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El silencio (Andréiev)

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EL SILENCIO



I


Una noche clara de mayo en la que cantaban los ruiseñores en el gabinete del pope Ignacio entró su mujer. Su rostro expresaba el sentimiento, y la pequeña lámpara temblaba en su mano. Acercándose a su marido le tocó con la mano y le dijo, con lágrimas en los ojos:

—¡Pope, vamos a ver a nuestra hijita Vera!

Sin volver siquiera la cabeza el pope miró larga y fijamente a su mujer por encima de sus anteojos y no dijo nada. Ella hizo un gesto de desesperación y se sentó sobre un canapé.

—¡Los dos sois tan... impiadosos!—exclamó, y su cara de buena mujer, un poco inflada, se contrajo en una mueca de dolor como si con aquella mueca quisiera dar a entender el grado de cruel dad de su marido y de su hija.

El sonrió y se levantó. Cerró su libro, se quitó los anteojos, los metió en un estuche y se sumió en reflexiones. Su larga barba de hilos de plata le cubría el pecho.

—Bien, vamos allá—dijo al fin.

Olga Stepanovna se levantó apresuradamente y le suplicó con voz tímida:

—Pero no hay que reñirla... Bien sabes que es muy susceptible...

El cuarto de Vera se hallaba arriba. La estrecha escalera de madera se cimbreaba bajo los pesados pasos del pope Ignacio, alto y grueso. Estaba de mal humor. Sabía bien que su conversación con Vera no serviría de nada.

—¿Qué es lo que pasa?—dijo Vera, sorprendida al verlos entrar.

Estaba en la cama. Con una mano cubría su frente; la otra descansaba sobre el lecho y era tan blanca y transparente que apenas si se la podía distinguir sobre la sábana blanca.

—¡Vera, niña mía!—dijo el padre, tratando de dar a su voz dura y severa notas más dulces—. Dínos, ¿qué es lo que tienes?

Vera guardó silencio.

—Pero vamos a ver, Vera. ¿Es que tu madre y yo no somos dignos de tu confianza? ¿Es que no te amamos? No hay en el mundo quien te ame más que nosotros. Dínos por qué sufres y eso te hará bien. Créeme, pues conozco la vida y tengo experiencia. También a nosotros nos hará bien eso. Mira cómo sufre tu madre...

—¡Verita!—exclamaba suplicante la anciana.

—Y yo también—prosiguió el padre, con voz temblorosa como si algo se hubiera roto en él—. ¿Crees que yo soy dichoso viéndote así? Conozco bien que sufres; pero ¿por qué? Yo, tu padre, no sé nada. ¿Crees que eso es justo?...

Vera seguía sin decir nada. Dominando la cólera que le subía a la garganta continuó él:

—Te fuiste a Petersburgo contra mi voluntad; pero así y todo no rechacé a la hija desobediente. Hasta te he mandado dinero. He sido siempre un buen padre para ti. ¡Habla, pues! ¿Por qué no dices nada? ¡He aquí tu Petersburgo!...

Se figuraba enormes masas de piedras llenas de peligros desconocidos, y gentes indiferentes, frías. Esa ciudad inhospitalaria de granito es la que ha hecho sufrir tanto a Vera, débil, aislada, sin defensa. Es esa ciudad la que la había perdido. El pope Ignacio sentía un odio mortal a Petersburgo y una gran cólera contra su hija, que no quería decir nada.

—Petersburgo no tiene que ver nada aquí—dijo al fin Vera, cerrando los ojos—. Además no tengo nada. Es mejor que os acostéis; ya es tarde.

—¡Verita mía, mi niña querida!—gemía la madre—. ¡Abreme tu corazón!

—Dejemos eso, mamá—respondió con impaciencia Vera.

El pope Ignacio se sentó en una silla y tuvo una risa seca.

—¿Nada, pues?—preguntó irónicamente.

—Escucha, padre—dijo con firmeza Vera, incorporándose un poco sobre el lecho—. Sabes bien que os amo a ti y a mamaíta. Pero... no hay nada, os lo aseguro. Me aburro un poco y eso es todo.

Ya pasará. De verdad, idos a acostar. También yo tengo sueño. Ya hablaremos... mañana o un día de estos...

El pope Ignacio se levantó de una manera tan brusca que la silla fué a chocar contra la pared; cogió a su mujer por la mano.

—¡Vámonos!

—¡Verita mía!...

—¡Vámonos te digo!—gritó—. Si ha olvidado al Dios bueno, nosotros no somos nada para ella.

