El saludo de las brujas/Segunda parte/IV

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Entre flor y flor...[editar]

Lo externo, en la existencia de Felipe y Rosario, podría causar envidia a los monarcas en su trono. La vida del hombre encierra pocos momentos así, y deben estimarse y, tasarse en todo su precio. Sin embargo, nada valdría el espectáculo de los jardines de Ercolani, testigos de aquel idilio soñado, si no lo iluminase la luz interior. Un fondo de paisaje encuadra poéticamente, realza y avalora la felicidad, pero no puede crearla. Más que el panorama, nos importa lo que piensan, lo que meditan, lo que ven en el porvenir los dos enajenados amantes.

Uno de los desalientos que postran al amor y cortan sus vuelos en busca de lo infinito, es el convencimiento de que las mismas impresiones resuenan de un modo diferente en cada alma, puesto que las almas rara vez vibran al unísono. Si por fortuna llega a producirse esta unidad de vibración, el resultado es una ventura tan profunda y completa, que apenas puede resistirse. Pero estos instantes son contados. Bien sabe el enamorado lo que se hace cuando aspira, como al bien más grande que existe en la tierra, a salir de sí mismo, a abandonar su conciencia y su yo, a disolver su alma en otra alma; huir de sí mismo es huir del más negro calabozo, y entrar en un espíritu que ama es cruzar las puertas de la gloria. Por eso Felipe María, en las horas de intimidad, en esos instantes en que el corazón se derrama porque rebosa, solía murmurar bajito al oído de su amada: «No soy Felipe, nena... Soy Rosario, ¿entiendes? Soy tú..., y tú eres yo, yo mismo».

Apenas acababa de pronunciar estas palabras, cuando a manera de esbirros que salen a capturar al prisionero que se evade, o a guisa de canes que persiguen al esclavo fugado y oculto en la espesura, venían los pensamientos de Felipe a romper el encanto, volviéndole a la realidad. No, él no era Rosario, y de sobra lo comprendía al mismo punto en que, apretando contra su pecho la cabeza seductora de la sobrina de Viodal, deseaba con deseo agudo, casi rabioso, incorporar a su espíritu aquel espíritu joven, vibrante de pasión y de ilusión. Si alguna vez consigue el amor realizar ese anhelo elevado y puro de la mezcla de las almas, es por el único medio de la unión completa, definitiva e irrevocable de la vida y del destino. Sólo el convencimiento de que otro ser está allí para acompañarnos hasta el trance de la muerte, sin separación posible, más que la separación fatal que también aparta el alma del cuerpo donde habitó, puede hacer que en cierto modo, y con ayuda de una atracción vehemente y perseverante, moral y física, se realice ese fenómeno en que acaso consiste toda la beatitud posible en lo humano: el no sentir aislada el alma, el poseer un alma doble. Y Felipe María, al comprenderlo así, sufrió dos o tres veces impulsos irresistibles de decir a Rosario -y se lo dijo:

-¿Por qué no nos casamos, gloria mía?

Al oír la proposición, una ráfaga de contento iluminaba los ojos negros de la chilena; pero con negación enérgica, reiterada, movía la cabeza vivamente.

Apenas soltaba la frase, Felipe sentía, allá en su interior, algo que no se arrepentía y protestaba. No sabría decir qué, pero era algo. Y ese algo maldito, ese algo personalísimo de Felipe y ajeno por completo a Rosario, determinaba en Felipe una reacción involuntaria, indefinible y vergonzosa, en que entraba como elemento esencial esta idea: «Tanto mejor... Ella te quiere... la tienes aquí, contigo, a tu lado... y eres libre, libre... ¿Quién te impide prolongar esta situación cuanto te plazca? Y si te empeñas, después...».

