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El tesoro de Gastón: 08

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El tesoro de Gastón
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo VIII

Capítulo VIII

Lourido

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La aventura preocupó a Gastón, que se entregó a mil conjeturas impertinentes acerca de la desconocida excursionista. La curiosidad le inducía a dirigirse aquella misma tarde a la quinta para «presentar sus respetos» -como se dice en la hipócrita jerga del mundo- a la que había visto en la torre. No se atrevió, sin embargo, porque si la mamá de Miguelito era una señora cabal, de hecho tomaría por donde quemase tan inconveniente apresuramiento, y la acogida sería correspondiente a él. Resolvió, pues, no bajar a la quinta de Antonia Rojas hasta haberse enterado minuciosamente de la fama, hechos y calidad de aquella mujer, único medio que ha encontrado la sociedad para prevenir errores e inconveniencias. Por este sentir mundano de Gastón, comprenderá el lector que ya se había aquietado el bullir de aquel gusanillo que empezó a roerle el espíritu en los funerales de la Comendadora...

Deparó la suerte a Gastón los informes que deseaba más pronto de lo que pudo imaginar. Vino Telma de la Puebla, a donde había bajado por mil fruslerías indispensables en toda casa, y trajo un convite de Lourido, en regla, para el señorito: le aguardaban a comer al día siguiente sin falta. Como si se tratase de alguna invitación diplomática, Gastón envió temprano un billete aceptando y saludando a la señora y señoritas de Lourido. Para asistir al convite se acicaló Gastón... No obstante, al bajarse de un mal rocín en la plaza; al ver la antipática morada de Lourido, con su reluciente lápida de seguros mutuos, sólo se acordó de lo positivo; de que allí dentro habitaba un hombre con quien tenía pendientes asuntos de interés, y que acaso este hombre se había enriquecido desentrañando lo que don Martín de Landrey pensó dejar tan oculto. Subió, pues, las escaleras haciendo coraje y cachaza, y murmurando entre sí:

-¿Qué emboscada me preparará este malsín?

Lourido recibió al señorito bajo palio. ¡Qué honra para él, y para el señorito Gastón, qué penitencia!... ¡Comer en la pobre choza, él que estaría acostumbrado a no menos que vajilla de plata y servicio de oro, en mesas de príncipes! Si no dijo esto mismo el alcalde, la esencia de su discurso sonaba a cosa parecida.

Gastón afirmó que comería divinamente, y entonces varió el registro Lourido, insistiendo en que no permitiría que el señorito se alojase más tiempo en un desmantelada vivienda como Landrey.

-No le digo a usted que no, don Cipriano -respondió Gastón aceptando un puro y sentándose en el sillón del escritorio del apoderado-. Lo he pensado bien, y es muy tentador venirse a esta casa confortable; ¡Landrey parece un Hospital robado! Sólo que no me decidiré mientras no arreglemos los asuntos. Quisiera hacerme cargo del estado en que se hallan mis intereses por aquí... Como usted corre con esto... mejor es para los dos que hablemos de una vez.

-¡Alabado sea Dios! -respondió el alcalde de la Puebla revolviendo los sagaces ojillos-. No hay descanso como tratar las cosas así de pe a pa... Con aplazamientos no hacemos nada.

Levantose diciendo esto, y fue a abrir una alacenita de hierro incrustada en la pared. Trasteó en ella un rato, y al fin sacó en triunfo voluminoso mazo de papeles, sellados y por sellar; desató el balduque que lo contenía, y esparció sobre la mesa los legajos que despedían su olor peculiar a polilla y polvo.

-El señorito -continuo- querrá hacerme el favor de repasar estos documentos, que son los comprobantes de mi administración desde que el señorito heredó los bienes... Las cuentas del tiempo de su madre, que en paz descanse, aprobadas las tengo ahí. Las otras, también, que las aprobó el apoderado general, don Jerónimo, con poderes del señorito; de manera que yo, por mi parte, seguro estoy: mi pío es que el señorito quede contento y tenga satisfacción de que he cumplido con él y con la casa; y mientras el señorito no diga: «Lourido cumplió», me molesta a mí el flato y no estoy a gusto...

