El saludo de las brujas/Segunda parte/VI

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El pacto[editar]

Los días llevaba Miraya en la Ercolani, y todavía se guardaba la consigna de no hablar de política, cuando de mañana, al salir para fumar un cigarro en el pórtico, antes de resolverse a escribir su fondo para el periódico órgano de Stereadi, vio delante de sí a Rosario, que se cogió de su brazo con inusitada familiaridad.

-Vamos hasta la segunda terraza, a sentarnos a la sombra -le dijo con tono entre mandato y súplica.

-Vamos, señora -respondió Miraya inclinándose con una galantería que disimulaba mal la sorpresa y cierto recelo.

Era en la segunda terraza, donde mirtos y rosales en flor rodeaban una estatua de Venus, mutilada, pero de belleza sorprendente. Sentáronse bajo el templete, a cuya sombra transparente y dorada recordaba Rosario haber pasado horas plácidas que acaso no volverían nunca...

-¿Y... el Príncipe? -preguntó Miraya al ocupar, por indicación de la chilena, sitio en el banco de jaspe rojo.

-Su Alteza duerme todavía -respondió ella acentuando con firmeza el tratamiento-. Yo he sido más madrugadora, porque tenía que hablar con usted.

Miraya, a pesar de su verbosidad, calló y esperó. Parecíale que en aquella luminosa mañana, entre aquellos bosquetes salpicados de flor, se jugaban verdaderamente los destinos de la causa felipista. ¿Qué iba a decir la mujer amada? ¿Qué decreto pronunciaría su boca? ¿Qué pensaba? ¿Había sido sincera dos días antes?

Al cabo de una pausa, repitió Rosario:

-Tenía que hablar con usted porque es necesario que nos entendamos bien, que no incurramos en una equivocación funesta. Usted no está convencido de que yo quiero que Felipe... reine... o haga lo posible... por llegar a reinar. ¿No es eso?

-Señora... -exclamó Miraya apelando a la franqueza-. Es exacto... A pesar de sus hermosas palabras del otro día... no sería extraño que... Yo comprendo las leyes del corazón...

-¡Qué ha de comprender usted! -protestó con un matiz de mal disimulado desprecio Rosario-. ¡Qué ha de comprender! Si comprendiese... Si comprendiese, vería en mí la mejor aliada, la más segura.

Sintiose Miraya deslumbrado por un rayo de sol que entró en su espíritu, a la vez que en el lindo templete, acariciando las ramas de las enredaderas que trepaban por las columnas de alabastro amarillento. ¿Sería verdad? ¿Aquella mujer, tan interesada en alejar a Felipe del trono, le aproximaría a él? ¿Y por qué no? ¿Acaso no existe la abnegación, no existe el amor al sacrificio en el corazón de las mujeres que aman. ¿Y no podría ser también aquí la grosería moral de la naturaleza de Miraya volvía a sobreponerse-, no podría ser también que aquel propósito ocultase la ambición más vulgar y hasta la codicia más vil? ¿No podía soñar Rosario, retiro por retiro, el papel de favorita cesante, con una dotación magnífica y esos honores bastardos y equívocos que, sin embargo, halagan la mezquina vanidad -la vanidad humilde que se contenta con lo que la ofrecen-? En el pensamiento de Miraya revolviéronse mezcladas la admiración entusiasta y la sospecha afrentosa. «Tal vez es una heroína del amor... y tal vez una calculadora muy hábil. Bien conoce ella que no iba a ser eterno el idilio... entre otras razones porque Felipe, al paso que lleva desde que está con esta mocita, no tiene dinero ni para tres años... de lo cual me alegro, y con lo cual he contado al instalar la Ercolani... De fijo sospecha... y toma sus precauciones... ¡Ah... no me la pegan a mí tan fácilmente las gatitas!... En fin, sea por un motivo, sea por otro, lo que nos conviene es que adopte esta actitud... y que trabaje en pro de la causa...».

