El saludo de las brujas/Segunda parte/XI

De Wikisource, la biblioteca libre.


Más recelos[editar]

De las virtudes requeridas para el papel que iba a desempeñar, tenía Felipe, en grado más eminente, el valor; y, sin embargo, las indicaciones de Nakusi le hicieron sentir ese primer escalofrío inevitable, que causa hasta en el hombre más entero el peligro vago y sin forma, imposible de prever, y, por consiguiente, de evitar. La impresión fue rápida; la duración del escalofrío, corta y sin influencia depresiva. Con un desdén que tenía líneas de belleza olímpica y majestuosa, Felipe resolvió conjurar el fantasma del miedo, que se alza sangriento y lívido ante las testas coronadas. Para contribuir a disipar esa preocupación de un orden inferior, aunque tan humano, tenía Felipe otra muy honda y persistente: Rosario y su suerte. A medida que se acercaba el día de romper aquel lazo, más apretado de lo que sospechaba él mismo, el alma de Felipe se sentía invadida de sorda angustia, parecida al remordimiento. La desdicha del hombre moderno, es ser a la vez egoísta y sensible; lo bastante egoísta para ceder a sus pasiones, lo bastante sensible para sufrir al presenciar el estrago causado por ellas en el ajeno destino. Por ser interior y cuidadosamente oculta, la lucha de Felipe no era menos violenta, ni menor su desasosiego. A decir verdad, no puede llamarse lucha aquel estado especialísimo: existe lucha propiamente dicha, cuando la voluntad fluctúa entre dos soluciones; y Felipe no fluctuaba: comprendía -en esos momentos de lucidez que acompañan a las crisis supremas- que estaba resuelto; que lo había estado desde el día y hora en que los enviados de Dacia llamaron a su puerta y le saludaron con el nombre de rey... Todos sus actos, a partir de aquel instante, habían sido inspirados y dictados por la volición -inconsciente al principio, y hasta envuelta en repugnancias y negativas semejantes a las de la mujer que rehúsa el amor deseándolo en secreto con todas las fuerzas de su alma- al fin explícita, desbordada como torrente que lo arrebata todo. No fluctuaba, pero sufría, y tal vez sufría más al reconocer que no fluctuaba siquiera; que la conciencia de su divina felicidad al lado de Rosario, no era suficiente para quitarle el afán de correr a otra vida cuyos riesgos y amarguras presentía. Y no fluctuaba, a pesar de ver con intuición clara y aguda que lo que dejaba atrás, lo que sólo había disfrutado poco tiempo, era la bienaventuranza, y lo que buscaba, algo incierto y triste, cuyo peso de antemano sentía sobre los hombros, cuyo azoramiento ya le hacía latir de inquietud las sienes y el corazón.

La consecuencia fatal de estados del alma semejantes al de Felipe, es que impulsan a la resolución inmediata, la cual, solo por ser resolución, tiene la virtud de sosegar, siquiera un momento, el espíritu. «El mal paso andarlo pronto», dicen para sí todos los que se ven en casos análogos: el condenado a muerte, que ansía llegar cuanto antes al lugar del suplicio; el enfermo, que desea la cruenta operación, el hierro registrando sus entrañas; la mujer encinta, que, con vértigo indefinible, espía la llegada del primer dolor. Felipe, más hondamente afectado de lo que creía él mismo, revelaba este anhelo en una de sus conversaciones íntimas con Miraya, -porque la rectitud y lealtad de Nakusi, su otro confidente adictísimo, le hubiese estorbado un poco para descubrir sentimientos complejos, nada francos ni nobles, y en que entraba algo que un espíritu caballeresco reprobaría tal vez en voz alta, o en voz baja, que aún sería peor...

-Comprendo -dijo al periodista Felipe- que es insostenible nuestra situación, y quisiera terminarla en un sentido o en otro. He detestado siempre las posiciones falsas, y me parece la mía tan anómala...

-La señorita Rosario -respondió Miraya, envalentonado por la confidencia y atreviéndose a pronunciar un nombre que rara vez resonaba en aquellos diálogos del príncipe y el consejero- no ha podido presentarse mejor, y la causa de Dacia no tiene amiga más sincera. Comprenderá, pues, a maravilla el estado de las cosas, y ella misma incitará a Vuestra Alteza a adoptar una medida... que... efectivamente... ya reviste carácter de urgentísima.

Felipe María guardó silencio un instante, pero sus ojos, oscurecidos y dilatados, interrogaban.

-Sé lo que digo, señor... -insistió eficazmente Miraya-. Noticias tengo, y frescas: de esta mañana misma. Los astros parece que se han puesto en conjunción para favorecer a Vuestra Alteza. A la adhesión del duque Aurelio... que, la verdad, me había parecido sospechosa... tenemos que sumar otra... más sorprendente, mucho más, y de una importancia tan extraordinaria, que apenas me atrevería a darle crédito, si no viniese la nueva por conducto bien fidedigno... ¡La Reina, señor! La misma Reina transige ya con la candidatura de Vuestra Alteza, y no se opone a que antes de... de los últimos momentos del Rey... sea vuestra Alteza reconocido oficialmente!

-¡La Reina! -repitió asombrado Felipe.

-¡La Reina! A decir verdad, ya teníamos barruntos de esta gran victoria, la victoria decisiva y capital. Ha andado aquí la mano de un apóstol, de un misionero y de un santo: el arzobispo de Vlasta. Hemos tenido la suerte de tropezar con una señora piadosa, y apelando a su conciencia...