Condujo a Olga Stepanovna casi a la fuerza. Cuando ya estaban en la escalera ella le dijo encolerizada:

—¡La culpa es tuya! Tiene todo tu carácter. ¡Tú responderás de ella ante Dios! ¡Qué desgraciada soy!

Lloraba. Las lágrimas la impedían ver los peldaños de la escalera y andaba como si ante sus pies se hubiera abierto un abismo.

A partir de aquel día, el pope Ignacio no dirigió la palabra a su hija. Se diría que ésta no se daba cuenta de ello. Seguía guardando cama o a seándose por su cuarto, frotándose a cada instante los ojos como si hubiera algo que se los tapara. Y la madre, que gustaba de reír y de bromear, perdía la cabeza entre el marido y la hija, siempre taciturnos.

A veces Vera salía. Una semana después de la conversación que hemos referido salió por la noche, como de costumbre. Y ya no se la volvió a ver viva: aquella noche se arrojó bajo el tren, que la cortó en dos pedazos.

El mismo pope Ignacio presidió la ceremonia de los funerales. Su mujer no asistió porque a la noticia de la muerte de Vera fué acometida de una parálisis. Sus brazos, sus piernas y su lengua quedaron paralizados, y permaneció inmóvil en su cuarto medio a obscuras, mientras que muy cerca de ella, en el campanario, las campanas tocaban a muerto. Oía a la gente salir de la iglesia, oía cantar a los sochantres ante el ataúd e intentaba levantar la mano para hacer la señal de la cruz; pero la mano no la obedecía; quería decir «¡Adiós, Vera!», pero su lengua permanecía en la boca como una pesada masa inerte. Olga Stepanovna seguía sin moverse, tan quieta que se diría que estaba reposando. Solamente sus ojos estaban abiertos.

Durante la ceremonia fúnebre la iglesia estaba llena de gente. Todos, hasta los que no conocían a Vera, se apiadaban de la suerte de aquella muchacha que había tenido una muerte tan trágica. Miraban al pope Ignacio y buscaban en su rostro la expresión del sufrimiento y el dolor. No se le amaba porque era severo y altivo, aborrecía a los pecadores y no les perdonaba nunca, y porque, ávido y amante del dinero, se hacía pagar caros los servicios religiosos. Y todos querían verle sufrir, abatido, comprendiendo su doble responsabilidad en la muerte de su hija: como padre cruel y como pope que no supo conducir a su hija por los caminos del bien. Todos le espiaban con la mirada, y él, sintiendo esta curiosidad hostil, trataba de mantener erguida su ancha espalda y no mostrarse demasiado abatido. Pensaba más en esto que en la muerte de su hija.

Así recto, con aire altivo, acompañó a Vera al cementerio y volvió a su casa. Cuando llegó a la puerta su espalda se curvó un poco; pero era porque su talla era demasiado elevada y todas las puertas eran demasiado bajas para él.

Entró en el cuarto de su mujer y no pudo ver bien su rostro; pero después de examinarlo más de cerca quedó sorprendido al verla completamente tranquila, sin lágrimas. Sus ojos no tenían ninguna expresión: estaban mudos, inmóviles, como todo el cuerpo inerte.

—¡Qué!, ¿cómo te encuentras?

No se movió. El pope Ignacio le puso la mano en la frente: estaba fría y húmeda. Los ojos de la vieja, profundos y grises, no expresaban ni dolor ni cólera.

—Me voy a mi cuarto—dijo el pope Ignacio, que experimentaba algún malestar.

Pasó al salón, donde todo estaba limpio como siempre y donde los sillones cubiertos con fundas blancas parecían muertos envueltos en sudarios. En una ventana había colgada una jaula, pero estaba vacía y abierta su puertecita.

—¡Anastasia!—gritó, y su voz fuerte le asustó a él mismo—. ¡Anastasia!—llamó más bajo—. ¿Dónde está el canario?

La cocinera, que de tanto llorar tenía la nariz roja e hinchada, respondió gravemente:

—¡El canario ha volado!

—¿Por qué has abierto la jaula?—dijo el pope frunciendo las cejas.

Ella se echó de nuevo a llorar y dijo, enjugándose las lágrimas con la punta del delantal:

—Era el alma de la pobre señorita... No me atrevía a detenerla.

Al pope Ignacio le pareció que el pequeño canario amarillo que cantaba tan bien era verdadera mente el alma de su Vera, y que si no hubiera volado no podría estar seguro de la muerte de su hija.

