gran excitación nerviosa, se tiró de los cabellos y se mordió con rabia las manos. La sangre italiana, demostrativa, aparecía en aquella crisis súbita... De repente sintió que le abrazaban, que le decían palabras cariñosas, cual las que se dicen a un niño; y rehaciéndose, abochornado de haber sido visto en tal desorden, se encontró con Yalomitsa... El bohemio, a pesar de su color cobrizo, parecía pálido, y los mechones serpentinos se deshilachaban lacios y revueltos sobre sus hombros; su mirada expresaba compasión y desaliento.
-Cálmate -decía-, Lipe, querido, cálmate, ríete de las mujeres... ¡no te des al diablo por ellas! Vamos, vente conmigo, voy tocar todos los aires dacios que quieras... Puede que así llores... y te sosiegues... Ya sabes la virtud sedante de la música... y del llanto...
-Gregorio -exclamó Felipe María, serenándose de repente-, tú me traes noticias de Rosario. Habla, te lo suplico... Suéltalo todo... ¡Venga la verdad!
-¿Y me prometes... no romperte la cabeza...?
-¿No ves que lo que necesito es la verdad, la realidad, los hechos? Hace días que me encuentro delante una pared, dura, ciega y sorda. ¡La verdad! Sólo la verdad puede apaciguarme... Habla -añadió mientras una ligera espuma asomaba al canto de su boca-. ¿Vienes del estudio?
Yalomitsa dijo que sí, con la melenuda cabeza.
-¿Has hablado con Rosario?
-Y con Viodal.
-¿De mí?
-Y de ellos.
-¿Qué sucede...? ¡Ea, que aguardo!
-Sucede... ¡vamos, parece una pesadilla!, ¡que Viodal y Rosario están preparándolo todo para casarse!
Felipe guardó silencio. No pestañeó. Sus azules pupilas se dilataron y las alas de su nariz palpitaron un instante, como las del tigre que olfatea la presa. Abrió y volvió a cerrar maquinalmente el puño de la mano izquierda. Fue un segundo nada más; al punto se aplomó y consiguió sonreír, con unos labios blancos, espumantes aún, pero ya sujetos a la voluntad.
-Gracias, Gregorio, ahora me siento tranquilo. Cuéntame eso; siéntate; has de almorzar aquí, de modo que no tienes prisa. ¿Se casan, dices? No extrañes si me asombro algo, porque...
-Porque es una indignidad, una traición de judas -interrumpió Yalomitsa desatándose, como el agua cuando se abre la esclusa-. Yo creí a Viodal un hombre honrado, y ahora le tengo por un redomado pillo. Y Rosario, que me parecía una criatura celestial... es ni más ni menos que una mujer luciferina... ¡Si supieses, Lipe, si supieses que hace pocos días, casi puedo decir pocas horas, me prometió a mí, a mí mismo, Gregorio Yalomitsa en persona, quererte, casarse contigo! ¡Y estaba tan alegre, tan alegre... que hasta bailó la danza del chal, la que bailaba Fatma en la Exposición!
Felipe cerró los ojos; una visión deleitosa acababa de recordarle las posturas, los lánguidos movimientos de Rosario en esa danza que a su vista había ejecutado una vez en el taller; y el recuerdo le quemaba de tal modo el alma, que sentía un deseo incontrastable de destrozar alguna cosa, de herir, de matar. Sin embargo, el orgullo le sostenía; no quería aparecer ridículo ni débil; y por lo mismo que su estado interior era realmente espantoso, tenía el valor de encerrar lo que sentía y de conservar una calma engañadora en la superficie. Había adoptado, en un instante, una resolución, y para las personas en quienes el amor propio es firme, y ardiente la sensibilidad, la resolución, una vez tomada, responde de la sangre fría absoluta: ya no se lucha con el pensamiento, ya no hay indecisiones; sólo se necesita energía para realizar lo pensado... Y energía le sobraba en este caso a Flaviani: la tenía por herencia, como se tiene un rasgo de belleza o una singularidad física; era el atavismo de la raza real, que no podía faltarle en el momento crítico, y que ha sido causa de que los reyes, aunque en la vida diaria se manifiesten irresolutos, blandos de carácter, en las horas supremas recobren un vigor, una fortaleza y una dignidad, que son admiración de la Historia cuando narra la muerte de un Carlos I o de un Luis XVI. Si lo que pensaba ejecutar Felipe es lo que suele ocurrírsele a los celosos, la manera de realizarlo fue una prueba de dominio sobre sí mismo, de fuerza soberana. La frialdad de que se revistió repentinamente, hubiese engañado, no a Yalomitsa, que no era difícil de engañar, sino al más sagaz de los observadores.
-Gregorio -dijo consiguiendo igualar absolutamente el metal de voz-, no te exaltes, y entérame bien y despacio de todo eso que has averiguado. Mira, ya se me pasó el berrinche. No tengo nada que oponer a la voluntad de Rosario, si quiere casarse con su tío; pero como la noticia es inesperada, hasta dudaré de ella y creeré que has entendido mal, si no me informas de lo que has averiguado y visto. Quizás se trata de una alucinación o de una aprensión... o de una broma de taller.
