El tesoro de Gastón: 15

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El tesoro de Gastón
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XV

Capítulo XV

El tesoro[editar]

Antes de atacar con la piqueta la hornacina, Gastón echó mano al frasco y volvió a beber un trago copioso. Creía tener brasas en la garganta y en el pecho, y se sentía desfallecer. La embriaguez del triunfo presentido le abrumaba; no era la codicia, no era la sed de riquezas lo que le causaba tal vértigo; era el misterio romancesco y la dramática historia del tesoro, cuyo valor acaso no equivaldría a lo que la imaginación fantaseaba.

La piqueta retumbó al fin embistiendo contra la pared. Sus sordos golpes fueron arrancando el yeso ennegrecido, la dura mezcla que trababa los pedruscos de la mampostería. A cada fragmento que se derrumbaba, crecía el anhelo de Gastón. Abierto un boquete, apareció un hueco, y en él algo confuso... bultos informes; la luz, introducida, descubrió que eran, no cofrecillos de sándalo con herrajes de pulido acero, ni arquillas de cedro incrustadas de nácar, según correspondía a las joyas de la Reina mora, sino buenamente panzudas ollas de barro vidriado, de las que en el país se venden a dos reales... Si había allí riquezas, no las soterró ninguna beldad musulmana, que las hubiese recibido en dádiva o presida de amor de algún emir granadí; don Martín de Landrey, el de aciaga memoria, al escoger tal sitio para ocultar su dinero y evitar que pasase a manos odiadas, había cedido sin duda a la sugestión de la leyenda, y tal vez al curiosear los subterráneos buscando las perlas de Golconda y el oro del Darro de la sultana, concibió la idea de resguardar allí por poco tiempo el caudal destinado a la hija amada y predilecta, a la piadosa Antígona que consolaba su ceguera moral.

Con golpes convulsivos Gastón ensanchó el boquete; cayó de súbito un gran trozo, y parecieron descubiertas las enormes ollas. Eran hasta seis, y pesaban más que plomo. Llenas hasta el borde, cuatro de ellas estaban hidrópicas de onzas, de esas hermosas peluconas de Carlos III y Carlos IV, que ya se tiene por rareza en los tiempos actuales. Dos contenían artísticas joyas de diamantes y brillantes montadas en plata -collares, tembleques, piochas, broches, arracadas, hebillas, diademas, peinetas, ramos, y hasta un pájaro de esa mezclada pedrería llamada ensaladilla por los joyeros-, en que se combinan los rubíes pálidos, los topacios, las esmeraldas claras y la lluvia de las bellas rosas, o diamantitos menudos como chispas de luz. La envoltura de barro grosero de una de las ollas encerraba -como el cuerpo humano, deleznable, el alma inmortal- una colección de ricos sartales de perlas, y dos abanicos del finísimo gusto María Antonieta, de varillaje de oro incrustado de camafeos.

Al pronto, le dio vueltas la cabeza a Gastón; temía que las ollas se deshiciesen en polvo y la fantástica riqueza se evaporase. Se llevó las manos a las sienes; respiró; y cuando empezaba a recobrar el aplomo, notó que la vela de la linterna se extinguía; un momento más y se quedaba a oscuras. Sólo tuvo tiempo para recoger una olla, la que contenía perlas y abanicos, y salir a escape de la mazmorra y de la cueva. Al verse al aire libre, al sol, a orillas del río, comenzó a persuadirse de que no soñaba. Allí tenía parte de su hallazgo... Por prudencia volvió a obstruir el orificio, colocando la tierra y las ramas de modo que no se advirtiese diferencia; y abrazado a su olla, subió a Landrey, con alas en los pies. Telma creyó que el señorito desvariaba -y desvariaba algo, en efecto- cuando pedía otra vela y un saco de lona. Al anochecer, Gastón, en cuatro viajes, había subido el contenido de las ollas cerrándolo en un recio cofre; pero sus fuerzas se agotaban, y una calentura que creyó originada por la violenta fatiga le postró en el lecho. Telma, llena de inquietud, se instaló a su cabecera; le sirvió infusiones, y veló su sueño agitado por angustiosas pesadillas, en que pronunciaba palabras truncadas y frases enteras que parecían de un criminal. ¡Como que se trataba de riquezas, de prisión, de subterráneo!... La luz de la mañana trajo a Gastón algún alivio, pero encontrábase tan quebrantado, que le fue imposible levantarse; y por la tarde el recargo se presentó otra vez, acompañado de sudor y del mismo delirio congojoso. No cambió al día siguiente el estado del enfermo; y Telma, conocedora de los males que en el país se padecían, comprendió que se trataba de calenturas cuotidianas, de las que suele causar el detenerse largo tiempo a orillas del río, sobre todo en las horas de la tarde y con el cuerpo sudoroso, y anunció su resolución de bajar a la Puebla y traer al médico, experto en recetar quinina para esta clase de achaques.