—¡Vete!—dijo enfadado—. ¡Qué bestia eres!...


II


En la casita reinaba el silencio. No era la tranquilidad, que no es mas que la ausencia de cuidados, sino el silencio; aquellos que podrían hablar parecen no querer decir nada. Al entrar el pope Ignacio en el cuarto de su mujer encontró en ella una mirada tan densa como si toda la atmósfera fuera de plomo y pesara grandemente sobre la cabeza y sobre los hombros. Examinó mucho tiempo los cuadernos de música de Vera, sus libros y su retrato en colores, que había traído ella de Petersburgo. Recordaba el arañazo que había visto en la mejilla de su hija cuando la hallaron muerta y cuyo origen no podía comprender: el tren que la aplastó había dejado intacta su cabeza; de otro modo la hubiera destrozado completamente. ¿De dónde procedía aquel arañazo?

Pero procuraba no pensar en la muerte de Vera, y en el retrato miraba sus ojos. Eran hermosos, negros, con grandes párpados que los envolvían en la sombra como si estuvieran encerrados en un marco negro. El pintor desconocido pero de talento les había dado una expresión extraña: se diría que entre los ojos y los objetos hacia que miraban había un velo opaco. Aquellos ojos le seguían con la mirada por todas partes, pero también guardaban silencio. Se diría que hasta podría oírse aquel silencio. Por lo menos al pope Ignacio le parecía que lo oía.

Todas las mañanas, después de la misa, iba al salón y examinaba rápidamente la jaula vacía y toda la habitación, se sentaba en un sillón, cerraba los ojos y escuchaba el silencio de la casa. La jaula guardaba un silencio dulce y tierno, lleno de dolor, de lágrimas y de una como lejana risa extinguida. El silencio de su mujer era obstinado, pesado como el plomo y tan terrible que el pope Ignacio, a pesar del calor, comenzó a sentir frío. El silencio de Vera fué interminable, glacial y misterioso como la tumba. Aguzaba el oído con la esperanza de percibir un ruido cualquiera; después, avergonzado de su debilidad, se levantaba bruscamente y se decía a sí mismo:

«¡Estas son tonterías!»

Miraba por la ventana la plaza pavimentada inundada de sol y el muro de piedra de un cobertizo sin ventanas. En un rincón estaba parado un cochero que parecía una estatua de barro, y no se comprendía por qué se estaba allí todo el día, en un sitio donde nunca había nadie.


III


Fuera de la casa, el pope Ignacio hablaba mucho con el clero y los feligreses; a veces con conocidos en cuyas casas jugaba a las cartas. Pero cuando volvía le parecía que no había pronunciado una palabra en todo el día. Esto era por que no podía hablar con nadie de lo que más le importaba, de lo que era objeto de sus pensamientos nocturnos: ¿por qué se había suicidado Vera?

No quería ni podía comprender que ya era demasiado tarde para conocer las razones de aquella muerte. Todas las noches recordaba el momento en que él y su mujer, junto al lecho de Vera, le suplicaban que les dijera qué tenía. Cerraba los ojos y se le representaba a Vera incorporada en su lecho y diciendo... Pero no dijo la única palabra que pudiera aclarar el misterio de su muerte. Le parecía al pope Ignacio que aguzando bien el oído, conteniendo los latidos del corazón, podría quizá oír aquella palabra misteriosa. Y saltando de la cama tendía las manos y suplicaba:

—¡Vera!

Era el silencio lo que le respondía.

Una noche entró en el cuarto de su mujer, a la que hacía una semana entera que no veía, se sentó a su cabecera y, evitando su densa mirada, dijo:

—Escucha, quiero hablarte de Vera. ¿Me oyes?

Ella callaba. Entonces, alzando la voz, le habló severamente, como a los que venían a su casa a confesarse:

—Ya sé que tú no eres culpable de la muerte de Vera. Pero reflexiona: ¿es que yo no la amaba tanto como tú? Razonas de un modo extraño. Sí, yo era severo; pero eso no le impedía hacer todo lo que quería. Sacrifiqué mi amor propio de padre y consentí en que se fuera a Petersburgo; pero ¿es que tú no le habías implorado que se quedara, que renunciara a aquel viaje? No he sido yo el que la hizo tan impiedosa. Le inspiré siempre el amor de Dios y las virtudes cristianas...

Miró los ojos de su mujer y volvió la cabeza.

