El tesoro de Gastón: 14

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El tesoro de Gastón de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XIV

Capítulo XIV

Miguelito[editar]

Loco ya, pero de contento, llegó el niño a Landrey a cosa de las once, acompañado de Colasa, encargada también de recogerle antes del anochecer, y a quien Gastón hizo extensivo el convite, encomendando a Telma que la obsequiase cumplidamente. A medio día se sirvió el almuerzo, y, Miguelito, estimulado por la caminata y la novedad, lo encontró todo de ángeles; fue preciso que Gastón le contuviese, para que el festín no parase en cólico. Después de comer recorrieron las habitaciones del Pazo y las ruinas del castillo, sin olvidar la vetusta torre en que se conocieron, y donde Gastón, en un arranque de sensibilidad, besó al niño subiéndole en brazos; mas como las tardes de verano son largas, y Gastón deseaba que su convidado no se aburriese un minuto, preguntole:

-¿Qué quieres hacer ahora? ¿Quieres pasear? ¿Quieres que volvamos a casa, a ver las estampas del álbum?

-Quería -declaró misteriosamente Miguel- buscar el nido de la comadreja. Sé dónde está, y mamá no me deja volver allí, porque las piedras resbalan mucho.

-¿Es junto al río?

-En el mismo río... Tú no tienes miedo ¿eh?

-No, mi vida... ¿Y tú, yendo conmigo, tampoco lo tendrás?

-¡Buena gana! Sin ti no lo tengo...¡figúrate los dos! Mira, llevemos palos... las piedras resbalan -repitió Miguel, que en realidad sentía una especie de terror atractivo al pensar en el resbaladero.

Preparáronse a la expedición, y Gastón guardó en el bolsillo pastas y un vaso, para merendar y refrigerarse a orillas del río. Echaron a andar con buen ánimo, pero ni uno ni otro sabían el camino, y al primer chicuelo aldeano que encontraron le comprometieron a que sirviese de guía para llevarles al sitio, llamado, según informes de Miguel, o Paso da cova -el Paso de la cueva-. El muchacho, que se dedicaba a apacentar unas mansas vaquitas, se ofreció a ponerles en dirección del río, volviéndose después, por no separarse del ganado. Orientoles en efecto, y Gastón comprendió que ya no necesitaba más, pues la bajada al río no ofrecía dificultad seria, y una vez en la orilla, todo se reducía a seguir derecho, hasta llegar al resbaladero famoso.

No era difícil la bajada al río, en el sentido de que se veía por dónde realizarla; más lo empinado y agrio del monte hacía el sendero casi impracticable: equivalía a despertarse cabeza abajo, y la seca rama de los pinos, llamada en el país espinallo, aumentaba el riesgo, haciendo resbaladiza la estrecha vereda, buena sólo para las cabras, si allí las hubiese, que no las hay. Miguelito reía a carcajadas, agarrándose a Gastón que le sostenía cuidadosamente; y la risa se convirtió en convulsión cuando el señorito de Landrey, en uno de los sitios más peliagudos, cayó de espaldas, sentado, y se levantó todo cubierto de espinallo, sacudiéndose y exagerando la queja, para que el chico exagerase la alegría...

Cuando llegaron a la margen del río, no por eso fue la empresa menos ardua. Al contrario: por allí no había camino practicable, ni estrecho ni ancho, ni malo ni bueno, y era preciso saltar por cima de agudos pedruscos, o abrirse paso difícilmente entre carrascas y aliagas que picaban las piernas. En algunos sitios, lo tajado de la orilla y la estrechez del lugar en donde con gran trabajo se podía sentar la planta, ocasionaban verdadero peligro, y Gastón, temeroso de una desgracia, tomaba a Miguelito en brazos y le obligaba, a pesar de su resistencia, a dejarse conducir fuera del atolladero. El chico protestaba, jurando que por allí había pasado él con su madre, los dos a pie, y «divinamente». Llegaron a un sitio tan propio para romperse las vértebras, que Gastón sentía impulsos de desandar lo andado y enviar enhoramala la expedición y el Paso da Cova, donde, después de todo, no habría más que unas lajas resbaladizas como si de jabón las untasen; pero el chico era tan resuelto defensor de que se terminase la hazaña gloriosamente, y Gastón se sentía ya tan padrazo, que no hubo remedio sino salvar, medio a gatas, el sitio empecatado, del cual salieron con las manos arañadas y sangrientas. Al verse fuera del apuro, Gastón, respirando, miró alrededor, e hizo un movimiento de sorpresa, notando algo como involuntario y oscuro estremecimiento de todo su ser.

