El saludo de las brujas/Segunda parte/V

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Acompañados[editar]

Al otro día -a la hora en que Rosario notaba en el espejo, sobre la seda fina de sus párpados morenos, la huella de aquella lágrima devoradora que Felipe no había intentado enjugar- entró la doncella trayendo el cesto lleno de rosas, entre las cuales acostumbraba el ama elegir la que era más de su agrado, para prenderla, con largo imperdible de perlas, entre los encajes de su traje de mañana; y al bajar el canastillo, del cual se exhalaba delicada esencia, dijo recelosamente:

-Señora... Hay visita.

-¿Visita? ¿Quién? -preguntaba Rosario, con un sobresalto natural. ¡Era tan extraño tener visita en Ercolani! Habían transcurrido tres o cuatro meses sin ver a nadie absolutamente...

-El señor de Miraya. Acaba de llegar. Está paseándose por las terrazas con el señor.

Rosario calló, pero se vio en el espejo pálida como un reo sentenciado. Tener visita era ya cortar la cadena, dorada y compacta, de las horas de amor; pero que esa visita fuese Miraya... ¡Miraya representaba lo que había de separarla de Felipe para siempre, con una separación peor que la de la tumba! Sus labios temblaron, y haciendo un esfuerzo penoso, murmuró, dirigiéndose a la doncella y quitando las horquillas de concha que sujetaban en desorden su abundante mata de pelo:

-Péiname, hija mía, al instante... Tengo que salir a recibir a ese caballero.

Mientras la doncella hincaba el peine en aquella crencha negra, perfumada y elástica, Rosario decía con sequedad violenta:

-Prepararás y arreglarás el cuarto que cae al jardín, aquel donde está el Baco de bronce... Que no falte nada; coloca lo preciso, ¿eh? Adolfo te ayudará; entiende más de cómo se puede alojar a un hombre. Que disponga Adolfo un baño. Te encargo mucho cuidado, y que la ropa de cama sea de la mejor que tenemos. ¡Ah! Y en vez de dos platos, que coloquen tres a la mesa...

Ya recogido el moño, que mordían y sujetaban peinecillos de diamantes, Rosario tendió la mano hacia la puerta del cuarto que servía de ropero.

-El traje de fular azul -exclamó.

La doncella la miró, no sin alguna extrañeza. Estaba acostumbrada a que Rosario, mitad por pereza americana, mitad por ese intimismo que caracteriza al amor dichoso, no se vistiese por las mañanas sino de trajes flojos y batas muy espumosas y chorreadas de encajes, muy engalanadas de cintas. El traje de fular azul era un correcto atavío propio para una excursión a Mónaco. Sin embargo, la doncella obedeció, y abrocho con esfuerzo hasta el último corchete del traje y de su alto cuello, rígido, orlado por una austera golita blanca. Ataviada ya, púsose Rosario un sombrero de jardín, y preguntó a la doncella:

-¿Dices que están en las terrazas?

-Sí, señora... Por el bosque de mirtos los vi hace poco.

Derecha, resuelta, la chilena se dirigió al pórtico, y de allí a las terrazas, inundadas de sol.

Su pie ligero hacía crujir la arena, y el aire, moviendo su falda, modelaba su cuerpo airoso y de provocativas formas. Sin embargo, mirando un instante, sin querer, la silueta, sobre un espacio de arena lisa, creyó notar que su talle era menos elegante y juvenil, que había en él no sé qué alteración de líneas, disminución de gentileza... «Decaigo ya -pensó con amargura-. Dentro de poco Felipe sentirá como de hierro el lazo de flores... ¡Ah! ¡Que jamás llegue ese día; que mis ojos no lo vean! El recuerdo de Rosario ha de ser siempre para Felipe luminoso y bello como este verano paradisiaco, en esta quinta que parece un rincón del edén...».

El murmullo de la conversación de los dos hombres guió a Rosario al bosquete de rosales y mirtos, y a la sombra del alto templete, sentados en un banco, encontró al periodista y a Felipe, fumando y charlando mano a mano, con ese abandono que sólo se tiene cuando se habla de lo que interesa. El eco del paso vivo de la joven les llamó la atención, y el diálogo se interrumpió, como suele suceder cuando la conversación no debe oírla el que llega. Fue un movimiento de esos que crean una situación indefiniblemente embarazosa; Rosario, con su instinto fino y altivo, lo percibió instantáneamente y se mordió un poco el labio inferior: a pesar de lo prevenida que iba, se nubló su cara y sus pupilas desmayaron. Duró un instante: en seguirla se rehízo sin aparente violencia, y tendió, ancha y abierta, amistosa, la manita de marfil a Miraya, que la saludaba algo cohibido. En el mismo banco se sentó Rosario entre los dos, y dijo afablemente, como entrando en materia:

-Cuando quiera usted quitarse el polvo... (Miraya tenía, en efecto, una blanquecina capa de él sobre traje y sombrero, y es de suponer que también sobre la cara) tiene usted dispuesto, en su habitación, el baño...