El después -el enemigo del amor, el garfio que rompe la tela de la intimidad moral- se presentaba ante Felipe María bajo forma de un porvenir de ilimitadas perspectivas, no precisamente felices, sino grandes, hondas como la sima de la ambición, a cuyos bordes solía creerse situado, y donde poco a poco se veía caer, como aquel a quien un vértigo arrastra y a quien llaman voces que le fascinan. Si a ratos deseaba y conseguía olvidar que existiese nada más allá de la villa Ercolani, a poco reaparecía la realidad delatada por algún pormenor insignificante, donde encontraba Felipe señal evidente de aquel inevitable dualismo: porque ese pormenor, que en él despertaba extraña excitación, picante y fuerte como la del peligro, en Rosario causaba otra un presión contraria: un momentáneo abatimiento, indicios de pasión de ánimo, seguidos de una exaltación vehemente en las manifestaciones del cariño, como si previendo el fin de sus amores tratase de aprovechar los instantes que la suerte la otorgaba, fuesen largos o cortos. El fondo doloroso de aquella situación era que los dos amantes sabían -sin decírselo ni a sí mismos- que su convivencia tenía un desenlace previsto, seguro, que toda su voluntad no podría evitar. Si Rosario exigiese de Felipe una unión eterna, y aun sin exigirla, con sólo admitirla, conjuraba el peligro. Pero antes de aceptar tal solución, Rosario era capaz de arrojarse al golfo desde uno de los promontorios donde, sentados sobre una roca, habían pasado ella y Felipe ratos inolvidables.

Pequeñas circunstancias eran a veces la gotita de agua helada que produce el estremecimiento y despierta del éxtasis. Desde su herida, desde que su nombre había empezado a rodar por la prensa y su retrato a figurar en las publicaciones ilustradas, Felipe María recibía muchas cartas -adhesiones, ofrecimientos de servicios, respetuosos saludos de personajes del partido felipista-. Los primeros días, el correo se hacinó sobre el mueble escritorio, sin que Felipe se acordase de mirarlo siquiera. Rosario, al entrar por las mañanas en la habitación de Felipe, miraba disimuladamente la torre de cartas, y una candorosa alegría se pintaba en sus ojos cuando advertía que no habían sido abiertas, ni aún removidas. Un día notó que el montón tenía otra figura: sin duda Felipe lo había registrado. Al siguiente pudo observar pedazos de sobres en el cesto, y cartas abiertas bajo el prensapapeles. Poco después, hasta juraría que Felipe contestaba a alguna de las misivas, y que la respuesta era llevada a Rocabruna por el cochero lacio, en una de esas excursiones que hacen los criados, no con encargo de secreto, pero con especial comisión de sus amos -un recado que es de uno particularmente, y no de otro, de los dos que viven juntos.

También desazonó a Rosario la prensa. Los periódicos, dacios y parisienses, llovían en la Ercolani. Felipe afectaba echarlos a un lado sin quitarles las fijas, pero a veces, como si le atrajesen, rondaba la famosa mesa de ancas de león, en que los colocaba el criado para recogerlos al día siguiente y hacerlos desaparecer de la vista. En realidad, el efecto que producían sobre el alma de Felipe los periódicos no era grato; el fruncimiento de cejas que determinaban en él no era una de esas dulces comedias que representa a veces el autor para engañarse a sí mismo; no una tierna hipocresía, ni una lisonja indirecta a Rosario; expresaba un verdadero sentimiento de repulsión y antipatía contra lo que significaban aquellos periódicos; la vida de afuera, que rompía el hechizo de la de adentro. Y sin embargo, Felipe seguía rondando la mesa, y se sentaba a veces en el sillón fronterizo, hasta que un día su mano, guiada por impulso involuntario, se tendió hacia la pirámide de periódicos, rompió algunas fajas, arrugó algunas hojas, y después se retiró, como desdeñando una atenta lectura. Pero era bastante: Rosario, que le espiaba ansiosamente, notó las fajas rotas y las hojas arrugadas. Hizo más: pasó a su vez la vista por aquellos diarios. Los dacios no los comprendía: ni aún siquiera podía descifrar los caracteres: sin embargo, su instinto adivinó repetido el nombre de Felipe en los indescifrables signos. En los franceses y en alguno inglés encontró sueltos donde se hablaba del incremento del partido felipista, se aludía a la residencia en la Ercolani, al duelo, y a ella, a Rosario... Otro artículo grave estudiaba los proyectos de enlace albanés, ponía en las nubes la belleza y méritos de la joven princesa María Dorotea Electa, y comentaba las manifestaciones que en Dacia se habían realizado para demostrar la alegría con que el pueblo vería unidos por ese enlace, altamente político, dos países hermanos para quienes era una misma la causa nacional.