Hallabanse en un lugar donde, ensanchándose de pronto el álveo del río, disminuye en profundidad y es vadeable, caso raro en los ríos de Galicia. El agua clara y tranquila descubre el lecho de arena, y baña suavemente un trozo de pradería natural, tendido a ambos lados del escarpe del monte. A la otra margen, Gastón veía el principio de un sendero, no pendiente y agrio como el que habían seguido para bajar, sino asaz cómodo y practicable, que se perdía entre los pinares de la montaña. Pero lo que más impresionaba al señorito de Landrey, era notar que, a sus espaldas, sobre una ladera escarpadísima, casi cortada a pico, descollaba una torre que conoció: era la de la Reina mora. Estaban debajo del vetusto torreón, tan a plomo con él, que una piedra lanzada de las ventanas hubiese podido caerles sobre la cabeza; y sin embargo, por aquel lado la torre era absolutamente inaccesible: querer subir por el tajo a pico sería como intentar asirse a una lisa pared de acero. Los que sitiasen a Landrey no era posible ni que intentasen el asalto del torreón por donde cae al río.

¿Por qué se destacó en el espíritu de Gastón esta idea con extremada lucidez? ¿Por qué la recibió como se recibe a un huésped que afanosamente esperamos? Al pronto ni lo supo él mismo. Un aturdimiento singular, especie de mareo del entendimiento, le dominaba; y como entre sueños, al través del zumbido de la sangre agolpándose a sus sienes, oía la voz del niño.

-Aquí es -decía-. Qué bonito, ¿eh? Pero no hay resbaladero, ¿sabes?, porque hoy el río va más crecido y cubre las lajas... que son atroces de lisas... Dijo mamá cuando estuvimos aquí, que esas lajas no las puso Dios, sino que las colocó la gente para cruzar a pie enjuto, y que deben de tener mil años, por lo gastadísimas que están... ¡Ven, anda!, que te enseñaré el Paso da cova y el nidal de la comadreja...

No eran ya las sienes; era el corazón, era todo el cuerpo de Gastón lo que se agitaba como saturado de azogue... la idea inicial había sido llamada por las otras, que acudieron con la rapidez propia de su inmaterialidad; y agrupándose como un haz de rayos lumínicos, produjeron una claridad viva que en aquel instante deslumbraba y enloquecía al señorito de Landrey... Las palabras del manuscrito de don Martín rodaban por su cerebro a guisa de olas encrespadas: «Si guiado por el Norte siguieres el camino de los antiguos en peligro de muerte...». Allí, allí estaba «el camino de los antiguos»; por allí los defensores de Landrey podían no sólo bajar a la corriente a surtirse de agua, sino escapar, desvanecerse como el humo cuando les amenazasen los sitiadores, cruzando el río por las lajas colocadas a mano, y perdiéndose en el sendero del otro lado de la montaña cubierto de roble y pinos... ¡La ruina, la mitra! ¡El tesoro!

-Ven, te enseñaré donde he visto esconderse la comadreja -repetía el niño, tirando de la mano a Gastón, que embobado se dejó arrastrar.

Orientose Miguelito con ese acierto topográfico que distingue a los niños, cuya retentiva fresca no pierde un detalle, y empezó a desviar los brezos y los renuevos de roble que revestían la base del escarpe, descubriendo un sitio en que sólo su mirada avizor podría adivinar la boca de una cueva -orificio angosto, cegado por desplomes de tierra y piedras, entre las cuales surgía recia y lozana vegetación, disimulando perfectamente la entrada y haciendo hasta dudoso que tal abertura fuese otra cosa sino madriguera de los tejones y las martas, abundantes en aquel país-. Pero Gastón no dudaba; era la boca de la mina militar del castillo de Landrey, y la emoción le empapaba las sienes en sudor helado y le hacía temblar las piernas...

Calló; no era posible confiar tal secreto a Miguelito. Cuando, ya anochecido, habiendo regresado los dos a Landrey, lo entregó a Colasa que se proponía, viéndole muerto de sueño y de cansancio, llevarle a cuestas hasta Sadorio. Gastón, al despedirse del chico, le dio un abrazo largo, largo, vehemente, y entre dientes murmuró, al estrecharle:

-¡Criatura, que Dios te bendiga!