En voz alta, con tono vehemente y alarde de brusco respeto, dijo el periodista:

-Si usted nos ayuda, señora, nuestro es el triunfo... Hoy por hoy, lo único que podría perdernos sería su oposición de usted. Si usted no quisiese, no entraría aquí ni un soplo de aire que oliese a felipismo. ¿Por qué estoy yo en la Ercolani? Porque usted se digna tolerarlo. Pero hace usted bien. Yo la he presentido a usted; yo he comprendido perfectamente que los amigos de Felipe María de Dacia, en usted tenían que poner su esperanza, como la ponen los marinos en la Santísima Virgen. Y esto se lo voy a probar a usted con dos palabras... Verá usted... ¿Se acuerda de un anónimo que recibió por el correo interior... pocos días antes de... del desafío de Su Alteza?...

Vivo carmín tiñó un instante las pálidas mejillas de Rosario, y sus desmesurados ojos se clavaron con magnética fuerza en los de Miraya.

-¿Era de usted? -balbuceó.

-Mío. Haga usted memoria... Decía en substancia, no sé si con estas mismas palabras o con otras muy parecidas: «Si quiere usted de veras a Felipe María Leonato, no se case usted con él, y si no le quiere y es una ambiciosa, tampoco, pues casado con usted, jamás reinará».

-¡Era de usted! -repitió abismada la chilena.

-¿De quién había de ser? -exclamó con vehemencia Miraya-. ¿A quién, sino a mí, le importaba en París el destino del Príncipe heredero? Señora, usted cuya alma voy viendo que es tan varonil y grande; usted, cuyo padre sucumbió luchando por su patria, debe comprender muy bien lo que la patria significa... Dacia está a pique de convertirse en provincia de otra nación... señora, entiéndalo usted: ¡vamos a ser esclavos! Nuestro redentor, el hombre que puede levantar a la nación y despertar su conciencia, es Felipe María... El rey que representa su libertad y su vida, sólo lo puede recibir Dacia de esas manos. Míreme usted -continuó el periodista con un arranque oratorio que tenía algo de teatral y enfático, pero mucho de sublime-. ¿No ve usted cómo me domina esta emoción? ¡Casi lloro! ¡Se trata de la patria!

Los negros ojos de Rosario chispearon. Por fácil que fuese Miraya en admitir malignas suspicacias, su entendimiento, siempre muy superior a su sensibilidad, le guiaba en aquella ocasión, y reconocía que Rosario, a su apóstrofe, se conmovía de veras.

-Precisamente -dijo al fin la chilena, en voz quebrantada-, precisamente por eso, señor Miraya, he querido que hablemos, que nos unamos para la obra en que tengo más interés que usted mismo... más que nadie. No se trata de la patria: ¡se trata de Felipe! Y yo me ofrezco a hacer que prescinda de los escrúpulos que todavía no ha podido desechar, y se presente sin rebozo como aspirante al puesto que de derecho le corresponde.

-¡Ah! -exclamó Miraya-. ¡Eso, eso ante todo! Un acto ostensible del Príncipe, señora, y en una semana centuplica sus fuerzas y sus esperanzas el partido felipista. ¿No ve usted que el arma que esgrimen los enemigos, el gran recurso de que se valen, es propalar que el Príncipe se niega rotundamente a secundar los esfuerzos de sus fieles partidarios? Este rumor ha desalentado a casi todos... y puesto que usted se presenta animada de tan generosas intenciones, no vacilaré un punto en decirla toda la verdad. En Dacia se cree que... afectos profundos... e imposibles de desarraigar... se oponen a que Felipe María presente su candidatura. Sí, señora; suponen que el Príncipe, entre su corazón y sus derechos, opta por su corazón. Se cuenta que está fascinado, embelesado, como Ulises en la isla de Calipso... y que el resto del mundo ha desaparecido para él. Las contingencias de su candidatura al trono... parecen incompatibles con el hermoso sueño que el Príncipe sueña... Esto abate a nuestros amigos. Muchos, desmoralizados ya por el retraimiento de Felipe, se han pasado al partido del duque Aurelio y son sus más celosos agentes... ¿Qué quiere usted? El hombre es débil y medroso... Temen, el día de mañana, tener que sufrir represalias del Duque... En fin..., ¿quiere usted oír toda, toda la verdad? Pues el mismo Stereadi -el egregio Stereadi, el que me ha comisionado a mí para entenderme con el Príncipe, el que es allá la cabeza, el que arrastra a los apocados antiguos, y representa la fusión del orden con la libertad-, Stereadi, señora... ya empieza, ¿lo creerá usted?, a titubear... Le veo... y no le veo... El día menos pensado, tenemos cuarto de conversión... Una mañana recibo carta suya con instrucciones reservadísimas, y me ve usted desaparecer. ¡Adiós, felipismo!

