El saludo de las brujas/Segunda parte/X

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Instinto[editar]

Contribuyó la presencia del bohemio en la Ercolani a despejar y normalizar la situación de Felipe y Rosario. Desde la llegada de Miraya se había establecido cierto alejamiento: lo que no fuese encontrarse completamente solos, era estar aislados: la interposición de un hombre equivalía a la de una multitud. Y lo que más les apartaba moralmente, no era la persona de Miraya, sino la idea representada, encarnada por el agente de Stereadi. En Miraya tenían que ver el símbolo de su eterna separación -tan próxima, y que sin embargo parecía una pesadilla.

Viviendo Yalomitsa bajo el techo de Felipe, constaba que a las horas dedicadas a la política, Rosario quedaba acompañada y atendida por alguien adicto y cariñoso, que gozaba fueros de pariente, y que por su humorismo inagotable, era como bufón voluntario, altanero y genial, a quien ninguna ley sujeta, a quien no mueve el interés, y que sólo por amistad se presta a espantar ajenas melancolías. Yalomitsa, excluido de los consejos y de liberaciones, «acompañaba» a Rosario, y cada día el cargo daba más que hacer, puesto que cada día estaba Rosario más sola, y mayor número de horas. Ya no era caso desusado el que Felipe y Miraya se pasasen el día en Mónaco o en Rocabruna, almorzando allí, invitados por Nakusi, conferenciando después con los personajes dados de ambos partidos felipistas. La situación política era muy distinta que al principio. Como la actitud del duque Aurelio había suprimido el obstáculo más temible que la candidatura de Felipe podía encontrar, los dos partidos, casi desligados de su pacto, empezaban a practicar activos manejos para comprometer a Felipe en el sentido de sus miras e interés: la coalición, nunca muy estable, se había roto. Es el destino de las coaliciones todas: formadas por la necesidad de aplastar a un enemigo común, se desbaratan el día en que esta necesidad desaparece. Habiendo renunciado el duque Aurelio a sus pretensiones, más enfermo y decaído el Rey a cada instante, ya Felipe no hallaba oposición; y a no ser por la sorda pero iracunda resistencia de la Reina, celosa hasta más allá de la tumba, no faltaba quien creyese que era posible llamar a Felipe María en vida de su padre, para que este sancionase libre y públicamente la transmisión de la corona. ¡Sí: a no ser por aquel rencor de una mujer constante en guardarlo y acariciarlo como se acaricia la hoja lisa de un puñal -rencor que no aplacaban el transcurso del tiempo ni la proximidad de la muerte-, Felipe podría ya entrar en triunfo, aclamado príncipe heredero, en lo que había de ser su reino! Pero mientras tanto y, aun cuando hubiese que aguardar la procesión de los sucesos -esa procesión que lo trae todo, las horas de triunfo y las de derrota, las de embriaguez y las de desaliento, las supremas y las últimas-, los partidos, mirándose ya con desconfianza, temerosos del porvenir, se empeñaban en asegurar la presa de antemano. Los liberales y Stereadi llevaban la mejor parte, porque tenían cerca de Felipe a su representante Miraya; pero los del partido antiguo, y el duque de Moldau a su cabeza, no dejaban de confiar en Nakusi, que si bien distaba mucho de poseer la inteligencia y el pico de oro del periodista, tenía sobre él la superioridad de la educación y del nacimiento y en su carácter un sesgo caballeresco, entusiasta y varonil, por el cual se había captado la simpatía del joven príncipe.