—¿Qué podía yo hacer cuando ella no nos que ría decir qué tenía? He ordenado, he suplicado. ¿O quizá debiera haberme arrodillado ante aquella chicuela y llorar como una vieja? ¿Sabía yo lo que ella tenía en su cabeza? ¡Hija cruel, sin corazón!

Se golpeó la rodilla con el puño.

—Era el amor lo que le faltaba. Admitamos que no me podía amar porque yo era un tirano. Pero ¿a ti? Ella te amaba. Tú, que te humillabas ante ella, le implorabas...

Se rió nerviosamente.

—¡Bien claro se ve cómo te amaba! Fué por ti por quien buscó una muerte tan atroz y vergonzosa... la muerte en el lodo como un perro.

Su voz temblaba de cólera.

—¡Me da vergüenza!—prosiguió—. Me da vergüenza dejarme ver en la calle. Me da vergüenza ante Dios y ante los hombres. ¡Hija cruel, indigna! ¡Mereces ser maldita en tu tumba!...

Cuando el pope Ignacio miró a su mujer, ésta yacía desvanecida sobre la cama. Tardó algunas horas en volver en sí y no se sabía si recordaba las palabras de su marido.

Aquella misma noche, una noche clara y serena de julio, el pope Ignacio, de puntillas, subió al cuarto de Vera. No se había abierto la ventana desde su muerte y el ambiente era allí seco y cálido. La Luna iluminaba el suelo, los rincones y el blanco lecho con sus dos almohadas, una grande y otra pequeña.

El pope Ignacio abrió la ventana, y en la habitación penetró el aire fresco con el olor del polvo, del río próximo y del tilo en flor. Se oía una canción; probablemente cantaban en alguna barca.

El pope Ignacio, procurando no hacer ruido, se acercó al lecho, se arrodilló y dejó caer la cabeza sobre las almohadas, apoyando sus labios en el sitio donde había reposado la cabeza de Vera. Permaneció mucho tiempo así. Allá en el río la canción se había hecho más fuerte; luego se extinguió. Siguió arrodillado, derramados sus cabellos por los hombros y por el lecho.

La Luna se había eclipsado y la habitación quedó sumida en la obscuridad. El pope Ignacio levantó la cabeza y empezó a murmurar, con una voz conmovida por el amor largo tiempo contenido, como si Vera le pudiera oír:

—¡Hija mía querida! ¿Comprendes toda la significación de esta palabra: «¡hija mía!»? Tú eres mi corazón, mi sangre, mi vida. Es tu viejo padre quien te lo dice...

Sus hombros eran sacudidos por los sollozos, y continuó hablando como a un niño pequeño:

—Es tu viejo padre quien te suplica, te implora, Verita mía. El, que nunca conoció las lágrimas, está llorando ahora. Tu dolor es el mío, tus sufrimientos son más que míos. No son ni los sufrimientos ni la muerte lo que me atemoriza. Pero tú, que eras tan tierna, tan frágil, tan débil, tan tímida... ¿Te acuerdas una vez que te pinchaste tu dedito cómo llorabas con lágrimas ardientes? ¡Niña mía querida! Bien sé que me amas. Todas las mañanas me besas la mano. Díme por qué sufres y yo aplastaré tu dolor con mis manos. Todavía son fuertes mis manos...

Levantó los ojos suplicantes.

—¡Dílo!

Tendió los brazos como en plegaria.

—¡Dilo!

Pero un silencio profundo reinaba en la habitación. A lo lejos se oía el silbido prolongado de una locomotora.

El pope Ignacio se levantó, y retrocediendo hacia la puerta repitió una vez más:

—¡Dílo!

Y la respuesta era un silencio de muerte.


IV


Al día siguiente, después del solitario desayuno, se fué al cementerio por primera vez después de la muerte de Vera. Hacía calor. El cementerio estaba desierto y tranquilo como si no fuera de día, sino una noche clara. El pope Ignacio caminaba derecho, sin curvar la espalda y miraba serenamente a su alrededor no queriendo comprender que no era ya el mismo, que sus piernas se habían hecho más débiles, que su larga barba era ya toda blanca, como helada.

La tumba de Vera se encontraba en el extremo del cementerio, donde ya no había senderos llenos de arena. El pope Ignacio se perdía casi entre las pequeñas colinas verdes, que eran tumbas abandonadas, olvidadas. De vez en cuando veía antiguos monumentos descuidados, rejas abismadas y grandes lápidas sepulcrales hundidas hasta la mitad en la tierra.

