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El tesoro de Gastón: 07

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El tesoro de Gastón
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo VII

Capítulo VII

La torre de la Reina mora

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Estas últimas vistas del anteojo tuvieron la virtud de dejar pensativo a Gastón. No había cumplido los treinta, y estaba preparado por su vida anterior, por la atmósfera de molicie y sensualidad respirada, a que la mujer, en el hecho de serlo, le causara efecto perturbador. No era Gastón un vicioso libertino, y esta verdad la llevaba escrita en la tersura de sus sienes, en la humedad y brillo de sus ojos; pero como ningún freno moral conocía desde la pérdida de su madre; como a nada serio había aspirado; como no enderezaba su existencia hacia ningún fin, el capricho y epicureísmo egoísta se habían apoderado de él, tomando cuerpo en esos juegos y antojos de la imaginación y de los sentidos, sueltos como potros brincadores.

Bien registrado el panorama, quiso Gastón bajarse de su observatorio. El descenso era más peligroso aún que la subida, y dos o tres veces creyó que caería precipitado. Al fin se vio salvo sobre los escombros, y entonces, olvidado ya de otras fantasías, se dedicó a examinar las ruinas hacinadas. No pudo menos de fijarse en que alguna de las piedras caídas ofrecían el aspecto, no de haberse desmoronado por la acción del tiempo, sino de ser arrancadas violentamente. Hasta mostraban aristas rotas por el hierro. Estas piedras señaladas así ocupaban un ángulo de la torre, y formaban un montón bastante alto; sin embargo, Gastón, resueltamente, hizo rodar dos o tres de la cima, y vio con sorpresa que el montón cubría una puertecilla muy baja. Apartó más piedras, descansando cuando le fatigaba aquel trabajo rudo, y después de mucho bregar, logró descubrir de la puertecilla lo bastante para dar paso al cuerpo de un hombre. Mal como pudo, por ella se coló, encontrándose en un pasadizo angosto, abovedado, torcido, en declive, y tan bajo de techo, que Gastón lo seguía encorvándose hasta la tierra. Pronto terminaba el pasadizo, en el primer peldaño de una escalera de caracol de piedra, no menos estrecha y angustiosa.

Bajola Gastón encendiendo fósforos, pues la obscuridad era completa, y por la dirección de aquel conducto juzgó que debía de hallarse a la izquierda de la torre, hacia el castillo propiamente dicho. Hasta veintiún peldaños contó Gastón, y al concluir de bajarlos, desembocó en un aposento subterráneo, sin rastros de ventilación ni de luz, redondo y abovedado también. No podía dudar que fuese un calabozo, el in pace de la torre feudal. Gastón había oído hablar de estos in pace, creyendo siempre que sólo existían en la imaginación de los novelistas y de los arqueólogos; y al encontrarse en aquel lugar donde supuso que habían languidecido los enemigos del poderoso señor de Landrey, se estremeció profundamente. Repuesto, y encendido otro fósforo, examinó la mazmorra, movido por un interés que ya nada tenía de humanitario. ¿Descubriría allí, por felicísima casualidad, el camino que seguían los antiguos, la veta que guiase hasta el filón áureo del tesoro? Fosforito tras fosforito, Gastón reconoció las paredes y el techo, que tocaba con la mano. Una vegetación verdosa, húmeda, resbaladiza, cubría las piedras, pero no había en ellas señal de abertura, de reja, de argolla, ni de ninguna otra particularidad de las que indican una entrada secreta. Los sillares eran gruesos, sólidos, bien trabados, y el pavimento tampoco presentaba nada de anormal; raso como las paredes, sin indicio de trampa o sumidero. Golpeó Gastón por todos lados, y no sonó a hueco. Entonces fatigado ya, con las yemas de los dedos abrasadas, desanduvo el camino, y salió a ver el sol, a respirar libremente.

Riose de sí mismo. ¿Pues no había entrevisto, en su fantasía, el tesoro? Sentose en los escombros, y, cogiéndose la cabeza entre las manos, concentró el pensamiento en la hipótesis. Todas las fuerzas de su inteligencia se pusieron en juego, solicitadas por el problema de que dependía su porvenir.

¿Existía en realidad el tesoro, no aquí ni allí, sino en alguna parte, oculto, difícil, pero no imposible de encontrar? ¿O era sólo delirio de un moribundo y una reclusa? Y si no deliraban, si en efecto el tesoro se depositó en algún escondrijo del castillo, ¿no lo había descubierto nadie durante los sesenta y pico de años que la mansión de Landrey llevaba entregada a manos pecadoras? ¿Aquel don Cipriano Lourido, ave de rapiña cebada en el cuerpo de sus amos, no podría haber olfateado las enterradas riquezas?