Mientras Felipe, nervioso, se levantaba y, midiendo a pasos agitados el aposento, echaba bocanadas de humo de cigarro, Miraya continuó, irritando su deseo y exaltándolo hasta el paroxismo.

-El arzobispo de Vlasta ha conseguido el triunfo y ya la Reina no tiene más que un baluarte donde se parapeta: ¡la... situación de Vuestra Alteza, que también el prelado considera escandalosa! El día en que Vuestra Alteza dé el ejemplo de una separación... que tranquilice las conciencias... la Reina dará a su vez el de sacrificarse por la paz y por la gloria del reino de Dacia... y estará dispuesta a besar en la frente al príncipe heredero... y a... a llamarse su madre. ¡Su madre! ¡Así, así, como suena!

-Sebasti -declaró Felipe deteniéndose y frunciendo el ceño-; aquí estamos solos y hablamos como hombres. Nada me importan los escrúpulos y las aprensiones de la Reina y del Arzobispo, y si le dijese a usted otra cosa, usted no lo creería... Pero ya, en el caso en que me encuentro, una determinación se impone. Busquemos medio de que lo inevitable resulte menos doloroso.

-De eso se trata -aprobó el periodista respirando a gusto al desembarazarse de lo que él allá por dentro llamaba tiquis miquis de la conciencia-. En primer lugar es preciso que la señorita Rosario no carezca de recursos jamás.

-Toda mi fortuna personal será suya por donación -contestó precipitadamente Felipe.

-¡Es naturalísimo! Aunque algo mermada la hacienda de Vuestra alteza, basta para que una señora viva con holgura y comodidad.

-He pensado, además -prosiguió Felipe-, arrendar la Ercolani por dos o tres años, a fin de que Rosario permanezca aquí...

-¡Magnífico! La Ercolani es un retiro digno de una elevada dama... Pero, si bien todo eso es muy conveniente y necesario y deja a Vuestra Ateza en el lugar en que no podía menos de quedar siempre, lo creo de... de secundaria importancia al lado de... otras cosas que... en el momento presente... que ya.

-¡Sí, sí, entiendo! -murmuró Felipe, reprimiéndose y pasando sin querer la mano por la sien, donde un ligero sudor rezumaba.

-¡Vuestra Alteza adivina! Es de la mayor urgencia, es cuestión de días ya. Aparte de que la Reina está pendiente de las resoluciones de Vuestra Alteza, hay un motivo para que se precipiten los sucesos. La familia de Albania llega a Mónaco a fines de la semana... Es decir, el Príncipe no llega: vienen solamente la Princesa, con la heredera Dorotea Electa -Electa de Dios, según la llaman en Dacia...- y con la hermanita menor Clementina Margarita, que es un ángel. No es posible que Vuestra Alteza les haga la visita que esperan, sin que antes...

Hubo otro momento de silencio. En ocasiones análogas, Felipe, convencido y subyugado, acostumbraba, sin embargo, no acceder de buenas a primeras. Era una manera de salvar su dignidad.

-Se pensará en eso, Sebasti -dijo al fin-. Lo que necesitamos -añadió agarrándose, como suele hacerse en tales momentos, a una insignificante circunstancia que disimulase más graves cavilaciones- es un cochero que sepa su obligación. Echo de menos a Esteban, y no me determino a enganchar uno de los troncos buenos, porque prefiero que se estén en la cuadra a meterles en manos pecadoras. Y si llega el caso de hacer alguna visita... de cumplido... de ceremonia... no he de presentarme con las jaquillas de diario. Además, esos animales se están resabiando. El tronco flor de romero es una pareja de fieras. Anoche quisieron soltarse, morderse, pelearse, y armaron un estrépito infernal.

-He previsto el caso -respondió Miraya, demostrando cortesana solicitud-. He encargado a Mónaco un cochero como debe ser el de Vuestra Alteza, y ya me han hablado de uno excelente -y dacio, por más señas, pero que lleva cinco años sirviendo en París-. Sólo que quiero informarme mejor. Todo cuidado es poco tratándose de la servidumbre de un príncipe que tiene enemigos...

-¡Enemigos! Nakusi es también un medroso como usted -dijo serenamente Felipe, que ya se había rehecho y cultivaba la estética de los reyes, el desdén del peligro.

-Conviene avisparse -respondió meditabundo Miraya-. Hay moros en la costa, y he visto revolotear pájaros de mal agüero... La transacción del duque Aurelio no me pasa a mí de aquí -y Miraya se llevó a la garganta las manos-. Se me figura que me daba menos aprensión cuando nos hacía la guerra sin rebozo... Temo a los griegos hasta en sus dádivas... Nuestro insigne Stereadi ha querido imponerme sus convicciones optimistas, pero, no lo puedo remediar, del gavilán no se fían a dos por tres las palomas... ¿Qué hacen en Mónaco ciertos personajes? Es particular que nos hayan cobrado tanto cariño, que nos sigan a donde quiera que vayamos. Yo ruego a Vuestra Alteza que, por si acaso, no salga solo nunca y, sobre todo, que evite a los espadachines de la casta de ese Prunkay, que andan siempre buscando quimera. No he olvidado la estocada de Viodal: aquello fue un aviso. El día en que Vuestra Alteza haya asegurado, por un legítimo matrimonio, la sucesión al trono, se me quitará el miedo. De rodillas le ruego a Vuestra Alteza que piense en todo lo que le digo... Asegurar la sucesión... Ese es su deber y su interés...

-Bien: Miraya... Yo sé lo que debo hacer -contestó regiamente Felipe.