Felipe miró a Rosario con sorpresa, y la chilena añadió:

-Supongo que el señor Miraya viene a pasar una temporada, o por lo menos unos días...

-Estoy en un hotel de Mónaco -respondió Miraya evasivamente, como el que aguarda a que insistan.

-Pues arregle usted su cuenta y quédese aquí -reiteró la chilena-. Es preciso, porque tenemos mucho que hablar; no crea usted que es sólo con Felipe con quien va usted a tratar de... nuestros negocios.

Una ojeada atónita de Felipe prestó ánimos a Rosario que prosiguió, hablando despacio y como quien sabe el efecto de las palabras, y acariciando la rosa que había tomado del canastillo:

-No valen los misterios, Miraya, y aunque usted crea que las mujeres no servimos para... opinar en cuestiones políticas, ¡bah!, algunas veces, cuando son negocios que nos interesan mucho, que nos llegan al alma, no debe despreciarse nuestro consejo... Usted me tiene por una criatura sencilla... o inútil... Ya verá si lo soy o no lo soy. Póngame a prueba. Y para que se convenza de que no me falta penetración, empiezo por decirle que ha hecho usted perfectamente en venir. Felipe se distraía: se olvidaba de que tiene en Dacia asuntos... Me alegro de que usted le despierte.

Miraya atendía, frunciendo el entrecejo con desconfianza. ¿Sería cierto? ¿Iba a encontrar una aliada en la misma mujer en quien veía el obstáculo y la rémora para el porvenir de la causa felipista? Parecíale demasiado bonito. ¿Sería un lazo, una artimaña, un medio hábil de desorientar y quedarse dueña del campo inspirando descuido? Pero los ojos magníficos y luminosos de Rosario, su tersa frente morena y pulida como el ágata, su boca entreabierta, respiraban sinceridad y buena fe, y hasta un extraño entusiasmo, una especie de transporte. «O es una gran cómica o realmente le importa la causa de Felipe», pensó Miraya, que, en voz alta, dijo con efusión:

-Ninguna aprobación, en este caso, puede agradarme y tranquilizar mi conciencia, indicándome que procedo bien, más que la de la señorita Rosario...

La palabra «señorita» cayó como un copo de nieve en medio de una atmósfera serena y templada... Rosario se sobresaltó, sin querer; Felipe tuvo una contracción de los músculos del rostro. Miraya, impávido, se volvió hacia Felipe y prosiguió:

-¿Lo ve Vuestra Alteza? Cuando yo le decía que mi consejo era el de todas las personas que le aman...

Sin dar tiempo a que Felipe se rehiciese, Rosario intervino, y declaró con convicción y seriedad:

-El que ame a Felipe María de Leonato no puede aconsejarle, no puede querer otra cosa sino que no arroje por la ventana, en un acceso de locura o por entregarse a una disculpable apatía, su porvenir y la gloria de Dacia, que son una misma cosa. Jamás hemos hablado de este problema el Príncipe y yo; pero tampoco la ocasión se había presentado: hoy que se presenta, celebro, Miraya, celebro mucho que usted sea testigo de mi modo de pensar, de lo que siempre repetiré al Príncipe...

-Rosario... -murmuró Felipe, cogiendo la mano de la chilena, que apretó la suya con energía.

-Felipe... -respondió ella, acostumbrada a esa dulce correspondencia del nombre de pila, que es una de las muletillas del amor-. No te había dicho nada... pero no creas, lo pensaba; sí, lo pensaba mil veces. Mientras pasamos aquí horas tan... tan tranquilas..., ¿qué sucederá por Dacia? Hoy, que ya estás bueno, fuerte, repuesto por completo... hoy, es preciso que mires hacia Oriente... hacia tu patria, hacia tu herencia.