Al ocurrírsele esta probabilidad, Gastón se fijó en ella, herido por un destello luminoso. Recordó las vigas arrancadas, las paredes recebadas de nuevo, las piedras de la torre removidas a mano y amontonadas como para disimular la puerta, y estas señales extrañas le pareció que demostraban con elocuencia la sospecha que germinaba en su espíritu.

-Si Lourido no descubrió el tesoro, por lo menos lo ha buscado -discurrió con lógica-. ¿Será esa la explicación de su fortuna y el cimiento de aquella casa tan maja en la plaza Mayor de la Puebla?

Otra vez repasó en la memoria las palabras del papelito amarillento: «hallarás lo que buscares...». Con la ayuda del plano quemado por doña Catalina, debían de ser clarísimos los pocos y enigmáticos renglones. Faltando el plano, un logogrifo. Lourido no tenía ni plano, ni el papelito siquiera.

-Le llevo una ventaja -dedujo Gastón-, y si no acierto es que seré doblemente torpe que él.

Volvió a recordar la misteriosa cláusula: «Si guiado por el Norte siguieres el camino que seguían los antiguos en peligro de muerte...». ¿Cuál podía ser el maldito camino? Se golpeó la frente Gastón. ¡Una mina que permitiese a los moradores del castillo, sitiados y no pudiendo resistir, huir por ignorado subterráneo y salvarse! Una mina..., ¡la mina que las gentes del país prolongaban diez leguas, y donde creían sepultada a la Reina mora!

¿De qué manera encontraría la mina? Por dos sitios podía intentarse; o desde el castillo mismo, o donde desembocase: a orillas del río, o en la montaña. La única indicación algo exacta era la de «guiado por el Norte». Al Norte estaba la torre vetusta, y de ella tenían que arrancar las exploraciones. Sin embargo, el calabozo no ofrecía resquicios; la obra subterránea del torreón moría allí.

-Volveré con una linterna, un pico y una pala -pensó Gastón, que lejos de desalentarse, sentía crecer su engreimiento. Engolfado en tales propósitos le sorprendió un ruido a sus espaldas. Eran dos voces, una infantil, otra muy timbrada, de mujer, que discutían. Antes que se diese cuenta de nada Gastón, un niño como de ocho años saltó por las piedras hacinadas en la puerta, a riesgo de torcerse un pie, y con agilidad vino a caer al lado de Gastón, que le amparó con los brazos, le sostuvo y le libró de un descalabro cierto. La mujer exhaló un chillido y trepó impetuosamente por las primeras piedras en seguimiento de la criatura, y, Gastón corrió en su auxilio, gritando:

-Cuidado, señora... que esas piedras ceden... apóyese usted...

Ningún caso hizo la señora del ofrecimiento; ligera como una corta salvó el montón de ruinas, y brincó al otro lado, palpando al niño con ansiedad. Segura ya de que no se había hecho daño alguno, volviose a Gastón diciendo:

-Mil gracias... ¡Si no es por usted, este diabólico...!

Mirábala Gastón de hito en hito, sorprendido de la aparición. Tenía delante a una mujer que representaba de veintiséis a veintiocho años, alta y bien proporcionada, de gentil presencia. Su traje, singular en aquel rincón del mundo, era el que prescribe la moda a las excursionistas; una falda de tartán escocés a cuadros verdes y azules, bastante corta, polainas de paño sujetando fuerte y holgado zapato de cuero, y gabancillo de alpaca azul, recto y flojo, sobre el cual un cuello vuelto, de batista sin almidonar, dejaba libre la garganta. Esta era morena y mórbida, y remataba en una cabeza que no podía llamarse hermosa, pero sí expresiva y agraciada. El sol y el aire habían dorado la tez, y sus tonos de ágata fina aumentaban la luz de los garzos ojos y la frescura de la boca limpia y grande. El cabello, oscurísimo, se recogía en sencillo rodete bajo el sombrero marinero de paja amarilla, sin más adorno que el ala disecada de una paloma. Llevaba la señora guantes gruesos, de hilo, y a la cintura una escarcela de charol. Gastón se inclinó, se descubrió y dijo extremando el rendimiento:

-¡Ojalá fuese verdad que yo hubiese tenido la fortuna de servir a usted de algo! Soy tan inútil, que ni aún quiso usted que la ayudase a salvar las piedras...