Una de aquellas lápidas tapaba la tumba de Vera. Estaba cubierta por un montecillo amarillento, pero a su alrededor todo verdeaba. Dos árboles mezclaban su follaje en lo alto de la tumba.

Sentado sobre una tumba vecina, el pope Ignacio miró al cielo, donde, inmóvil, estaba suspendido el disco solar, y sintió el silencio profundo, incomparable, que reina en los cementerios cuando no hace viento. Este silencio lo inundaba todo, traspasaba los muros e invadía la ciudad.

El pope Ignacio miró la tumba de Vera, la hierba que había crecido allí, y su imaginación se negaba a creer que allí, bajo aquella hierba, a dos pasos de él, se encontraba su hija. Aquella proximidad le parecía inconcebible y le turbaba profundamente. La que él creía desaparecida para siempre en las profundidades misteriosas del infinito estaba allí, muy cerca. Y, a pesar de eso, no existía ya ni existiría nunca. Creía que si hallara la palabra mágica ella saldría de su tumba, bella, grande, como él la había conocido. No sólo ella, sino todos los muertos saldrían de sus tumbas.

Se quitó su sombrero negro de anchas alas, se alzó los cabellos y dijo susurrando:

—¡Vera!

Tuvo miedo de que le hubiera oído alguien, y poniéndose de pie sobre la tumba miró alrededor. No había nadie. Entonces repitió más alto:

—¡Vera!

Su voz era dura, autoritaria y parecía extraño que no le respondiera nadie.

—¡Vera!

Sus llamamientos eran cada vez más insistentes, y cuando callaba, por instantes parecía que alguien, muy bajo, le respondía. Se echó sobre la tumba apoyando su oído sobre la tierra.

—¡Vera, habla!

Y sintió con horror que su oído se llenaba de un frío de sepulcro que le helaba el cerebro, y que Vera hablaba con su silencio mismo. Este silencio se hizo cada vez más terrible, y cuando el pope Ignacio levantó la cabeza le parecía que, conturbada, vibraba toda la atmósfera, como si hubiera pasado una tempestad por encima del cementerio. El silencio le sofocaba, le hacía temblar, erizaba los cabellos en su cabeza. Tiritando se alzó lentamente e hizo un esfuerzo penoso para mantenerse derecho. Después sacudió el polvo de sus rodillas, se puso el sombrero, hizo la señal de la cruz tres veces seguidas sobre la tumba y se fué con paso firme. Pero ya no se reconocía en los estrechos senderos.

—¡Me he perdido!—se dijo con una triste sonrisa.

Se detuvo un instante, y, sin saber por qué, tomó la izquierda. No se atrevió a quedarse mucho tiempo allí. El silencio le empujaba; el silencio que salía de las tumbas verdes, de las cruces grises, de todos los poros de la tierra llena de cadáveres.

El pope Ignacio alargó el paso. No sabe ya a dónde va, vuelve por los mismos senderos, salta por encima de las tumbas, tropieza con las rejas y las coronas metálicas, desgarrándose las vestiduras. Ahora no tiene mas que un solo y único pensamiento: salir de allí. En desorden el traje y los cabellos huyó a todo correr, grande, alto. Si alguno le hubiera visto en aquel momento se habría espantado más que si tropezara con un muerto salido de su tumba: tanto estaba crispado por el terror el rostro del pope Ignacio.

Sofocado, casi ahogándose, ganó al fin el calvero donde se encontraba la iglesia del cementerio. Cerca de la puerta dormitaba un viejecillo sobre un banco y disputaban dos mendigos.

Cuando el pope Ignacio entró en su casa en el cuarto de su mujer había luz. Vestido como estaba, cubierto de polvo, desgarradas sus ropas, entró en el cuarto de su mujer y cayó de rodillas:

—Olga... Olguita... Querida mía... ¡Ten piedad de mí! ¡Me vuelvo loco!...

Y empezó a golpearse la cabeza contra el lecho y a llorar violentamente, como un hombre que llora por primera vez en su vida. Luego levantó la cabeza, con la certidumbre de que esta vez el milagro iba a cumplirse al fin y su mujer, llena de piedad, le iba a decir algo.

—¡Mi esposa querida!...

Lleno de esperanza se inclinó sobre ella... y se encontró con la mirada de sus ojos grises. No expresaban ni cólera ni dolor. Quizá tenía piedad de él, quizá le perdonaba; pero sus ojos no decían nada: guardaban silencio.

***

Y el silencio reinaba en toda la casa, triste y desierta.