-¿Dice usted -interrogó Gastón- que don Jerónimo aprobó esas cuentas?

-Año por año, ahí obra su firma redonda como un sol -contestó Lourido hojeando con viveza los papeles-. Y sepa el señorito que la casa de Landrey tiene conmigo un crédito... un creditucho... poco, una cochinada. ¡Verá los comprobantes, verá! Por servir a la casa de Landrey me veo con el agua al cuello... que a veces me voy a fondo. ¡Nada! Me comprometí, vamos, y busqué el dinero... debajo de tierra.

-Debajo de tierra se encuentra dinero a veces -replicó Gastón haciéndose el distraído, pero espiando la cara del mayordomo, a quien vio demudarse-. ¿De modo que le debo a usted... cuánto?

-Para el señorito muy, poco... Para un pobre como Lourido... un dineral... ¡Bch!, todo lo más serán cuatro o cinco mil duros... Desde que le administro, señorito, ni se me han satisfecho mis honorarios, ni los reparos y las obras que ejecuté en el castillo, con autorización de don Jerónimo...

-¿Reparos y obras? -preguntó Gastón, que empezaba a hervir en cólera-. ¡Pero si está aquello inhabitable!

-Y, ¿cómo estaría si yo me descuido? Ruinas nada más. Tuve que registrar y que afirmar la cimentación...

-¿La cimentación? Esa obra es la más a propósito para que un edificio se venga abajo...

Gastón sentía que un sudor ligero brotaba en sus sienes. Obras, registros y reparos le daban malísima espina; a cada paso se le hincaba más en la imaginación el recelo de que Lourido había descubierto el tesoro; y una ira sorda, pero furiosa, se alzaba en su alma como el torbellino de polvo en el desierto. ¡Aquel bandido, aquel buitre cebado en el cadáver de Landrey, engrosado con el espolio de la familia, quería consumar el robo reclamando todavía un dinero que Gastón no poseía ni podía reunir, y exponiéndole así a la vergüenza!

-Además de las obras -prosiguió Lourido, que no creía sin duda prudente insistir en tan delicado punto-, hubo que dar labores para beneficiar las tierras, interponer demandas, sufrir prorrateos, sostener litigios... y todo lo adelantaba de su bolsillo el presente maragato. ¡He pasado tragos! Si no fuese que sabía que el señorito dejar no me dejaba descubierto... Porque cada uno necesita de sus pobrezas, y por falta de esos cuartos estoy yo boqueando, fuera el alma, como la sardina cuando la sacan del copo...

Realizando un esfuerzo heroico, Gastón se dominó.

-Pues por hoy me es imposible satisfacerle a usted esa deuda -declaró resueltamente.

-El señorito tiene una manera muy fácil de pagar -indicó felinamente Lourido-. Con me ceder el señorito las tierras de Landrey... que al fin nada le valen y el señorito ni se fija en ellas... porque el señorito, ya se ve, anda por Madrid y por Francia y esto poco le interesa... que es un rincón...

-¡Las tierras de Landrey! -repitió Gastón sintiéndose palidecer bajo la ofensa de la proposición, pero conteniéndose porque veía un rastro de luz y quería seguirlo.

-Ya sé que me meto en un perro negocio... sólo que, como el señorito no puede pagar y a mí me hacen falta los cuartos, tan cierto como que somos hombres... por salir los dos de esta mala andadura...

-¿Las tierras... y el castillo?

Lourido bajó los párpados para que no se trasluciese la llama repentina de sus ojos diminutos, y, colorado de emoción, contestó reprimiéndose:

-Ya se sabe... aunque el castillo no vale un ochavo... pero el que merque las tierras, el castillo ha de mercar; quien lleva la vaca lleva la soga...