-Estoy muy acostumbrada a pasos difíciles -respondió la excursionista-, y como usted comprenderá, ahí por los pedregales y los derrumbaderos no siempre se encuentran señores amables que ofrezcan la mano... Miguel, hijo mío, di, ¿no te has hecho mal?

-¡Qué mal! -chilló el travieso con vocecilla aguda-. ¡Si no necesité del señor! Salté perfectamente solo...

-Calla, fanfarrón... Si no fuese tu antojo de entrar en la torre de la Reina mora, no molestábamos a este caballero... Dale las gracias, y vámonos, que es preciso volver a casita antes que se enfríe el caldo...

-¡Yo no me voy! -replicó el chico-. ¡No me voy sin buscar el tesoro!

Atónito se quedó Gastón al pronunciar el niño tales palabras.

-¡El tesoro! -repitió con una emoción que le ponía la voz temblona.

-El tesoro de la Reina mora -explicó la dama riendo-. ¿Es usted forastero? Entonces no tiene nada de particular que no sepa que en esta torre estuvo cautiva una sultana, y la sepultaron con sus alhajas en una mina descomunal que hay debajo, y que llega hasta los antípodas...

Gastón sintió frío... En vez de confirmar sus ilusiones, la leyenda, referida así en chanza, las prestaba color de insensata quimera. ¡La graciosa boca que se burlaba de la mina, disipaba a la vez los sueños de oro!

-Nada de eso sabía, señora -dijo disimulando el cuidado-, pero si el tal tesoro anda por aquí, Miguelito y yo lo encontraremos.

-¡De fijo! -contestó con el mismo aire de buen humor la dama-. En asociándose...

-Para que Miguelito y yo nos asociemos -insistió Gastón-, es preciso que su mamá nos autorice a ser amigos; y para que se digne autorizarnos, que sepa quién es el futuro amigo de Miguelito... Me llamo Gastón de Landrey.

-¡De Landrey! -repitió ella con acento de sorpresa y simpatía-. ¡Es usted el dueño del castillo!

-En este momento no -contestó Gastón galantemente.

-Gracias otra vez... ¡Landrey! -murmuró la señora como hablándose a sí misma-. ¡Qué bonito nombre! ¡Qué antiguo en este país! ¿Es la primera vez que viene usted a su casa?

-Sí, pero me detendré bastante tiempo.

-¡Bien hecho! Lo merecen estas pobres piedras tan simpáticas y tan abandonadas. Me alegro en el alma de que esté aquí el señor de Landrey... y celebro que haga amistad con Miguelito, y que desentierren los capitales de la sultana, que ya habrán criado moho... Como usted no va a adivinar mi nombre, me presentaré, aunque sea incorrecto. Me llamo Antonia Rojas, viuda de Sarmiento, y vivo en una casita de campo, a poco más de un cuarto de legua de aquí. Si en algo podemos servirle...

-Conozco la casa. Es más, la he visto a usted en ella...

-¿De veras?

-Esta mañanita, a cosa de las seis, en el jardín... Miguelito estaba cerca del estanque y usted salió de casa; llevaba usted un traje claro, y un sombrero mayor que ese... Cogió usted de la mano a Miguelito... ¡Ah! También había un perrazo negro, muy hermoso...

Ligero rubor se extendió por la morena cara de la viuda, y Gastón comprendió que pecaba de indiscreto. Sus reflexiones lo eran, de seguro, pues giraban alrededor de un punto que realmente no tenía por qué importarle:

-¿Esta mujer que la casualidad me trae aquí, es una persona formal? ¿Es siquiera lo que se dice una señora?

La fatuidad y la extrañeza debían de transparentarse en su cara, porque la dama, hasta entonces tan franca y corriente, se puso grave, y miró de soslayo hacia los anteojos marinos de Gastón.

-Estos son los culpables -dijo aturdidamente el mozo-, y si usted les guarda rencor, yo se los ofrezco para que los arroje, si gusta, al río...

Antonia Rojas levantó la mirada, rehusó con un gesto digno y afable, y sin alargar la mano al señor de Landrey, se puso en franquía con pocas palabras, corteses, pero llenas de reserva y aplomo.

-¿Me permite usted que la escolte hasta su puerta? -preguntó Gastón algo contrito.

-Voy siempre sola con mi hijo, y me he encariñado con esta costumbre -respondió la señora trepando ágilmente por las piedras.

-¿Molestaré a usted al presentarla mis respetos? -insistió Gastón.

-Al contrario -fueron las últimas palabras de Antonia, que sonrió un instante, de despedida, mientras Miguelito daba a su amigo el beso más voluntario; ese beso abierto y confiado de los niños a la gente que les ha caído en gracia.