Cabildeos y gestiones, intrigas y esperanzas sazonadas, se traducían en movimiento, en una ausencia casi continua de la Ercolani, que ya era para Felipe María una especie de apeadero, donde descansaba antes de asistir a nuevos conciliábulos y de dejarse ver, solicitar y halagar por sus partidarios, nunca saciados de su presencia en los primeros instantes, luna de miel del entusiasmo y la adhesión. Hoy era un viejo general cubierto de heridas, compañero del duque de Moldau, que solicitaba el alto honor de sentar a su mesa al Príncipe; mañana una hermosa patricia, ornamento de la corte de Vlasta -una futura dama de honor de la futura reina de Dacia- que organizaba en los jardines de su villa un concierto o baile, pretexto para que desfilase ante el Príncipe lo más lucido de la colonia. Y Felipe andaba de Ceca en Meca, en continua exhibición, oyendo el rumor halagüeño que se alzaba a su paso, y recogiendo, mezcladas con sinceras y vehementes pruebas de amor, las prematuras y enervantes auras de la adulación y la interesada bajeza. Eran anticipadas emociones del reinar las que saboreaba Felipe, y se le subían al cerebro como los vahos de un licor emponzoñado, como bocanada de opio que embarga la razón y la voluntad.

Entre sus aduladores más declarados y solícitos, contábase aquel conde de Nordis, agente y mano derecha del duque Aurelio -el mismo que en París había preparado secretamente la campaña de La Actualidad y enseñado a Viodal una estocada pérfida, que sólo por casualidad no envió a Felipe a contarlo al otro mundo-. No eran antecedentes para que Nordis fuese acogido con agrado, y efectivamente, Felipe, en dos o tres ocasiones señaladas, recibió las humildes protestas de Nordis con rostro grave y displicente. Miraya, partidario de los moldes anchos y conciliadores de Stereadi, hubiese aconsejado una dirección de tolerancia, desconfiada en el fondo; pero el conde de Nakusi, cuyo ascendiente en el ánimo de Felipe era cada día mayor, sentía por Nordis una repulsión física, invencible. «Podré creer - decía- en la sumisión y en la renuncia del duque Aurelio, que está dando a todos sus partidarios la consigna de adherirse a la causa del príncipe Felipe; pero ¡jamás!, ¡jamás! tragaré a Nordis; ni menos a sus adláteres Jegarsa el trapacero y Prunkay el espadachín. ¿Quiere saber Vuestra Alteza -añadía con calor- la verdadera causa de que la gente honrada y noble del país se horrorizase ante la contingencia del advenimiento del duque Aurelio al trono? ¡No era otra sino su... indulgencia hacia estos tipos sospechosos! Pedimos águilas y leones, no nos gustan los cuervos ni los buitres. No hemos olvidado que el duque Aurelio es un valiente, un gran capitán; pero nos parece que no ha debido consentir ciertas cosas... Se refieren episodios de la guerra que erizan los cabellos... Hay historias de mujeres atadas a un cañón, desnudas, en presencia de sus padres y esposos; de niños ensartados con los sables; de prisioneros con las orejas cortadas... ¡hasta de rescates por dinero! A mi tío el duque de Moldau no le agrada que se hable de eso... Cree que si tales cosas son verdad deben callarse, y si son calumnias, con mayor razón... Calumnias serán; tal vez el Gran Duque, obligado a hacer la guerra con tropas indómitas y feroces, no haya podido contenerlas, y ahora se le achacan a él las atrocidades de sus soldados...».

-Eso es lo más probable -observaba Felipe-. En todas las guerras pueden registrarse hechos análogos; si un caudillo es valiente, se le moteja de sanguinario y cruel.