-¡Ay, Lipe! cuando te pones así... me crispas los nervios; te prefiero cuando pateas y te tiras del pelo y echas espuma... Entonces me gustas más. No parece sino que Yalomitsa es algún babieca. ¿Quieres oírlo? Pues ahí va. Entro en los Cuatro elementos... y lo primero que me echo a la cara es Rosario, con la túnica color de azafrán de la Samaritana, y a Viodal rehaciendo la cabeza que había borrado con el cuchillo. Ella volvió la cara, supongo que por no verme -¡remordimientos!- y él, muy contento, me consultó acerca de la expresión del rostro, que en su opinión había ganado. Entonces yo, inocentemente, fundándome en el suelto que había leído en La Actualidad, voy y digo como la cosa más sencilla: «Ese cuadro será regalo de boda... ¿eh, Rosario?». «Ese y todos los que ella quiera», salta el tío, como si le tocasen a un resorte. «Pero mi futura -añadió con una especie de retintín- tiene demasiado gusto para no preferir, a los cuadros de su novio, los de Millais; y ayer me han propuesto comprar uno, que es una cosa espléndida». Yo debía de estar grotesco, con la boca y los ojos abiertos así, de una cuarta; pero Rosario, en vez de reírse, seguía escondiendo la cara, contemplando los mamarrachos de la chimenea gótica. Entonces no pude reprimirme, y estallé. «¿Qué jerigonza es esta? ¿Con quién te casas, Rosario? ¿Si sabré yo leer? La Actualidad anuncia tu boda con Felipe María Flaviani». «La Actualidad se equivoca», respondió ella, encarándose conmigo y echándome unos ojos... ¡qué ojazos! ¡dos volcanes! «No entiendo; a ver, repite...». «Repito que me casaré con Jorge... y que no veo motivo de asombro en ello, Gregorio, porque se me figura que le quiero lo bastante...». «¿Es de veras?», pregunté a Viodal. «Rosario lo ha resuelto», contestó hipócritamente, ¡como si yo no supiese que él es quien la está asediando toda la vida!
-Eso es tan exacto, Gregorio -declaró con yerta indiferencia Felipe-, que la gente ha llegado a suponer otras cosas peores... ¿No las has oído tú?
-Francamente... -tartamudeó el bohemio-, oírlas... sí... pero las he creído siempre maldades...
-Y ahora, Yalomitsa... ¿qué piensas? Dímelo en tu conciencia y en tu alma.
-Ahora... ¡No, no es posible, Felipe! ¡Aquellos ojos, aquella cara!... ¡mentir hasta tal punto! Felipe, me sangra el alma de pensar que esa criatura tan hermosa...
-¿Pues no decías hace tres minutos que era una mujer luciferina? ¡Veleta! Oye, Gregorio; en todo esto no hay más que una cosa mala e intolerable: que ese pintor, en tan buena inteligencia con su sobrina, se haya permitido anunciar en los periódicos que yo me casaba con ella.
-¿Pero es Viodal quien?... -exclamó atónito el bohemio.
-En persona. Lo sé de cierto, con datos irrecusables. Ya ves que eso no puede pasar. Muy dueña es Rosario de querer a quien le plazca, y su tío de casarse con ella... pero no de ponerme a mí en berlina, ignoro con qué fines... ¡ni me importa! El hecho me basta y el hecho me obliga a tomar mis me idas...
-Es una burla indigna, una farsa indecente... ¡Ese Viodal debe de estar loco! -gritó Yalomitsa enfurecido.
-Loco o no... En fin, ya despejaremos la incógnita. Hazme el favor, Gregorio, de pasar al fumadero y espérame allí. Que te den pipas, que te sirvan cognac... Dentro de un cuarto de hora, almorzaremos.
-No hagas un disparate, Lipe. Ríete de los bribones... y de las serpientes bonitas también...
-No tengas miedo... Anda, fuma y espérame...
Solo ya, Felipe escribió tres cartas. La primera, dirigida a Jorge Viodal, era seca, sonora y brutal, como un bofetón. Ningún hombre que tuviese sangre en las venas la recibiría sin encenderse en furor y aceptar el reto. La acción de lanzar a la publicidad la noticia de una boda, estando concertada otra para la misma mujer, y siendo el propalador de la noticia de su enlace con otro hombre el mismo que tenía dispuesto casarse con ella, recibía los calificativos más insultantes y duros; y en el párrafo final, Felipe María anunciaba al pintor la visita de dos caballeros que irían, no a debatir la ofensa, sino a ponerse de acuerdo para la reparación. «Si no quiere usted que redoble mi desprecio hacia el proveedor de canards de la prensa parisiense, admitirá usted sin objeción mis condiciones para este lance». El tono de la carta era el mismo desde las primeras líneas: agresivo y feroz, a fin de que Viodal no pudiese desconocer el propósito de Felipe, o aparentar que lo desconocía. «Que entienda bien que la burla no quedará impune». Cerrada la misiva para Viodal, Felipe María escribió otras dos, una al marqués de Sillery, antiguo amigo suyo, clubman, otra a un joven oficial de húsares, Carlos Daubée, a quien había conocido en Arcachon, mozo valiente, ligero de cascos y puntilloso en casos de honra. Encargabales a los dos que solicitasen de Viodal una reparación, pero seria, hasta que uno de los adversarios quedase inutilizado de verdad. Al dejar la pluma, respiró mejor; y, aprisa, buscó en el cajón más secreto del pupitre una fotografía de Rosario, magnífica prueba en que la chilena lucía el disfraz romántico de española que llevaba en el baile de trajes: la chaquetilla torera, la faja, el calañés torcido, la redecilla que recoge el crespo cabello. Al mirar aquella imagen, sintió vértigo Felipe; las líneas tentadoras del hermoso cuerpo, la luminosa sonrisa, los ojos grandes como abismos de placer, le causaron un paroxismo de rabia y le hicieron rechinar los dientes como un preciso que ve la gloria. Desgarró el retrato y lo pateó. Recobrando después su máscara de tranquilidad, pasó al fumadero, y diez minutos más tarde almorzaban él y el bohemio mano a mano, mientras las cartas iban a su dirección, calladas y rectas como van las balas en el combate.