-No llames al médico -ordenó con debilitada voz Gastón-. Vete a Sadorio y dile a la señora de Sarmiento... a doña Antonia Rojas... que no estoy bueno... y que la suplico que venga a cuidarme.

-¡Señorito! -objetó Telma asustada y creyendo que su amo deliraba aún.

-Obedece, Telma... Estoy en mi juicio... Que venga... Así que venga, sanaré... Ya lo verás... Anda, Telma... Anda, abuelita querida.

Este nombre cariñoso tenía la virtud de poner a Telma como un guante. Sin replicar, llevó a la quinta el extraño recado. ¡Y qué grande su admiración al ver que Antonia, apenas lo escuchó, se encasquetó el sombrerillo marinero, cogió de la mano a Miguelito, y echó a andar más ligera que una corza!

Al entrar Antonia sola en la habitación del enfermo, se incorporó en la cama el señorito de Landrey; tendió la mano abrasada al encuentro de otra mano fresca y trémula, y mirando a su amiga, a su futura esposa, sacó de debajo de la almohada las sartas de perlas y las enroscó a la muñeca de la dama. Esta miraba con sorpresa la joya, y su ceño se fruncía ya desaprobando el regalo, que creía una intempestiva prodigalidad de Gastón; pero el enfermo, en voz baja, la dijo unas cuantas palabras que la hicieron retroceder de asombro.

-Ahí está, en ese cofre -repetía Gastón-. Deseo que todo, todo, se lo lleve usted en seguida a su casa. Pertenece a Miguelito, que es quien por inspiración de algún ángel lo ha descubierto. Ya comprenderá usted que si la llamé, para esto era; mi mal no ofrece cuidado, y usted se volverá ahora mismo a Sadorio, no quiero que los malsines puedan glosar su presencia de usted aquí. Lo único que me reservo son las joyas de familia... Quiero que usted las posea y las santifique.

-Gastón -articuló Antonia dulcemente-, me iré, pero prométame usted que vendrá el médico y que atenderá usted a su salud como si yo aquí estuviese. Del tesoro no hablemos; ya sabe usted que soy firme en mis resoluciones, y no lo aceptaríamos nunca ni Miguel ni yo; pertenece a la casa de Landrey. Respetemos la voluntad de los que fueron. No se olvide usted... de lo que nunca olvidó doña Catalina; el alma de don Martín pide sufragios... Me encargo de recordarle a usted esa pobre alma en pena.

-¿Vendrá usted mañana?

-Y pasado, y todos los días, mientras usted no se ponga bien...

-Ya estoy mucho mejor -declaró Gastón reanimado y sin soltar la mano empeñada en desasirse.

-Pues cordura... y a descansar, y a tomar lo que disponga el médico... y a sanar pronto... Y a tener presente quién envía estas riquezas... Es nuestro Amo... Sí, Gastón; somos sus administradores... Yo no lo sabía, pero me lo ha enseñado la desgracia.

-Y a mí el amor -respondió apasionadamente el señorito de Landrey-. Por todas partes se puede ir a Roma... Y ahora... que entre el chiquillo; ¡le quiero tanto como... como a su mamá!