-Cierto -asentía Nakusi; pero con el instinto de sencilla rectitud, que era la única ley de su inteligencia, añadía inmediatamente-: Mas, si eso no fue culpa del duque Aurelio, ¿a qué rodearse de gentuza como Nordis, como Jegarsa el falsario, comprometido en los negocios más turbios, hasta en el de la quiebra de cierta casa de banca judía, quiebra escandalosa, que nadie creyó, y que le costó al Estado varios millones; o como Prunkay, que se vale de golpes ilícitos en los duelos? Quien es honrado -declaraba Nakusi echando atrás la cabeza con desdén- mal hace en proteger a los canallas: él no los rehabilita, y ellos, en cambio, le desprestigian y manchan a él. Ahí tiene Vuestra Alteza a Nordis. De este no sabemos nada concreto, pero lo sospechamos todo; no conocemos su origen ni su familia; de lo que estamos seguros es de que no conviene jugar con él, y yo, no hace dos días, me he separado de una mesa de whist, porque vi que le hacían lugar... ¡Y a este hombre, dándonos a toda la nobleza de Dacia un bofetón en el rostro, se le otorga un título, se le inscribe en nuestro libro venerable! ¡Por eso, señor -añadió el joven conde de Nakusi con altanero brío-, por eso y por otras cosas que duelen en el alma a todo patriota, más de un «antiguo» de Dacia ha abrazado la causa de Vuestra Alteza, y está dispuesto a dar por ella, si necesario fuese, sangre y vida!

Cuando Nakusi hablaba así, Felipe María le miraba con interés vivísimo. La naturaleza de Felipe María era más intelectual que otra cosa, y su físico el de un hombre nervioso, impulsivo y variable. En cambio el conde Nakusi ofrecía el tipo de una raza militar y aristocrática a la vez, y sobre todo, enérgica, con su alta estatura, su ancho pecho, su cintura quebrada, su cara de un moreno sano y sanguíneo, su boca sana y de firme dibujo, su aguileña nariz y su mostacho castaño y retorcido. Seguramente en tal hombre no había afinación cerebral; sus raciocinios no eran profundos, pero sí justos y derechos, y su instinto, su primer movimiento, fruto de una voluntad entera y guiada siempre por la dignidad y el culto del honor, no podía engañarle. Sintiose Felipe lleno de confianza en Nakusi, y apoyando su mano en el hombro del mozo, preguntó afectuosamente:

-Usted, en mi caso, ¿recelaría algo de la presencia de Nordis?

-Sí, señor -contestó con fuerza Nakusi-. Tanto recelaría, que librárame Dios de aceptar nunca una taza de té que él me brindase. Vuestra Alteza tiene más entendimiento que todos; pero yo, lealmente, no debo ocultar mis recelos. No me ha mentido nunca el corazón cuando escucho su voz... ¡Guarde bien Vuestra Alteza su augusta persona! ¡A ese hombre con quien no he querido jugar, le creo capaz de todo! ¡De todo lo malo!

Felipe María calló. No le agradaba manifestar hasta qué punto le impresionaban los augurios de Nakusi, por no parecer pusilánime, defecto que él sabía que no se perdona a los reyes, ni a los que a serlo aspiran; y además, aquello no era pusilanimidad, como no lo es en quien camina de noche y a obscuras estremecerse si ve brillar unos ojos en la sombra. No podía olvidar que Miraya, y no por instinto, sino por análisis, había demostrado también una extraña aprensión al saber la venida y la aparente adhesión de Nordis a la causa de Felipe; y dominándose, con la fuerza de voluntad que sabía desplegar en casos como aquel, nuevamente murmuró, reflexionando:

-Pero si Nordis se atreve a intentar algo contra mí, ¿no será por iniciativa propia? ¿Tendrá instrucciones?...

Nakusi bajó la cabeza: no se atrevía a formular una acusación directa contra el Gran Duque, al fin el hermano del Rey, el valeroso caudillo, el veterano...

-¡Sólo mi tío... o la Reina! -prosiguió Felipe sonriendo, para animar a su interlocutor.

-¡La Reina es una señora cristiana! -contestó lacónicamente Nakusi.

-Entonces...

-Guárdese bien Vuestra Alteza, señor -repitió el sobrino de Moldau-. Los grandes tienen la desgracia de que a veces les sirven..., hasta el crimen, aunque ellos no exijan tal servicio. El duque Aurelio de cierto no ordenará una infamia, pero Nordis es capaz de adelantarse hasta el pensamiento... Guárdese bien Vuestra Alteza -insistió con empeño, cruzando las manos.