Por primera vez se dio cuenta Rosario de la magnitud y la extensión de su sacrificio. No había ilusión juvenil, no había engreimiento amoroso que pudiesen velar la perspectiva terrible y descarnada del porvenir. ¿Qué aguardaba Rosario? La soledad, el abandono... y algo todavía peor, cuya amargura había presentido, aunque no lo pudiese medir ni calcular exactamente, como no se miden ciertos dolores cuando no se han padecido todavía. Acudió a su memoria, quemante como una brasa, el recuerdo de Jorge Viodal, que por ella había sufrido esa tortura; y sintió una lástima que creía generosa y realmente era egoísta -porque se compadecía a sí misma, se veía ya dejada, desechada, sola, atravesando la vida como se atraviesa un desierto y abrasado arenal...

A la noche -la misma noche del día en que Rosario bebió el primer trago de acíbar en un periódico-, la atmósfera tenía tal pureza, brillaba la luna con claridad tan argentina, era ya tan templado el aire, que Felipe propuso un paseo por mar. Bajaron hasta la playa cogidos del brazo, silenciosos, como solían estarlo cuando más sentían viveza de afectos y plenitud de dicha o de ensueño que no se traduce en palabras. La falúa, tripulada por los dos marineros corsos, les esperaba ya, y en la popa estaban apilados los cojines que servían a Rosario de asiento, y otros que, echados en el fondo del barquito, permitían a Felipe María reclinarse y recostar la cabeza en las faldas de su amiga, pasando así horas de contemplación, en que le parecía que sus ideas se evaporaban y se iban desflecadas y disueltas como el humo de un cigarrillo turco que contiene opio; en que creía desnudarse de sí mismo, perder su cuerpo y no notar más que una sensación de blandura y suavidad y el deseo ele que tal estado durase eternamente.

Rosario saltó a la falúa, apoyándose en el brazo nervudo y moreno de Luigi, uno de los marineros, y al punto Felipe ocupó su sitio de costumbre, con la cabeza en la falda. Una mano de Rosario pendía y se bañaba en las olas, sobre las cuales derramaba sus aljófares la luna en fantásticos rieles; la otra, distraídamente, jugaba con el pelo de Felipe, con la lentitud y la calma de una caricia fraternal. No se oía más que el cadencioso y acompasado golpe de los remos, que de vez en cuando dejaban los marineros suspendidos en el aire, y entonces la embarcación, bogando suavemente sin casi avanzar, quedaba como suspendida y flotante sobre una sábana de viva plata. El agua batía mansamente los costados de la navecilla, y Felipe, con un movimiento de bienestar, ocultaba el rostro en el largo abrigo de paño que envolvía el cuerpo de la chilena, preservándolo de la humedad salitrosa. De pronto, creyó advertir que Rosario respiraba fuerte, que se precipitaba su aliento, como sucede a las personas afligidas y que se reprimen. Alzó la cabeza: era el punto, precisamente, en que la bajaba Rosario: sus rostros casi se encontraron, y Felipe María sintió caer sobre su mejilla una gota ardiente, que escaldaba y enfriaba a la vez... Y aquella gota no era del agua salada y fosfórica que alzaba el remo, ni del relente de la noche, cálida como de agosto. Felipe calló... No sabía qué decir; no acertaba a enjugar la lágrima de Rosario.