-¿Sabe usted -repuso Gastón, a quien el instinto dictó entonces una conducta salvadora y maquiavélica-, que merece pensarse la proposición? Yo realmente no tengo gran empeño en conservar estas paredes ruinosas. Con todo, darlo así, en pago de una deuda... Mi interés me aconseja, si es que lo vendo, sacarlo a subasta y el que más ofrezca... Ya ve usted sólo las rentas...

-¡Ay! ¡El señorito se va a llevar chasco!... Cuando uno quiere vender es cuando nadie compra... No crea el señorito que Roschil le daría más que el presente maragato... Si el señorito piensa que es poco... porque no diga que no guardo consideración a la casa... ¡un par de miles de duritos más... y eso que me ahorco, me ahorco!

Gastón iba, sin duda, a responder, cuando sonaron a la puerta voces de mujeres jóvenes. «Papá, papá», decían en dos tonos diferentes, el uno afectadamente fino y zalamero, el otro natural y cariñoso. «Entrar, niñas...». Hicieron irrupción en el despacho, y Gastón se levantó y saludó hasta los pies a las dos señoritas del alcalde. En la primera, la del pomposo vestido azul con cintajos amarillos, la del crespo moño, la de la enharinada tez, reconoció Gastón a la que se desperezaba tan de mañana en la galería, y pensó que era lástima que se hubiese tomado el trabajo de componerse, porque era realmente guapa y lozana, y el ridículo adorno la echaba a pique. «Si me permitiese pasar un plumero por esa cara bonita emplastada de polvos de arroz...». La otra muchacha, modestamente vestida de hábito del Carmen, era de exigua estatura y cara macilenta, y cojeaba mucho, apoyándose en una muleta corta.

-Esta se llama Florita -dijo Lourido, presentando a la enharinada con mal encubierto orgullo-. Y esta, Concha -añadió señalando a la de la muleta-. La pobrecilla padece...

-Pero no he perdido el buen humor -declaró espontáneamente la coja, riendo con ingenua amabilidad.

Media hora después, Gastón ocupaba, en la mesa de don Cipriano, el puesto que los anfitriones juzgaron de honor: entre las dos muchachas, y frente al ama de la casa, a quien el señorito de Landrey había visto con conatos de pegar y arañar a la rubia Flora, y que en el festín se esforzaba por demostrar una inverosímil dulzura melosa, desmentida por un rostro avinagrado y enjuto. Abusando de los diminutivos, llamaba a sus hijas Floritiña y Conchitiña; hablaba sin cesar, hasta causar marco, de lo inferior de su comida y del gran sacrificio que hacía Gastón en aceptarla, así como de los méritos y habilidades de sus niñas, sobre todo de Flora. Gastón supuso que la coja era uno de esos seres que las familias indelicadas sacrifican, posponiéndolos siempre a otros más guapos y sanos; y sin querer se interesó por la muchacha, ocupándose de ella más que de Florita, que estaba colorada de despecho. Su deseo de atraer la atención del señorito era tan visible, que le servía, le ofrecía aceitunas y dulces, y ella misma quiso ponerle el azúcar en el café, a lo cual la animaban expresivas ojeadas de su madre y densas carcajaditas de su padre, que olvidado, al parecer, de asuntos, deudas y adquisiciones, se mostraba hecho un almíbar con Gastón.

Al través de los incidentes de la comida, Gastón no perdía de vista ni un instante a su desconocida de la torre de la Reina mora. No sabía cómo traer la conversación hacia ella, y al fin lo hizo por el medio más elemental, diciendo con indiferencia aparente:

-¿Conocen ustedes a una señora de Rojas, que tiene un niño muy travieso? Ayer les he encontrado visitando la parte más arruinada de mi pobre castillo...

Como tocadas por una corriente eléctrica, saltaron Flora y su madre.

-¡Vamos, ya se le metió a usted por los ojos la viudita! -dijo la esposa de Lourido en tono de compadecer a Gastón-. ¡Eso era de ene!

-No -protestó Gastón sin empeño-, me parece que esa señora no contaba con mi presencia. El chiquillo se entró corriendo en la torre, donde yo estaba...

