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El secreto de Lelia

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EL SECRETO DE LELIA


Un mes después de publicada en una revista la verídica relación que con el título de Espiritismo aparece en este volumen, recibí de Guatemala una carta, escrita con caracteres menudos y aristocráticos, cuyo contenido causará en el lector la misma sorpresa que a mí me produjo. La copio textualmente:


«Muy señor mío: Como esas flores marchitas que escondidas entre las hojas de un libro evocan en nuestro ánimo toda una historia de amor, así el artículo que usted dedicó a mi pobre Raúl ha hecho revivir en mi memoria un pasado melancólico que en vano he tratado de cubrir con la losa del olvido. A usted que fue su mejor, acaso su único amigo, puedo confiarle mi secreto sin temor de que lo juzgue pueril o ridículo. Soy árabe, me llamo Lelia y nací en Esmirna. Mi padre, después de poseer grandes riquezas que le permitieron darme en París esmerada educación, perdió de golpe toda su fortuna y murió casi al mismo tiempo que mi madre, dejándome al cuidado de un amigo íntimo suyo, hombre de edad madura, acaudalado, instruido y bondadoso.

En compañía de mi tutor viajé por Suiza, Italia y España, y en este último país ocurrieron los dos sucesos que trazaron el rumbo de toda mi vida. Fué el primero mi casamiento. Mi protector se enamoró de mí, y no pude negarle mi mano. ¿Cómo pagar con una cruel negativa la solicitud de aquel hombre generoso que había sido para mí el mejor de los padres? Era yo entonces casi una chiquilla, ignorante del mundo y con la mente poblada de extrañas fantasías. De temperamento apasionado y vehemente, me había forjado acerca del amor una peregrina teoría: creía que Dios encarnaba en cada individuo apenas la mitad de una alma, colocando la otra en una persona del sexo contrario, y que cuando esos dos seres se encontraban frente a frente, atraídas por irresistible afinidad las dos porciones se fundían, se soldaban de un modo indisoluble y resultaban así los matrimonios perfectos. ¿Dónde habitaba, pues, la otra mitad de mi alma? ¿Estaba yo condenada a no encontrarla nunca? ¡Cuán pronto ¡ay! y cuán tarde salí de mi error!

En extremo aficionada a la lectura, nunca dejaba de hacer buen acopio de libros en cada una de las ciudades que visitaba. Sola en una fonda de Madrid —mi marido estaba en Toledo— leí una noche un tomo de versos comprado el mismo día; lo leí de un tirón, trastornada y febril. ¿Qué mágico hechizo ejercieron sobre mí aquellas estrofas apasionadas, candentes, para disipar de un soplo la serena placidez de mi existencia, arruinando mi felicidad para siempre? ¿Por qué singular prodigio, a mil leguas de distancia, en Costa Rica, país hasta entonces desconocido para mí, pudo un hombre interpretar tan fielmente mis sentimientos, mis ideales, mis pensamientos más recónditos? ¿Por qué la hermosa y varonil figura del poeta, cuyo retrato vi en la primera página, me fascinó como si fuera el complemento de mi ser, el único mortal a quien yo habría amado como saben hacerlo las mujeres de mi raza?

Puro romanticismo, locuras de colegiala, pensarán los escépticos; pero yo opino que en todo ello anduvo un poder misterioso, la fatalidad o la Providencia. ¿Quiere usted una prueba? Al día siguiente, al regresar de su viaje mi esposo, sus primeras palabras fueron éstas: He resuelto hacer grandes compras de café y el mes entrante partiremos para Costa Rica. Aun ahora mismo me admiro de que no advirtiera en mi silencio y en mi semblante la espantosa conmoción que esas sencillas palabras me produjeron.

Llegamos allá y fijamos nuestra residencia en un pueblo pintoresco en donde me encerré, resuelta, como esposa que sabe cumplir sus deberes, a evitar las ocasiones de encontrarme con él; pero el Destino hizo que él llegara hasta mi retiro, y una fuerza irresistible me llevó a su presencia. Nos conocimos, nos miramos, nos adoramos. No soy hipócrita. Hay en mi alma tanta altivez como franqueza; pues bien, si aquel domingo inolvidable hubiese llegado Raúl hasta mí... no sé, no quiero pensarlo, no me atrevo siquiera a imaginarlo... Pero partió al siguiente día y le esperé en vano, y con la ausencia volví a la razón y me detuve al borde del abismo. Yo misma aconsejé a mi esposo que nos trasladáramos a Guatemala y él accedió sin sospechar siquiera lo heroico de mi sacrificio.

Nos embarcamos en el Alexander, y como este vapor se hundió pocos días después de habernos dejado en Puerto Barrios, es explicable el error de Raúl al suponer que habíamos perecido en el naufragio.

En San José de Guatemala nació mi hija Olga y allí murió diez años más tarde mi marido. ¿Por qué entonces, ya libre, no pensé en volver a Costa Rica, puesto que el corazón me decía que él no me había olvidado ni me olvidaría jamás?

Al cabo de veinticinco años de ausencia le vi otra vez: pasó por mi calle, sin sospechar que me tenía tan cerca. Cuando volvió de la capital al puerto para regresar a su patria no pude resistir a la tentación de verle por última vez y fui por la noche a bordo.

Olga es mi vivo retrato. Yo la enseñé a amar al poeta al través de sus versos, y aleccionada por mí representó la escena que usted conoce. Mi conducta en aquella ocasión parecería extraña a quien no sabe los secretos de las almas femeniles. ¿A qué romper el encanto de nuestro mútuo ensueño, presentándome envejecida a los ojos del que me había amado joven y bella? ¿No era preferible ocultarme como se ocultan los pájaros para morir? Mas al separarnos para siempre necesitaba saber si yo vivía aún en su recuerdo, si podía acariciar en mis últimos años la ilusión de ser amada, adorada como nadie lo ha sido nunca. Y realicé mi deseo, y escondida en la sombra lloré de felicidad al ver a Raúl absorto, paralizado ante la aparición que él creía ser la misma de otro tiempo ya distante.

Raúl murió pensando en mí, como yo moriré contemplando sus hermosos ojos al cerrar para siempre los míos. ¿Podrán igualar nunca los goces del amor sensual a los de este otro amor purísimo, abrasador e inextinguible? Ya ha oído usted mi confesión. En cuanto a la enlutada que vió usted en la estancia mortuoria, si no fué una alucinación muy natural en tales circunstancias, pudiera tener una explicación más sencilla, aunque para mí más dolorosa. ¡Era Raúl tan digno de ser amado!»


Hasta aquí la extraña epístola. Posteriormente, hallándome de paseo en Guatemala, quise conocer a Lelia. Ni en la capital ni en el puerto de San José pudieron darme noticia alguna de ella ni de su marido. Mas aún: las autoridades de Puerto Barrios me certificaron que el vapor Alexander en su último viaje NO HABÍA DESEMBARCADO NINGUN PASAJERO EN AQUELLA CIUDAD.