Aquella noche no durmió Gastón; literalmente no concilió el sueño cinco minutos; y sin embargo, una especie de fiebre le causó raras alucinaciones. Cerrando los ojos se representó a la Comendadora con sus hábitos y a don Martín, con su casaca y su calzón corto, que armados de antorchas le alumbraban por las vueltas y recovecos de medroso subterráneo... Al amanecer, ya estaba pidiendo a Telma un ligero desayuno, provisión de fiambres y las herramientas de los albañiles, que estos solían dejar en un cesto de esparto, por no llevarlas y traerlas todos los días; además se surtió de una azada, una pala y de un «guadaño» para segar la maleza. Encargó a Telma el sigilo y que diese a los albañiles dinero en pago de sus herramientas, que supondrían perdidas, y con paso ágil, bajó como la víspera, sin que esta vez las asperezas y escabrosidades del sendero le pareciesen tantas; o por decir toda la verdad, sin que su enajenamiento le diese lugar a reparar en ellas. Descendía como desciende la piedra, por su propio impulso y sin percibir los obstáculos que le podrían detener. En media hora recorrió el trayecto que el día anterior les había costado a Miguelito y a él, adoptando mil precauciones, cerca de una. Al verse ante la boca de la cueva, detúvose y reflexionó.

¿A dónde podía conducir la mina? Sin duda a las fundaciones de la torre, en que Gastón, «guiado por el Norte», esperaba encontrar el tesoro. Mas Gastón recordaba que debajo de la torre había realizado un registro inútil, hallando una especie de mazmorra subterránea, en que ni las paredes sonaban a hueco, ni se veían rastros de comunicación, puerta, escalera, ni argolla alguna. ¿Iría la mina a perderse en el seno de la montaña? ¿Sería mina siquiera?

Con una especie de rabia, con fuerzas que centuplicaba la ardiente curiosidad, Gastón puso manos a la obra. Empezó por cortar y raer la maleza, descubriendo el orificio de la cueva; y después, con ayuda de la pala, desobstruyéndolo de la tierra que se hacinaba ante él. De vez en cuando miraba en derredor, por si le observaba alguien. El sitio estaba completamente solitario.

Temía el señorito de Landrey encontrar piedras que sus fuerzas no alcanzasen a remover, y vio con júbilo que era tierra endurecida, mezclada al grijo del lecho del río, lo único que dificultaba a un hombre le entrada en la gruta. Esta convicción le animó, y pronto consiguió despejar la boca, y descubrir un conducto que, en vez de bajar, subía en ángulo. Encendiendo su linterna, y aferrando la piqueta, Gastón ascendió por el conducto; sus rodillas tropezaban en las desigualdades de la mina -ya no podía dudar que lo era- y una alimaña pasó rozando con sus piernas, en fuga loca, sin que pudiese distinguir si era el bicho algún tejón o sólo una gruesa rata. Notó luego que se ensanchaba la mina y mostrábase cada vez más suave su declive, y no avanzó sino examinando las paredes, que nada ofrecían de particular: parecían de barro, y las impregnaba una humedad ligera. No había ni rastro de esa vegetación fungosa que algunas cuevas poseen: y a medida que Gastón adelantaba, el ambiente se hacía más seco. Como quince minutos habría caminado Gastón, cuando de pronto la cueva cesó: una pared de arcilla la terminaba.

Si la tal pared se hubiese desplomado sobre él, no sentiría impresión más fuerte y abrumadora. Quedose de hielo, abierta la boca, dilatados los ojos. Al fin, procurando rehacerse, paseó la linterna por la pared de alto a bajo. Su corazón saltó impetuoso; el barro, resquebrajado a trechos, cubría un muro de piedra.

Dejó la linterna en el suelo y atacó el muro, con la piqueta, mostrando un vigor digno de un demoledor profesional. Era el muro recio, pero no como de sillería, ni siquiera de cantos muy gruesos; a pocas embestidas comenzó a desmoronarse, y metiendo por el hueco la linterna, Gastón vio una especie de sala redonda, parecidísima a la que conocía, y esto le hizo temblar. ¿Si estaría echando abajo una pared para encontrarse, burlado y desesperado, al pie de la torre de la Reina mora, en el sitio donde ya le constaba que no existía rastro de tesoro? Tal idea le hizo desmayar, y se sentó sobre los escombros. Recordó entonces que tenía en el bolsillo carne fiambre y un frasco de vino generoso; reparó sus fuerzas con bocado y trago, y sin más, arremetió otra vez contra el muro. Cayeron los escombros; fue la abertura capaz de dejar paso al cuerpo de Gastón, y se enjaretó por ella con esfuerzo, saltando linterna en mano dentro de una mazmorra circular, toda revestida de piedra, sin escalera ni acceso a ninguna parte... ¡No era la ya conocida! ¡Era otra, situada, de fijo, bajo las fundaciones de la torre! En el techo, enorme argolla emporlonada en una losa; en el suelo, nada, la tierra; y en la pared, ¡cielo santo!, una especie de hornacina tapiada con cal... El escondrijo.