-¡Ay!, ¡el chiquillo! -intervino Flora remedando irónicamente el acento de Gastón-. Sí, sí..., ¡al chiquillo le tiene ella bien enseñado!

-¡Mujer! -exclamó Concha sublevada-. ¡No sé cómo dices eso! Es de mala conciencia pensar ciertas cosas.

-¿Pero ustedes creen -dijo Gastón aparentando candidez-, que fueron a la torre sólo para encontrarme?

Hubo un dúo de risas malignas; Concha se quedó seria.

-Vaya, aunque es usted de Madrí, parece bien inocente -declaró la mamá, con dejos de hiel en la voz-. Los hombres... ninguno ve ciertas cosas, por más de que salten así a los ojos. -Y al decir esto la alcaldesa agitaba sus dedos esqueletados.

-Además -continuó Flora quitándole la palabra a su madre-, ¡la viuda es muy larga, muy trucha! Engaña a Licurgo con aquella marcialidad y aquel qué se me da a mí que gasta.

-Vamos..., ¿es una mujer de mala conducta? -interrogó Gastón como si le convenciesen.

-¡No, señor! -gritó Concha, sin poderse contener-. ¡Hace las caridades que puede y va a la iglesia, que yo lo veo!..., ¡mucho más que otras!..

-No le haga caso a esta papulita -advirtió la madre tragándose con los ojos al testigo benévolo-. Esta, como no hace más que rezar y oír misas, piensa que todos son santos de palo... Y la de Rojas es una santa mocarda. De mala conducta... puede que ahora no sea, pero el diablo sabe lo que hizo en vida del marido, cuando rodaba allá en el extranjero, que mismamente parecían el judío errante... Así dieron el trueno gordo, que ella triunfó y gastó como una emperatriz, y entonces él, desesperado ya el pobrecillo, ¿qué quería que hiciese? Se mató...

-¿Se suicidó el marido de esa señora? -preguntó Gastón esta vez impresionado.

-¡Ya lo creo! -gritó la dueña triunfante-. Dos tiros se pegó en la barba y en el cielo de la boca... Ya ve usted que principios tendrá ella, que anda por ahí como si tal cosa, alegre...

-¡Después de seis años! -advirtió Concha- ¡Pues bien triste y bien enferma estuvo! El bruto y el mal cristiano fue él: ella no. ¿Querían que también se matase?

-Para que el marido hizo la acción porque descubriría algún enredo de la mujer- declaró la señora de Lourido.

-Y por otra pare, no tenían ya sobre qué caerse muertos -agregó Lourido-. Ella está miserable como las arañas.

-Miserable, sí -contestó Flora-, pero tan romántica como siempre. ¡Unos trajes y unos sombreros! No sé si ese modo de vestir será elegante... Raro parece. ¡Y la faldas tan rabicortas! ¡Qué descaro!

-Pero, mujer, si es para andar por el monte -arguyó la defensora, impaciente y acalorada-. ¿Había de llevar cola? ¡Si yo no fuese coja, me vestía como ella!

-¡Estarías bonita! Que te aproveche; a mí la de Rojas me parece un guardia civil...

Aquí llegaban de la discusión cuando entró un galancete, el juez municipal, muy rizado a hierro y muy soplado de cuello y puños, declarado aspirante de Flora; y Gascón aprovechó el momento para cambiar de conversación, porque ya sabía cuanto le importaba. Con esto pasaron del corredor a la sala de recibir, en cuya consola se ostentaba un soberbio reloj de mármol y bronce y dos candelabros del más puro estilo Imperio.

-Os reconozco -pensó el señorito de Landrey-, os reconozco, reliquias de mi casa, testimonio de la rapacidad de este buitre... Ahora quiere que lo principal siga a lo accesorio, y se propone que el castillo haga compañía al reloj...

Distrájole de estos pensamientos Flora, preguntándole si tocaba el piano, sólo para buscar cháchara y que rabiase de celos aparte el juez municipal; y Gastón, que era sujeto abonado, se prestó admirablemente al juego.