-No hablemos de eso ahora, te lo suplico -declaró Felipe-. La mañana está hermosísima. Demos un paseo hacia el bosque, para abrir el apetito. Almorcemos alegremente después: Miraya trae un cargamento de anécdotas de París... y va a contárnoslas y a divertirnos mucho con ellas. Tiempo hay de hablar de cosas aburridas y serias, ya que la dueña de esta casa -y Felipe recalcó la expresión- ya que la dueña de esta casa tiene gusto en hospedarle a usted.

Miraya asintió, y poco a poco fueron ascendiendo por los senderos enarenados de los jardines hasta la villa, donde se provistaron de quitasoles. La corta subida al bosque era un ejercicio que aumentaba el buen sabor del almuerzo. Entre el silencio armonioso de los pinos y bajo la sombra embalsamada y transparente de los vetustos cedros, Miraya parecía una cotorra, un ave exótica, charloteando con buen humor y facundia inagotable. Rosario, ya serena y en apariencia alegre, le prestaba atención, y hasta aprobaba, y sonreía, y celebraba las oportunidades maliciosas; pero Felipe, sin esfuerzo alguno, se divertía y solazaba realmente, con la expansión del que privado hace tiempo de toda relación y contacto con la sociedad, de pronto vuelve a entrever su panorama de mil colores, y absorbe afanoso la bocanada de aire exterior. El comprobar esta disposición de ánimo de Felipe, acrecentó el oculto sufrimiento de Rosario. «No le bastaría estar siempre aquí, conmigo», pensó agobiada de pena. ¡A ella le bastaba! Los hombres son otra cosa», añadió para sí, acudiendo a esa distinción del modo de sentir en cada sexo, que es a la vez el triste consuelo y la desesperación incurable de las almas femeniles apasionadas y tiernas. «Los hombres necesitan el movimiento; la actividad es su vida... ¡Pobre Felipe!». Así Rosario le compadecía porque la estaba matando.

Entretanto seguía la charla de Miraya. Hablaba de la Actualité, de las aventuras y desventuras de Dauff, preso en las redes de cierta damita joven de los Bufos, la cual había conseguido del cronista una campaña de reclamos que desesperaba al director y hacía que se burlasen de él todos los redactores. Contó asimismo una cómica desdicha de Lapamelle: atraído una tarde a los bulevares exteriores por el aviso de que se vendía una interesantísima colección de estampas viejas, cayó en el garlito de unos ladronzuelos que le desvalijaron, le apalearon muy a su sabor, y por poco le asesinan. Salió también a relucir la última vuelta de la veleta de Loriesse, que ya no se entusiasmaba por el pintor español de asuntos decorativos y galantes, sino que andaba loco por un puntillista, cuyos retratos, como algunos de la vieja escuela holandesa, vistos con una lente descubrían el grano, las arrugas y, la complicada red del tejido epidérmico, gracias a una labor maniática y obstinada, realizada con pincelillos finos como puntas de aguja. «¡Ah, ese París! -exclamaba Miraya comentando el caso-. ¡Ese París! Todo el que tiene una idea, todo el que tiene una concepción cualquiera, buena o mala, extravagante o sencilla; arcaica o modernista, a París la trae, y al calor de París la incuba y la saca a luz, ¡y con esa luz se alumbra luego el mundo!». Estaba elocuente hablando de París, poniéndolo en las nubes, con entusiasmo sensual e intelectual, de hombre que en la fuerza de la edad pasa desde el ambiente letal y mustio de una ciudad dormilona, al ambiente saturado de efluvios de la capital cosmopolita. Olvidándose de lo tratado al principio de la entrevista, iba Miraya a pronunciar un ditirambo en favor de París, por lo que había contribuido a dar a conocer la causa felipista en Europa; pero una ojeada ligeramente autoritaria de Felipe María le detuvo a tiempo. Sin embargo a los pocos momentos, cometió otra imprudencia: recordó a Viodal, la venta y dispersión de los Cuatro elementos, y el voluntario confinamiento del pintor en las Baleares. Esta parte de la conversación tuvo la virtud de hacer que Rosario bajase los ojos, y un abatimiento profundo se reflejase en su cara. Era aquel recuerdo, apareciendo en tal instante, un puñal agudo que traspasaba el corazón de la chilena. Sus propios sufrimientos le daban a conocer los que había causado. Cuando Miraya, pasando rápidamente a otro asunto, trazó una caricatura de Yalomitsa, de sus botas rotas, su gabán grasiento, su miseria, desde la marcha de Felipe, Rosario exclamó:

-¡Pobre! Hay que escribirle que se venga.