-¡Pero eso sería una infamia! -protestó con anhelo Rosario-. ¡Abandonar a Felipe! No, eso no lo harán ustedes...

-¡La política no tiene entrañas, señora! El Príncipe es quien nos abandona a nosotros... ¡No podemos, como usted comprende, jugar en balde nuestra seguridad y nuestra vida! Por algo, por una probabilidad, sí la jugaríamos, y de buen grado; estamos resueltos... Pero, ¿no sería necedad insigne jugarla por quien rechaza hasta el holocausto? Héroes, mártires... ¡bueno! Necios, ¡nunca, señora!

-¡Miraya, eso no será! Ustedes no deben dejar a Felipe... Yo que le conozco, juro que en su ánimo... allá en el fondo de su corazón... está decidido a ir con ustedes... hasta donde haga falta. No: escriba usted a Stereadi, y asegúrele que Felipe hará muy pronto un acto público, una demostración de esas que no dejan lugar a duda, rotunda, terminante...

Miraya guardó estudiado silencio. Veía a Rosario comprometerse, y la abnegación de la chilena le saltaba a los ojos. Era uno de esos heroísmos secretos y pasivos de mujer enamorada, feliz al tenderse para servir de escabel al amado. En pocos momentos comprendió Miraya el dominio que las circunstancias le prestaban sobre el alma de Rosario, y hasta qué punto podía explotar ese dominio. Decidiose a dar un paso peligroso.

«Si resiste bien esta prueba, seguros podemos estar de la aliada», pensó, calculando qué profundidad iba a introducir el cuchillo. Y en voz alta, como hablando consigo mismo, murmuró:

-La gente de allá ha dado en desconfiar, y se necesitaría un golpe muy resonante para inflamar los ánimos otra vez... Lo único que les convencería...

Titubeó.

-Lo único... sí, lo único que considerarían positivo y directo... más que un manifiesto, más que un mensaje (lo cual, por otra parte, en vida del Rey sería impolítico en alto grado...).

Volvió a detenerse Miraya, y suspendiendo la oración, su mirada vagó por el suelo y se remontó hasta las rosas que enramaban el templete y hasta la estatua mutilada, la Venus antigua, tan serena en su hermosura...

-¡No me atrevo! -añadió por fin.

-¿Quiere usted que yo tenga el valor que le falta a usted. -pronunció lentamente Rosario en tono incisivo y dolorosamente fúnebre.

Clavó el periodista en la chilena tan atónitos ojos, que si ella no estuviese en unos de esos momentos de la vida en que la emoción de lo cómico desaparece, sería capaz de soltar la risa. Contentose con sonreír amargamente.

-Lo único -prosiguió- que puede convencer a los felipistas y exaltar su entusiasmo... sería... el... el enlace... con la princesa de Albania... ¿Verdad que sí?... -interpeló con sobrehumana fuerza.

-¡No se equivoca usted! -declaró Miraya, que veía abrirse el cielo-. Pero... ¿sería usted tan noble... tan generosa... tan...?

-Basta -repitió Rosario con anhelo-. No necesitamos palabras, sino obras. Soy su aliada de usted, y si usted lo olvida o lo duda... ¡peor, peor para usted y para la causa de Felipe! ¿Cómo hacemos para que Felipe declare que accede a... esa boda?

-Lo mejor -indicó Miraya tartamudeando de júbilo- sería... que... dentro de unos días, cuando la familia de Albania venga a pasar una semana en Mónaco... el Príncipe... los... los... visitase... y...

No supo decir más.

Rosario asintió con la cabeza, porque las palabras no acudían; la garganta estaba seca, la salivar se había suprimido, la laringe no formaba la voz... Pero la voluntad, vencedora, movió los músculos del brazo, y Rosario tendió la mano y estrechó la del periodista, sacudiéndola a la inglesa, con lealtad viril. Miraya tuvo un arranque: se arrodilló, besó la mano, y después volvió el rostro, para no ver que Rosario temblaba con todos sus miembros, como un ave azorada, y, que abría la boca para recoger aire, lo mismo que si le faltase la respiración.